domingo, junio 07, 2015

Dios en un cachito de pan

Cada vez que reflexiono sobre el misterio del Dios amor ante el sagrario un escalofrío atraviesa mi alma. El Dios omnipotente, señor del cielo y la tierra, el arquitecto del universo y creador de la vida, está allí.

Desborda la inmensidad de un misterio que va más allá de todo razonamiento humano. El Señor de las alturas baja para humanizarse en Cristo y luego, para permanecer entre nosotros, ha querido sacramentalizarse en el pan y el vino. Ha querido hacerse un hueco en la tierra, en el tabernáculo del sagrario. Así lo dijo a sus discípulos: No os dejaré huérfanos. No quiere alejarse nunca de nosotros y ha decidido estar presente en el corazón de la Iglesia.

¿Por qué? Desde nuestra concepción, cuando nos infundió el alma, selló su amor con cada uno de nosotros hasta el final de nuestros días, y hasta la eternidad.

Conmueve la grandeza de un Dios humilde que ha querido hacerse presente en un cachito de pan. El grande se hace pequeño. Y nosotros, comiéndolo, lo tenemos tan adentro que pasa a formar parte de nuestras células. El alimento de los alimentos nos diviniza y nos convierte en otros cristos, custodias de su presencia en medio del mundo. Cuando amamos nuestro corazón late al unísono con el corazón de Dios. Con este impulso la Iglesia crece y se nutre.

Contemplando la santa hostia me pregunto cuánto nos ama Dios que ha decidido entrar para siempre en nuestras vidas. Es como si por amor quisiera mendigar nuestro limitado amor. Ya le basta.

Él nos ha creado con ese latido que anhela la trascendencia. Él quiere que nuestro corazón sea también su hogar. La celebración de hoy es la culminación del sueño de Dios: fundirse con su criatura para que, ya aquí, empiece a vivir una amistad eterna sin que la muerte arranque ese deseo genuino del hombre de volver a Dios.

Cristo, el logos, ha dejado de hablar para hacerse comida. No quiere estar solo en nuestra mente, sino que quiere entrar en nuestra zona más sagrada, el corazón, allí donde bombea la vida. Ante la custodia, sobrecogido por ese derroche de amor, con ese destello que sale de ella, solo puedo susurrar en silencio: ¡Gracias por tanto amor!

Ser consciente de este regalo hará que entendamos que la eucaristía no es un rito vacío de sentido. Quizás lo hemos convertido en un gesto de rutina, un ritual al que le hemos sacado su auténtica dimensión. Tomar el pan y el vino en la eucaristía no es una costumbre ni una obligación, sino una invitación a un banquete que nos anticipa el banquete del Reino. Es una llamada a vivir una vocación a la santidad, a vivir ya aquí la esperanza y la promesa de un encuentro definitivo con Cristo. Ojalá amemos la eucaristía de tal manera que entendamos que un cristiano no puede vivir sin la centralidad de Cristo en su vida. Y esa centralidad pasa por saborear su pan cada día. Solo así todo aquello que digamos, sintamos, hagamos, estará impregnado de su gracia, hasta llegar a decir, sentir y hacer como Cristo. Esto es, convertirnos en él para que otros muchos puedan algún día acercarse a la custodia y caigan rendidos ante su infinito amor.

Joaquín Iglesias
7 junio 2015 – Día del Corpus Christi