jueves, agosto 15, 2013

Riesgos de la clericalización de los laicos

Juan Pablo II decía que por el mero hecho de ir a misa nadie tenía asegurado el cielo. Porque lo que es nuclear en la fe no son los ritos, ni las prácticas litúrgicas, sino el amor, la caridad. No digo que la devoción y las celebraciones pierdan su sentido, sino que desde la caridad la liturgia adquiere un brillo especial, porque es fruto de ella. Desde el amor nace una manera diferente de relacionarnos con Dios: todo es expresión de amor. Cuando desvinculamos liturgia y amor convertimos nuestra relación con Dios en un rito vacío.

Ante las exigencias de radicalismo en las formas Jesús fue contundente. De ahí surge buena parte de su controversia con los fariseos. Hoy vemos que hay movimientos religiosos con ribetes ultraconservadores que se erigen en jueces, criticando y señalando todo aquello que no encaja con sus concepciones ideológicas y religiosas, llegando al desprecio de aquel que es diferente porque no comulga con sus postulados. Estos grupos crecen con un sentido de posesión absoluta de la verdad y se consideran mejores, como aquel fariseo del pasaje evangélico: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…» (Lucas 18, 9-14).

Olvidan aquel otro pasaje, donde Jesús afirma que «El que no está contra nosotros, está por nosotros» (Marcos 9, 38-43). Lo hace ante la indignación de Juan, que ve cómo uno de fuera de su grupo expulsa demonios en nombre de su maestro. El mismo Jesús previene contra la cerrazón de sus propios discípulos.

Cuántos laicos, llevados de sus prejuicios, se ponen nerviosos ante algunos sacerdotes por su forma de predicar, celebrar o incluso de vestir, por no llevar clergyman o casulla al celebrar misa. Se escudan en las normas litúrgicas y en la rúbrica. Pero ¿qué es más importante, la celebración y lo que significa o el perfil concreto del sacerdote? ¿No es más importante la eucaristía en sí misma, con todo el misterio que expresa y revive?

Sin dejar de cuidar la belleza y la dignidad, los aspectos formales de la liturgia no lo son todo. Si fuera así, convertiríamos a los sacerdotes en funcionarios de culto, no en mediadores de un acto sublime de entrega y amor. Cuántas veces se produce una desconexión entre el celebrante y el pueblo de Dios. Si el presbítero se convierte en un actor sobre un escenario, la ceremonia acaba siendo teatro. En cambio, cuando se vuelca todo él en la celebración, la voz, la mirada, el tono, la profundidad y el entusiasmo afloran por sí solos.

Si no se logra establecer una comunicación con los demás, si no se logra inquietar y mover el corazón de los que asisten, estos pierden el sentido originario y nuclear de la celebración. Lo irrenunciable, en la eucaristía, es despertar la vivencia comunitaria, en todos los asistentes, y revivir la experiencia de ser amados, redimidos y visitados por el mismo Dios, hecho carne, que se nos da. La misa ha de ser una fiesta. Benedicto XVI explica que Jesús instituye la eucaristía no en un marco oficial, que sería el templo o la sinagoga, sino en la sala de una casa, durante una cena. Y en esa liturgia nueva no hay sacrificio de animales ni ofrendas: es él mismo quien se entrega. Él es el sacrificio y la ofrenda es su propia vida.

Formar parte del estado clerical no significa necesariamente ser mejor persona ni más santo, por el hecho de recibir el don del sacerdocio. Aunque al presbítero se le supone implícito el deseo de santidad, no siempre es así. Si el sacerdote, con casulla o sin casulla, no logra adherirse a Cristo en la eucaristía; si de él no sale un deseo ferviente de ser mejor, de nada sirve la perfección formal.
Yo me pregunto si no habremos convertido la misa en un rito repetitivo, que forma parte de una cultura religiosa rutinaria. ¿Nos transforma y nos aumenta el deseo de santidad o simplemente nos tranquiliza porque hemos cumplido un precepto?

La Iglesia, con su diversidad de carismas, me hace querer y aceptar a los que son diferentes a mí.

El misterio de la encarnación


Lo esencial del misterio de la encarnación es que Dios se hace hombre. No se encarna en una estructura política ni religiosa, sino en una persona. La encarnación corporal de Cristo se da con todas sus consecuencias; negar esto es negar su humanidad, una herejía.

La Iglesia se ha ido adaptando a las estructuras sociales, culturales y políticas de cada época para que el evangelio llegue a todo el mundo, y así lo ha ido haciendo a lo largo de veinte siglos. Más allá de los factores culturales o ideológicos, su pedagogía está en función del interlocutor. Dios no se encarna en una casta concreta, ni se encasilla en una estructura ni en un grupo de la sociedad judía. Dios se encarna en un hombre libre que tendrá que asumir el conflicto con la religión oficial de su tierra. Jesús rompe todos los esquemas: la gente del pueblo sencillo lo quiere y lo sigue; no así las élites religiosas y políticas. Para ellos resulta incómodo, pues no encaja en ningún perfil y cuestiona sus principios, por eso constantemente lo ponen a prueba.

Jesús enseñó una nueva forma de relacionarnos con Dios, sin doctrina formal, sin dogmas. Su lenguaje era sencillo y pedagógico. No iba de intelectual ni de doctrinario. Su anuncio de la buena nueva fue en clave de oferta salvífica. Hoy, Jesús no se habría dejado apresar por el rigorismo litúrgico, ni por la vestimenta corporativa, ni por una cierta forma de hacer.

Jesús no es solo de los curas, ni de los laicos clericalizados, ni tampoco de los que nos sentimos católicos. Jesús es de todos, de toda persona que se abre y que lo busca sinceramente. Nadie tiene la exclusiva de Jesús, y menos aún los que piensan que fuera de su comunidad y su forma de entender la fe no hay salvación.

Ni siquiera la teología puede encorsetar a Cristo en sus esquemas doctrinales. La encarnación es tan misteriosa, tan grande, que no podemos convertirla en una idea que encaje con nuestras propias razones. El Espíritu Santo escapa a reducir la libertad del Padre y del Hijo a entelequias. Cristo es una persona y solo con una persona se puede establecer un diálogo profundo, entre un yo y un tú que lo trasciende todo.