martes, noviembre 03, 2015

Un salto a la eternidad

La Iglesia celebra el día de los fieles difuntos. Nos recuerda que nuestra vida mortal es un tránsito a una vida nueva, el camino que lleva hacia la luz, el gozo pleno con Dios. La fiesta de los difuntos nos recuerda que nuestra vida no se acaba. Aunque limitada y finita, está llamada a perdurar para reencontrarnos con Aquel que ha hecho posible nuestra existencia insertándonos en un lugar, en una familia donde crecemos y maduramos como personas, y donde aprendemos a transmitir los valores que ayudan a fraguar nuestra personalidad.

La familia se convierte en un referente de valores morales y religiosos, en una escuela de amor. Es nuestra raíz y la referencia esencial para proyectarnos en el mundo. En ella aprendemos la gran asignatura de la vida: el amor, generando fuertes vínculos con los familiares, con los amigos y las personas que nos rodean.

Hoy es un día para recordar con gratitud a todas aquellas personas que han hecho posible nuestra existencia: abuelos, padres, maestros, catequistas, amigos… todos los que han contribuido a nuestro crecimiento como personas y cristianos. En definitiva, todos los que han hecho posible que seamos lo que somos.

Ellos son nuestras estrellas del norte. Sin su generosidad, su entrega y su sacrificio no hubiésemos llegado a donde estamos ahora. La Iglesia recuerda que ese vínculo con ellos no se rompe del todo. El recuerdo de un pasado hermoso no solo se guarda en la memoria, sino en el corazón. Allí se conservan los grandes momentos de nuestra historia, vivencias eternizadas, tan reales como el momento presente. Es como si el corazón abriera una puerta hacia el más allá: se convierte en una antesala del cielo. Ni la muerte posee bastante fuerza para disipar la intensidad del amor que profesamos a nuestros difuntos.

Aquellos que hemos amado nunca acaban de morir. Viven en nuestro pensamiento y su recuerdo está vivo en nosotros. Pero, más allá de lo sicológico y lo emocional, sabemos que realmente viven para siempre con Dios. Esta es la promesa de Jesús: estaremos allí donde él esté. Es decir, en el cielo, con él, con el Padre, y esto no es una simbología literaria, es una promesa real que forma parte de nuestra fe. Creemos en la resurrección. Como diría san Pablo, todos estamos resucitados con Cristo, la muerte es el parto definitivo para nacer a la vida de Dios. Este es el final de todo cristiano: volver de donde salió, al mismo corazón de Dios.

No nos preocupemos, porque ellos también nos llevan en su corazón. Un día experimentaremos el gozoso reencuentro en el corazón de Dios. Vivir amando ya es vivir el cielo aquí en la tierra. La muerte no es un salto hacia el abismo, es una transformación, un paso de una vida mortal a la vida divina, al gozo eterno, a la plenitud de nuestra vida espiritual.

Nuestros queridos difuntos son una multitud que nos ha precedido, haciéndonos el mejor legado: ellos mismos, sus vidas. Mientras ellos atraviesan ese paso oscuro hacia la luz, hacia el nuevo paraíso, la Iglesia, sabia en humanidad, doctora en amor, nos invita a reflexionar sobre el gran misterio de Dios. Un Dios que nos ha concebido eternos porque no quiere separarse de sus criaturas. No quiere renunciar a su paternidad amorosa. Dios nos ama tanto que envió a su primogénito para que nadie se pierda y todos seamos recuperados para él. A Dios le tiembla el corazón ante la posibilidad de perder algunos de sus hijos, por eso permite la muerte de su Hijo, para que nos rescate a todos. Nuestros difuntos han sido resucitados por Cristo, han pasado de la muerte a la vida. Ahora viven para siempre en Dios. Y, aunque nos separe la barrera de la eternidad, ellos están velando y protegiendo a los suyos.

En esta distancia cuántica no solo no se pierde la comunicación, sino que aumenta. La fe es la certeza de una presencia permanente que perdura en el tiempo. Su presencia invisible cada vez se hace más real. Con los vivos necesitamos hablar, pero con los que están al otro lado de la orilla sabemos que no podemos escucharlos con nuestros oídos, pero sí con el corazón. De corazón a corazón se mueve tanta energía espiritual que se produce una comunicación auténtica y real bajo la mirada cálida del Anfitrión del cielo.

Nuestros difuntos son astros luminosos que brillan en el corazón de Dios. No dejemos de mirar al cielo. Los destellos de miles de estrellas en el firmamento nos recuerdan el resplandor de su ternura. La distancia nunca es tanta que haga imposible el abrazo tan anhelado. Dios puede convertir esa distancia en proximidad inmediata, convirtiendo esos instantes en eternidad. Tengamos fe. Él es el Señor de la vida y nuestra existencia no se concibe sin el abrazo soñado desde siempre por Dios.

Joaquín Iglesias
2 noviembre de 2015
Fiesta de los Fieles Difuntos 

domingo, octubre 04, 2015

¿Por qué una hoja parroquial?

Muchas parroquias editan semanalmente una hoja informativa para sus feligreses. Algunos se pueden preguntar: ¿para qué una hoja parroquial? Incluso hay quienes la dejan en el banco, como si no les interesara su contenido… ¿Para qué tanto trabajo en editar esta hoja?

Las hojas parroquiales cumplen al menos tres misiones:

1. Comunicar. La parroquia tiene una vida y es bueno que todos la conozcamos. Es la vida de nuestra familia espiritual, lo que sucede nos importa a todos.

2. Crear vínculos: somos una comunidad, no un número de individuos aislados. Comunicar fomenta las relaciones, el apoyo, el compartir.

3. “Agendar”. Los eventos de la parroquia deberían formar parte de nuestra agenda, como las fiestas familiares y los compromisos que son importantes para nosotros.

Somos familia de Cristo. Estamos llamados a vivir la fraternidad. El evangelio de este domingo (Marcos 10, 2-16) nos recuerda que ni el hombre ni la mujer han sido creados para estar solos. ¡Cuánto daño hace la soledad! Cada parroquia, como pequeña porción de la Iglesia, es un lugar de encuentro, de acogida, de apoyo. Como toda familia, da sus frutos en forma de actividades que benefician a los demás. Y estas actividades y eventos se anuncian en la hoja.

La hoja también es una llamada a participar en ellas, cada cual en la medida que pueda. ¿Por qué no ofrecer nuestros talentos para enriquecer a la comunidad? Tenemos una familia grande, cuyo padre es el Padre del cielo. ¡Nunca deberíamos sentirnos solos!

Quienes dejan la hoja en el banco, es porque quizás todavía no se sienten miembros plenos de la comunidad. Quizás no les interesa lo que ocurre en la parroquia… Les basta venir a misa. Llegan, asisten y se marchan a toda prisa, sin saludar a nadie. ¡Qué pena!


El Papa nos recuerda que ser cristianos no puede limitarse a venir a misa y cumplir. Todas las religiones antiguas tienen rituales, normas y preceptos. Para ser un buen creyente, basta cumplirlos. Lo que distingue a los cristianos es que, más allá del rito y los mandamientos, hay una comunidad viva que se ama y se apoya. La misa no es como los sacrificios de los antiguos judíos o los romanos: es una fiesta de familia, un banquete entre amigos que preside el mismo Cristo. Si todos tomamos al mismo Dios, hecho pan, ¿cómo va a sernos indiferente el que está sentado a nuestro lado? ¿Cómo no van a a importarnos las noticias que se nos comunican? 

domingo, junio 07, 2015

Dios en un cachito de pan

Cada vez que reflexiono sobre el misterio del Dios amor ante el sagrario un escalofrío atraviesa mi alma. El Dios omnipotente, señor del cielo y la tierra, el arquitecto del universo y creador de la vida, está allí.

Desborda la inmensidad de un misterio que va más allá de todo razonamiento humano. El Señor de las alturas baja para humanizarse en Cristo y luego, para permanecer entre nosotros, ha querido sacramentalizarse en el pan y el vino. Ha querido hacerse un hueco en la tierra, en el tabernáculo del sagrario. Así lo dijo a sus discípulos: No os dejaré huérfanos. No quiere alejarse nunca de nosotros y ha decidido estar presente en el corazón de la Iglesia.

¿Por qué? Desde nuestra concepción, cuando nos infundió el alma, selló su amor con cada uno de nosotros hasta el final de nuestros días, y hasta la eternidad.

Conmueve la grandeza de un Dios humilde que ha querido hacerse presente en un cachito de pan. El grande se hace pequeño. Y nosotros, comiéndolo, lo tenemos tan adentro que pasa a formar parte de nuestras células. El alimento de los alimentos nos diviniza y nos convierte en otros cristos, custodias de su presencia en medio del mundo. Cuando amamos nuestro corazón late al unísono con el corazón de Dios. Con este impulso la Iglesia crece y se nutre.

Contemplando la santa hostia me pregunto cuánto nos ama Dios que ha decidido entrar para siempre en nuestras vidas. Es como si por amor quisiera mendigar nuestro limitado amor. Ya le basta.

Él nos ha creado con ese latido que anhela la trascendencia. Él quiere que nuestro corazón sea también su hogar. La celebración de hoy es la culminación del sueño de Dios: fundirse con su criatura para que, ya aquí, empiece a vivir una amistad eterna sin que la muerte arranque ese deseo genuino del hombre de volver a Dios.

Cristo, el logos, ha dejado de hablar para hacerse comida. No quiere estar solo en nuestra mente, sino que quiere entrar en nuestra zona más sagrada, el corazón, allí donde bombea la vida. Ante la custodia, sobrecogido por ese derroche de amor, con ese destello que sale de ella, solo puedo susurrar en silencio: ¡Gracias por tanto amor!

Ser consciente de este regalo hará que entendamos que la eucaristía no es un rito vacío de sentido. Quizás lo hemos convertido en un gesto de rutina, un ritual al que le hemos sacado su auténtica dimensión. Tomar el pan y el vino en la eucaristía no es una costumbre ni una obligación, sino una invitación a un banquete que nos anticipa el banquete del Reino. Es una llamada a vivir una vocación a la santidad, a vivir ya aquí la esperanza y la promesa de un encuentro definitivo con Cristo. Ojalá amemos la eucaristía de tal manera que entendamos que un cristiano no puede vivir sin la centralidad de Cristo en su vida. Y esa centralidad pasa por saborear su pan cada día. Solo así todo aquello que digamos, sintamos, hagamos, estará impregnado de su gracia, hasta llegar a decir, sentir y hacer como Cristo. Esto es, convertirnos en él para que otros muchos puedan algún día acercarse a la custodia y caigan rendidos ante su infinito amor.

Joaquín Iglesias
7 junio 2015 – Día del Corpus Christi

lunes, mayo 25, 2015

Pentecostés, el oxígeno de Dios

Podemos comparar la Iglesia a un organismo vivo formado por millones de células: cada cristiano es una célula de este gran cuerpo de Cristo en el mundo.

Para vivir, todo cuerpo necesita respirar y alimentarse. ¿Cuánto tiempo resistimos sin comer? Semanas, quizás meses. Sin beber, en cambio, solo podemos sobrevivir unos pocos días. ¿Y sin respirar? Apenas unos minutos. Sin oxígeno el cuerpo muere.

Si nuestra vida cristiana en la Iglesia carece de vigor es porque nos falta el oxígeno de Dios. Nos falta respirar al Espíritu Santo. También se debilita por falta de alimento. Necesitamos nutrirnos del cuerpo y de la sangre de Cristo, que nos fortalecen y nos dan la energía necesaria para vivir como auténticos hijos de Dios.

Al igual que un cuerpo enferma, nuestra vida espiritual también puede enfermar y morir. Cuando una célula no recibe oxígeno muere; cuando no recibe alimento suficiente envejece. Si sufre carencia de oxígeno y nutrientes, puede intentar sobrevivir, pero degenera y se convierte en una célula enferma e incluso cancerosa.  ¿Qué impide que la célula crezca bien? A menudo el problema está en la mala alimentación: el exceso de grasas que bloquean los vasos sanguíneos, los azúcares y toxinas que contaminan el medio celular… De la misma manera, también en la vida espiritual nos estamos intoxicando. Si no cuidamos bien lo que comemos, nuestra alma enfermará.

¿Qué nos envenena? En primer lugar, las críticas y el mal hablar. Cuando nos llenamos de prejuicios, recelos, desconfianza, ansia de reconocimiento y enfado, estamos tomando “grasas” y “toxinas” que bloquean nuestro crecimiento interior. La comunicación nos alimenta, pero la maledicencia, el comadreo y la envidia impiden que el oxígeno del Espíritu Santo llegue a nuestra alma. Por mucho que nos alimentemos, si la sangre no circula bien los nutrientes no llegarán a su destino. Por muchas buenas obras y méritos que tengamos, si en nosotros no hay caridad y comprensión, de poco nos servirá.

Hemos de hacer dieta: dieta de crítica, de comentarios, de malpensar; dieta de celos y de afán de protagonismo; dieta de orgullo y de creerse mejor que nadie; dieta de cerrazón mental e incapacidad de ponerse en el lugar del otro; dieta de juicios y de condenas. Solo así, limpios de corazón y humildes, el oxígeno del Espíritu podrá penetrar en nosotros, insuflándonos una vida extraordinaria.

La energía que nos da el Espíritu Santo nos renueva, regenera el tejido de nuestra alma, nos rejuvenece y nos da las fuerzas y la inteligencia que necesitamos para ser apóstoles entusiastas. Este oxígeno de Dios nos sana y permite que el buen alimento, el pan de Cristo, entre en nosotros y nos transforme. Si nuestras células están bien oxigenadas, todo el cuerpo funciona bien. Si nosotros estamos bien oxigenados por el Espíritu Santo, el cuerpo de la Iglesia también estará más sano y más vivo que nunca. Así como una célula enferma se multiplica y esparce el cáncer, una pequeña célula viva y saludable hace un bien enorme a las que están junto a ella. Tenemos esta responsabilidad: ser miembros sanos de la Iglesia, bien nutridos por el oxígeno divino y fuertes para llevar a cabo nuestra misión, que es llevar el amor de Dios a todo el mundo.

Joaquín Iglesias
24 mayo 2015

Fiesta de Pentecostés

domingo, abril 12, 2015

Más cerca de ti

Palpo de cerca del misterio de un Dios que se encarna en Jesús, sacramentándose después de la resurrección. Es el signo, la prueba de un amor que se derrama entregándose. Cristo es la culminación del deseo de Dios: él llama al hombre a la vocación de divinizarse, como hijo de Dios. Cuando las manos del sacerdote abren las puertas del sagrario, está tocando con sus dedos la eternidad, el hogar del mismo Cristo, el corazón de Dios. El sacerdote tiene las llaves del cielo.

Toco con mis manos al mismo Jesús. Sostenerlo es como acoger al mismo corazón de Dios. Conmovido ante ese pálpito, me estremezco, al ver y sentir tan de cerca que ese misterio de amor de Dios con el hombre tiene un rostro, un corazón que late, una presencia real, viva. En lo más hondo de mi corazón resuena un soplo melodioso, tan real como mi respiración.

Contemplar la hostia sagrada me da a conocer la pequeñez de mi ser diminuto, amasado en las manos amorosas de un Padre que ha hecho de mi barro, con su soplo, un alma con un deseo insaciable de buscarle. Por eso adorar también es dejar que él nos saque del abismo para abrazar su luz. Es reconocer nuestra indigencia de amor, reconocer que sin su guía amorosa nos perdemos. No era necesario que yo existiera, pero él me ha creado por amor gratuito y me ha dado una vida más bella y más apasionante de lo que podía esperar.

Expongo en el altar la custodia con el Santo de Dios, Cristo eucarístico. Sale del silencio del sagrario con toda la fuerza de su luz y su amor para ser contemplado, adorado,  cantado, rezado. Su presencia sublime puede desconcertarnos porque, a pesar de que seguimos equivocándonos y pecando, él no deja de seducirnos hasta conquistar nuestro rudo corazón. Él nunca desespera, porque es la misma esperanza de todo anhelo humano. La conquista del hombre es una epopeya de amor que continúa desde el inicio de la historia de la salvación. Las escrituras recuerdan cómo Dios envió a grandes figuras bíblicas, Noé, Abraham, Moisés, Josué, los profetas, hasta su propio Hijo, para que culmine la gran misión: revelar el amor de un Dios que se empeña en conquistarnos para que nos dejemos mirar, abrazar, amar y llamar a formar parte de su amor divino.

La Iglesia hoy es la continuación de esa historia de amor de Dios con el hombre. El presbítero, en nombre de Cristo, dispensa la gracia de Dios a través de los sacramentos, alimentando y custodiando al rebaño encomendado a su cuidado. La historia sigue, con la acción del Espíritu Santo, para que este amor no caiga ni se doblegue, y se sostenga vigoroso y entusiasta.

lunes, abril 06, 2015

Un milagro en mis manos

El Dios de las alturas baja para hacerse pan


Hoy celebramos el día de la caridad. Este día nos recuerda que Jesús nos hace el don de sí mismo. En él confluyen amor, eucaristía y sacerdocio. Esta triple realidad resume una entrega sin límites.

Sobre el altar se realiza el sacrificio del amor y la caridad universal transformadora. Hoy celebramos que Jesús quiere permanecer para siempre con nosotros. Con su presencia, quiere abrirnos una puerta hacia la eternidad, donde está él, con el Padre. Nos ofrece su cuerpo como pan para que podamos gustar de antemano los placeres del cielo.

Si Jesús es la puerta del cielo, la eucaristía es la antesala de ese trozo de cielo que es el sagrario, hogar de Cristo sacramentado en la tierra. Hoy, Jueves Santo, es un día para contemplar la belleza de un amor sin fisuras. Estamos asistiendo a una locura que va más allá de toda lógica. El Dios grande, todopoderoso, ha decidido hacerse pedacito de pan porque quiere alimentarnos y permanecer en nosotros para siempre. Algo inconcebible para la razón humana: todo un Dios se hace migaja para que lo tomemos. Uno queda sobrecogido ante la inmensidad de este amor.

El sacerdote, instrumento del amor


Pero todavía es mayor el milagro cuando él mismo se hace presente en las manos del sacerdote. Una luz intensa atraviesa el corazón del sacerdote que repite las palabras y los gestos de Jesús, convirtiéndose en otra hostia sagrada para el pueblo de Dios.

Hoy es un día que ha de resonar muy especialmente en los hombres consagrados a vivir la misma vida de Cristo haciéndose pan para los demás. Hoy es un día en el que deberíamos ser conscientes del gran don que Dios nos ha hecho. Él mismo se nos ha dado para que su vida sea nuestra vida, sus palabras sean nuestras palabras y su amor sea el nuestro. Esta es la grandeza del sacerdocio. Dios ha querido que desde nuestra pequeñez seamos instrumento de su infinito amor a los hombres. Y no le importan nuestros defectos, ni siguiera nuestra preparación, sino que haya un corazón dispuesto a arriesgarlo todo.

La mística del sacerdote se fundamenta en un amor inconmensurable a la eucaristía. Esta se convierte en el eje de su vida espiritual, donde se alimenta, celebra y se da a su comunidad. Esta tarde, llevando a Cristo en procesión hacia su hogar, el sagrario, no he podido dejar de sentir un profundo estremecimiento sacudiendo lo más hondo de mi alma. Mis ojos veían el milagro en mis manos: un Dios hecho pan para eternizar nuestra vida.

Un anticipo del banquete eterno


Dios ha decidido sellar con la sangre de su Hijo una alianza de amistad con el hombre. Ha decidido no dejarnos solos nunca más. Él penetra hasta los pliegues más profundos de nuestra alma para que sintamos que está en nosotros, como eterna y sosegada compañía. La soledad, la angustia y la muerte han sido vencidas por una presencia que calma la sed de nuestro espíritu.

La gracia del sacerdocio confirma esta certeza ulterior. Dios siempre está presente en la vida, en la historia y en cada ser humano. Esta es la única verdad y experiencia del hombre que le hará ir más allá de sí mismo.

¡Bendita vocación a la que fuimos llamados sin merecerlo! Hacer descender a Dios con nuestras manos es lo más sagrado que podemos hacer. Humanidad y divinidad se funden en un abrazo; cielo y tierra se unen. El hombre y Dios se abrazan en el corazón de Cristo para siempre. El ágape eucarístico es el anticipo del banquete del cielo con toda la Iglesia triunfante. 

domingo, abril 05, 2015

Más allá de la muerte

La semana pasada reflexionábamos en la muerte y en su sentido. Después de una vida tan llena de experiencias, pasiones y proyectos, ¿tiene sentido que todo acabe en la nada?

¿Para qué hemos existido, si todo termina en un gran vacío? Aún más,  podemos preguntarnos: si Dios es el autor de nuestra vida, ¿tiene sentido que nos haya creado con tanto amor para luego hacernos desaparecer?

La humanidad, desde sus albores, ha intuido que no. No todo acaba en la tumba, en las cenizas, en la nada. Hay en el hombre un deseo innato de eternidad, de perpetuar su vida y la de aquellos a quien ama. Pero, ¿basta el deseo para hacer que esta vida eterna sea real? ¿No será un invento humano para calmar la angustia, el miedo a morir, a desaparecer?

La razón y la mentalidad científica nos hacen escépticos: lo que no vemos ni tocamos, no podemos creerlo. Pero esta manera de pensar es muy pobre. ¿Cómo vamos a ver y tocar una vida que está en otra dimensión, más allá del tiempo y del espacio en el que nos movemos? No tenemos evidencias de ella, pero sí podemos creer en ella, pues la fe es certeza y esperanza de lo que aún no sabemos. Y tener fe es algo razonable. En nuestra vida, cada día, hacemos muchos actos de fe. Creemos en el amor de nuestros padres o de nuestro cónyuge, confiamos en la respuesta del prójimo, trabajamos porque esperamos obtener unos frutos, continuamente nos estamos fiando de que las cosas serán de un cierto modo. Si no, ¡sería imposible vivir y hacer nada!

Con la vida eterna, sin embargo, los cristianos tenemos algo más que fe. ¡Tenemos una certeza! Jesús resucitó y vino en persona para comunicarnos esa otra vida, sin fin y sin muerte, a la que estamos llamados. Se apareció a sus amigos, habló con ellos, comió con ellos y les dio a tocar su cuerpo y las marcas de sus heridas. También se apareció a muchos otros seguidores, y ellos dieron un testimonio que ha llegado hasta hoy. Ese testimonio es veraz. Si hubieran querido inventar una historia, jamás se les hubiera ocurrido divulgar algo tan inimaginable, tan extraordinario, tan increíble... Nuestra fe no solo está fundamentada en un deseo, sino en una experiencia real.

 Un cielo nuevo y una tierra nueva


El destino de la humanidad y de toda la creación no puede ser un final trágico y oscuro. El que ha creado todo por amor no se complace destruyendo, sino dando más vida, renovando, regenerando.

Los signos del Reino de Dios que acompañaron a Jesús fueron siempre alegres: vida, salud, fiesta. Los cojos andan, los ciegos ven, los sordos oyen y los mudos hablan… El Reino de Dios es un banquete, como Jesús explicó en tantas parábolas. Nuestra vida no está abocada al absurdo vacío, sino a la plenitud.

San Pablo utiliza una imagen potente: el mundo está de parto. Toda la creación gime con los dolores del alumbramiento. ¿Qué es lo que saldrá a la luz? Una nueva creación, una tierra nueva y un cielo nuevo, como dice el Apocalipsis, y una nueva humanidad, mucho más plena y hermosa.

La muerte, para cada persona, es el parto individual, el trance por el que ha de pasar a otra vida. De la misma manera que un bebé pasa del cálido vientre materno a la vida en el mundo exterior, muchísimo más espaciosa y llena de experiencias y sensaciones, así nosotros, cuando muramos, pasaremos de la vida terrena a otra inmensa, que no podemos ni imaginar. Nos ocurre como al bebé: no querríamos abandonar esta vida que ya conocemos, que nos resulta tan dulce, pese a todos los problemas y dificultades que tengamos que abordar. ¡Nos aferramos a esta vida! No podemos saber cómo será la otra, incluso nos permitimos dudar de ella… Pero esa otra vida existe. Nuestra vivencia en la tierra ha sido como un embarazo para la vida en el cielo.

Dios nos ama tanto que, para no dejar de amarnos, nos ha dado una vida eterna. Quiero que allí donde estoy yo estéis vosotros, dice Jesús a sus amigos. Este es el deseo de Dios para todos nosotros, que somos sus amigos, sus hijos amados, sus perlas preciosas. Enviando a Jesús, y con su resurrección, Dios abre una puerta para todos. El umbral de esta puerta es la muerte, pero al otro lado nos espera una vida como jamás podremos imaginar. Dice San Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en el corazón humano lo que Dios ha preparado para los que le aman.

En el más allá nos aguarda un luminoso banquete de bodas.

domingo, marzo 29, 2015

El sentido de la muerte

La muerte es uno de los grandes misterios que envuelve la vida sobre la tierra. Desde los albores de la humanidad, el hombre se ha preguntado por su sentido y ha buscado respuestas. ¿Es la muerte un simple final? ¿Hay algo más allá?

Todas las religiones antiguas consideran que la vida humana no puede terminar con la muerte física. Los enterramientos, desde la prehistoria hasta las tumbas más monumentales de todas las culturas del mundo, muestran una creencia en otra vida más allá de la muerte.
Pero, ¿qué clase de vida es esta? Para algunos pueblos es una sub-vida, una existencia lúgubre en un mundo sombrío habitado por fantasmas tristes que añoran su vida terrena. Para otros, hay diferentes destinos: los héroes suben a un Olimpo glorioso, donde comparten mesa con los dioses, mientras que los humildes mortales bajan al reino de las sombras. En otras religiones se distingue: cielos placenteros para los buenos, infiernos espantosos para los malos. Los antiguos hebreos hablaban del sheol, una especie de mundo inferior poco amable. Más tarde algunos grupos judíos comenzaron a creer en una vida inmortal y en la resurrección de la carne. Los fariseos y muchos amigos de Jesús, como Marta, María y Lázaro, compartían esta creencia. 

También ha habido, en todos los tiempos, escépticos. Con la Modernidad ha crecido la convicción de que la muerte es un final definitivo y que la vida más allá no es más que un engaño para conjurar el miedo al vacío y al sinsentido. Se acusa al cristianismo de ofrecer el premio del cielo y el castigo del infierno a las gentes, para manipular sus conciencias. También se acusa a los cristianos de vivir pendientes del más allá y de no valorar la vida presente. No hay evidencias “científicas” de otra vida, dicen muchos. Más vale vivir y disfrutar el momento sin preocuparse de la muerte, lo que importa es el ahora. Pero lo que ocurre es que la sombra de esa nada final se proyecta hacia atrás y oscurece la vida. La angustia existencial y el temor al absurdo acechan en cada esquina. No es tan sencillo vivir feliz y hallar sentido a la vida sabiendo que todo se acaba sin más.

Abrazar la muerte como Cristo abraza la cruz

La esperanza de una vida eterna ilumina y puede hacer mucho más plena y gozosa la vida presente. No se trata de menospreciar esta vida consolándonos con el cielo futuro, sino de vivir confiadamente, sabiendo que en la vida y en la muerte estamos en manos de Dios, que nos ama.

El ser humano ha intuido que en él hay una realidad que nunca muere y que trasciende el mundo material: el alma o espíritu.

Los antiguos griegos distinguían en el ser humano dos realidades: cuerpo y alma. El cuerpo perece, pero el alma es inmortal. Esta creencia, sin embargo, deriva en un desprecio del cuerpo y de todo lo físico, mientras que el alma es valorada por encima de todo. El cristianismo ha sido muy influido por esta idea. Pero el desprecio del cuerpo no es cristiano y  ha causado mucho daño. Cuerpo y alma son valiosos e inseparables.

La fe cristiana nos dice que somos imagen y semejanza de Dios. Esta semejanza no es solo en el alma, sino en la unión de ambos. Una persona completa es cuerpo y alma, no cuerpo solo ni alma sola. Si Dios nos ha creado por amor y nos llama a una vida plena, esto significa que en la plenitud de la vida seremos también cuerpo y alma. Esta es la resurrección de la carne que proclamamos en el Credo.

Jesús, como hombre, abrazó la vida, el gozo, el trabajo y el dolor. Abrazando la cruz, acogió también la muerte y la vivió en su total hondura. Bebió hasta apurarlo el cáliz del sufrimiento y se hundió hasta el abismo más oscuro. Descendió a los infiernos, compartió el destino de todos los seres humanos.

Morir significa que hemos vivido. Aceptar la vida es aceptar la muerte. Si estamos agradecidos por existir, hemos de comprender que la existencia terrenal tiene un límite. San Francisco, gran amante de la vida, hablaba con cariño de la hermana muerte. Así como el nacimiento es el inicio, la muerte es el final, la llegada a puerto. Jesús nos mostró que después del mar de esta vida nos esperan las aguas infinitas de otro océano luminoso. El resucitó y así nos lo quiso comunicar.  

domingo, marzo 22, 2015

¿Cómo vivir el sacrificio hoy?

En nuestra cultura cristiana se nos ha inculcado mucho el valor del sacrificio. Inmediatamente lo asociamos a privación, a restricción, a una obra que nos cuesta o incluso a una mortificación. Pero en estas prácticas hay que tener cuidado. Santa Teresa avisaba a sus monjas porque era fácil caer en los excesos y en el orgullo. Todo eso, decía, nos aleja de Dios y arruina la salud. El sacrificio entendido como autoflagelación, dolor provocado, puede conducir a la neurosis y a un centrarse en uno mismo, es una forma de masoquismo pero también de narcisismo que puede dañarnos corporal y espiritualmente. El sacrificio material también corre el riesgo de convertirse en ostentación: mi ofrenda es más generosa, más abundante… Dios me dará más si yo le doy más. Ya no hay gratuidad, sino intercambio. Mercantilizamos nuestra relación con Dios.

Misericordia quiero, y no sacrificios, clamaba el profeta. Con esto nos da pistas sobre qué gestos tienen valor para Dios y para nosotros.

El sacrificio es un concepto antiquísimo, presente en todas las religiones y culturas del mundo. En su origen no se trataba de un autocastigo, sino de una ofrenda. Sacrificio viene del latín y significa, literalmente, hacer sagrado. Es decir, se trata de convertir algo en sagrado. ¿Y qué es sagrado? Lo sagrado es lo que pertenece a Dios.

Antiguamente se sacrificaban animales o se quemaban perfumes, objetos o productos de la tierra para ofrecerlos a Dios. Renunciar a estos bienes para quemarlos ante la divinidad era una forma de decir: todo esto no nos pertenece, es un regalo de Dios y se lo ofrecemos a él. La Biblia nos cuenta que Caín y Abel sacrificaban a Dios las primicias de la tierra y del ganado. Y Dios veía con agrado el sacrificio de Abel, porque no lo hacía por obligación ni con mala gana, sino de corazón, y con esplendidez, eligiendo lo mejor que tenía para darlo a Dios. 

Nuestra fe cristiana nos enseña que Dios no necesita esos sacrificios para aplacar su ira. El cambio es radical: Dios mismo se sacrifica por nosotros. Él se ofrece a los hombres y muere a sus manos, en la cruz. ¿Puede haber sacrificio mayor que el de un Dios que muere de amor por sus criaturas? El gran sacrificio ya ha sido realizado. Entonces, ¿qué sentido tiene para los cristianos el sacrificio?

 Ya en la Biblia, en un episodio impresionante, vemos cómo Dios detiene la mano de Abraham, a punto de sacrificar a su hijo Isaac. Dios no quiere esa clase de sacrificios antiguos. ¿Qué podemos ofrecerle al que lo ha creado todo y no necesita nada de este mundo?

Dios no necesita ofrendas materiales. Pero hay algo que podemos ofrecerle: a nosotros mismos. Ofrecerle tiempo: para rezar, para estar con él; ofrecerle nuestros bienes, donando limosnas y ayudando a quienes lo necesitan; ofrecerle nuestros talentos, poniéndolos al servicio de los demás y no de nuestra vanidad. ¿Qué le ofreceremos a quien nos ha dado la existencia y lo mejor de todo: a sí mismo?

No seamos cicateros ni avaros a la hora de hacer sacrificios. No le demos a Dios las sobras, si es que hay sobras. A veces parece que Dios sea lo último de nuestra vida y le damos solo los restos: el poco tiempo que nos queda, si queda; la limosna que es calderilla sobrante; la poca energía que conservamos después de habernos quemado en mil ocupaciones, algunas de ellas innecesarias, o superficiales…

Pero no veamos el sacrificio en negativo, como algo que nos disminuye, algo que nos merma o nos mutila. El sacrificio, hacer sagrado algo para Dios, en realidad es una forma de vivir radicalmente distinta. ¡Hagamos que nuestra vida sea sagrada! Dios no quiere nuestro dolor ni nuestra muerte, sino nuestra vida, nuestra salud, nuestra alegría. Démosle a Dios lo mejor que tenemos: nuestro gozo, lo que nos apasiona, nuestros amores, nuestras ilusiones, las mejores horas del día. Convirtamos nuestros días en una liturgia viviendo en profundidad, conscientemente, despacio, acariciando todas las cosas que hacemos. Trabajemos con amor, hablemos con amor, miremos, toquemos, caminemos con gratitud y sintiendo intensamente el don de la existencia. Dios nos da la vida, devolvámosle una vida saboreada, paladeada, exprimida con amor. Una vida entregada, también, a quienes nos rodean, criaturas de Dios.

Decía un filósofo que el otro, el prójimo, es tierra sagrada. Sí, el otro es templo de Dios, tierra santa a la que amar y cuidar como lo haríamos con el mismo Dios. En esto consiste el verdadero sacrificio.

 Cuaresma 2015 

domingo, marzo 01, 2015

Cuaresma - El ayuno

Ayuno, abstinencia y penitencia

Uno de los gestos propios de la Cuaresma es el ayuno.  El ayuno consiste en hacer una sola comida fuerte al día. A las personas a quienes esto les cuesta mucho, algunos moralistas proponen que coman la mitad de lo que suelen tomar.

¿Cuándo la Iglesia propone ayunar? En dos días especiales: miércoles de Ceniza y Viernes Santo.

La abstinencia es diferente: consiste en no tomar carne, y se recomienda todos los viernes del año. Sí se pueden tomar caldo de carne, huevos y productos lácteos.

Están exentos de ayuno y abstinencia los menores de edad y las personas enfermas y mayores de 65 años.

La abstinencia de los viernes fuera de Cuaresma se puede sustituir por otros gestos, como visitar enfermos, dar una limosna, rezar el Rosario, una visita al Santísimo… Cualquier obra de caridad hecha no por obligación (como una misa de precepto) sino por deseo de hacer el bien.

Las prácticas ascéticas tienen un sentido. Se trata de superar la inercia  y ser capaces de hacer un sacrificio o una renuncia por amor a Jesucristo y a los demás. Estas privaciones son voluntarias, y se ofrecen como acto de generosidad.

En un mundo que sobrevalora la posesión de bienes materiales y que pone la felicidad en lo que se tiene, el ayuno y la abstinencia nos recuerdan que la felicidad no está en el tener, sino en lo más profundo de nuestro ser. La felicidad brota como consecuencia de una actitud interior, no depende de lo que nos pasa, sino de cómo lo aceptamos y vivimos. Por eso, ser capaces de renunciar a algo, ya sea comida, o dinero, o tiempo, y hacerlo de manera alegre y con ganas, es un gesto de libertad. Demostramos así que nada nos ata, que tenemos el corazón ágil para no acomodarnos y que somos capaces de responder a las demandas de la caridad. Este es el sentido profundo de la penitencia, palabra que significa purificación, limpieza. Amando estamos lavando a fondo nuestra alma, la morada interior.

El sentido del ayuno

Todas las religiones del mundo contemplan esta práctica. Hoy también sabemos que el ayuno en su medida es saludable, y muchos médicos lo recomiendan como terapia regeneradora y curativa. En ciertos ámbitos incluso está de moda y se practica con finalidades sanitarias y estéticas.

Pero, ¿qué sentido espiritual tiene el ayuno? Es fácil caer en la tentación de convertir el ayuno en un acto heroico, de fuerza de voluntad, que reafirma nuestro autodominio y nuestra superioridad moral. El ayuno vivido así puede alimentar el orgullo y no beneficia a nadie.

Jesús ayunó en el desierto y habló del ayuno como medio para expulsar demonios. Pero él no fue un asiduo practicante ni obligó a sus discípulos. En los evangelios se narra cómo los fariseos lo critican porque ni él ni sus seguidores ayunan. Jesús responde que nadie ayuna en una boda mientras están de fiesta, con el novio. Es decir, cuando hay motivos para la alegría no tiene sentido alguno castigarse.

Los profetas del Antiguo Testamento tienen palabras muy duras contra las prácticas aparentemente devotas, pero en el fondo hipócritas e interesadas. Dice Isaías (58, 6): Este es el ayuno que yo quiero: que rompáis las cadenas injustas, que liberéis a los esclavos, que dejéis en libertad a los oprimidos y les quitéis toda deuda. Que partáis el pan con el hambriento, que deis refugio a los pobres y a los que no poseen vestido, que acojáis a los desvalidos y los ayudéis.

El ayuno tiene dos caras. Por un lado se trata de privarse de algo que no necesitamos pero a lo que estamos apegados. Dice Jesús que lo que contamina no es lo que entra, sino lo que sale del interior. ¿Ayunaremos de críticas? ¿Ayunaremos de quejas? ¿De tristezas, de amarguras, de agravios acumulados? ¿Ayunaremos de malas caras, malos humores y golpes de mal genio? ¿Ayunaremos de televisión, de comadreos, de conversaciones estériles? ¿De envidias y resentimientos? ¿Ayunaremos de avaricia?

La cara positiva del ayuno es la generosidad: compartir, dar algo de nosotros, tener el corazón abierto. No puede ser que alguien esté sufriendo a nuestro lado, que una familia padezca necesidad, ¡y no hagamos nada por ayudar!

Dijo alguien que quien ayuna y no comparte, ese no ayuna, sino ahorra. ¡No es este el ayuno mezquino que agrada a Dios! Practiquemos el ayuno generoso.