domingo, diciembre 05, 2021

Mi querida Iglesia


Este escrito es fruto de muchas conversaciones que he mantenido en los últimos años con diversas personas: amigos, feligreses y compañeros sacerdotes. Nos preocupa la Iglesia, a la que amamos, y de aquí surgen estas reflexiones.

Mi querida Iglesia,

Siento en mi alma que lentamente tu vitalidad se va diluyendo. El vigor, el entusiasmo, la convicción de los valores evangélicos se apagan. Hoy, una gran parte del pueblo de Dios ha perdido el rumbo. No sabe a dónde tiene que ir, se siente desorientado.

Querida Iglesia, ¿qué pasó con ese júbilo que invade el corazón del creyente? ¿Cómo se ha perdido? Hoy, muchos referentes han caído y pocos modelos son imitables. ¿Qué pasa, mi querida Iglesia, que tu pueblo ya no siente el gozo y la alegría de la vocación cristiana? Parece que el aliento del Espíritu se ha dormido en muchas miradas que han dejado de brillar. La voz profética ha dejado de oírse. Callas ante situaciones de injusticia lacerante y secundas las decisiones de los poderosos del mundo. Muchos sienten una orfandad como nunca, abandonados en profundas incertezas y desconcertados ante la crisis de tantos líderes, que han convertido su misión en un papel, una apariencia de lo que fueron llamados a ser. Transitan hacia la penumbra, perdidos y sin norte. Sienten que el fundamento de su fe se tambalea como si un parásito estuviera comiendo el ADN de su espiritualidad.

¿Qué pasa, Iglesia mía, que a muchos les tiembla la fe y pierden la esperanza, arrastrándose hacia no saben dónde, sintiendo vértigo ante un futuro vacío y sin sentido?

Cuando te casaste con el poder

¿Qué te pasa, Iglesia mía? ¿Por qué sucede todo esto? Quizás te apartaste del evangelio, de la autenticidad, de la humildad, de la pobreza. Quizás todo empezó cuando te convertiste en la religión oficial del Imperio romano, cuando te casaste con el poder, cuando renunciaste a la atrevida revolución de Jesús de Nazaret y abrazaste el poder político, social y religioso; cuando en el Medioevo acumulaste todos los poderes. Esto, lentamente, te fue debilitando. La historia del papado, llena de corrupción y violencia, asesinatos y luchas, ha vivido etapas terriblemente oscuras. Discusiones, ambiciones, pugnas a todos los niveles: cultural, filosófico, económico... Desde entonces, desde los primeros siglos de nuestra era cristiana, la sombra del mal penetró en ti. Después se sucedieron las divisiones, los conflictos con otras confesiones religiosas, guerras y miles de muertos. La época de la cristiandad y la construcción de los estados pontificios te apartó de tu pueblo. 

Quizás todo empezó cuando creciste, copiando las instituciones y las estructuras del poder civil, actuando más como agente político que representa a un estado o un país. 

Mi Jesús, cercano a los pobres, amigo de sus discípulos, fue fiel a la voluntad de Dios, aunque esto le costó su propia vida. Este fue el sello de la Iglesia que confió a sus apóstoles: una vida entregada sin límites a la causa de Dios. Grandes santos y admirables misiones evangelizadoras han permitido que tu barca siguiera avanzando con el paso de los siglos. 

Hoy, muchos cristianos perciben que su Iglesia ha perdido el norte. Desorientados y solos, se preguntan: ¿qué te pasa, Iglesia?

Desconcierto ante los pastores

Tu historia ha dejado tras de sí rastros de dolor. Pero el gran sufrimiento, hoy, es sentir que muchos de tus responsables ordenados han convertido su misión y su vocación en un mero servicio de funcionariado. Otros actúan totalmente embriagados de sus ideologías. Otros ambicionan controlar las estructuras. Otros viven de la borrachera intelectual y los logros académicos, exhibiendo lo que saben. Otros se arrastran y sobreviven, pues les pesa la vocación y el duro trabajo pastoral. Otros están rebotados, porque quieren imponer una línea de trabajo o unas ideas que no logran llevar a cabo. Otros saben leer con sabiduría los signos de los tiempos y ejercen su labor pacientemente, sin casarse política ni ideológicamente; estos son señalados y tachados de versos sueltos que no están en la línea marcada desde arriba.

Lo cierto es que veo en mi Iglesia un letargo y un adormecimiento. Muchos por desconcierto ante sus pastores, otros por una gran apostasía que cada vez se va extendiendo más. 

Resurgir unidos a Jesús

La Iglesia no renacerá si no mira a Jesús, su vida, su misión, sus palabras y hechos. Debe hacer el esfuerzo humilde de reconectar con él, sin prejuicios, sin lacras históricas, sin resentimientos. Volver a Cristo cambia el corazón y lo limpia de tantas capas que han ido estrechando la visión liberadora del evangelio.

Necesitamos generar una mayor complicidad personal con aquel que es el fundamento de nuestra vocación y convertirlo en el centro único de nuestra vida. Si nos abrimos a una nueva experiencia de encuentro con Jesús, renunciando al ego, juntos con él nos reencontraremos con nosotros mismos y él nos hará sacerdotes nuevos, hombres y mujeres nuevos.

Sólo así surgirá la aurora en la Iglesia. El entusiasmo y la alegría de la primitiva Iglesia tiene que volver a instalarse en el corazón de la postrera. El hastío y la indiferencia se diluirán; los cristianos serán hombres y mujeres de esperanza.

El poder se come la vocación, es la antítesis del amor y de la misión. Todo lo que no nazca del silencio, humilde y generoso, nos estará apartando de la razón última por la que fuimos llamados.

Yo creo que, a pesar de todo, hay momentos en que el soplo del Espíritu es como un vendaval. Así fue en la fundación de la Iglesia, pero a veces también es un soplo suave y susurrante, un aliento que sigue ahí, aunque la inercia y el cansancio puedan tapar su sonido.

Estamos en una cultura global y digital. Pero todo empieza por unas brasas, chispas que, alimentadas por pequeños fuegos, se convertirán en una hoguera que desprenda llamaradas de luz para iluminar a muchos.

Sólo desde las pequeñas comunidades podremos seguir alimentando estas brasas para que el fuego nunca se apague. Ni la era de la globalización ni las grandes proyecciones telemáticas pueden suplir una pastoral de la presencia y el testimonio, el contacto y la cercanía. Esto será lo que permitirá a la Iglesia mantenerse viva.

domingo, noviembre 14, 2021

Fe y obras: lo que Dios quiere de nosotros

«estuve desnudo y me  vestisteis» (Mateo 25, 36)
«Estuve desnudo y me vestisteis», Mateo 25, 36
Lo que Dios hace por nosotros

Dios hace obras grandes en nosotros. María canta en su Magníficat: Dios ha obrado en mí maravillas. Cada uno de nosotros puede decir lo mismo.

Su primera gran obra es crear el universo y darnos la vida. Con Dios, por el simple hecho de existir, estamos en deuda. Nos lo ha dado todo. Por tanto, nuestra primera actitud debería ser de gratitud a Dios por habernos creado. Como decía santa Clara: «Te alabo, Dios mío, porque me has creado».

La segunda gran obra es que nos ama entrañablemente. Tanto nos ha amado, que ha entregado a su propio Hijo, Jesús, hasta morir en la cruz. Dios nos da la vida, y además da su vida por nosotros.

Al amarnos y entregarse, nos redime y nos da la vida eterna. Crea el universo. Crea al ser humano. Nos ama, se entrega y nos salva. Esta es la gran obra de Dios en nosotros.

Ante esta inmensidad de amor, tenemos que responder con fe, obras y actitudes.

Lo que Dios espera de nosotros

Como Padre que nos ama, espera que correspondamos a su amor. Siendo hijos suyos, también espera que nosotros obremos a ejemplo suyo. ¿Cómo hemos de obrar? Leemos en el evangelio de Juan, 6, 29: «Esta es la obra que quiere Dios: que creáis en el que él ha enviado».

Creer, adherirse a Jesús, confiar en él, ya es una forma de actuar. Porque la fe nos llevará a las obras.

Fe y obras son inseparables. No podemos demostrar nuestra fe sin obras. En la carta de Santiago 2, 14-20 leemos un texto crucial:

Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle?

Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma. Pero alguno dirá: Tú tienes fe, y yo tengo obras. Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras.

Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan.  ¿Mas quieres saber, hombre vano, que la fe sin obras es muerta?

La fe sola, según el evangelio, no puede salvarnos: nos salvará con las obras.

Jesús es inequívoco en esta cuestión. Leemos en Mateo 7, 21-23:

No todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad.

A continuación (Mateo 7, 24-29) Jesús explica la parábola del hombre que construye sobre arena: el que sólo cree, pero no hace, su casa se derrumba. El que construye sobre roca es el que tiene fe y pone en práctica lo que cree. Su casa resiste las tempestades.

Y ¿de qué obras hablamos? Jesús nos da la respuesta en el evangelio, con la parábola del juicio final. Serán las obras de misericordia, la atención y el cuidado a las necesidades de los demás, lo que nos abra las puertas del cielo (Mateo 25, 31-46).

Lo que podemos hacer en nuestra vida

En nuestro entorno, con la familia, en el trabajo y en la sociedad, ¿qué podemos hacer?

Demostramos que creemos en Dios cuando somos capaces de amar al prójimo y asumir las responsabilidades de ciertos compromisos que adquirimos.

En el grupo, en la comunidad, que cada cual se pregunte: ¿estoy obrando correctamente en mi relación con los demás? ¿Cumplo el compromiso que he adquirido? ¿Soy persona de confianza? ¿Doy testimonio de coherencia?

Es importante distinguir entre obligación y compromiso. Cuando nos ofrecemos a colaborar, no podemos hacer las cosas por obligación.

Pero sí debemos hacer las cosas por compromiso: cuando me comprometo significa que, libre y voluntariamente, he decidido asumir una responsabilidad. A veces no me apetecerá, pero el compromiso es una decisión que he tomado y debe estar por encima de mis estados de ánimo cambiantes.

Si hacemos las cosas sólo por obligación estamos matando el compromiso. Sin embargo, asumir el compromiso significa una serie de obligaciones: no fallar, ser fiel en los horarios, hacer las cosas con alegría, con espíritu de servicio, pensando en los demás…

Un rasgo muy importante que demuestra el compromiso asumido es la prontitud: hacer las cosas pronto, con diligencia, y felices.

Otra señal de compromiso es ser generoso: con el tiempo y con los recursos. Llegar antes, con tiempo, dar un poco más de lo que se te pide, no regatear. Esto va a contribuir a que las cosas fluyan y crezcan.

Amor y compromiso

Un enamorado corre a hacer lo que le pide la enamorada. Es espléndido, no se despista, está allí. Si no nos enamoramos de Dios, del proyecto, de la misión, iremos a cámara lenta y arrastrándonos, nos moverá el “ir tirando”. Cuando estamos enamorados, nos arde el corazón por hacer feliz al amado.

Adelantarse, saber qué necesita el grupo y dar antes de que te pidan es otra señal de compromiso y entrega. Ofrecerse sin escatimar tiempo es otra señal de amor.

Meditemos despacio. Lo que nos ha de mover no es la obligación, ni el miedo, ni el deseo de complacer o quedar bien ante los demás. Nos ha de mover la gratitud, el amor y la libertad. Acerquémonos a Dios en la oración y en la eucaristía: conozcamos su amor tan grande, sintámonos llenos de su ternura. El agradecimiento y la libertad nos llevarán al compromiso, que es una decisión libre de amar y entregarnos, como lo hizo Jesús. Él es nuestro gran ejemplo y maestro.

 

lunes, septiembre 27, 2021

50 años después, una primavera en otoño


Hoy, día 25 de septiembre, he asistido a un aniversario de 50 años de ordenación de tres sacerdotes, con una larga experiencia pastoral. Sacerdotes ancianos, que lo han dado todo, sus historias son fascinantes y revelan una entrega sin regateos: a lo largo de estos 50 años, se han desvivido por completo y su amor al sacerdocio no sólo ha sido total, sino manifiestamente fecundo.

La parroquia estaba llena. La celebración ha sido exquisita, profunda, y se respiraba un ambiente de alegría, acogida y humildad. Los tres, con su talla humana, intelectual y religiosa, desprendían hondura y auténtica pasión por su ministerio. Sus palabras han estado llenas de sabiduría; su mensaje, certero, y su testimonio, vigoroso. La homilía también revelaba una gran formación pastoral y teológica, radicalidad evangélica y gratitud por el don del ministerio. Los tres han vivido este regalo con lucidez y agradecimiento, testimonios vivos de un estilo novedoso de ejercer el sacerdocio. 

Se podía percibir entre ellos el perfume de la amistad y de un compromiso sólido de muchos años.  Conscientes de la importancia de su misión, todos han dejado una huella muy profunda allí donde han ejercido su labor como rectores de diversas parroquias.

Impresionaba verlos tan firmes, con ese enorme bagaje acumulado en sus vidas, tan ricas espiritualmente e intensas pastoralmente. Impacta y emociona ver tres vidas dedicadas al Señor y a su Iglesia; tres vidas desbordantes e incansables en el anuncio de la buena nueva; tres vidas de una generosidad sin límites; vidas volcadas a la construcción del Reino; vidas fieles, que también han sabido abrazar el sufrimiento y la incomprensión. Vidas alegres, creativas, entusiastas; vidas de oración fecunda y de continuos retos en su labor, con sus carismas especiales de evangelización en el mundo de la cultura y los medios de comunicación, así como un deseo ardiente de trabajar por la paz.

Aunque ya jubilados de sus responsabilidades y cargos, sus almas siguen vibrando pese a la vejez. Su tenacidad va más allá de los límites físicos. Por un lado, irradian una fuerza y una frescura extraordinarias. Por otro, la fragilidad de unos cuerpos que van reduciendo su movilidad y su energía indica que ya están entrando en una fase más contemplativa. Su fecundidad será más interior, actuarán más como consejeros y maestros, desde la discreción. Ya no tendrán un protagonismo hacia afuera, sino un crecimiento más profundo hacia adentro. Así se veía en el mayor de todos ellos. De la pastoral activa pasarán a la pastoral de la presencia. Del trabajo vertiginoso a ser misioneros del sosiego y la calma, de la no-prisa. En esta última etapa de su sacerdocio ahondarán más en el valor del silencio y la escucha. Es un gran momento para mirar hacia atrás con enorme gratitud, abrazar con paz los límites del presente y abandonarse en manos de Dios, con la conciencia plena de que están avanzando en el camino de encuentro con Aquel que ha sido la raíz y que ha sostenido el regalo de su vocación sacerdotal; Aquel que está en el origen de un proyecto soñado para ellos; Aquel que es la fuente de la perpetua alegría.

Me he conmovido viéndolos a los tres, con otros quince sacerdotes que los acompañábamos, arropándolos y dando gracias a Dios por su fecunda tarea pastoral.

He tenido la suerte de haberlos conocido recién ordenados, con una enorme energía vital en los comienzos. Ellos tres han seguido mi trayectoria y estuvieron en mi ordenación sacerdotal. Para mí han sido grandes maestros y pastores, que me han ayudado a crecer como persona y como sacerdote. Por eso he dado muchas gracias a Dios por ellos y por permitir que, misteriosamente, nuestras vidas se cruzaran cuando yo era un joven con inquietud vocacional. Hoy ha sido un auténtico deleite espiritual que me ha hecho ser más consciente de cómo Dios va tejiendo un plan personal que poco a poco converge en un proyecto común, hasta que se produce el momento histórico del encuentro.

domingo, agosto 08, 2021

La llamada, un vuelco en mi vida

Delante de San Ramón de Peñafort, donde fui llamado (agosto 2021)
Fue un domingo de verano del 1974. Tenía dieciocho años, toda una vida por delante. Ese día quedé con un sacerdote, responsable de la catequesis y el grupo de jóvenes de un pequeño santuario vinculado a la parroquia de Santa Eulalia de Vilapicina.

Llegué al santuario invitado por una amiga inquieta, que se estaba planteando hacerse monja carmelita. La conocí a través de una amiga de mi hermana Carmen. Vivíamos muy cerca de esta ermita, y ella me invitó a conocer al sacerdote responsable de la pequeña comunidad, en el barrio de Vilapicina de Barcelona. Me acerqué y expresé mi deseo de integrarme en el grupo de jóvenes. Fue así como conocí al padre Agustín Viñas.

Llevaba el grupo de jóvenes una extraordinaria catequista, llamada Conchita Nevado, de origen asturiano. Solíamos hacer excursiones, colonias y campamentos, y me metí de lleno en la vida del santuario. Fue una experiencia intensa que me ayudó a orientar mi vida cristiana durante la adolescencia, despertando en mí enormes interrogantes sobre Dios y el sentido de la vida. Tenía entonces dieciséis años y buscaba referentes y respuestas a todas mis preguntas. Siendo de carácter tímido y discreto, supuso para mí un gran esfuerzo por abrirme y compartir mi vida interior con otros jóvenes. Este encuentro y aquel entusiasta sacerdote me abrieron todo un mundo de experiencias. Aquellos momentos serían decisivos, pues empezaba a gestarse un proyecto que cambiaría mi rumbo. Todo germinaba lentamente en mi corazón. Ante las ansias de una búsqueda discreta comenzaba a iluminarse un nuevo horizonte. Todo emergía en medio de una adolescencia llena de incertidumbre. También sentí algo de miedo, porque empezaba a vislumbrar algo diferente que nunca pensé que ocurriría.

Camino hacia Alella

Aquel primer domingo de agosto, el día 4, fiesta del santo Cura de Ars, todo empezó a cobrar sentido, pese a mis temores. Le dije al sacerdote que me gustaría hablar con él, tenía dudas, preguntas e inquietudes. Ese día salimos los dos hacia Alella, un pueblo en el Maresme barcelonés. Fuimos en una vespa de color azul intenso. Era domingo, el sol lucía en un cielo luminoso y sus rayos caían con intensidad.

En Alella, después de desayunar con una familia amiga del padre Viñas, estuvimos jugando al tenis. Él era delgado, fuerte y de largas extremidades; con sus recias manos y brazos, golpeaba la pelota con fuerza. Yo era un adolescente aún más delgado y era la primera vez que jugaba al tenis. Como podéis suponer, no daba pie con bola.

Pero después estuvimos hablando, mientras paseábamos, y fue un rato entrañable, donde pudimos tratar de muchas cosas.

Fuimos a comer a casa de otros amigos del padre Agustín, una familia que formaba parte del grupo de matrimonios que él llevaba. Recuerdo que hicieron una jugosa y rica paella que me sentó de maravilla después de pasar una hora pegando a la pelota.

Era una familia amable y acogedora, y muy comprometida como cristianos. En la extensa sobremesa, tuvimos una larga conversación sobre las tareas pastorales del padre Agustín y la aportación que la familia cristiana puede hacer a la vida de la fe en las comunidades. Era una auténtica delicia oírlos, y yo estaba ávido por escuchar y aprender. En los dos años que llevaba yendo al santuario sentía que iba creciendo cada vez más en el conocimiento de mí mismo y de la realidad, y me iba abriendo a lo nuevo.

La llamada

El padre Viñas tenía que celebrar misa en San Ramon de Peñafort, en Barcelona, a las 7 de la tarde. Así que regresamos en la vespa y llegamos a la Rambla de Catalunya. La dejamos aparcada cerca y seguimos caminando hasta la iglesia. Yo estaba contento: había sido un día intenso, bonito. Pero aún no sabía que aquellas siete horas que había pasado con el padre Agustín cambiarían radicalmente el rumbo de mi historia.

Antes de entrar en la parroquia, él me preguntó a qué aspiraba yo en mi vida. E inmediatamente añadió: ¿Has pensado alguna vez ser sacerdote?

Yo le dije que deseaba ser un buen cristiano. Nos despedimos, me dio un abrazo y entró en la iglesia.

Eran las siete de la tarde y me quedé solo, en medio de los transeúntes que subían y bajaban por la Rambla. Recuerdo que un gran manto de nubes oscuras cubrió el cielo y bajé hasta la Plaza de Catalunya, pensativo e inquieto, con una mezcla de alegría y temor que me invadía. Claro que deseaba ser un buen cristiano. Lo que nunca me había planteado era si quería ser cura.

Empezó a lloviznar, mientras algunos relámpagos iluminaban el cielo oscurecido. Se avecinaba una tormenta de verano y un fuerte viento se desató. También en mi interior tronaban las preguntas. Después de un día soleado, que me había llenado de alegría, un huracán me sacudió por dentro.

Después de la tormenta

En mi familia no había tradición alguna de personas religiosas o consagradas. Su fe era como la de muchos: cumplir lo justo. Eran muy buenos, pero alejados de la piedad cristiana. Algunos, más bien críticos con la Iglesia. En medio de la tormenta y en el anonimato de las gentes que iban y venían, la gran cuestión vital se abría paso. Era una llamada, y me daba pánico contestar, por las enormes implicaciones que esto suponía.

Absorto en mis pensamientos, cogí el metro hacia Virrey Amat, para volver a mi casa, con mi familia, en la calle Greco.

Aquella tarde hizo tambalearse los cimientos de mi vida. Era un joven que estaba descubriendo, en el santuario, la belleza del amor en la imagen de aquel joven sacerdote, enamorado de su ministerio. Por la noche, descansando en mi habitación, con una inesperada paz interior, le dije al Señor que sí. Me abría a su plan de ser sacerdote. Ya no me importaban mis miedos. Dios me había llamado, no podía decirle que no. Le pedí que me ayudara, que era un desastre de adolescente, pero con él no temía nada. Estaba dispuesto a todo y a mantenerme firme. Aquella noche, en la profundidad de mi alma, se hizo de día. De madrugada, una calma invadió mi ser. Me sentía feliz porque Dios me llamaba a una gran aventura, desconocida para mí. El 30 de agosto de aquel año cumpliría dieciocho. Al día siguiente, mi vida ya era otra: Dios había logrado fascinarme y estaba enamorado. Me sentía suyo, para siempre. Todo cambió aquel 4 de agosto a las 7 de la tarde. El día 11, una semana después, fiesta de santa Clara, le comunicaría mi respuesta al Padre Viñas. Y sería el 4 de octubre, día de san Francisco de Asís, cuando inicié mi formación vocacional hacia el sacerdocio.

De esto han pasado 47 años. El 7 de marzo hizo 34 que me ordené. Doy gracias a Dios por el don del sacerdocio y por todo lo que he recibido a lo largo de mis años de ministerio, de tantas personas.

domingo, agosto 01, 2021

San Félix, pasión por Cristo


Nació en el norte de Africa, en la ciudad llamada Scilitana, donde hoy está Túnez.

De joven estudió lenguas y filosofía, y fue en su época de estudiante cuando conoció a los cristianos y se convirtió a la nueva fe que se iba expandiendo por el Imperio Romano.

Lo dejó todo, familia, trabajo, hogar y patria, para ir a apoyar a los cristianos de la Hispania Tarraconense, que entonces estaban sufriendo una despiadada persecución por decreto del emperador Diocleciano. Viajó por mar hasta las tierras catalanas para animar y dar fuerzas a las comunidades de Girona.

Tras un tiempo de intensa evangelización, San Félix fue detenido por las autoridades romanas y sufrió toda clase de vejaciones y torturas, hasta llegar a dar la vida por su fe. Padeció hasta el límite, sin importarle perderlo todo, porque para él Cristo era su gran perla, su riqueza y su amor. La vida, sin él, carecía de valor.

El gobernador romano le ofreció toda clase de comodidades, cargos y favores si renunciaba a su fe. Félix pudo gozar de una vida larga y próspera, viviendo en palacios y sin sobresaltos si hubiera elegido adorar al emperador y a los dioses romanos. Pero se mantuvo firme y prefirió pasar por las torturas y el dolor más insoportable antes que traicionar a Jesús. Aún en los peores suplicios, azotado, ensangrentado, casi sin fuerzas, resistió con firmeza, erguido y sin doblar la rodilla ante el tirano. Ni el zarpazo de la muerte lo detuvo: esperaba encontrarse, definitivamente, con su Señor.

La alegría del encuentro con Cristo era mayor que todo el sufrimiento que estaba soportando. Cuando falleció, exhausto, lo hizo con una gran certeza en su corazón: que la semilla de su martirio había de dar su fruto.

El universo se encoge ante un alma tan grande, que no tiembla ante la impotencia y que está dispuesta a morir por Aquel en el que cree y al que ama. Félix se unió al sufrimiento y martirio de Cristo con total abandono en Dios. Por eso participa, como tantos otros, de la gloria de Dios.

Los mártires, hoy

Los mártires nos recuerdan que, en un mundo descreído y autosuficiente, si queremos vivir una íntima amistad con Dios, hemos de responder con firmeza, valentía y coraje sin esconder nuestra fe. No estamos en aquel momento histórico de los primeros siglos de la Iglesia, en que los cristianos eran arrojados a los leones. Hoy, al menos en los países democráticos, más o menos se respeta la libertad religiosa y no se encarcela a nadie por ser cristiano. Pero sí es verdad que en algunos países del mundo se muere por ser cristiano, y las iglesias sufren ataques y destrucciones violentas. El cristianismo es la religión más perseguida del mundo. No podemos quedarnos indiferentes cuando hermanos nuestros de otros países están sufriendo tanto. San Félix no se hubiera quedado impasible.

En Occidente se vive otro tipo de persecución: mediática, social e incluso política. Los valores de la Iglesia se menosprecian o se atacan; no se respeta nuestra fe y se ridiculizan nuestras creencias.

Una fe nacida de una persecución es recia, vital. Una fe que brota del sufrimiento y del testimonio, que ha sido probada hasta el límite, hasta dar la vida, no podemos dudar que sea auténtica, firme y sólida.

Aquellos cristianos tenían un entusiasmo tan extraordinario que sólo puede entenderse sabiendo que tenían una certeza: que Jesús resucitado estaba con ellos. De aquí la intrepidez de aquellos judíos y gentiles de las primeras comunidades. ¿De dónde sacaban su fuerza expansiva, su vigor, su capacidad organizativa para anunciar la buena nueva, a tiempo y a destiempo? Sólo era posible a partir de un auténtico gozo pascual, una vivencia real de la presencia de Cristo en medio de ellos.

Sin esta experiencia personal y comunitaria, difícilmente nuestro mensaje llegará con la misma onda expansiva a todos aquellos que, hoy, viven a nuestro alrededor. El mundo de hoy sufre un gran vacío y desorientación. Lo sucedido en los dos últimos años ha contribuido a fragmentar la sociedad y encerrar a las personas en sí mismas, en sus miedos y soledades. Los cristianos tenemos mucho que decir y mucho que hacer. Pero hoy, todo ese entusiasmo creativo parece que se nos ha apagado. Vivimos de una herencia cultural y religiosa que poco a poco ha ido perdiendo vitalidad. Hemos olvidado que cada nueva generación debe ser convertida. Cada nueva generación ha de conocer y enamorarse de Cristo, debe encender una llama y mantenerla viva con el mismo esfuerzo y alegría con que los primeros la llevaron por todo el mundo. Los mártires de los primeros tiempos, como San Félix, nos recuerdan que tenemos esta hermosa y gran misión.

domingo, abril 11, 2021

Llamados a vivir resucitados


La liturgia cristiana tiene su culminación en el Triduo Pascual. Son los días más importantes del año, ya que en ellos celebramos lo fundamental de nuestra fe cristiana: la muerte y resurrección de Jesús.

Durante todo el tiempo de cuaresma nos hemos ido preparando para vivir el hecho que fundamenta nuestra fe. El domingo de resurrección iniciamos una larga etapa pascual: Jesús está vivo y presente en la Iglesia y en cada uno de nosotros.

La comunidad cristiana de San Félix hemos tenido en esta Semana Santa unas bellas y profundas celebraciones litúrgicas que han ido subiendo en intensidad espiritual.

Vía Crucis

El Vía Crucis, una oración meditada de la Pasión de Cristo, nos ayuda a ahondar en el misterio del dolor y la muerte de Jesús. Para los cristianos ha de ser un toque moral y espiritual que nos lleve a profundizar en el sufrimiento del mundo y, en especial, de aquellos que están al margen de la sociedad: colectivos descartados que, por su situación de herida sufren aún mayor dolor. Estamos llamados a responder con una actitud generosa a mitigar el dolor que los hace más vulnerables.

Domingo de Ramos: la misión

El Domingo de Ramos celebramos la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén, subido en un asno y aclamado por el pueblo que acudía a celebrar la Pascua judía. Una entrada humilde, pese al olor de multitudes, pues Jesús era consciente de que subir a Jerusalén era el final de su misión: abrazar la cruz.

Jesús, así, se desmarca de las aspiraciones mesiánicas de corte militar, de oposición al Imperio romano y de poder político. Jesús no vino a enfrentarse a los romanos: su misión era anunciar a todos la buena nueva de Dios, y no provocar altercados ni encabezar un movimiento guerrillero, como quizás querían algunos de sus seguidores. Él vino a dar su vida en rescate para salvar a todos, dando vida y sentido a la existencia humana. Jesús entra en la Jerusalén de nuestro corazón y se pone en camino para liberarnos.

Jueves Santo: el amor

La Santa Cena del Jueves Santo nos sienta en torno al ágape donde se instituye la eucaristía, sacramento por el cual Jesús se hace presente en la comunidad cristiana hasta el final de los tiempos. Recordamos su pasión, muerte y resurrección, dejando en el mundo su presencia a través del sacramento del amor.

En el marco de esta cena pascual, Jesús tendrá un gesto profundamente simbólico. Los apóstoles son llamados a ejercer la «diaconía», es decir, el servicio a los demás. Lavando los pies a sus discípulos, les está indicando que la misión de los suyos es servir desde la humildad, renunciando al poder. Él se agacha, como un esclavo, como signo de entrega, y dice: «Haced lo que yo hago». No sólo hemos de limpiar los pies, sino sanar el alma desde la ternura y el cuidado.

Viernes Santo: la cruz

El Viernes Santo, es la expresión máxima del amor, que se derrama hasta dar la vida.  En la celebración, exaltamos el valor de la cruz como medio de salvación.

Si el Viernes Santo toda la liturgia está orientada al misterio de la Cruz, la mañana del sábado es ese tiempo de espera entre el Viernes y la Vigilia Pascual. La esperanza como valor teologal adquiere un valor fundamental para el cristiano. El Sábado Santo es un tiempo de espera activa, de silencio, de recogimiento y expectativa. La crisálida está a punto de abrirse y dejar volar una criatura nueva.

Sábado Santo: la esperanza

El tiempo para la esperanza se convierte en algo esencial: no todo está perdido. Después de la cruz, después de la noche oscura, está va a despuntar el alba de un nuevo día. Saber esperar con sosiego forma parte de nuestra vida cristiana. Aunque parezca que todo se acaba, la esperanza activa y a la vez serena es crucial para entender que nuestra vida no es un vacío absurdo. Hay una realidad ulterior que nos orienta hacia un acontecimiento extraordinario que puede cambiar nuestra cosmovisión de la realidad. Dios actúa por encima de nuestra lógica, hasta revelar la potencia creativa de su infinito amor.

María, la madre de Jesús, que seguramente hacía tiempo que no veía a su hijo desde que marchó de Nazaret, vuelve a entrar en escena con el inicio de la Pasión. El niño que gestó en sus entrañas, el adolescente que se perdió en el templo con los doctores de la Ley, el adulto que se bautizaría en el Jordán y que abandonaría su pueblo natal tras vivir largos años en casa, con María y José, ahora atraviesa los momentos más duros de su vida pública. María, que llevó en sus entrañas al hijo de Dios, siempre mantuvo en su corazón la certeza de que su hijo formaba parte de un plan divino. Ella también debió pasar otro Getsemaní. ¿Qué pensaba, al contemplar a su hijo clavado en la cruz? ¿Pensó que era el final de todo? ¿Dónde quedaba, aquella experiencia que vivió ante el anuncio del ángel?

Pero María, como Jesús, no sucumbe, no se deja derrotar, no se rinde. Ella tendrá la clara esperanza de que su hijo resucitará. En esas horas en que se topa con el misterio de la iniquidad del mal, ella también bebe un amargo cáliz. Pero, como dijo al ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Y así fue.

La clara esperanza se torna alegría y júbilo. El Jesús que contemplábamos en la cruz hoy lo contemplamos glorioso. La esperanza de María se convierte en gozo permanente. No es una esperanza vacía, sin sentido. Es una esperanza que la capacita para una nueva experiencia. Aunque los evangelios no recogen el encuentro de Jesús resucitado con su madre, no hay que descartar que pudiera haberse dado. Se diera o no, el estallido de la resurrección de Jesús también inundó de claridad a María. Más que nunca, ella creyó en su hijo resucitado y la esperanza iluminaría su vida para siempre.

En los evangelios se omite una parte importante de la vida de Jesús. Hay una vida oculta que no se reseña, no porque no tuviera valor. A veces esa vida adquiere un valor todavía más importante. Fue una vida discreta, escondida en Nazaret, hasta su adultez. Sin ella no se podría entender su ministerio público. Durante esos años de silencio, Jesús tuvo un largo tiempo de formación como artesano y de crecimiento espiritual. La experiencia fue nuclear. Fueron treinta años digiriendo, metabolizando y gestando el plan de Dios en su vida. Y eso María lo sabía y lo tenía muy claro. De aquí su clara esperanza de que resucitaría.

Domingo de Pascua: la resurrección

La promesa se convierte en realidad: Jesús había anunciado a los suyos que, al tercer día, resucitaría. Este era el plan de Dios: levantar a su hijo de las tinieblas y de la muerte. Esta es su gran misericordia. La cruz no era la meta, sino un momento más para llegar a la meta última: la resurrección.

Ahora sí, para María y para los discípulos todo adquiere sentido. La cruz era tocar el infierno del corazón humano, era descender hasta la miseria humana más atroz. Era el precio en el intento de Dios por llegar al corazón de la humanidad para rescatarla. Sólo así, haciendo suya toda la mezquindad del hombre, podía iniciar el proceso de su restauración. Por eso, el Domingo de Resurrección es la liberación de todos. Jesús no se rinde en esa batalla por conquistar nuestra alma. Sólo con la fuerza iluminadora de su vida nueva el hombre puede renacer, junto con Cristo.

La Iglesia nos propone hacer un itinerario de alegría, es decir, un camino pascual para saborear la misericordia de Dios, un tiempo para convencernos de que Jesús vive en el corazón de la comunidad, un tiempo para desinstalarnos de la apatía, de la tristeza, del miedo. Pero, sobre todo, un tiempo para saborear la delicia de un Dios que desea la felicidad del hombre. Se acabaron las dudas, el desconcierto, la desesperanza. Dios todo lo puede.

Él hace posible que nuestro desértico corazón se convierta en un vergel lleno de luz y de flores. Los rayos de su resurrección han llegado hasta el interior de nuestra existencia, sanándola y despertándola a una vida nueva, a la luz de este encuentro gozoso con Jesús.

Pascua y misión

La pascua es tiempo para superar el victimismo psicológico y social. Es una llamada a desinstalarnos de los resentimientos y apatías. La noticia de la resurrección de Jesús ha de llenar de alegría toda nuestra existencia. El gozo de un reencuentro con Jesús ha de producir en nosotros un cambio de vida, orientándola a una profunda alegría existencial. Los fracasos, dificultades, problemas, han de servir para reflexionar y ver que nada justifica lo que es esencial en nuestra vida. Los cristianos tenemos que vivir y movernos a partir de esta gran certeza: Cristo vive. Sin esta experiencia vital, corremos el peligro de oscurecer el horizonte de nuestra vida y resbalar por el victimismo, haciendo de nuestra vida una fuente de constante tensión y hundiéndonos en el pantano del sinsentido y la amargura. Esto nos lleva a la desconfianza y a la ruptura con nosotros mismos y con los demás, llegando a concebir al otro como un adversario o un enemigo y rompiendo toda posibilidad de un reencuentro.

Vivir plenamente la Pascua se traduce en un cambio de actitud, pasando de una bonita imagen plástica de las apariciones de Jesús a creer y vivir que hoy, Domingo de Pascua, a mí también se me hace presente Jesús, para arrancar de mí toda tristeza y desesperación, llamándome a vivir una nueva experiencia de encuentro.

Será entonces cuando nos convirtamos en cristianos pascuales, con dos actitudes que marcaron el encuentro de Jesús y sus discípulos: la alegría de un renacimiento y la conciencia clara de que hay que continuar la misión de Jesús en medio del mundo.

Son los dos rasgos que han de orientar una clara línea evangelizadora: la alegría de saber que formamos parte de esa comunión con Jesús y el compromiso que nos lleva a anunciar que él vive, convirtiéndonos en voceros de su mensaje.

Si dejamos que esta convicción permee todo cuanto hacemos y vivimos, os aseguro que ninguna tormenta nos apartará de nuestro enclave existencial y espiritual. La experiencia será tan densa que metabolizar las contrariedades ya no nos costará tanto, porque sabemos que Jesús está a nuestro lado y él está por encima de todas las adversidades, dándonos su paz en medio de la marea.

Él, como dijo a sus discípulos, estará siempre con nosotros hasta el final de los tiempos. Como cristianos pascuales, hemos de vivir como si ya estuviéramos resucitados. Hoy, aquí y ahora, Jesús nos ha liberado de la muerte para vivir con él de una manera plena y total. Dejemos que el estallido de su resurrección ilumine todo el universo de nuestra existencia. De esta manera, las tinieblas de nuestra incerteza se convertirán en una inmensa claridad. Ahora nos toca ser el relevo de esta multitud que tuvo la clara misión de anunciar a Jesús, incluso dando su vida, por aquello que creían y vivían. En este mundo donde la oscuridad se impone, los cristianos tenemos que convertirnos en antorchas exultantes que ayuden a disipar toda oscuridad. Nos toca a nosotros irradiar al mundo esta gran noticia: ¡Jesús vive!

domingo, marzo 07, 2021

34 años después


Hoy, hace 34 años, fui ordenado en Barcelona, en la parroquia de San Isidoro. Recuerdo con emoción ese día, en que iniciaba una etapa fundamental en mi vida: meterme de lleno en la vida pastoral. Atrás quedaban muchos años de formación en mi carrera apostólica. Ese día, empezaría una nueva trayectoria acogido y abrazado por mi primera comunidad parroquial. Fue el punto de salida de una gran etapa que me ayudaría a crecer y a madurar mi vocación. Con ilusión y entusiasmo, y de manos del arzobispo Jubany, recibí el don sagrado del ministerio sacerdotal, bien acompañado por el pastor de la parroquia, Mn. Guardiola, por mis compañeros de camino que se habían ordenado un año antes, por muchos amigos, personas que me acompañaron durante mi formación, profesores de la facultad de teología y, cómo no, mi familia.

Por un lado, me sentía feliz y, por otro, indigno por el gran don recibido. También me sentí muy emocionado al percibir tanto calor y tanta compañía por parte de la comunidad. Ese día empecé una vida encarnada en una misión preciosa: llevar la buena nueva del evangelio allí donde me destinaran.

En mi labor pastoral, encendido por el don del Espíritu recibido en el sacramento de la ordenación, yo estaba dispuesto a todo. Una fuerza inusitada salía de mí. Jesús me había llamado a formar parte de sus discípulos a través del ministerio del orden; a unirme para siempre con él y convertirme en una bandera de esperanza para el pueblo de Dios. Mi alma estallaba de alegría.  Él se había fijado en mí, sin que le importasen mis límites, mi pasado, mis inseguridades y mis miedos. Allí estaba, delante del arzobispo, recibiendo el don del sacerdocio, entre el temblor por algo inmerecido y el gozo de sentir tan cerca la inmensa misericordia de Dios. Él quiso contar conmigo para llevar a cabo su obra salvadora y ayudar a muchos a orientar sus vidas hacia Dios.

Han pasado 34 años de ese momento crucial para mí. Hoy, estoy ejerciendo mi ministerio en una situación muy especial, en medio de una pandemia que nadie podía prever y que nos ha cambiado la vida. En este contexto socialmente complejo, celebro mi aniversario de ordenación presbiteral, sabiendo que es más necesaria que nunca la fortaleza de una vocación madurada en el tiempo.

Son momentos difíciles. La Covid-19 ha arrancado de muchas personas la alegría, la esperanza, la paz y la serenidad. Se ha robado una vida plena y el futuro de aquellos que han fallecido. Es un momento especialmente sensible. Muchos se sienten solos, aturdidos, sin un horizonte claro. Ahora es necesario, más que nunca, dar respuesta, apoyo y acompañamiento al que se siente desorientado y perdido. El sentido del sacerdocio recobra una dimensión totalizante. Los presbíteros hemos de estar cerca de nuestras comunidades, como buenos pastores. Hemos de arrojar luz, esperanza, sentido trascendente en medio del caos. Con nuestras palabras, claras y firmes, hemos de ayudar a descubrir que en el dolor también se hace presente Dios, y que en medio de estos acontecimientos históricos que estamos viviendo la mano solícita de Dios sigue acogiendo y actuando. Frente a la duda, fe, y frente a la tristeza, alegría. El destino está en manos de Dios. Desde su amor infinito él desea nuestra felicidad, incluso en estos momentos tan duros. Nuestra fe será signo de nuestra adhesión a él.

Hoy, después de 10 años al servicio de esta comunidad, con todos vosotros, reitero mi compromiso de seguir sirviéndoos con el deseo de que vayamos creciendo, humana y espiritualmente. Para mí, en este tiempo de pandemia, es un reto crecer con vosotros, como sacerdote. Mi deseo es que San Félix se convierta en un referente espiritual en el barrio y que a vosotros os ayude a desplegar todo ese potencial de bondad y de amor que lleváis dentro. Sólo así tendrá sentido mi sacerdocio y vuestra vida cristiana.

Doy gracias a Dios por el nuevo aniversario y os pido a vosotros que recéis por mí, para que siga siendo fiel a mi vocación sacerdotal. También quiero daros las gracias por acompañarme en este día, festividad de las santas Felicidad y Perpetua. Que así sea nuestra vida cristiana: una perpetua felicidad.

Gracias.

P. Joaquín Iglesias