sábado, diciembre 25, 2010

La luz de Navidad

La Navidad es una de las dos fiestas cristianas más importantes del año litúrgico. En ella se culminan las expectativas del pueblo de Israel con la gozosa noticia que con tanta ansia esperaban.

Las promesas anunciadas por los profetas en el Antiguo Testamento se hacen realidad. Una luz alumbra en las tinieblas: el Niño que nace es motivo de esperanza, la razón más genuina que da sentido pleno a nuestra existencia. Con Jesús nace la respuesta a todos nuestros anhelos: hoy es motivo de júbilo para todos los cristianos.

Lavados en las aguas bautismales, reconciliados por el sacramento del perdón, alimentados con la eucaristía, los cristianos lo tenemos todo para vivir con plenitud el inmenso don de la fe. La fe en un Dios providente que se encarna en Jesús para iluminar nuestra vida para siempre

Esta es la gran noticia de la Navidad. Del destierro por el desierto de nuestro egoísmo, que nos seca por dentro, llegamos a la liberación. Y, sobre todo, a la alegría de haber sido escogidos para hacer cielo aquí en la tierra. Porque el reino de Dios empieza aquí y ahora, con su venida.

Empezamos a subir hacia la eternidad cuando Dios decide descender hacia la finitud. El hombre es elevado y dignificado, a punto para entrar en la órbita de Dios.

Hoy es una de las liturgias más bellas y entrañables, con más calado teológico. Y pastoralmente, es vital: entorno a la figura del Niño toda la comunidad eclesial puede fortalecerse y crecer. Porque sólo en él está la clave de nuestra unidad, y sólo en él podremos descubrir la caridad en la libertad.

Arraigada en Jesús, la parroquia crecerá como un frondoso bosque regado y bañado por las aguas cristalinas que brotan del manantial de Belén. Son aguas frescas que salen del cañito del corazón de un bebé, que ha nacido para que dejemos de caminar a oscuras y nunca más tengamos sed y hambre de lo que realmente llena y da sentido a nuestra vida. Es el agua que nos colma: sentirnos amados por Dios desde su nacimiento hasta su muerte en cruz, con los brazos abiertos, amando y perdonando hasta el último suspiro.

Es un amor oblativo, que asume el mayor de los sacrificios, la muerte. Esta es la locura apasionante de Dios: salvarnos y redimirnos. Y esto, para los cristianos, si lo creemos de verdad, nos hará dar el cambio vertiginoso que necesita nuestra alma.

Ojala que estas Navidades todos iniciemos juntos el gran maratón cristiano y empecemos a reproducir en nosotros la vida del mismo Jesús. Ojalá sepamos descubrir la cima de nuestra plenitud, allí donde los rayos luminosos de la eternidad, acarician el alma y nos transforman en auténticos apóstoles de la gran noticia que revolucionó la historia.

Dios se hace niño, bajando de las alturas, para dejarse mecer, acunar, amar. La grandeza de Dios es su pequeñez. Esta tendría que ser también la grandeza del hombre, fuera de todo esquema competitivo o ideológico. La humildad es el primer paso hacia la grandeza espiritual.

domingo, octubre 03, 2010

San Félix, nueva misión

Esta nueva misión es para mí una llamada a crecer con mi nueva comunidad, como persona y como sacerdote. Todo cambio de rumbo en su labor misionera es un momento crucial para el presbítero. Momento que quiero aprovechar para mirar hacia arriba, confiando en Dios, pero también trabajando con todas mis fuerzas, como diría San Ignacio. Mi deseo es hacer que esta pequeña porción de Iglesia que se me ha encomendado se convierta en una auténtica comunidad, que reza, canta y alaba a Cristo por el don precioso de la Iglesia, y convertir la eucaristía en centro de nuestras vidas. Que la amistad plena con Dios convierta nuestra comunidad, aquí en la tierra, en una antesala del cielo y en un espacio de plenitud.

Esto será posible si vivimos nuestra adhesión a Cristo con auténtica pasión, como lo hizo San Pablo, patrón de mi anterior parroquia. Pablo fue un hombre enamorado de Dios que supo poner a Cristo en el centro de su vida. Si todos hacemos como Pablo, tendremos el coraje y la valentía de anunciar a Cristo vivo en nuestros nuevos areópagos, sin vacilar, con firmeza. Los cristianos hemos de ser, en medio del mundo, testigos vivos de la presencia amorosa del Dios de Jesús, que nos lleva a vivir felices al servicio de los demás.

Los sacerdotes somos los primeros que hemos de ser modelo de unidad y amistad. Tenemos un don especial que Dios nos ha regalado, y esto comporta un compromiso hacia nuestra comunidad.

Doy gracias a los feligreses, que me ha acogido con afecto y delicadeza. Estoy a su servicio con la firme convicción de que entre todos podremos hacer de San Félix una comunidad dinámica y evangelizadora.

Mi deseo es que todos, cada cual desde sus diferentes sensibilidades religiosas, seamos capaces de construir la Iglesia de Cristo, siempre buscando la comunión. Sólo así convertiremos nuestra parroquia en signo de cielo en medio de nuestro barrio.

Y, finalmente, doy gracias a Dios, porque él es el artífice de todo, porque su mano providencial no deja de manifestarse y porque también él ha confiado en mí, para que le cuide a su pequeño rebaño y lo acerque a los verdes prados de la eternidad.

Le pido a Dios y a mis compañeros que me iluminen en esta nueva misión.

domingo, septiembre 19, 2010

Entre la sencillez y la bondad

En este cambio de destino parroquial, quisiera agradecer su apoyo a los dos sacerdotes que se han cruzado en mi camino y a quien ya considero amigos: mosén Juan Barrio, antiguo rector de San Félix, y mosén Miquel Elhombre, nuevo rector de San Pablo.

Mosén Juan Barrio ha facilitado en todo momento mi incorporación a la nueva parroquia. Sacerdote de temperamento vital, con una extraordinaria humanidad y talante acogedor, me ha permitido vivir el cambio con mucha paz y serenidad. No ha escatimado tiempo ni esfuerzo para explicarme con esmero el funcionamiento interno de la parroquia, así como para brindarme su amistad. Durante los diez años que ha pasado luchando por su comunidad, siempre se ha mostrado tenaz en su empeño apostólico y elegante en el trato. Mi llegada a San Félix, gracias a él, ha sido un deslizarse con suavidad hacia mi nueva misión pastoral. Siempre agradeceré su compañía en un momento crucial de mi vida sacerdotal. Dios me ha permitido descubrir en Juan un corazón entrañable, profundamente humanitario, con una vocación orientada especialmente hacia los más débiles, hacia los enfermos que sufren dolencias y soledad. A partir de ahora, ejercerá su ministerio como capellán del Hospital del Mar de Barcelona. Le deseo mucha fecundidad espiritual en esta nueva etapa. ¡Qué hermoso es aprender de los cristianos sufrientes en nuestra sociedad! El bálsamo de su ternura ayudará a suavizar y a paliar el dolor de tantas personas que yacen en sus habitaciones, quizás solas y desesperadas, anhelando una voz amiga que les dé esperanza y valor para seguir viviendo. Juan, que Dios te inspire y te ayude en tu nuevo cometido pastoral.

Y, por otro lado, debo agradecer a mosén Miquel que haya respetado con tanta delicadeza el tiempo necesario para realizar mi traslado, pues tengo muchísimo material y enseres acumulados, para los que debo buscar lugar. Agradezco su serenidad y su talante sosegado y afectuoso. Su sensibilidad humana y su enorme capacidad de comprensión han hecho posible que el cambio fuera más digerible, ya que después de 17 años cuesta dejar atrás tantas cosas. Ha sabido darme paz y calma en esta nueva etapa. También hemos mantenido largas conversaciones sobre nuestra visión de la Iglesia y de la pastoral. Su teología doméstica se une a un fuerte componente humanista y social, con una rica proyección en la pastoral obrera. El contacto con la realidad sociolaboral le ha ayudado a hacer una lectura muy aguda sobre los problemas y dificultades de las personas que luchan por conseguir una vida digna. He descubierto en él, además de sencillez y amabilidad, un espíritu de pobreza franciscana, una gran humildad y una renuncia total al poder, y esto hace posible que nazca la amistad y que nos encontremos a gusto dialogando juntos. Su facilidad para sonreír y su talante afectuoso le harán posible una buena entrada en la parroquia. Desde su humildad sacerdotal y su voluntad de servicio a la comunidad podrá integrarse fácilmente e iniciar esta nueva etapa.

De mosén Miquel me quedo con sus ojos brillantes y sus palabras sabias y sencillas, que hablan de un corazón lleno de ternura y amistad, y de un alma limpia, abierta siempre a la sorpresa del otro. ¡Adelante, Miquel! El Espíritu te guiará y lo demás vendrá solo, porque el que vive abierto a su soplo sabrá aglutinar una verdadera comunidad de seguidores de Jesús.

domingo, septiembre 12, 2010

Lágrimas de gratitud

En la misa de despedida de San Pablo, con Mn. Miquel Elhombre, nuevo rector.

Los días cuatro y cinco de septiembre, en dos celebraciones eucarísticas, me despedía, lleno de emoción y gratitud, de mi comunidad parroquial después de 17 años de servicio pastoral. Estos dos días de fiesta eucarística marcaron el final de una larga etapa como rector de la parroquia de San Pablo, templo situado en el barrio del Raval de Badalona.

Durante la celebración sentía en mí corazón algo intenso y hermoso, ese adiós no era un adiós, sino el inicio de una nueva singladura. Fui plenamente consciente de que el Espíritu me estaba llevando a navegar hacia un nuevo rumbo en mi misión sacerdotal.

Por un lado, sentía la pena de dejar atrás personas, proyectos y sueños, en especial, cuando, lleno de emoción, vi asomar las lágrimas a los ojos de muchos feligreses, tan apreciados. Entonces me di cuenta de cuánto querían a su sacerdote, hasta qué punto yo había entrado en sus vidas y cómo ellos me habían abierto sus corazones.

En el momento de la consagración, levantando la Santa Hostia, un pálpito me estremeció. Cristo sacramentado, elevado entre mis manos, estaba allí, entre la asamblea y yo. Y pensé que esta es la misión del sacerdote: llevar a Cristo, entregarlo y hacer que cada cual lo asimile espiritualmente. Me sentí pequeño, pero ¡qué grande era lo que estaba haciendo en aquel momento! Invitar al ágape eucarístico a mi comunidad es una experiencia culminante que, más allá de las diferentes maneras de ser, de las distintas sensibilidades religiosas, nos une. Sentí una profunda comunión con todos ellos. Era un auténtico banquete, preludio del cielo. Contuve mis lágrimas, con el sentimiento de plenitud y de gozo que me embargaba. No fue una despedida triste, no. Eran lágrimas de alegría y gratitud por la experiencia religiosa vivida intensamente hasta el final. Por eso no fue un adiós lleno de nostalgia, triste o desolador, sino una fiesta. De manera espontánea, dulce y tierna, se sucedieron los saludos y los abrazos. Viví uno de los momentos más hermosos como sacerdote.

Les expliqué que un cura es también un misionero, y su misión es inherente al sacerdocio. Desde la recepción del ministerio, ahí donde hay una comunidad de seguidores de Jesús, allí está la Iglesia universal presente, al servicio del evangelio. Y les recordé que a partir de entonces viviríamos una comunión en el espíritu, sin necesidad de seguir juntos, pero que desde la oración nos mantendríamos unidos. Ellos, con su nuevo rector, y yo con mi nueva feligresía en San Félix. La fiesta eucarística acabó con un jubiloso canto de acción de gracias a Dios, porque nos había permitido vivir algo inolvidable que quedaría impreso para siempre en la memoria colectiva de la comunidad.

Vine feliz, he sido feliz y me voy feliz de haberos servido. Ahora voy a una parroquia llamada de San Félix —que significa feliz—. El deseo más genuino de Dios es la felicidad de su criatura. Y la máxima felicidad del hombre es dejarse amar por Dios y amar a Dios. Esto es lo único que da un sentido pleno a nuestras vidas.

domingo, septiembre 05, 2010

Un sincero adiós

Despedida de la comunidad parroquial de San Pablo de Badalona

He estado con vosotros un tiempo largo e intenso, vivido con profunda pasión, 17 años. Y os puedo asegurar que lo he respirado y vivido minuto a minuto, hora a hora, día a día y año tras año.

No podría ser de otra manera, respondiendo a una vocación sacerdotal, una llamada a hacer pueblo de Dios, presencia viva de Cristo en este barrio del Raval de Badalona, con la plena conciencia de asumir una alta responsabilidad, pero también con un hondo sentido de gratitud y de reconocimiento a Dios por tantos dones y por haberme regalado la oportunidad de vivir una experiencia pastoral que ha supuesto un mayor crecimiento en mi vida sacerdotal y ha añadido valor a la centralidad de Cristo en mi vida.

Sólo con él, por él y en él, el sacerdocio adquiere un brillo especial.

He trabajado con tenacidad, ilusión, alegría y creatividad. Como todo trabajo por Cristo, también con el riesgo y la valentía de actuar con la máxima libertad, costara lo que costara, siempre pensando en el bien pastoral y en el bien real de las personas que forman la comunidad. No se puede ser pusilánime cuando uno es consciente de tanto don y tanta gracia recibida. Digo esto porque vivir la vocación sacerdotal con una pasión de enamorado de nuestro Dios, es decir, con decisión y autenticidad, a veces puede llevarte a situaciones paradójicas, que te producen desconcierto y tristeza cuando ves cómo se alejan algunas personas a las que has querido tanto y en las que tanto has confiado. Y es que alguien llamado a una misión no puede renunciar a los carismas que Dios le da para hacer más viva la Iglesia. Y estos carismas no son entendidos por algunos. Como párroco, he pasado por diferentes etapas, algunas muy duras y dolorosas, afrontando críticas demoledoras. Pero debo deciros que nunca me he desanimado ni me he doblegado. Ni la apatía, ni la dureza ni el resentimiento llevan a ninguna parte, al contrario: te alejan de los demás. Por eso, y a pesar de haber atravesado momentos muy difíciles, jamás he perdido la alegría de saber que Dios me lo ha dado todo y que nunca he dejado de trabajar, codo a codo con la comunidad, por el bien de la Iglesia de Cristo.

La experiencia parroquial se convierte, así, en una escuela de santidad.

Pero también os puedo decir, hoy, que me siento profundamente feliz por tanto aprecio y cariño que he recibido de muchos de vosotros. A todos, incluso a aquellos con los que he podido tener alguna dificultad, e incluso a la gente del barrio que ha sido crítica con la parroquia, os quiero decir que habéis contribuido a enriquecer mi experiencia pastoral y me habéis hecho crecer y madurar en el ejercicio de mi sacerdocio, que es mi máxima felicidad.

Quiero recordar también al obispo Joan Carrera, ya fallecido, que confió plenamente en mí cuando vine a esta parroquia.

Pero sobre todo, debo dar gracias a Dios, que me ha llamado a la apasionante aventura de convertirme en imagen de Cristo, a pesar de ser pequeño y limitado. Es para mí un alto e inmerecido regalo ante el que deseo responder con todas mis fuerzas.

Estamos en un tiempo convulso. La Iglesia es castigada por la presión de grupos mediáticos al servicio del poder; las oleadas de crítica sin medida tienen una clara intención debilitadora de la Iglesia ante la sociedad. Desde postulados ideológicos contrarios a la fe se utilizan todos los medios propagandísticos para confundir a la gente de buena voluntad. Aunque las aguas sean turbulentas, no bajéis de la barca de Pedro. Es la única donde encontraréis la verdadera felicidad, inspirada por Cristo y guiada por el Espíritu Santo. No tengamos miedo. Somos ese pequeño rebaño al que Jesús habló con amor. Con el soplo del Espíritu, nos dará un impulso tan grande que nos ayudará a descubrir la potencia de Dios que hay en cada uno de nosotros.

No nos cansemos de evangelizar, como diría san Pablo, “a tiempo y a destiempo”. Es la gran misión del cristiano: anunciar a Cristo con nuestra vida.

El faro del Espíritu me indica un nuevo rumbo pastoral, otros bajeles donde navegar y seguir trabajando para Él. Continuaré tendiendo una mano a tantas gentes sin esperanza, que viven arrastradas por la riada del mundo, y pondré todo mi esfuerzo en ayudarlas a renovarse y a limpiarse, para que algún día puedan participar de la gran familia de Dios, tomando a Cristo en la eucaristía. Esta es la razón de ser última del sacerdocio: hacer comunidad de cristianos al servicio de la causa del evangelio.

Vendrán momentos todavía más duros, de profunda crisis, incluso dentro de la Iglesia. Nuestra esperanza está en agarrarnos a Cristo, único pilar que ningún viento huracanado puede tumbar. Sólo enraizándonos en él nuestra vida tendrá pleno sentido.

Os pido finalmente que aceptéis, respetéis y améis a vuestro próximo rector. Él, desde su propio carisma, sacará lo mejor de sí para hacer crecer a la comunidad. Poneos a su servicio para que la parroquia siga siendo un lugar de misión y de cercanía de Dios para todo el mundo.

sábado, agosto 07, 2010

El brillo de la verdad

Este escrito quiere ser un sencillo homenaje al P. Juan María Ripoll, que falleció recientemente, y con el que me unía una amistad de casi diez años. Recordando su ímpetu incansable y su amor a la Verdad, he intentado componer una reseña de su persona, breve y seguramente incompleta, pero no por ello menos sincera y llena de estima.

Joan Mª Ripoll, el Pare Ripoll, como lo llamábamos todos en mi parroquia, supo aunar perfectamente su vocación de sacerdote claretiano y de maestro. Llegó un buen día, ofreciéndose para colaborar pastoralmente en aquello que fuera menester, y así es como lo he conocido en los últimos años de su sacerdocio, lleno de una gran riqueza espiritual. Además de la eucaristía, misterio central de su vida, dedicaba muchas horas de su tiempo a tres aspectos fundamentales.

El primero, era el confesionario, donde se convertía en dispensador del perdón de Dios, sacramento esencial para el cristiano. Sin experimentar la misericordia de Dios, poco sabríamos del significado del amor, me solía decir.

También se dedicó intensamente a elaborar unos opúsculos sobre cuestiones fundamentales de la fe cristiana y sobre temas de rabiosa actualidad. Su amor y fidelidad al magisterio de la Iglesia eran inmensos. No quería apartarse ni una sola coma de las verdades de la fe, y humildemente me pedía que los leyera y revisara antes de su edición. Era un sacerdote sabio y con muchos años. Cuánto hemos de aprender de su sencillez y su amor a la institución eclesial.

Finalmente, el Pare Ripoll era un hombre con una extraordinaria sensibilidad social. A pesar de su vejez, no escatimaba esfuerzos para ayudar a los inmigrantes en la búsqueda de trabajo. Pudo colocar a muchos de ellos. La caridad y la eucaristía eran para él las dos caras de una moneda. Dedicó mucho tiempo a socorrer, aconsejar y apoyar a numerosas personas arrojadas al arcén de la vida. Su edad no le impedía atender las necesidades de quienes buscaban ayuda y consuelo. Con su paso ligeramente torpe y ladeado, recorría kilómetros para dar respuesta y esperanza a personas que estaban sufriendo.

De temperamento fuerte y enérgico, vivía su vocación con una firmeza y rotundidad inusual. Jamás quiso jubilarse, ni quedarse parado. Pese a sus limitaciones físicas, nunca se rendía; fue un auténtico jabato de la fe. Quería que, ante todo, la verdad brillara como el sol.

Vivió poniendo en el centro de su vida a Cristo, la Iglesia, su comunidad, sus amigos sacerdotes y a María.

Su vida se apagó cuando yacía durmiendo en su aposento. Murió plácidamente, sin despedirse. Sus compañeros lo esperaban a desayunar y ya no bajó. Aquella mañana, franqueó la puerta del cielo, seguramente de la mano de la Santísima Virgen, que tanto veneraba. Sin ruido, suavemente, la noche del 30 de julio el Padre Ripoll dejó de respirar. Su corazón cesó de latir y murió solo, con la certeza que cada noche le acompañaba: Dios estaba con él. En sus oraciones le confiaba su sueño y su descanso. Ahora, reposa a su lado para siempre.

Hoy doy gracias a Dios por el don de su sacerdocio inmensamente rico. ¡Hasta siempre, Pare Ripoll! Ahora vivirás eternamente junto a Cristo, sacerdote eterno. ¡Hasta siempre!

domingo, agosto 01, 2010

Hacia un nuevo rumbo pastoral

Reflexiones al amanecer

En el claroscuro del amanecer del día 8 de julio mi sueño se interrumpe. Jóvenes sin rumbo vagando por la calle logran desvelarme con su griterío. Ellos se retiran, tras una noche en la que han malgastado sus energías, matando el descanso reparador de otros. Regresan a sus casas, agotados tras pasar la noche a la deriva; a esos hogares que quizás son gélidos y de donde huyen porque no encuentran en ellos amor o los valores referentes donde puedan ancorar sus vidas.

Inquieto por el súbito despertar, sentí una profunda pena. Con el corazón estremecido, pensé largamente en esos jóvenes que dilapidan sus días arrojando su preciosa vida a la basura. La luna se iba apagando en el cielo, tras haber iluminado suavemente la noche. ¿Qué luz podrá iluminar las tinieblas de aquellos corazones adolescentes?

Bajé a la capilla y permanecí un tiempo ante el sagrario, rezando por ellos, para que algún día tu claridad los alumbre y sepan descubrir la belleza del amor. Y a la vez te pedí que me ayudaras a descubrir en aquellos jóvenes el núcleo de su existencia. Que algún día ellos también descubran que el trabajo, los amigos, el amor, todo cuanto quieren, solo tiene sentido desde Ti.

Tras un rato de silencio, y sintiendo cercana la fresca presencia de la madrugada, ya sin ruido ni bullicio, salgo a caminar. Miro hacia atrás, alejándome de la parroquia, y de pronto fluye de mi corazón un torrente de recuerdos. Pero al mismo tiempo siento que debo dejar pasar ese sagrado lugar donde he vivido diecisiete años, ejerciendo mi ministerio sacerdotal. Miro el edificio de ladrillo, con su forma circular, su cúpula y su atrio delante. Gratitud y pena se entremezclan sin poder evitarlo. Me llena una sensación agridulce. Todo cuanto he vivido en esos muros, todo cuanto he recibido de tanta gente, sus caras, sus miradas, sus voces… ¡He aprendido tanto de ellos! Los laicos son una escuela para el sacerdote. Su trabajo, su generosidad, su entrega, hacen viva la Iglesia. Uno aprende a ser sacerdote con el pueblo de Dios, que nos recuerda cada día nuestra misión, que no es otra que invitarles a que se enamoren de Dios. San Pablo en mi vida ha significado un cambio profundo que me ha ayudado a introducirme más plenamente en la espiritualidad del sacerdote. Mi pasión por el ejercicio pastoral en medio de la comunidad me ha enseñado que sólo desde el servicio se puede acceder a la auténtica mística sacerdotal, porque unido a Dios y en comunión con los feligreses descubres que la única realidad que transforma a las personas es aceptar y amar a cada uno tal como es. Sólo así es posible hacer brotar lo mejor de cada cual. Y un raudal de sorpresas marca entonces el ritmo pastoral.

Si somos capaces de descubrir a Dios en los demás, nunca dudemos que seremos capaces de hacer Iglesia, aceptando a Cristo como el centro de nuestra comunidad y de toda acción pastoral.

He aprendido que no hay que tener miedo a los límites y a los defectos. Dios, a pesar de ellos y por encima de ellos, nos llama a trabajar con él. Lo que Dios quiere son corazones abiertos a su gracia, dispuestos a dejarse llevar por su Espíritu. Dios ha hecho cosas grandes en cada uno de nosotros…

Diecisiete años en San Pablo. Han sido una gran aventura. Camino hacia el mar, dejando atrás la parroquia, y siento que dentro de mí se está produciendo un parto. Dios me envía a otro lugar, a otra misión, a ejercer mi labor pastoral. Soy plenamente consciente de que todo se acaba aquí, en Badalona, y que ya en germen se alumbra una nueva etapa en Barcelona. Me voy acercando al mar.

En la playa, ante la inmensidad del agua calma, me siento sobrecogido mientras en el horizonte va emergiendo, mágicamente, un enorme y colorado sol. A medida que asciende sobre el mar, una eclosión de vida palpita en las aguas. La jornada amanece con todo su esplendor. ¡Cuánta belleza, y cuán bello es su Creador! Me siento pequeño.

Y recuerdo aquel episodio del evangelio, cuando Jesús se aparece a los suyos junto al lago de Tiberíades. Dios también alumbra nuestros corazones cada mañana, y va llenando de luz y calor la inmensidad de nuestro mar interior. El sol me hace sentir el inmenso amor del Padre hacia su criatura. Lleno de emoción, no dejo de darle las gracias por este nuevo día, en el que me comprometo a ser más santo con su ayuda.

Del sagrario del templo, donde Jesús permanece sacramentado, siempre esperándonos, he pasado al sagrario de Dios, el templo de la naturaleza. Siento sus caricias en los rayos del sol naciente y, como niño, me dejo mecer en su regazo, en este nuevo despertar.

Cuando regreso a la parroquia, vuelvo a la capilla y le doy las gracias de nuevo ante el sagrario. Ha sido un amanecer hermoso. Pasé de los gritos y el desvelo a la calma y a la confianza de saber que siempre estaré en sus manos. El Dios de Jesús supera la belleza del sol, porque, finalmente, en él podemos vislumbrar la luz de la eternidad.

El sol ya está alto y entra en los hogares; las familias se despiertan y las calles del Raval se llenan de vida.

domingo, julio 04, 2010

Hacia un ocio teológico

Entramos de lleno en verano. El acuciante sol que cae sobre nuestras latitudes revela el cambio estacional. El calor azota nuestros cuerpos, volvemos a un tiempo diferente, de días largos y noches cortas. Los rayos de luz que de buena mañana entran por nuestras puertas y ventanas nos avisan que un nuevo día comienza. Dios nos regala un nuevo amanecer para que sigamos surcando con intensidad el mar de nuestra vida, saboreando el hermoso regalo de existir. Cada mañana, insufla su soplo de amor sobre nosotros. Cada mañana nos ofrece una oportunidad nueva, especialmente cuando nos encontramos en situaciones complejas y difíciles. Llueva o luzca el sol; haga fresco o calor, incluso en medio de las tormentas que nos agitan, cada día tenemos la oportunidad de volver a Dios y de agradecer el regalo de la existencia.

¿Cómo agradecerlo? Con una vida llena de gratitud. Pase lo que pase, disgustos, sufrimientos, accidentes, sentimientos de rechazo o incluso la muerte de un ser querido, si estamos donde estamos es porque Dios lo ha querido y la experiencia en el mundo, por dolorosa que sea, siempre será una ocasión para crecer como persona y como cristiano.

Todos anhelamos dar un sentido trascendental a nuestra vida. Las dificultades, antes que alejarnos de Dios, deberían acercarnos más a su corazón entrañable. Nunca olvidemos que tras una noche oscura siempre amanece: esta es la esperanza cristiana. Estamos en manos de Dios y, como Padre, nunca nos dejará. Él nos ama infinitamente. Su amor es ardiente como un largo día de verano.

Este tiempo ha de ser para nosotros una etapa privilegiada para descansar y encontrar momentos de calma, a solas con Dios. La temporada estival nos permite disfrutar de más tiempo libre con amigos, familiares, viajando, visitando lugares, descansando. Nos liberamos de la presión del trabajo y entramos en otro ritmo, con el fin de descansar y encontrar paz y alegría junto a los seres amados. Ojalá sepamos dejar un hueco a Dios en nuestro ocio. Él también se alegra de compartir nuestros momentos de calma, sosiego y recreo. No olvidemos a Dios en nuestras alegrías y en nuestras fiestas. Tengamos tiempo para él. Su deseo es entrar en nuestros corazones y en el de toda la familia. Pasarlo bien no significa que no tengamos estos ratos de intimidad con él.

No olvidemos que Dios es la fuente de nuestra felicidad y que todo lo que somos, tenemos y hacemos es gracias a él, que desea una vida plena para su criatura. El silencio, la oración y la celebración han de marcar todo ocio cristiano. Dios ha de estar en el centro de nuestra vida, tanto en el trabajo como en vacaciones; en casa o cuando viajamos; siempre, hagamos lo que hagamos. Si lo invitamos, hará mucho más bellas y fecundas nuestras vacaciones.

domingo, junio 27, 2010

La parroquia, lugar de encuentro con Cristo

Más allá del edificio y la demarcación territorial, la parroquia siempre es un grupo de personas, bautizadas, creyentes, que quieren seguir a Cristo.

Una comunidad que ha de ser abierta y dinámica, que debe salir afuera, al barrio. No sólo debe hacerlo el cura, sino que toda la comunidad ha de evangelizar.

Por esto nuestro talante ha de ser festivo: estamos llamados a anunciar con alegría lo que vivimos adentro. Nuestro mejor modelo son las primeras comunidades cristianas. Nosotros somos sus sucesores.

Oración, eucaristía y unidad

Una comunidad que no se alimenta de Cristo, que no ora y que no está unida, difícilmente podrá evangelizar y ser un testimonio creíble de puertas afuera. La parroquia se sostiene por la eucaristía, por la capacidad de perdón, por la humildad. “Mirad cómo se aman”, decían las gentes cuando hablaban de los primeros cristianos. Amarse, potenciarse, confiar unos en otros, esto es auténtico testimonio.

La parroquia es el lugar de encuentro con Dios y los demás. Si emprendemos muchas actividades pero no tenemos claro que estamos en un espacio sagrado, lo que hagamos no tendrá el perfume de trascendencia que le da un sentido profundo a nuestra acción. Caeremos en la herejía del activismo. La cruz y la eucaristía son esenciales en nuestra vida. Sin ellas no es posible una buena pastoral social; haremos muchas cosas, pero no serán un verdadero testimonio.

La acogida

La acogida es fundamental en la parroquia. Hemos de acoger a todo el mundo, sea como sea y venga de donde venga, incluso al agnóstico, al ateo o al que profesa otra fe. En el horizonte evangelizador tenemos una cultura alejada de Dios y ése es nuestro reto: comunicar el evangelio en medio del mundo.

La misión del sacerdote

El sacerdote aglutina la comunidad; una parroquia no tiene sentido sin su presencia. Y regir una comunidad humana es muy complejo, pues se dan muchas diferencias entre las personas, y a veces conflictos. Se requiere una enorme caridad y aceptación del rebaño que Dios ha dado a cada pastor. Ni el párroco elige a sus feligreses ni éstos lo eligen a él. Por eso es necesario mucho amor, comprensión, paciencia unos con otros.

El sacerdote tiene una triple misión: enseñar, gobernar y santificar.

La primera, instruir, consiste en predicar, formar y hacer llegar a la gente la palabra de Dios, así como tratar de los temas que afectan nuestro mundo actual a la luz del magisterio de la Iglesia.

Santificar. El único santo es Dios. Allí donde esté, el sacerdote ha de santificar la vida de la gente, llevándola cerca de Dios, haciéndola más caritativa, comprensiva, valiente. El sacerdote ha de despertar el amor a Dios.

Gobernar no debe entenderse como el gobierno de los políticos. Más bien se trata de un pastoreo —en hebreo, la palabra rey se identifica con “pastor”—. Es cierto que un rector se ocupa de organizar, gestionar y dirigir las actividades pastorales. Pero, sin excluir la parte administrativa, gobierna como el buen pastor, con un talante de guía, de apoyo, orientador, para sacar lo mejor que tiene la gente y acercarla a Dios. Tenemos a Dios mismo dentro, ¡lo tomamos!

Una comunidad eclesial

La parroquia es una parcela de la Iglesia universal. Más allá de las fronteras de nuestro barrio podemos acoger a gente de otros lugares, movimientos y comunidades. Hemos de saber asimilar la realidad social del entorno; la parroquia debe tener una activa participación ciudadana y abrirse a otras realidades eclesiales. No olvidemos que formamos parte de una Iglesia mucho más amplia, distribuida en diócesis, arciprestazgos y parroquias por todo el mundo.

Vivero de vocaciones

Es en las parroquias donde deben surgir y crecer las vocaciones: tanto al matrimonio como a la vida consagrada, a la militancia cristiana y al sacerdocio. La Iglesia se nutre de las parroquias: ellas son la cuna de las vocaciones. Recemos y trabajemos por ellas.

Pregoneros de Cristo

Los sacerdotes podemos caer en la trampa sutil de pregonarnos a nosotros mismos o hacernos eco de ideas bonitas. Pero el sacerdote, en realidad, es representante de Cristo. Representa al que está, no ausente, sino vivo y presente. Por eso no ha de caer en la autosuficiencia. Cuando está celebrando, es Cristo quien actúa en él. Esto para los cristianos es importante: liberémonos de prejuicios y entendamos que la mediación eclesial, la intervención de los sacerdotes y la práctica de los sacramentos son importantes.

No dejemos de comunicar ni de salir fuera de los muros del templo. Recordemos que tenemos lo mejor que podemos dar, el tesoro más grande: Jesús.

domingo, junio 20, 2010

El sagrado corazón de Jesús, el corazón de Dios

Podríamos empezar diciendo que Jesús es el corazón de Dios. El que es motor de nuestra existencia pone a Jesús, su Hijo, dentro de su mismo corazón. Decimos que los padres se parecen a sus hijos, y es verdad. Pero, en el caso de Jesús, vamos más allá: Jesús habita en el mismo corazón de Dios. Como hombre, encarna el amor de Dios dando su vida a manos llenas.

¿Qué celebramos en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús? Celebramos que Jesús está tan unido a Dios que llega a formar parte de sus mismas entrañas. Ama a ese Dios al que llamará Abba —papá— y lo ama no sólo con su mente, sino con todo su ser. Toda su persona, su vida, su rostro sagrado es santo. El corazón de Jesús es el latido del amor de Dios hacia su criatura.

Leemos en el evangelio de san Juan que un letrado le pregunta a Jesús: “¿Cuál es el mandamiento principal entre todos?” Y Jesús contesta: “El primero es este: escucha Israel, el Señor tu Dios es el único Señor, y lo amarás con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma, con todo tu ser”.

Cuando decimos “amar a Dios con todo el corazón” estamos añadiendo al amor pasión, vigor, fuerza. Estamos introduciendo un elemento antropológico de primer calibre. En nuestra cultura, el corazón expresa lo más íntimo, lo más profundo, lo más bello de la persona.

En un plano físico, el corazón es el órgano vital de la persona. Con su latido, bombea la sangre que alimenta y oxigena el resto de los órganos y tejidos del cuerpo. En el plano psicológico, el corazón juega un papel esencial a la hora de expresar los sentimientos y el amor.

En la Iglesia, Cristo es el corazón de Dios que late y bombea su sangre derramada por amor, llevando su gracia a todos los fieles y a las diferentes comunidades que se esparcen por el mundo. El corazón de Jesús late fuerte porque el amor que lo mueve es intenso. Por eso es sagrado: porque ama y entrega su vida hasta morir.

El corazón de Jesús nos recuerda que hemos de amar más allá de nuestro intelecto. La experiencia del amor pasa por el corazón. Santo Tomás de Aquino, una vez terminó la Summa Theologica, experimentó una vivencia mística durante la eucaristía. Fue tan fuerte que comprendió que todo su esfuerzo intelectual, vertido en sus libros, era nada al lado del misterio de amor encerrado en la sagrada hostia.

Y es que en la teología cristiana y en la tradición hebrea, el cuerpo tiene un lugar importantísimo. El Hijo de Dios encarnado se hace cuerpo, con un corazón de carne y sangre. Dios quiso que su amor se manifestara a través de un hombre llamado Jesús de Nazaret.

El día del Sagrado Corazón de Jesús, el Santo Padre clausuró el Año Sacerdotal, proponiendo como ejemplo al santo cura de Ars. En la clausura participaron más de 14 000 presbíteros de todo el mundo; fue un hermoso evento para cerrar este Año Sacerdotal. El sacerdote, unido a Cristo en su labor pastoral, debe rezar, celebrar, vivir y amar palpitando con su mismo corazón. Sólo así, como el santo cura de Ars, hará fecunda su labor ministerial.

Dios ha tenido la osadía de contar con los sacerdotes, aún sabiendo que somos vasijas de barro, humanos y con limitaciones, pero con un deseo fervoroso dentro. El sacerdocio es un inmenso regalo de Dios. Ojalá sepamos ejercerlo con pasión desde la unidad en caridad hacia los demás. De esta manera, nuestro corazón latirá al unísono con el corazón sagrado de Cristo.

11 junio 2010

domingo, junio 06, 2010

Corpus Christi, una vida entregada sin límites

Desde el arciprestazgo de Badalona Sud Sant Adrià las parroquias y los movimientos que conforman el consejo arciprestal de los laicos han elaborado un manifiesto de carácter testimonial sobre nuestro posicionamiento ante la crisis. Tema que se nos propone dentro del nuevo trienio pastoral de la diócesis de Barcelona.

Dicho manifiesto recoge fundamentalmente la incansable labor de las Cáritas parroquiales, de los movimientos y de las entidades solidarias vinculadas a las parroquias, con un ideario cristiano. Hablamos de estadísticas y números que revelan que desde Cáritas arciprestal se realiza un trabajo tenaz como respuesta eficaz contra la crisis. Además se establecen una serie de compromisos, como actitudes básicas para hacer frente a la crisis.

Siendo este manifiesto un reflejo de un sincero esfuerzo y de una innegable voluntad de vivir coherentemente nuestra vida cristiana, yo quisiera apostillar algunos aspectos.

Hoy celebramos el Corpus Christi, fiesta litúrgica del cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos el gesto sublime de amor de Jesús, que pasa por entregarse, dando su cuerpo y derramando su sangre, en rescate de nuestra vida. Esta festividad tiene que ver con la forma de amar de Jesús: un amor que es caridad, entrega generosa, sin límites, hasta dar la vida sin esperar nada a cambio. Es evidente que el amor ha de tener una fuerte proyección social y de compromiso por los más desvalidos. Pero no podemos limitarnos a darle un sentido socio político al amor, ya que lo específico del cristiano es el anuncio de la buena nueva de Jesús. Es decir, la revelación de un Dios Padre que es puro amor.

Se han hecho muchas lecturas de la crisis en sus diferentes vertientes: desde una óptica política, financiera, económica, empresarial, cultural y social. Y aunque es verdad que estos factores han contribuido en mayor o menor grado, y entiendo que los gobiernos tomen medidas, que pueden ser más o menos acertadas, me pregunto qué tenemos que hacer los cristianos y las instituciones vinculadas a la Iglesia.

El riesgo totalmente justificado ante la gravedad de la crisis es lanzarse a hacer, hacer y hacer. ¿No estaremos cayendo en el pelagianismo? Dicho de otra manera, ¿no habremos caído en un hiperactivismo que puede esconder un cierto orgullo espiritual ante la incapacidad de hacer más silencio en nuestras vidas? Porque es mucho más duro enfrentarse a uno mismo que buscar culpables afuera. Y es que haciendo y haciendo podemos incluso perder nuestro norte y el sentido último de nuestra esencia cristiana. Quizás nos dé miedo estar a solas con Dios. ¿No podemos haber caído en un activismo pastoral para alardear de que hacemos muchas cosas por los demás? Y no caemos en la cuenta de que lo esencial no es hacer, sino dejar que Dios, con su infinito amor, nos vaya haciendo por dentro cada vez más cristianos.

María no hizo muchas cosas. Tan sólo se dejó amar, convirtiendo su corazón en un hogar para Dios. Cuántos religiosos no han hecho muchas cosas, desde un punto de vista pastoral, pero ¡cuánto han rezado! ¡Cuánto bien han hecho sus oraciones, y qué huella tan profunda han dejado! ¿No creemos que la oración puede cambiar el mundo?

Por eso tenemos que “hacer muchas cosas”. ¿Dónde están la gracia de Dios y su don? ¿Y si la respuesta ante la crisis es no hacer más, sino hacer menos, y en cambio rezar más?

Quizás no hemos de hacer más cosas, sino hacer mejor lo que ya estamos haciendo, y creer más en la Providencia e intentar, no cambiar el mundo y la sociedad, sino cambiar nuestro propio mundo interior y nuestras relaciones con los demás, partiendo de un profundo abandono en manos de Dios.

He leído el manifiesto, sincero y lleno de coraje. Pero he notado la falta, más allá de un cierto voluntarismo, de algunas palabras. No aparece la palabra silencio. Tampoco aparecen el amor, la confianza, la esperanza, la espiritualidad.

Se ha repetido la palabra crisis hasta la saciedad. Y hemos caído en la trampa de ideologizarla, haciendo una lectura sociopolítica y económica que acaba siendo un discurso político. Cuidado con politizar la palabra crisis. En clave cristiana, el origen de la crisis está en el propio corazón humano, en aquello que cree o no cree; en aquello que configura sus valores.

Para un cristiano, el origen de todo valor es Cristo resucitado. ¿No lo habremos dejado olvidado, yaciendo en el sepulcro del sábado santo? ¿Y si el origen de la crisis es haber dejado que se apague el fuego del amor de Dios? ¿Y si nos han anestesiado y nos han convertido en clones de un proyecto de ingeniería social, apartando de nosotros toda dimensión trascendente?

Nos quieren convertir en una sociedad atomizada y manipulada, donde cada persona es una isla, a la que no le importa nada del otro. Una masa de personas solas, solitarias e insolidarias, cerradas en su propio egoísmo.

La salida de la crisis tal vez comience por abrirnos al misterio del amor de Dios en Jesús, que se hace hombre y cuerpo sacramentado para que podamos comerlo. Si nos falla el significado de la mística eucarística, si no centramos nuestra vida en Dios, si no tenemos tiempo para Él en la oración, difícilmente podremos contribuir a salir de la crisis.

Dios, Cristo, la Iglesia, los sacramentos: este es el camino. La oración y la caridad son los pilares. Si tenemos esto claro, dejaremos actuar a Dios y veremos la luz, porque Él solo desea la felicidad de su criatura.

sábado, abril 03, 2010

Una hora contigo

He venido esta noche aquí para velar contigo en los momentos en que vas a consumar tu entrega a los hombres.

Jesús, horas antes del inicio de tu Pasión, tu corazón palpita intensamente. Tu amor al Padre pasa por un gesto lleno de libertad. La entrega de tu vida por amor es liberación y redención para todos. Estás dispuesto a morir para que la humanidad se salve. Esta valiente decisión de cumplir la voluntad del Padre y darlo todo hasta la muerte es el camino necesario para la resurrección.

De tu pasión, muerte y resurrección, te haces presente en el Sacramento de la Eucaristía, regalo que nos haces porque siempre quisiste estar en nuestras vidas.

Hoy, en esta noche, estoy aquí para responder con gratitud a tanto derroche de amor.

Estoy aquí para adorarte, venerarte y alabarte. Quiero aprender poco a poco a ir configurando mi vida con la tuya, es decir, a sentir, hacer, vivir como tú viviste y como tú amaste, aunque esto suponga también pasar por un largo vía crucis. Sé que es un precio a pagar por amor a ti.

Hoy, esta noche, quiero mirar desde tu mirada; abandonarme desde tu abandono, sufrir desde tu sufrimiento, hacer silencio desde tu silencio, perdonar desde tu perdón, ser libre desde tu libertad y amar desde tu amor.

domingo, marzo 21, 2010

Los orígenes del Vía Crucis

Es costumbre en este tiempo fuerte litúrgico asistir a charlas cuaresmales con el deseo de ahondar en el significado de la conversión. Un tema fundamental que se sugiere es el sufrimiento en el mundo. Los cristianos no podemos permanecer pasivos ante la tragedia y el dolor que padecen muchas personas por diferentes causas. A muchos les llevan a una profunda desolación. Los cristianos hemos de responder con urgencia a estas cuestiones tan vitales en el ser humano. Por ello, la Iglesia nos invita a celebrar y meditar el Vía Crucis, el dolor de Cristo camino hacia la cruz.

Para los cristianos, la experiencia dolorosa de Jesús en su pasión expresa su solidaridad con el dolor de la humanidad. El Vía Crucis, con un profundo contenido plástico y teológico, narra los momentos cumbre de Jesús en su itinerario hacia la cruz. Su actitud frente al dolor es un revulsivo que interpela al pueblo de Dios.

El origen del Vía Crucis

La costumbre de rezar las estaciones de la cruz posiblemente empezó en Jerusalén, en ciertos lugares de la Vía Dolorosa que fueron reverentemente marcados desde los primeros siglos del Cristianismo. Seguir las estaciones de la cruz se convirtió en la meta de muchos peregrinos a partir de la época del emperador Constantino, en el siglo IV.

Según la tradición, la Virgen María recorría cada día estos pasos. San Jerónimo nos habla de multitudes de peregrinos de muchos países que visitaban los lugares santos en su tiempo.

Desde el siglo XII los peregrinos escriben sobre la Vía Sacra una ruta, recordando los momentos de la pasión de Jesús.

Probablemente fueron los Franciscanos los primeros en establecer el Vía Crucis. En 1342 se les concedió la custodia de los lugares más preciados de Tierra Santa.

Muchos peregrinos no podían ir a Tierra Santa, por las distancias y las difíciles comunicaciones. Así creció la necesidad de representar esta Vía Sacra en otros lugares más asequibles. En diversos lugares de Europa se hicieron representaciones de los más importantes santuarios de Jerusalén.

El peregrino inglés Guillermo Wey, en la narración de sus viajes a Tierra Santa habla del Vía Crucis y da a conocer el uso de la palabra estaciones. Él visitó Jerusalén en los años 1458 y 1462.

Más tarde, ante la dificultad creciente de peregrinar a Tierra Santa por hallarse ésta bajo el dominio musulmán, la devoción al Vía Crucis se difundió por toda Europa. Las estaciones, tal como las conocemos hoy, fueron establecidas en el libro Jerusalem Sicut Christy Tempore Floruit, escrito por un tal Adrichomius en 1584. En este libro, el Vía Crucis tiene doce estaciones, que corresponden exactamente a nuestras primeras doce.

En 1686, el Papa Inocencio XI concedió a los Franciscanos el derecho de erigir estaciones en sus iglesias y declaró que todas las indulgencias anteriormente adquiridas por los devotos al visitar los lugares de la pasión del Señor, en Tierra Santa, las podrían ganar los Franciscanos y los afiliados a su orden haciendo las estaciones de la cruz en sus propias Iglesias. Benedicto XIII extendió más tarde estas indulgencias a todos los fieles.

Y por fin, Benedicto XIV, en 1742, exhortó a todos los sacerdotes a enriquecer sus templos con el rico tesoro de las estaciones de la cruz. De esta manera, hoy se pueden rezar y meditar en todas las iglesias del mundo los Santos Misterios de la Pasión de Cristo o el Vía Crucis, tal como le llamamos hoy.

domingo, marzo 14, 2010

El ayuno que Dios quiere

Ayunar: del ensimismamiento a la apertura hacia el otro

En este tiempo de Cuaresma, la Iglesia nos recuerda la necesidad de ayunar. Una cuestión importante que tenemos que meditar los cristianos es el valor del ayuno.

El ayuno tiene que ver con el dominio de sí mismo, con el esfuerzo, con el sacrificio. La Iglesia lo considera fundamental para irnos preparando mejor en este itinerario cuaresmal hacia la Pascua. Es verdad que nuestra sociedad cada vez le da menos importancia, puede parecer un tema menor. Pero no deja de tener unas enormes consecuencias humanas y espirituales para los cristianos.

La sobriedad ha de formar parte de nuestra manera de ser. La templanza, la discreción, la prudencia, el control de sí mismo, el sacrificio, revelan nuestra adhesión a un estilo de vida eminentemente cristiano.

La gula, el derroche, la frivolidad, el consumismo exacerbado, estas actitudes revelan que estamos imbuidos de nosotros mismos. Esta forma narcisista de ser nos aleja de los demás. En el fondo hemos caído en el tópico popular: a vivir bien que solo son dos días. Estamos volcados a lo efímero, a lo inmediato, es decir, al aquí, ya y ahora. Solo importa el presente, no nos debe preocupar mirar hacia el futuro ni a los demás. El horizonte de quienes viven así se agota en ellos mismos, les faltan perspectivas. No saben mirar más allá de su propia realidad y se empobrecen radicalmente. Ni los demás ni Dios les importan. Son rehenes de ellos mismos. La falta de valores les impide ver lo que es esencial en sus vidas.

¿Por qué ayunar?

La Iglesia es muy sabia, sabe muy bien lo que nos conviene y lo que es bueno para nosotros. Todo lo que mejore nuestra vida espiritual armonizará y equilibrará nuestro interior. La palabra ayunar, haciendo una lectura más extensa, va más allá del puro esfuerzo para controlar la gula o el apetito bulímico. La Iglesia le ha dado un sentido más amplio, pedagógico y espiritual. El esfuerzo, el sacrificio, la renuncia, el dominio de los instintos de animalidad, especialmente en el comer, son solo un aspecto del ayuno. La Iglesia recoge la tradición bíblica y su magisterio para darle un significado teológico, espiritual y social. No cae en el reduccionismo de la ingesta de los alimentos.

El ayuno, como lo entiende la Iglesia, tiene que ver con un cambio profundo de conducta que nos lleve a ser más solidarios con los pobres, pero sobre todo es una conversión que cambia radicalmente nuestra vida. Solo así practicaremos el ayuno que Dios quiere.

El profeta Isaías describe muy bien el significado bíblico del ayuno. Le da un sentido ético y social.

Dice el profeta: «¿Para qué ayunar, si no haces caso?, ¿mortificarnos, si tú no te fijas? Mirad: el día de ayuno buscáis vuestro interés y apremiáis a vuestros servidores. Mirad: ayunáis entre riñas y disputas, dando puñetazos sin piedad. No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces.» Y continúa diciendo: «El ayuno que Yo quiero es éste: abrir las prisiones injustas, hacer saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, romper todos los cepos; partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, vestir al que ves desnudo y no cerrarte a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora, en seguida te brotará la carne sana; te abrirá camino la justicia, detrás irá la gloria del Señor. Entonces clamarás al Señor, y te responderá; gritarás, y te dirá: "Aquí estoy."» (Isaías 58, 1-9a)

De Isaías se desprende que ayunar es acompañar al que sufre, compartir con el que no tiene, solidarizarnos con los más necesitados, estar al servicio de los más débiles. Ayunar es transformar en gestos de caridad nuestras obras, es decir, hacer obras de misericordia. Ayunar es sacar fuera toda la bondad que llevamos dentro. Y esto sanará nuestra vida, en cuerpo y alma.

domingo, marzo 07, 2010

La oración: diálogo de tú a tú con Dios -2-

La eficacia de la oración

La oración nos ha de llevar a una actitud reflexiva y contemplativa ante la realidad que nos rodea. Todo lo que hagamos y vivamos ha de estar impregnado por la contemplación. De esta manera, nuestra vida quedará bañada por la mirada fecunda de Dios.

Hemos de aprender a mirar, a actuar, respirar, vivir y amar desde Dios. Solo así nuestra vida cristiana será coherente. Hacerlo todo desde Él, con Él y para Él nos hará identificarnos más plenamente con Cristo, maestro de la oración que nos lleva al Padre.

Vivir la oración tiene profundas consecuencias. Nos daremos cuenta que Dios está en el eje de nuestra existencia. Todo gira entorno a Él. Esto supone decir un no rotundo a la frivolidad, no a la apatía, no a la crítica constante, no a utilizar a las personas; no al rencor, a la desconfianza, a la falsa humildad, no a la maldad, no a la falsedad, al orgullo, a la ambigüedad, no a manipular situaciones, no a la mentira, a la difamación, a la vanagloria, a la venganza, al recelo, a la petulancia. Es decir: no a todo aquello que nos quita vida interior, a todo cuanto nos aleja de los demás y de Dios.

Hemos de aprender a estar delante de Dios, desnudos con nuestras miserias, aceptarlas y dejar que Él nos vaya envolviendo en su misericordia, en su amor y su perdón. Nuestra pureza ante Dios es una condición necesaria para hacer más fecunda nuestra oración.

Jesús nos enseña con su ejemplo que en Él no hay ninguna grieta entre lo que dice y vive. Esta actitud equilibrada forma parte de su profunda coherencia. La valentía y la autenticidad nos llevan a la felicidad y a la unión con Él.

Una vez abandonados totalmente en Él, en esa osmosis que hemos dicho anteriormente, se produce un profundo cambio de actitud que favorece nuestra amistad con Dios. Del hacer cosas incorrectas, pasamos a hacer cosas buenas que engrandecen y ennoblecen nuestra alma, como decir que sí a la vida, a la verdad, a la humildad, a la justicia, a la libertad, al perdón, a la misericordia, en definitiva, al amor. Solo así podremos decir que hemos entrado en la órbita de Dios; comenzamos a formar parte de Él.

domingo, febrero 28, 2010

La oración: diálogo de tú a tú con Dios -1-

La oración es vital para nuestro crecimiento espiritual. Sin el diálogo íntimo de tú a tú con Dios nuestra relación con Él se debilita y se empobrece. Rezar es respirar al unísono con Dios y establecer una ósmosis entre mi yo y su Yo.

De la misma manera que las plantas, animales y el hombre necesitamos respirar, si no moriríamos, lo mismo pasa en el plano espiritual. Sin el oxígeno de Dios muere el alma. Ese oxígeno es el Espíritu Santo. En la oración buscamos nuestra unión con Él, que es fuente de nuestra vida y de la felicidad. Pero para ello es necesario crear un espacio vital y un tiempo adecuado para crear un clima propicio que haga fecundo nuestro contacto con Dios.

Deshacernos de los ruidos internos

Una condición necesaria para establecer una comunicación fluida con Dios es apartar de nosotros todo aquello que dificulta nuestra relación con Él, nuestros ruidos internos y también los externos. La paz y la confianza son necesarias para abandonarnos en sus manos. Los ruidos de las preocupaciones, las angustias, los recelos, nuestras desconfianzas, todo aquello que nos inquieta puede interponerse en este diálogo. Tenemos que eliminar de nosotros los ruidos que nos dificultan oír la voz susurrante de Dios.

Ponerse en manos de Dios supone priorizar lo que es esencial en nuestra vida, confiando plenamente en Él. Solo así descubriremos la importancia de nuestra identidad cristiana, así como la vocación y la misión a la que hemos sido llamados. Dios se ha de convertir para nosotros en motor de nuestra existencia. Somos llamados a ser testimonios de su amor infinito a los hombres.

Dios nos mueve a ir hacia él, esto lo llevamos en nuestros genes espirituales. La búsqueda de la verdad nos lleva a sintonizar plenamente con Él. Dios se convierte en nuestro apoyo y en nuestra fuerza.

Dejar que Dios hable en nosotros

Cuando entramos en la intimidad con Dios, vivimos su cálida proximidad en un diálogo espontáneo, como entre dos amigos. Él es alguien totalmente vinculado a nuestra existencia. Su cercanía nos hace sentir que estamos vivos. Nuestra actitud ante el Padre debería ser dejar que nos hable y aprender a callar y a escuchar.

Estar a solas con Dios no es un monólogo frío y racional sino un acto de libertad y confianza que ha de impregnar toda nuestra vida: lo que hablamos, lo que somos y lo que vivimos. Pero para que la oración sea fecunda y eficaz lo más importante, más allá de lo que podamos decir o recitar de memoria, es lo que Él nos puede llegar a decir. Escuchar en silencio a Dios permite que sus palabras penetren con toda su fuerza en lo más hondo de nuestro corazón. Dios es paciente y sabe esperar y escucharnos. Su voz es suave. En el silencio y el abandono descubriremos lo que realmente es importante en nuestra vida. Él quiere siempre lo mejor para nosotros.

domingo, enero 31, 2010

Llamados a vivir la unidad

Acabamos de celebrar el octavario para la unidad de los cristianos. La lectura que leímos el domingo pasado de san Pablo a los Corintios es profundamente sugerente y pedagógica desde un punto de vista pastoral. Pablo utiliza la imagen de los miembros de un cuerpo, que son muchos pero que forman un solo cuerpo. Es una afirmación teológica de la unidad. San Pablo deseaba que los miembros de las diferentes comunidades que iba formando fueran una sola familia, bien trabada.

En el evangelio de San Juan Jesús hace una petición al Padre: “Te pido, Padre, para que todos sean uno” Estas palabras de Jesús han de resonar con más fuerza que nunca en el corazón de la Iglesia, es decir en el corazón de las diferentes comunidades cristianas. En la medida en que las hagamos nuestras, más viva estará la Iglesia. Su vitalidad y su fuerza serán manifestación de la presencia real de Cristo, que nos ayudará a testimoniar con más autenticidad nuestra fe.

Todos los cristianos, por nuestra condición de bautizados, formamos un solo cuerpo: unidos a Cristo formamos la Iglesia. La plenitud de la unidad es la comunión. La Iglesia sin Cristo no tiene ningún sentido y sin Él nada puede hacer, porque el mismo Cristo es el sacramento de la Iglesia.

La mayoría de las personas deseamos que haya unidad entre las familias, entre los vecinos y en aquellos ámbitos sociales en los que participamos. Si en el plano natural vemos la necesidad de estar unidos para vivir unas relaciones humanas plenas, ¡cómo no en el campo de la espiritualidad! Todos los cristianos estamos llamados a vivir la unidad, no podemos vivir nuestra fe solos.

¿En qué se fundamenta la unidad?

La unidad es un don que se alcanza más allá de todo esfuerzo humano. Para ello necesitamos rezar con insistencia a Dios pidiéndole este don y la capacidad de asumir las diferencias de cada uno de los que forman la comunidad.

Para conseguir la unidad necesitamos, por un lado, intensificar nuestra relación íntima con Dios Padre, nivel necesario para progresar en el deseo de la comunión. Jesús tenía una estrecha comunión con Dios Padre.

En segundo lugar, es importante la práctica de la vida sacramental como eje de nuestra relación con Cristo, vivida con los demás desde nuestra adhesión plena a la Iglesia.

Finalmente, el ejercicio de la caridad es constitutivo del talante genuino del cristiano.

En la medida que sepamos vivir estos tres niveles nos estaremos preparando para vivir plenamente nuestra comunión con Dios Padre, con Jesús hijo, y con el Espíritu Santo, es decir con la Trinidad.

En la Iglesia todos somos iguales pero con funciones diferentes. No se entendería la comunidad eclesial sin el presbítero pero tampoco sin los fieles. Ambos conforman la única Iglesia de Cristo. El sacerdote, en función de su ministerio, ejerce la labor de presidir la comunidad y de estar al servicio de ella, se convierte en pastor de su rebaño. Sin el presbítero no puede haber comunidad, él tiene la responsabilidad de ayudar a potenciar los carismas de los diferentes miembros, tiene la misión de unir a la comunidad para que forme el cuerpo místico de Cristo.

Los laicos, en función de sus carismas, contribuyen a hacer más cristiana la sociedad en sus diferentes ámbitos y a enriquecer a la vez la propia vida dentro de la Iglesia.

La Iglesia, cuerpo unido

Hemos de tener presente que no estamos solos en este mundo, formamos parte de la gran familia de Dios que nos une a todos. De la misma forma que pertenecmos a una familia humana concreta, también somos parte de la familia de los hijos de Dios. El bautismo nos identifica como cristianos, por este motivo es inherente estar en comunión con los hermanos, en casa y en la comunidad.

Jesús es la cabeza, nosotros somos los miembros del cuerpo, cada uno con sus carismas y funciones, pero todos necesarios.

Es importante asumir las diferencias de cada uno. Nuestra unión se fundamenta en la potenciación de los dones de todas aquellas personas que tenemos a nuestro lado. Hemos de alegrarnos de los talentos que Dios da a cada cual. El diálogo y el respeto mutuo nos pueden ayudar a conseguir esta unidad.

La Iglesia tiene el reto de potenciar los carismas de cada cristiano. Todos tenemos capacidades, es necesario descubrirlas y ofrecerlas a los demás. No las escogemos nosotros; Dios nos las ha dado para que las hagamos fructificar y para ponerlas al servicio de los demás.

¿Cómo conseguir esta unidad que Jesús nos pide?

Para conseguir la unidad es necesario:

—La conversión: proceso interior de cambio para mejorar nuestra vida con Dios y con los demás.
—Saber escuchar.
—Capacidad de discernimiento. Descubrir aquello que el otro nos quiere decir con sus palabras.
—La unidad se fragua en la humildad, en la aceptación del otro y de sus carismas.
—El amor: amar incondicionalmente a modo de Dios
—La libertad: necesaria para desarrollar los mejores dones que Dios nos ha dado.

Además, para que haya una profunda comunión, es necesario el oxígeno del Espíritu Santo. Hemos de abrirnos a su aliento y dejar que corra por nuestro cuerpo. Regados por la gracia de Dios y animados por la fuerza del Espíritu Santo seremos capaces de conseguir la unidad verdadera.

Conversión, amor y humildad llevan a la unidad.

La comunión acaba en la amistad entre las personas.

La plena comunión nos llevará a la alegría verdadera.