domingo, mayo 25, 2014

Cuidarse

Hace unos meses leí una carta pastoral del arzobispo de Boston, pidiendo a los sacerdotes de su diócesis que se cuidaran. Entre los curas diocesanos ha aumentado la obesidad de manera alarmante, y el arzobispo advierte sobre la necesidad de ser moderados en la comida, ya que una mala alimentación, con un exceso de comidas poco sanas, causa patologías en el organismo y compromete seriamente su labor pastoral.

La OMS nos habla de una pandemia en Europa y en los Estados Unidos: la obesidad. Conozco y he conocido a muchas personas que, por no moderarse y comer cualquier cosa en cualquier momento, es decir, por mal alimentarse, han terminado enfermando gravemente y sufriendo todo tipo de trastornos: coronarios, cerebrales, circulatorios, neurológicos… En algunos casos, los achaques sufridos los han reducido a un estado casi vegetal, en otros, han limitado sus actividades y otros han quedado completamente dependientes de los demás.

Personas brillantes intelectualmente, profesores, empresarios, sacerdotes, médicos, que rebosaban vitalidad y disfrutaban de enormes capacidades humanas e intelectuales, caen en la invalidez.  Sus órganos, deteriorados, van declinando a marchas forzadas. Sobrecoge verlos en su estado actual. Esto produce un gran impacto psicológico y te lleva a comparar lo que fueron y lo que han llegado a ser.

Es verdad que hay otras razones, a parte de la alimentación, que pueden afectar a la salud. Existen también factores psicológicos, emocionales, el estrés, una tendencia genética a ciertas patologías…  Pero a menudo pienso si no estaremos rindiendo un excesivo culto a la intelectualidad, dejando de lado el valor del cuerpo y del cuidarse. Valoramos el trabajo, pero no tanto el descansar, meditar, rezar. Priorizamos lo que tiene proyección social o intelectual. ¿No habrá un orgullo, una soberbia escondida, que nos lleva a ignorar y sobrepasar nuestros límites? Existe una bulimia intelectual que lleva a querer saber más, querer absorber más conocimientos. No lo queremos reconocer, pero uno va idolatrándose a sí mismo y por algún sitio hay que canalizar las ansiedades, los miedos y los vacíos internos. Si no brillas en el mundo intelectual, parece que no eres nadie.

Entonces, cuando sobreviene la enfermedad, cuántas cosas quedan fulminadas, por no darse cuenta de que tenemos que ser más humildes, reconocer lo que somos y hacer menos. ¿Por qué intentamos hacer más de lo que nuestro cuerpo físico y nuestra psique nos pueden permitir? ¿No seremos también bulímicos del hacer? Nos sentimos un poco superman, nos cuesta dejar de hacer mil cosas y nos vamos adentrando en un laberinto de compromisos hasta llegar a perder la paz. Queremos quedar tan bien con todo el mundo que nos secamos por dentro. Pero las caras reflejan nuestra realidad. Detrás de una apariencia amable y un discurso bien construido, con una buena retórica llena de frases bonitas, nuestro lenguaje no verbal delata una vida estresada, agotada, llena de ironía y amargura. No podemos escapar de nuestra realidad interior, por muchas pantallas que pongamos.

¿Qué hacer? Para muchos, la enfermedad es un golpe, un castigo, un sin sentido doloroso que hay que evitar y superar lo antes posible. Quizás podríamos afrontar la dolencia de una manera más trascendida, aprendiendo a ver qué mensaje nos trae esta fragilidad.

Dios nos ha creado corporales. El cuerpo es bueno y bello, como afirma el Génesis. Es nuestra realidad física, la que nos permite expresarnos, relacionarnos, comunicarnos, amar, sentir, disfrutar… Pero también nos marca unos límites, espaciales y temporales. ¿Sabemos encontrar la sabiduría que hay en estas limitaciones físicas? Dicen que la enfermedad es el grito del cuerpo llamando nuestra atención. Nos pide cuidado, pero también nos pide revisar nuestra vida. Nos exige parar, detenernos, reflexionar. Nos recuerda que hemos de ser humildes y respetuosos con nosotros mismos. También nos hace salir del egocentrismo, pues nuestra enfermedad siempre afecta a los que nos rodean. ¿Queremos causar dolor y preocupación a nuestros seres queridos?

La verdadera curación llegará cuando no sólo resolvamos el problema físico, sino cuando aprendamos a cambiar nuestra vida. Y un gran cambio empieza, como recordaba al principio, con la alimentación. Cuidemos lo que entra en nuestro cuerpo, y también lo que entra en nuestra mente y nuestro corazón. Porque todas nuestras dimensiones están relacionadas, y una nutrición sana también reforzará nuestro espíritu. Es importante cuidarse para poder servir y amar mejor.

domingo, mayo 18, 2014

¿Devoción mariana o vírgenes a la carta?

Con motivo del mes de mayo, dedicado a la Virgen María, publico otra reflexión sobre la devoción mariana y algunos riesgos en los que se puede caer.

La elegida de Dios

María, hogareña y contemplativa, supo estar en el lugar donde le tocó vivir. Asombrada ante el anuncio de su maternidad, tuvo miedo, pero se fió. Su comunicación con Dios partía de un abandono total en sus manos. Aunque abrumada, tuvo la certeza de que su maternidad formaba parte de un plan divino para ella. Calló e interiorizó, asimilando en su corazón, poco a poco, la grandeza de aquella elección.

Seguramente se sintió muy pequeña. Pero su deseo profundo era hacer la voluntad de Dios. El Espíritu Santo fecundó sus entrañas: la entrada de Dios en el mundo fue a través de una jovencita sencilla de Nazaret. Dios no quiso una mujer madura ni bien posicionada, de buen linaje, con poder y bienes. No eligió a la reina de un imperio, ni a una princesa de sangre real. Tampoco quiso aparecer en una gran ciudad o en un palacio. Buscó un lugar pequeño, insignificante, escondido, en el último rincón de la provincia judía, bajo el poder imperial romano.

En los evangelios María aparece muy poco, pero lo justo para que podamos intuir su enorme trascendencia como prototipo y modelo de mujer cristiana, dócil al designio de Dios. Ella vivió oculta, no tuvo una relevancia especial en su pueblo. El magisterio de la Iglesia, considerando su papel en el misterio de la encarnación, la proclama Madre de Dios. Así, se convierte en co-mediadora del misterio de la salvación. Unida a Cristo, intercede por todos. Pero la Iglesia también ve en ella un modelo de sencillez a imitar. María no aparece en los evangelios como una tenaz evangelizadora, sino como la mujer que no habla o que dice muy poco. Pero lo que hace es suficiente para adivinar su plena comunión con Dios en la oración.

María, modelo de humildad

María nos enseña que su oración no es un hablar por hablar, sino una escucha, un acto de confianza. No se nos presenta como una mujer activista, arrolladora, de discurso convincente. Lo que nos atrae de María no son sus palabras sino su silencio, su docilidad, su abandono. Ella no convence a nadie. Desde su silencio más profundo, está completísimamente volcada a Dios. Sabe que está en sus manos. ¿Hizo algo extraordinario? Lo único que hizo fue decir sí. Dos letras que expresan la grandeza de una libertad abierta a Dios sin reservas y la sencillez de una respuesta que no es un discurso dudoso, sino una palabra breve, inequívoca y rotunda.

A María no le hacía falta decir más que sí a la aventura silenciosa a la que Dios la llamaba. Por ese sí, por su ejemplo, María es bendecida por el pueblo de Dios.

María merece ser venerada y reconocida, y tenida por modelo a imitar, ya que nos acompaña hacia el encuentro con su Hijo. Quedarse solo en María es no entender en profundidad el misterio de la encarnación. Su sí, puerta abierta, es para que vayamos hacia Él. Cristo es el vértice del misterio de la redención. Él es el centro de nuestra vida cristiana, imagen viva de Dios. María está a su lado y en profunda comunión con el Padre. Pero es Cristo quien ocupa el centro de la teología cristiana.

¿Qué ocurre cuando ponemos al mismo nivel a María y a Cristo, o incluso, a veces, ponemos a la Virgen por encima? ¿Hemos captado realmente el papel de María en la Iglesia? Cuánta gente reza más a María que a Jesús. Esta piedad, ¿es adecuada? Cuántas veces vemos enormes colas ante una imagen de la Virgen y nos olvidamos de Cristo en la cruz, o en la resurrección, o en el mismo sagrario.

Rezamos a María, y tenemos que hacerlo, pero lo que ella quiere es que recemos y amemos a su Hijo. En las bodas de Caná dijo a los servidores: «Haced lo que él os diga». Ella intercede, media, pero nos dice: dirigíos a Cristo.

¿Dónde radica la auténtica piedad mariana? A ella, que le gustaba el silencio y la discreción de la vida oculta, ¿no la estaremos abrumando con tantos rezos, letanías y ceremonias? ¿Y si ella lo que quiere, en realidad, es que recemos más en silencio y que aprendamos a escuchar? Pidámosle fuerza y ayuda para amar a Jesús y a los demás. Ella nunca quiso tener protagonismo. ¿No le estaremos dando demasiado? Santa Teresita decía de ella:

¡Oh, cuánto amo a la Virgen María! Nos la presentan inaccesible; debieran presentárnosla imitable. ¡Tiene más de madre que de reina! Se ha dicho que su brillo eclipsa el de todos los santos, como el sol, al aparecer la aurora, hace desaparecer las estrellas. ¡Dios mío, cuán extraño es esto! ¡Una madre que ofusca la gloria de sus hijos! Yo pienso todo lo contrario; creo que aumentará, en mucho, el esplendor de los elegidos… ¡La Virgen María! ¡Cuán sencilla me parece que debió de ser su vida! (Historia de un alma, 12, 30).

Una sola virgen

Aunque ya sabemos que la figura de María posee diferentes advocaciones, en función del entorno geográfico, cultural y religioso donde se la venera, sorprende constatar que muchas personas dan más importancia a una virgen que a otra, como si fueran personas distintas. ¿Tiene la gente claro que la Virgen es la misma, esté donde esté y se llame como se llame? Todas las imágenes, por diferentes que sean, son un intento de representar a una misma Madre de Dios, que es María de Nazaret. Cuántas veces estamos viendo que para ciertos fieles, “su Virgen” es más importante o mejor que las otras. Se puede hablar de una inculturación de María en la tradición de cada lugar, con sus historias y leyendas. Pero ninguna virgen es mejor que otra porque siempre estamos hablando de la misma persona.

La auténtica piedad consiste no solo en rezar a María, sino en escucharla y, sobre todo, en imitarla. Si lo intentamos, os aseguro que la oración será mucho más fecunda.

El auténtico devoto mariano ha de revestirse de su sencillez y discreción. María, como Madre de los cristianos, nos ama a todos. Despreciar a alguien porque es diferente es rechazar a un hijo de María. ¿Creéis que ella se alegraría de ver cómo rechazamos a un hijo suyo?

Nuestra vocación mariana pasa por aprender de ella su dulzura y su docilidad, su amor generoso y tierno hacia todos sus hijos, sin excepción. El auténtico devoto mariano es el que brilla en la caridad.

domingo, mayo 11, 2014

Manos que se convierten en altar

El domingo nació gris. Las nubes tapaban el sol, pero poco a poco un viento fresco fue limpiando el cielo de un día que hacía temer la falta de color. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron apartando y dejaron que el sol luciera con fuerza. Cuando tocó la campana a las doce y media el cielo estaba totalmente despejado.

En procesión, con los niños delante, iniciamos la celebración del día del Señor. Siete niños estaban a punto de recibir a Jesús por primera vez. Mientras sonaba el canto de entrada los niños se dirigieron hacia el altar, hacia la mesa del anfitrión, Jesús, que los iba a acoger en su banquete eucarístico. Con nervios contenidos, eran muy conscientes de que era un día grande para ellos.

Fue una ceremonia festiva, con el acompañamiento de sus padres, atentos y visiblemente emocionados, que asistían a esos momentos milagrosos en la vida de sus hijos. Padres y familiares fueron testigos de ese momento tan especial para los niños: estaban a punto de abrir su corazón a Jesús, a punto de convertirse en custodias vivas. La hostia sagrada iba a alojarse en el hogar de sus corazones.

La celebración, dinámica, entre cánticos, lecturas, oraciones y tiempo de recogimiento, se revistió de un brillo especial. La belleza del entorno, con el templo adornado de flores, el perfume, la luz y la alegría que se respiraba, todo anticipaba el cielo aquí en la tierra.

Hubo momentos álgidos y significativos, como el rito de la paz. Los niños se dieron abrazos espontáneos, afectuosos, con el rostro iluminado por sus sonrisas frescas y alegres.  Las niñas, más delicadas, se abrazaban con suavidad, pero no con menos intensidad. Cruzaban miradas cómplices, sinceras, como si quisieran detener el tiempo en esos instantes tan hermosos.

Me di cuenta de que en estos dos cursos de formación los niños han hecho un largo camino juntos, forjando una gran complicidad, hasta convertirse en hermanos y amigos de Jesús. Aquellos abrazos de varios corazones fundidos en profunda amistad hablaban de la presencia real de Cristo, a punto de entrar en sus vidas. Era hermoso verlos entrelazados con aquella fuerza y alegría.

Quizás ellos no llegaron a entender la belleza del momento. El corazón de Cristo estaba a punto de formar parte del suyo.

Más tarde llegó el momento cumbre: la comunión. Con manos temblorosas, que hacían de altar, los niños fueron recibiendo el sagrado cuerpo de Cristo. Lo tomaban con delicadeza y suavidad, mirándolo con ojos vivos. Tenían a Dios mismo en las manos. El milagro estaba sucediendo: estaban tomando trozos de eternidad. Para mí fue un momento muy denso espiritualmente. El brillo de Cristo iluminaba sus rostros.

Me invadió una enorme paz y sentí una emoción indescriptible. Uno de los misterios culmen de la fe, con la fuerza de su luz, estallaba ante mí. Jesús, a través del sacramento, se hacía real y presente en estos niños. Fue un momento sublime: la inmensidad del cielo se abría ante mis ojos. Siete niños empezaban juntos una hermosa historia de camino hacia el cielo, con el compromiso de un sí para siempre.

Como ramas unidas al tronco de Cristo, se podrán hacer más amigos que nunca, porque la sangre de Cristo sella para siempre la amistad, más allá del tiempo. Ojalá estos siete niños sean fieles a Jesús a lo largo de sus vidas. Ojalá nunca olviden este día tan crucial.

A partir de ahora, la vida de Dios comenzará a crecer en ellos para llenarlos de una alegría desbordante. Lo tienen ya dentro, formando parte de su vida. Que sus padres, la comunidad y la Iglesia podamos acompañarlos para que nunca pierdan el rumbo hacia la felicidad plena, que es Dios.

Bajo la tupida morera del patio, en el crepúsculo, cuando el azul del día iba dando paso a la noche, medité sobre el acontecer de la jornada. Posé mi mirada en la cruz, sobre la campana, con el fondo dorado de las hojas de los plataneros, iluminados por el farol, y escuché el suave susurro de Dios, que me invitaba a la oración y al recogimiento. La media luna, suspendida en el cielo, y el último toque de la campana hicieron resonar en mi corazón la grandeza de un día en el que Dios quiso entrar en siete almitas, llamadas a ser testigos de una experiencia de amor inconmensurable en el mundo.

4 mayo 2014