domingo, junio 26, 2011

La dimensión social de la Eucaristía

Hoy, en esta festividad del Corpus, día de la caridad, quiero compartir con vosotros una reflexión sobre la economía parroquial y de la Iglesia en general.
La pobreza ha sido una preocupación de la Iglesia desde los orígenes. En los Hechos de los Apóstoles queda claramente manifiesta la inquietud de los apóstoles por las viudas y los huérfanos. Las primeras comunidades se organizaban y hacían colectas para ayudar a los pobres y sufragar los gastos de los apóstoles en sus misiones. La caridad siempre ha ido íntimamente ligada a la evangelización.
A lo largo de los siglos, la Iglesia ha hecho verdaderos esfuerzos por paliar las angustias del ser humano, desde la pobreza hasta la soledad más absoluta. Y ha dado respuestas desde la sanidad, la educación y la cultura. En los países más pobres, la Iglesia realiza una labor misionera y de desarrollo, luchando contra las consecuencias de las guerras y las hambrunas. El desafío de la Iglesia, especialmente a través de Cáritas y de otras instituciones, es responder con dulzura, calor y eficacia ante el sufrimiento de tantas personas desesperadas. Cumplir el mandamiento del amor es vital para que la Iglesia lleve a cabo su misión.
La Iglesia necesita infraestructuras que le permitan ejercer su tarea evangelizadora y caritativa. No se podría realizar esta labor sin escuelas, centros de acogida, comedores, hospitales… todo esto sería imposible sin la generosidad del corazón humano. Por eso hoy, día del Corpus Christi, Día de la Caridad, las colectas parroquiales se destinan a la labor social de Cáritas.
La parroquia es también una porción del pueblo de Dios. En ella celebramos nuestra fe, nos alimentamos de Cristo en la eucaristía, vivimos la fraternidad. Por eso, cada uno de nosotros es co-responsable de la misión del cristiano: el ejercicio de la caridad.
Una llamada a la generosidad
En la parroquia vivimos una maravillosa experiencia: recibimos al mismo Jesús, centro de nuestra vida. Si él no nos mueve ni nos conmueve, y no despierta nuestra generosidad, es que quizás tengamos dormida la fe. Quizás venimos a misa por rutina, porque toca, porque es una obligación moral, porque nuestra cultura nos ha acostumbrado… Entendemos la misa como un precepto obligatorio, o quizás venimos por miedo a que Dios pueda enfadarse y castigarnos. Sólo si entendemos que la misa es una invitación que Jesús hace a sus amigos, entraremos en la auténtica órbita del misterio eucarístico.
Dios nos ha dado tanto a través de Jesús y de su Iglesia, que no podemos regatear ante él. Yo quisiera que cada cual reflexionara. ¿Cómo respondemos ante tanta gracia, ante tanto don? ¿Soy lo suficientemente generoso con Dios en el ejercicio de mi limosna? ¿Estoy contribuyendo a cubrir las necesidades de la parroquia en todo su despliegue pastoral, de caridad, de mantenimiento y gastos ordinarios para su buen funcionamiento? ¿O nos cuesta ayudar, porque sobrevaloramos el dinero y nos excusamos en nuestras muchas necesidades?
Si sentimos la parroquia como nuestra, nos será más fácil contribuir con un pequeño porcentaje de nuestros ingresos. Pensemos en el diezmo judío, o en la limosna de los musulmanes; para ellos es algo natural apartar una parte de sus bienes como un gasto ordinario de su presupuesto, para contribuir a su fe. Si ellos son capaces de hacerlo, ¡cómo no los cristianos! Ojalá cada uno de nosotros se sienta comprometido con su parroquia y la ayude generosamente. Dios bendecirá este esfuerzo.

domingo, junio 12, 2011

Jesús, el amigo siempre presente

Como cada año, desde los grupos de Adoración Nocturna de todas las diócesis españolas, se han organizado las cuarenta horas de exposición del Santísimo en las diferentes parroquias, con una buena participación de los feligreses. En la parroquia de san Félix, ha sido responsable de la organización el grupo número 9, llamado de San Francisco de Borja.
Contemplando el misterio del sacramento de la Eucaristía, sentía que me invadía una presencia, por un lado discreta, pero por otro lado penetrante, hasta envolverme en un ambiente casi celestial. El incienso, los cánticos, las oraciones, como signos de un amor intenso a Cristo en la custodia; las voces, recias y armoniosas, iban tejiendo bellas melodías entorno a esa presencia silenciosa que resonaba en el corazón, como una música divina.
Ante la Hostia expuesta, me sentí pequeño y poco merecedor de tanto derroche, de tanta inmensidad de amor. Mi corazón rebosaba recordando el gesto sublime de entrega de Cristo, hasta darse sacramentado y quedarse con nosotros para siempre en el pan eucarístico. Qué poca cosa somos los cristianos, testigos de una gesta suprema de amor.
Jesús se nos ha dado. Cumple con su deseo de no dejar huérfanos a sus discípulos. “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. ¿Somos conscientes de este regalo? ¿Somos capaces de calibrar la hondura de sus palabras? Deberían arder en nuestro corazón, despertando una inmensa gratitud por tanto don recibido. Y recordé a san Felipe Neri, que no le pedía a Dios otra cosa que acrecentara su capacidad de amor, para amarle con mayor intensidad. De él se explica que, tanto amó, que los músculos de su corazón se dilataron hasta deformar y romper algunas costillas. Tanto vibraba que el corazón casi se le salía del pecho. ¡Qué pasión tan desbordante y entusiasmante! Felipe sentía ese amor como hoy lo podemos sentir nosotros.
Los adoradores nocturnos nos recuerdan que Cristo ha de estar en el centro de nuestra vida, y que Él ha de empapar todo aquello que somos, hacemos y vivimos. Si no fuera así, algo sustancial estaría fallando en nosotros. Nunca olvidemos que, aunque callada, su presencia en el Sagrario es real y que Él, en todo momento, nos está esperando para regalar el calor de su amor a nuestro corazón dormido o despistado. Jesús es el amigo que siempre está ahí, esperando que no le fallemos.
Los cristianos tendríamos que estar tan agradecidos que nos convirtiéramos en custodias andantes; que aprendiéramos a amar a la manera de Jesús; que nos convirtiéramos en eucaristía, a imitación de Jesús; que nuestra vida fuera una vocación al servicio de los demás.
Sólo así estaremos respondiendo al regalo de su eterna presencia. La Eucaristía es el momento cumbre de la historia de amor de Dios con la humanidad, encarnada en Jesús y en cada hombre que se ha dejado seducir por su dulce y cálida mirada.
Cada cristiano forma parte de la historia de Dios en Jesús. Seamos conscientes de que esta historia se convierte en meta historia porque vivir aquí esta experiencia espiritual nos lanza más allá del espacio cósmico. La fuerza del amor de Dios es tan grande que atrae hasta su propio corazón, que no cesará de latir hasta que no tenga en sus brazos a toda la humanidad. No dejará de conquistarnos hasta que todos reconozcamos que su último anhelo es la felicidad espiritual de cada criatura y hasta que vivamos para siempre la cercanía de su amor ilimitado.
Demos gracias a Dios por Jesucristo, porque para los creyentes es la única razón de nuestra existencia, llamada a vivir plenamente la vocación del amor.