viernes, junio 27, 2025

Contemplándote bajo la morera

Hoy, día del Corpus, en procesión por el patio, deposito la Custodia sobre el altar, bajo la sombra de este árbol que cada primavera se viste con su verde follaje. Su frescor embellece aún más el clima profundo que se respira en esta fiesta. Salimos caminando en procesión, tras la Custodia elevada, entre cantos y momentos de silencio.

Cuando nos detenemos, la música cesa y somos invitados a una meditación profunda. ¿Es posible entender tu misterio? Nos sobrepasa, pero al mismo tiempo siento que es algo vital en nuestra fe cristiana. El sol, con su luz intensa, baña todo el patio. La morera y las acacias forman una cúpula que lanza su sombra fresca haciendo más soportable el calor. Las flores amarillas de las acacias, que caen suavemente, han tapizado el suelo de una alfombra dorada.

Sombra, luz. Flores y canciones. Bajo la morera, me sumerjo en la experiencia de sentirte más cerca que nunca. A mi alrededor se agrupa la comunidad, contemplándote, alabándote con sus voces, admirándote en el silencio.

La liturgia que hoy celebramos nos regala este paseo contigo, Señor, respirando junto a ti, oyendo tu susurro. La comunidad es testigo de este momento crucial. El cielo se hace presente entre nosotros a través del pan sagrado. Así lo quieres, para que podamos alimentarnos de ti y sigamos caminando rumbo a la plenitud que deseas compartir con todos.

Queremos agradecerte tanto don inmerecido que nos llena de gozo. Bajo la morera , convertida en una gruta natural, entre la caricia de la brisa y tu dulce presencia, nos empapamos de ti, de tu amor que nos envuelve en un cálido abrazo. Quieres que sintamos el latido de tu corazón.

El tiempo se hace corto, querríamos que nunca acabara. Pisamos un nuevo Tabor, saboreamos un momento íntimo contigo. Un paréntesis en el ajetreo cotidiano, un sorbo de paz que ilumina nuestra vida.

Tras la íntima contemplación, volvemos en procesión hacia el interior del Templo. Con reverencia, llenos de gratitud, te devolvemos a tu pequeño hogar, el sagrario, tu casa aquí en la tierra. Allí nos esperas... ¡hasta la próxima visita!

domingo, junio 22, 2025

Eterna Presencia


En esta fiesta del Corpus, cima de la liturgia cristiana, queremos detenernos y empaparnos de este misterio inmenso: tu gesto sublime de amor y entrega, Señor.

Nos has amado tanto, que diste tu vida por nosotros.
Con tu amor sin medida, nos enseñas a amar hasta el extremo, hasta dar la vida.
Tu amor no tiene fronteras.

Moriste para salvarnos. Y nos diste nueva vida.
Hoy, en silencio, queremos saborear contigo este momento de paz.

Queremos comprender que la vida cristiana, muchas veces, pasa por abrazar la cruz. 
Por aceptar, con libertad serena, el pequeño o el gran martirio de cada día.
Estamos llamados a darlo todo, incluso el sufrimiento.

Queremos ser valientes como tú.
Ayúdanos a soltar los miedos que nos paralizan.
A ser luz en medio de la penumbra.
A ser testigos tuyos, vivos, auténticos.

Más que nunca, necesitamos de ti.
De tu cercanía, de tu presencia, de tu cálido susurro.
Alimentarnos de ti —pan vivo bajado del cielo— es lo que nos fortalece por dentro, lo que nos hace crecer como personas y como creyentes.

Necesitamos llenarnos de ti.
Reposar en ti, para tomar nuevas fuerzas, y seguir caminando con el pan de tu Cuerpo en nuestro interior.

Hoy venimos aquí a escuchar la melodía de tu silencio y la música suave de tu dulzura. 
Este encuentro contigo es un oasis. Un descanso en medio del camino.
Una pausa sagrada en tu presencia.

Queremos descansar en ti, para seguir la carrera —como decía san Pablo— hasta la meta. Queremos correr contigo, no solos.

En la fiesta del Corpus, te nos das como Pan.
Tu Cuerpo, desgarrado en la cruz, se convierte en alimento sagrado: una ofrenda pura, que nos levanta, que nos redime, que nos regala vida plena y eterna.

Tu Sangre derramada es vino que purifica. 
Sangre de amor, sangre de salvación. 
Sangre que nos ofreces, para que vivamos, agradecidos y asombrados, el milagro de nuestra existencia rescatada por ti. 

Te pedimos hoy, Señor, coraje y sabiduría para vivir este don sagrado: tu vida, entregada del todo, por tu criatura.

Solo tú puedes ensanchar nuestro horizonte. 
Solo tú das sentido a todo lo que somos, a todo lo que hacemos.

Queremos vivir abandonados en ti. 
Que la confianza y el sosiego sean la brújula que nos lleve a tu Corazón.
Porque sin ti, todo se oscurece… y contigo, el alma se ilumina.

Solo con un testimonio auténtico y fiel podremos ayudar a otros a encontrarte.
Ojalá que muchos vean, en la lucecita encendida del sagrario, una señal de tu presencia viva, una promesa de que tú estás ahí. Siempre. Esperando. Con los brazos abiertos.

Tú no fuerzas, pero siempre esperas.

Gracias, Señor, por salir un rato del sagrario, para estar más cerca. Para que podamos sentir tan próximo tu aliento divino.

¡Gracias!



domingo, junio 08, 2025

La gracia en la herida


«Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en la debilidad.»

— San Pablo, 2 Corintios 12:9

El sufrimiento, con toda su crudeza, nos confronta con nuestros límites más profundos. Nos deja al descubierto, frágiles, sin respuestas fáciles. Sin embargo, es precisamente en esa desnudez del alma donde puede revelarse algo más grande: la fuerza de un amor que no abandona. Esta antigua afirmación de San Pablo, nacida del propio dolor, nos invita a mirar la debilidad no como un fracaso, sino como el lugar donde Dios se hace presente con más plenitud. A partir de esta perspectiva, se abre el camino para una reflexión sobre la fragilidad humana y la acción silenciosa de una Providencia que sostiene, sana y renueva.


La fragilidad humana y el amor providente: una reflexión sobre el sufrimiento y la esperanza

Desde el inicio de la vida, los seres humanos están dotados de una vitalidad que impulsa el crecimiento y el desarrollo a lo largo de las distintas etapas que conforman la existencia. Sin embargo, a medida que el tiempo avanza, se hace patente la fragilidad propia de la condición humana, manifestada en la vulnerabilidad física, emocional e intelectual.

La enfermedad y el dolor constituyen elementos inevitables en la experiencia humana. Estos pueden derivarse de causas diversas, tanto físicas como psíquicas, y se ven acompañados frecuentemente por circunstancias que agravan el sufrimiento, como la soledad, la injusticia, la pérdida de afecto, o las carencias económicas y sociales. Además, la pérdida de seres queridos o la ruptura de vínculos significativos representan golpes profundos que desestabilizan el equilibrio personal.

Frente a estas adversidades, las personas suelen experimentar un cuestionamiento profundo, que muchas veces se traduce en la búsqueda del sentido y el porqué del sufrimiento. Esta situación las hace más vulnerables y favorece el desarrollo de diversas patologías, tanto físicas como mentales.

La fe ofrece una perspectiva singular, basada en la convicción de que, aun en los momentos más oscuros, no existe abandono por parte de Dios. Él sigue presente en el interior más profundo del ser humano, brindando un amor incondicional capaz de llenar los vacíos existenciales y acompañar en las soledades más hondas.

El sufrimiento de Jesús en la cruz, marcado por un amor que trasciende el dolor físico y emocional, se convierte en un modelo de entrega y esperanza. Para aquellos que atraviesan momentos de incertidumbre, desorientación o abatimiento, la fe en ese amor sostiene y otorga fuerza para continuar.

La unción con óleo sagrado, en la tradición cristiana, simboliza la gracia y la ternura de ese amor divino que sana y regenera desde lo más íntimo. A través de este sacramento, se ofrece consuelo y fortalecimiento espiritual, para revitalizar y devolver la esperanza a quienes lo reciben.

Además, esta experiencia no solo tiene un efecto restaurador individual, sino que invita a quienes la viven a convertirse en agentes de acompañamiento y solidaridad hacia otros que sufren. El compromiso con el prójimo, especialmente con aquellos que afrontan dolor físico, psíquico o espiritual, se convierte así en una expresión concreta del amor recibido.

Una de las formas más profundas de sufrimiento no se limita al dolor físico, sino que radica en la falta de propósito y sentido en la vida, una condición que puede generar una profunda desorientación y vacío existencial. La fe y la apertura a la gracia divina ofrecen una respuesta a esta enfermedad del espíritu, iluminando el camino hacia la plenitud.

En definitiva, experimentar la fragilidad humana, junto a la fortaleza de un amor providente, nos hace ver la capacidad del ser humano para encontrar en la fe un sostén y una esperanza que trasciende el dolor y abre a la vida renovada.

martes, mayo 27, 2025

Iluminados por Cristo resucitado


Seguimos inmersos en el tiempo pascual: cincuenta días de gozo para saborear la gracia de un Dios que levanta a su Hijo de la muerte, atravesando las tinieblas hacia la luz de la resurrección. 

Son días para ahondar en el misterio que da sentido a nuestra vida, y para despertar a la conciencia del don inmenso que es la vida nueva de Jesús.

Creer en la resurrección transforma nuestro rumbo y renueva nuestra mirada. La oscuridad cede ante la luz, la tristeza se torna alegría, la esclavitud se rompe en libertad, el desconsuelo se disuelve en esperanza; el vacío se ilumina con una claridad nueva.

Jesús, vivo, se hace presente en nuestras vidas. Desde este acontecimiento todo adquiere un matiz distinto: vivimos con la certeza de estar ya salvados.

Dios, en su misericordia, nos ha abierto de par en par las puertas del cielo. Y en la medida en que aprendemos a amar desde esta certeza, Él penetra en lo más profundo de nuestro ser, anticipando, aquí en la tierra, nuestra resurrección futura.

Vivir iluminados por Cristo es vivir de un modo trascendente. En un mundo convulso, donde muchos caminan hacia la nada, se vuelve urgente el testimonio vivo de los cristianos, llamados a vivir como resucitados.

Somos invitados a ser cristianos pascuales, marcados por la alegría de este hecho decisivo. Esa alegría es nuestro distintivo. Estamos llamados a ser portadores de esperanza. El coraje de una fe vivida con hondura puede ser un oleaje de entusiasmo para quienes deambulan sin rumbo. Para el cristiano, evangelizar es parte de su identidad. Como decía san Pablo: ¡Ay de mí si no evangelizo! Pero no solo con palabras, sino con acciones.

La paz del Resucitado nos da el valor de salir de nosotros mismos y tender puentes hacia los demás. El nuevo papa, León XIV, en su primera locución tras ser elegido, evocó las palabras de san Juan Pablo II: ¡No tengáis miedo! Y añadió con fuerza: Dios nos ama.

Esta certeza profunda ha de impulsarnos a tomar en serio la gran responsabilidad que tenemos. Anunciar a Cristo resucitado es la mejor noticia, la única capaz de llenar el mundo de sentido, de gozo y de paz. 

Ésa es nuestra misión como bautizados: vivir y transmitir el valor de nuestra fe. Sobre este pilar gira nuestra vida. Cuando no es así, todo se desvanece en el vacío y el corazón del hombre se llena de temor ante un futuro incierto. Sin esperanza, la oscuridad lo engulle. ¡No lo permitamos!

Tenemos entre las manos un tesoro: un mensaje y unas palabras capaces de transformar el mundo… y también nuestro propio corazón.

Demos gracias a Dios por el regalo de su Hijo resucitado, porque se ha compadecido de nosotros. Nos vio errantes, perdidos, hundidos en el pecado… y nos rescató. Nos ha hecho partícipes de su vida, regalándonos su amor y su presencia.

Gozar de este rato de silencio junto a Él nos ayuda a entrar en su órbita divina.

Somos suyos. Formamos parte de su proyecto.

Contemplamos, una vez más, la belleza de su silencio… tan lleno, tan evocador.

Y ante tanto derroche de amor, sólo cabe una respuesta: el silencio reverente del corazón que ama.

domingo, abril 20, 2025

Cristo vive


Sábado Santo – Vigilia Pascual

Lucas 24, 1-12

¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?

. . .

Hoy es un día hermoso. Después de estos tres días en que hemos acompañado a Jesús en su cruz, hasta la muerte, ocurre algo extraordinario que nadie podía imaginar. De la noche oscura, en su sentido místico, como lo entendía san Juan de la Cruz, pasamos a un cambio histórico: y es que Jesús ha resucitado de entre los muertos.

Para los judíos era inconcebible; los fariseos, los únicos que creían en una resurrección de los muertos, la esperaban al final de los tiempos. Los saduceos, como sabemos, no creían en ella.

De buena mañana unas mujeres, algunas de las que estuvieron al pie de la cruz, viendo el tormento de Jesús, salen. Salen, mientras los varones, por miedo, están escondidos. ¿Quizás porque albergaban algo de esperanza? Una historia tan maravillosa no podía terminar así.

La historia de Jesús tiene sentido porque ha resucitado. De no ser así, sería la vida de un mártir más, que creía en lo que decía, pero se quedaba ahí. Cuántos personajes históricos han surgido y han hecho cosas extraordinarias. Pero la carta escondida que tenía Dios Padre desconcertó a todo el mundo judío.

Las mujeres, llenas de dulzura y ternura, van al sepulcro porque quieren embalsamar el cuerpo de Jesús con los aromas que han preparado para darle una merecida sepultura a aquel que lo había sido todo para ellas. Los discípulos, desorientados, tienen miedo a las consecuencias de la muerte de Jesús. Como seguidores suyos, corren el mismo riesgo de ser detenidos y crucificados. Temen a la muerte. Jesús no tuvo miedo.

Se encuentran con la sorpresa de que una piedra inmensa ha sido desplazada ante la oscuridad del sepulcro. Esto, de entrada, no significa necesariamente que Jesús haya resucitado. Pero para un judío es importante: el cuerpo ya no está en la tumba.

Y aparecen dos jóvenes vestidos de blanco que les dicen: «¿A quién buscáis? ¡Ha resucitado!» ¿Cuándo? ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo atravesó la piedra, o cómo la desplazó? No lo sabemos, pero algo nuevo se atisba, algo nace tras la oscuridad del Viernes Santo.

La vida estalla en su plenitud: Jesús ha resucitado de entre los muertos, tal como lo había anunciado.

Este acontecimiento es fundante de la fe cristiana. Porque si Jesús no hubiera resucitado, como dice san Pablo, ¡vana sería nuestra fe! Estaríamos haciendo teatro. Pero, porque ha resucitado, después de dos mil años seguimos reviviendo el acontecimiento que marca la historia de la humanidad. Tanto, que hablamos de la era cristiana a partir del siglo I.

Este acontecimiento no es baladí, ni absurdo. Tiene toda la importancia para nuestra vida espiritual. Si Jesús hizo el milagro de levantar a Lázaro de su tumba, y de resucitar a la hija de Jairo, ahora Dios levanta a su hijo. Pero no para volver a morir, como Lázaro o la niña. Jesús no vuelve a morir. Su vida ya no es una vida corriente. Su cuerpo está transformado y es luminoso, está en otra dimensión diferente. Tanto, que, como veremos, Jesús atravesará puertas y muros. Conserva su parte espiritual, pero su parte física adquiere otro sentido.

Nadie puede quitarnos jamás la alegría, porque este hecho marca, no sólo la historia de la humanidad, sino nuestra historia personal. Tiene consecuencias enormes a nivel humano, social y cultural. Estamos atisbando nuestra propia vida resucitada aquí, en la tierra. Aquí, ya, empezamos a saborear la eternidad.

A partir de ahora, somos cristianos pascuales. No nos quedamos en el Viernes Santo. Están muy bien las procesiones y la devoción popular, pero esta noche, y mañana, las iglesias tendrían que rebosar. Porque la Pascua es el gran acontecimiento. El dolor de Cristo queda atrás. La cruz tiene sentido a la luz de la resurrección. Estos días hemos visto hermosas procesiones con pasos magníficos en muchos lugares de España, pero ¡cuidado! No podemos quedarnos en el Cristo sufriente del Viernes Santo. Nos estaría faltando algo.

¿Qué es la eucaristía? Estamos delante de esta experiencia luminosa, una promesa que se culminará en nosotros. La eucaristía es el centro de la vida cristiana. Y sí, recordamos y actualizamos la pasión y muerte, pero también la resurrección. Si Jesús no hubiera resucitado, no tendríamos eucaristía, ni sacerdotes, ni comunidad.

Y la comunidad fue creciendo hasta llegar a hoy. ¡Somos dos mil millones de cristianos, contando todas las confesiones! No seguimos sólo al Cristo que sube al Gólgota; seguimos a Cristo resucitado. Este salto cambia la historia.

Fuera barreras, fuera tristeza, fuera angustias, porque justamente él ha podido con todo esto. Pasamos de las tinieblas de la tristeza, de la oscuridad, del dolor y del sinsentido, al hecho pascual que justifica toda nuestra fe cristiana.

Por tanto, cuando volváis a casa, id con el corazón ardiente. Hemos entrado aquí con unas velitas encendidas en el cirio pascual. Pequeñas, sí, pero suficientes para romper la oscuridad del templo. Aunque nos sintamos poca cosa, qué hermoso es sentir que nuestra luz interior puede iluminar a tanta gente. Pero también hemos visto que, con el viento, las velas se pueden apagar y hay que encenderlas de nuevo. Esos vientos son el egoísmo, las ideologías, los miedos y el sinsentido, que apagan nuestro corazón. Pero volvemos a encenderlo, ¿dónde? En el cirio que es Cristo. No sólo por nuestras capacidades voluntaristas, que ya está bien; quien nos infunde, empuja y da sentido a nuestra vida es Cristo resucitado. Sintamos hoy esta resurrección en nuestra vida y os aseguro que la tristeza y el sufrimiento no podrán apagar nuestra fe y podremos alumbrar a nuestros hermanos.

viernes, abril 18, 2025

El pálpito de un corazón roto


La otra noche, antes de tu muerte, tu alma estaba agitada, sentía una tristeza que presagiaba tu final. Solo, en Getsemaní, tu alma agonizaba.
El mundo se tambaleaba. Tal vez te preguntaste si todo había valido la pena. Hundido en tu soledad, no deseabas beber el amargo cáliz de un vino que te llevaba a la muerte.
Solo, te enfrentaste a una terrible decisión. Tu libertad chocó frontalmente con la de aquellos que rechazaban abrirse a tu novedad, aquellos que querían acabar con tu vida. Se obstinaban en su ceguera: no querían ver, en ti, el rostro de Dios.
En el desespero más absoluto luchabas por no quebrantar los lazos tan fuertes que te unían con Dios, tu Padre. Y en medio de aquella noche oscura, tu lucha no era solo dolor, por sentirte abandonado por Él. En el abandono, tampoco te alejaste de Aquel en el que siempre habías confiado, Aquel a quien horas antes, en la cena con tus amigos, pediste la unidad. Les hablaste de una unidad tan fuerte, que nada hacías por tu cuenta, sino por el que te había enviado. Les hablaste de un amor tan sólido que hacía imposible alguna duda. El Padre y tú erais uno. Latíais con un solo corazón.
La tentación en Getsemaní fue cuestionarlo todo. Dudar del amor del Padre. Vacilar ante su plan salvífico. Romper la confianza en Él. Todo podía desaparecer en un instante, todos los planes de Dios en tu vida podían venirse abajo.
Tu corazón se estremeció ante el vértigo del abismo. Tu rostro, siempre sereno y de mirada cálida, se tornó en un rostro inquieto, de mirada angustiada. Tus pasos firmes se volvieron tambaleantes. «Si es posible, que no tenga que beber este cáliz.» En ese instante, todo quedó suspendido en una terrible incerteza.
Pero tu amor a Dios era tan grande que, cuando parecía que el cielo dejaba de brillar, sobre tu agonía de sudor y sangre, realizaste tu último acto de libertad. Con el corazón flaqueando, pero con entera confianza, terminaste tu oración: «Pero que se haga tu voluntad y no la mía».
La redención comienza aquí. Tu nuevo sí a seguir la voluntad del Padre era el primer paso hacia la muerte, ya asumida. Abandonado en sus brazos, tu voluntad se fraguó con la suya. Fue, también, el primer paso hacia la glorificación.
En medio de la congoja, volviste a sentir su presencia, tan real como tu propio dolor. Él estaba ahí, contigo, cuando te envió el ángel para consolarte.
Esa noche en Getsemaní empieza a brillar, tenuemente, la luz de la resurrección. Ya estabas dispuesto a todo, a entregar tu vida. Tu soledad no era tal, aunque los tuyos te habían abandonado por miedo. Inseguros, vacilantes, cansados, dormidos, te dejaron a solas en la intemperie. Pero esto no rompió la hermosa historia de amor jamás contada.
Desde ese momento, paso a paso, con docilidad, caminaste hacia la muerte. En esa trágica noche la historia escribió un capítulo más de torturas, que terminó en la cruz.
Cuánto amor había entre tú y el Padre, que asumiste subir al patíbulo. Cuánto amor hacia los hombres, para ofrecer tal oblación. Solo un acto tan generoso, aceptado con humildad, podía rescatarnos y salvarnos. Tu paso firme hacia el Gólgota manifestaba que, pese al dolor de tu largo vía crucis, tu confianza en el Padre era absoluta.
Tu ida hacia la  cruz era tu ida hacia la resurrección, este era el premio a tanto dolor. No todo se acaba en el jueves, ni en el viernes. Con el vacío del sepulcro empieza a destellar la claridad de la resurrección.
Tu agonía del jueves era necesaria para que, de una vez por todas, el dolor, el sacrificio y la muerte no tuvieran la última palabra. Tú eres el Señor de la Vida.
Esta noche, cerca de ti, susurrando a tu palpitante corazón, he descubierto que la esperanza nunca se desvanece, por muy oscura que sea la noche, si tú estás aquí, conmigo. Tú, Jesús, nos enseñas que en la soledad más angustiosa, en el abismo más profundo, uno puede sacar fuerzas insospechadas para seguir confiado, pese a la distancia, la soledad y el silencio.
Estás ahí, tan presente como el aire que respiramos. Ayúdanos a no caer en la tentación de la desconfianza. Ayúdanos a renovar nuestro sí a Ti cada día.

sábado, marzo 22, 2025

Acompañar en el dolor



En este tiempo de Cuaresma volvemos a tu lado, Señor, con el deseo de adentrarnos en el misterio de tu amor infinito.

La Iglesia nos invita a sumergirnos en el silencio, a caminar contigo en esta travesía hacia la vida plena, hacia la resurrección. Es un tiempo sagrado, un umbral que nos conduce al cumplimiento del sueño de Dios.

Hoy queremos detenernos y vivir la verdadera hondura de este itinerario, preparándonos para el acontecimiento que da sentido a nuestra fe.

Adherirnos a ti, Jesús, llena de luz nuestra existencia. Por eso volvemos a tu lado, para recordarnos que somos amados. Aquí, en este espacio de adoración, nos abandonamos a tu cercanía silenciosa, que todo lo colma. Nos aguardas siempre.
 
Jesús, eres el Amigo que nunca deja de esperar nuestro regreso. Con la dulzura de quien ama sin medida, nos enseñas a descubrir la grandeza oculta en lo pequeño, lo sublime en lo velado. En la custodia brilla el derroche de amor de un corazón que se entrega sin reservas. Cargando con la cruz, abrazaste el dolor extremo, haciéndolo camino de redención.
 
Ahora, en estos días en que nos acercamos a tu Pasión, queremos unirnos a tu padecimiento. La cruz fue tu entrega total, el precio del rescate para que nadie se pierda. ¡Qué don sin medida! ¡Cuánta entrega, cuánto amor desbordante! Derramaste hasta la última gota de tu sangre para abrirnos las puertas del cielo, para hacernos verdaderos hijos de Dios.
 
Hoy, Señor, queremos velar contigo en tu soledad, en tu silencio, en tu dolor… y también en tu obediencia inquebrantable al Padre. Seguiste fiel, aun en la angustia, aun en el desamparo. Nunca dejaste de confiar.

La cruz, ante mis ojos, me sobrecoge. Tu cuerpo, desgarrado sin compasión, clavado en un madero por la injusticia de los hombres. Y aun así, en tu fragilidad, sigues sosteniéndonos. En tu herida, nos sanas. En tu dolor, nos salvas. ¿Cómo no dolernos al comprender que aún hoy seguimos hiriéndote, cada vez que herimos a nuestros hermanos? Pero tú, por amor, todo lo soportas, todo lo ofreces, todo lo perdonas.
 
Señor, queremos pedirte perdón por cada vez que hemos sido indiferentes a tu amor, por cada herida que hemos causado. Danos la inteligencia del espíritu, para comprender y abrazar el misterio de un Dios que se deja crucificar… Locura ante los hombres, pero sabiduría infinita del amor.
 
¡Gracias, Jesús, por tanto amor inmerecido!