domingo, mayo 20, 2012

Las puertas del cielo se abren


Celebramos hoy, en este domingo, la Ascensión del Señor Jesús. El Hijo de Dios vuelve a las entrañas de su Padre. El que vino al mundo para comunicar el amor de Dios vuelve a Él, a su origen, a la eternidad de donde partió para revelar el proyecto de felicidad que tiene para el hombre.
Jesús, ante sus discípulos, asciende a los cielos, a la derecha de Dios Padre. Entra en el mundo de la eternidad para siempre, porque Dios es eternidad. Pero cuando decimos que Jesús va al cielo, estamos diciendo que Dios es el mismo cielo. Porque Él está más allá del tiempo y del espacio. Dios lo penetra todo. Por esto también decimos que está en la tierra, y en todas partes. Todo está empapado misteriosamente de su presencia. Todo tiene el perfume de Dios. Lo tenemos con nosotros como el aire que respiramos, como la sangre que corre por nuestras venas. Todo evoca al Creador que hizo el cielo y la tierra. Desde una frágil amapola, o el más brillante lucero suspendido en el firmamento, hasta el culmen de su creación, el hombre, todo el cosmos forma parte de su presencia.
Los discípulos son testigos de este momento crucial. Jesús se queda con el Padre para siempre y vivirá con Él en una intimidad plena que no se acaba. Pero, al igual que el Padre, también está en la tierra, aunque no sea visible a nuestros ojos. Jesús permanece entre nosotros: la hostia sagrada se convierte en su presencia permanente. Él, como Dios Padre, también está más allá del tiempo y del espacio. Por tanto, misteriosamente, puede habitar el corazón de Dios y al mismo tiempo el corazón del hombre, porque para él todo cristiano que está abierto se convierte en custodia viva de su presencia.
Jesús se encuentra aquí, y muy especialmente en la comunidad cristiana que ha decidido vivir teniéndolo a él como centro e impulsor de su trabajo misionero. La comunidad abierta a sus designios es aquella que convierte la Iglesia en el hogar de la Trinidad, motor y fuente, razón de todo su quehacer, que nos hace vivir aquí y ahora el Reino de Dios.
El cielo no solo se trata de un lugar, sino de un estado de plenitud. Allí donde se vive de verdad el amor de Dios el espacio terrenal se convierte en cielo. En el corazón del que libremente opta por instalarse de la caridad, Jesús habita, y con su amor lo hace ascender.
Decía san Pablo: «Si con Cristo hemos expirado, con Cristo hemos resucitado». Hoy, las puertas de la eternidad se nos abren de par en par. Si con Cristo hemos resucitado, con él nos elevaremos al cielo hasta el Padre. El cristiano está llamado a vivir en la altura, trascendiendo todo egoísmo. Misteriosamente, de una manera inexplicable, ya vivimos esta doble realidad. Por un lado, todavía estamos sujetos a las leyes físicas,  condicionados por el entorno físico e histórico. Pero por el milagro de la resurrección de Cristo estamos en la intersección entre el mundo de los hombres y el mundo de Dios. Sujetos a nuestras realidades personales ya vivimos, aunque separamos por una finísima capa, en el más allá. Y nos damos cuenta, en la oración y en el silencio, de que la presencia de Dios se nos hace cada vez más viva y real. Es como vivir ya en el cielo, porque entrar a su presencia es cielo. Entonces nos convertimos en otros cristos resucitados, hijos suyos, palabra encarnada, corazón de Cristo. La unidad con él es tan grande y la experiencia de amor tan densa, que ya aquí participamos de su divinidad. El cristiano, unido místicamente a Cristo, respira el aire del mismo Dios. Vivir amando intensamente en la tierra es vivir ya en el cielo.
Este es el único fin del hombre, creado por Dios. Como hijos suyos, también nosotros volveremos a Él, que nos ha creado para que vivamos el gozo eterno que se empieza a saborear en la tierra.