domingo, julio 30, 2006

Fundamentos teológicos de la calidad

La calidad es una de esas palabras “talismán” de nuestra sociedad, utilizada por muchos empresarios, consultores, profesores y ejecutivos. Tan ensalzada está que ha llegado casi a la categoría de ley, pues hoy día se certifica y se acredita con toda clase de documentos, inspecciones y estudios. La calidad es una garantía de fiabilidad para toda empresa, institución o producto.Existen muchos métodos para conseguir la calidad. Los expertos han elaborado complejos métodos y procesos para medir y comprobar la calidad. Este concepto, tan propio de la cultura empresarial, empieza a llegar a otros sectores sociales, especialmente al campo de las ONG y las instituciones docentes, religiosas y sanitarias. Cuando la calidad llega a estos ámbitos, necesita un fundamento más allá de la pura certificación. No se trabaja por calidad "para" obtener una calificación, sino "porque" se parte de unos valores y principios.

Desde el punto de vista cristiano, la calidad no es una mera exigencia social, sino un deber moral intrínseco de la persona.¿Qué es la calidad? Dejando aparte definiciones técnicas, la calidad, en palabras llanas, es "hacer las cosas bien". No sólo basta con hacer cosas buenas. Esas cosas deben hacerse con excelencia. Es el "cómo" lo que interesa, más que la acción en sí.

¿En qué valores o fundamentos nos podemos basar los cristianos para alcanzar la calidad? El primer maestro en calidad es el mismo Dios, Creador. El ha creado el universo con excelencia inigualable –y Dios vio que era bueno- dice el Génesis. Al regalarnos la naturaleza y la belleza de todo lo creado, ha pensado en su criatura y en lo mejor para ella. Dios ha creado un hermoso jardín –el mundo- para que vivamos en él. No ha escatimado en calidad. Ha volcado toda su inteligencia amorosa, todo su ingenio y su libertad para crear un entorno de belleza incomparable. Si al crear el universo Dios ha derrochado ingenio y creatividad, aún más lo ha hecho al crear el ser humano, a su imagen. En nuestra creación Dios se ha recreado, con su más pura artesanía, volcando amor en cada gesto creador. Como una filigrana, nos ha moldeado con infinita delicadeza y nos ha infundido una gran fuerza interior, capaz, como él, de amar, de recrear, de construir, de inventar, de embellecer su propia obra y acabarla.

Dios ha sacado un cum laude en calidad a la hora de crear el mundo y el hombre. El es nuestro modelo. Para un cristiano, la calidad debe ser una manera de hacer al modo de Dios. ¿Cómo haría Dios este trabajo? Esta es la gran norma para la calidad en nuestra vida cotidiana.

En Jesús, la calidad de Dios llega a su máxima expresión y plenitud. Jesús fue hombre, vivió entre nosotros. Su vida también nos enseña el arte de la calidad. Esta motivación es suficiente para lanzarnos, con creatividad, a revolucionar y mejorar nuestro trabajo, en el mundo empresarial y en todos los ámbitos. Porque, además, esta calidad siempre tendrá en cuenta el máximo bien de la persona. Será una calidad íntimamente ligada a la caridad.

Caridad con calidad, esta podría ser una máxima para el trabajador, el voluntario, el ejecutivo, el empresario cristiano. No basta con llegar a la perfección técnica. También es necesario tener en cuenta a las demás personas de nuestro entorno. Una calidad sin solidaridad está vacía de sentido. Podemos hacer algo de manera excelente, incluso un apostolado. Si no tenemos en cuenta el bienestar de las personas, especialmente de las más alejadas o marginadas, nuestra calidad será vanidad. Esta reflexión deberían hacerla muchos gobiernos y empresas, que luchan por conseguir la calidad y un estado del bienestar, pero hacen poco por remediar las necesidades reales de la gente, especialmente las más necesitadas. Jesús hizo las cosas bien, y nunca desatendió a los pobres. El es nuestro gran referente en la calidad.

domingo, julio 16, 2006

Llamados a dar fruto

Llamados a dar fruto. Estas palabras deberían marcar una impronta: el cristiano maduro da sus frutos. Vamos a desglosar esta frase, palabra por palabra.

Llamados

No podemos dar fruto si alguien no nos llama antes. Todos somos llamados. Formamos parte de la familia de Dios. Somos signo de fraternidad. Tal vez podamos sentirnos abrumados ante la exigencia que comporta esta llamada. Cambiar el mundo es realmente difícil. Convertir los corazones no es tarea fácil. Estamos llamados a hacer un paraíso en medio del desierto.

Pero el que nos llama confía en nosotros. Dios no nos pide nada que no podamos dar. Cree en nosotros. Nuestros límites no son un problema para él. No nos achiquemos ni nos acobardemos. Él nos dará cuanto nos haga falta.

Jesús llama a los apóstoles. Llamar por el nombre es algo muy grande. El nombre significa la misma persona, con su carácter, sus cualidades y sus límites. Dios es tremendamente consciente de que nos llama tal como somos. Y nos quiere así, con nuestro temperamento, nuestros condicionantes, nuestra cultura, nuestro entorno familiar… Pero en la llamada se inicia un proceso de madurez hacia la santidad. Dios no tiene prisa. Somos nosotros los impacientes. Dios sólo pide un corazón abierto, dispuesto a arriesgarse a la aventura de dejar que Él entre en nuestra vida. Cuando Dios entra en nuestro corazón, la existencia cambia de arriba abajo. Es el mismo Espíritu de Pentecostés que nos invade y nos lleva, con fuerza huracanada.

Ese Espíritu empujó a los discípulos de Jesús. Llegaron a cambiar la historia. Nada es imposible para Dios. Tocar el corazón y producir una respuesta en el otro es difícil, y más cuando Dios respeta profundamente nuestra libertad. Pide un sí muy atrevido, muy libre y muy responsable.

Dar

No podemos dar lo que no tenemos. Los frutos que daremos estarán en consonancia con lo que hemos recibido. La capacidad de donación, la generosidad, es una característica de la vocación. No hablamos de dar bienes materiales, sino de darse a uno mismo. Dar de si las habilidades, las potencias, el tiempo, lo mejor de cada cual. Pero lo mejor que podemos dar al mundo es el mismo Dios. Nuestra vida, nuestro testimonio, nuestra fe, son los mayores regalos que podemos ofrecer.

Ser generoso en lo material es una consecuencia de la generosidad espiritual. Dios nos lo da todo. Suyo es lo más importante que tenemos: la vida, el existir, su amor. No nos da cosas físicas, directamente –éstas nos las dan las personas que nos quieren. Nos da la misma vida. Y nos pide darnos a nosotros mismos. La máxima donación es llegar a entregar la vida –sin necesidad de morir–, es darnos a los demás.

Todo cuanto podamos dar es algo que ya hemos recibido. No temamos dar. En clave espiritual, cuanto más damos, más tenemos.

Ahora bien, hemos de asumir que entregarse supone una cierta erosión, que ha de ser libremente asumida. Es el desgaste que se da en una madre que ama a sus hijos, o el desgaste de amar a los padres, a un cónyuge… Muchas veces esto implica perder algo de uno mismo –tiempo, intimidad… Pero lo aceptamos con entera libertad. Esto es el sacrificio por amor. A veces nuestro estado psicológico no nos acompaña en nuestras decisiones. Pero, por responsabilidad, por amor, asumimos ese dolor con alegría. Esto es auténtica madurez cristiana.

Si Dios no pone límites en su donación –es inmensamente generoso –nosotros hemos de imitarle en esta magnanimidad, en la medida de nuestras posibilidades. Nuestro límite es amar hasta entregar la vida. En lo humano, nuestro amor puede semejarse al amor de Dios cuando amamos tal como Jesús señaló en una ocasión: con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser. Amar así al prójimo es amar como Dios. La exigencia es alta, pero hemos de tender a esta meta.

Hemos heredado una cultura religiosa. Pero cuando experimentamos que Dios nos ama podemos salir a comunicarlo. Sin una experiencia íntima de Dios no podremos hacerlo. Damos fruto cuando, con absoluta libertad, decimos sí a Dios. Comunicar lo que hemos recibido nos llevará a dar la vida. Ser cristiano conscientemente es la gran decisión de nuestra vida, la más importante y la que marcará todo nuestro ser.

Fruto

Los frutos son los del Espíritu Santo. No se trata de trazar una estrategia y conseguir que nuestros templos rebosen. No, no hablamos de rentabilidad ni de cantidad de fieles.

Que nuestras comunidades aumenten en número será consecuencia del fruto que hemos de dar. El primer fruto es nuestra propia fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Más allá de lo que podamos hacer, todo está en manos de Dios.

El fruto es que sepamos trabajar con esperanza, sea cual sea el resultado. Entonces Dios hará el milagro. Pero, si no estamos motivados, no conseguiremos nada.

La gente a nuestro alrededor ha de ver una luz, una llamita encendida que arde y subsiste en medio de una terrible era glacial. Esto significará que algo intenso late en nosotros. Entonces se acercarán, si se dejan tocar el corazón.

Dios hace germinar la semilla

Trabajemos con todas nuestras fuerzas. Pero seamos conscientes de que nuestro trabajo no es sembrar siquiera. Nosotros aramos la tierra y quitamos los abrojos. El fruto que hemos de dar es no cansarnos jamás de luchar por aquello en que creemos. El mundo está barrido por huracanes que dispersan y confunden. Muchas personas andan desorientadas, sin norte. La gente se pierde y cae al vacío. Pero Dios no nos abandona. Reproduce en cada sacerdote la figura de su Hijo.

En medio de este panorama desolador, tal vez hemos de emplear menos palabras y obrar más. El mundo necesita silencio y necesita escucha. El fruto será lo que Dios quiera, y no lo que nosotros pretendamos, con nuestra voluntad empeñada. Si sólo perseguimos resultados, estaremos cayendo en la soberbia. El fruto depende sólo de Dios y de la libertad del otro.

Cuando se despierta el corazón de una persona, el fruto saldrá a su tiempo, con dulzura y paciencia. Dios sólo nos pide un sí a todo.