miércoles, abril 29, 2020

Avivar la esperanza



Como muchos de vosotros me decís, estamos en un tiempo de profunda confusión y de incertezas. Se hace difícil entender que por ciertos errores de gestión la pandemia ha causado muchos daños evitables, dejando una sensación de inseguridad y abandono entre la ciudadanía.

Después de un mes y medio encerrados, empieza la «desescalada» progresiva del confinamiento. Esto nos da algo de esperanza, pero las secuelas de la paralización serán tan devastadoras o más que el propio virus. Las pérdidas económicas y laborales perjudicarán el tejido productivo, y los grupos vulnerables van a sufrir más. Ante este sombrío panorama social, nunca podemos perder la esperanza.

Queridos feligreses, no sólo no hemos de tener miedo, sino todo lo contrario. Nuestra esperanza se sostiene en Aquel que todo lo puede. Los que tenemos la dicha de creer, este don sobrenatural que Dios nos ha dado, no podemos pensar que todo está perdido. Cada cristiano debe convertirse en una llama de esperanza, y es ahora, en estos momentos de dificultades, cuando se hace más necesario nuestro testimonio veraz en medio del caos. Es ahora cuando hemos de brillar con más fuerza. Que estos momentos no nos paralicen. No minimicemos la potencia de una fe vivida con autenticidad. 

Para la comunidad, es un reto poner a prueba la fortaleza de nuestra fe. Como os decía en otros escritos, cada hogar es una delegación de nuestra comunidad y una embajada de la Iglesia. Cada uno está llamado a evangelizar en su entorno: familias, vecinos, trabajo... Debemos arrojar luz con nuestra vida. Vivimos sostenidos en Dios, esta es nuestra máxima certeza y la fuerza para vencer el desánimo y el cansancio. No nos podemos rendir. El coraje de nuestras convicciones puede ayudar a muchos corazones abatidos. Sólo Dios sabe el alcance de esta crisis que estamos viviendo. Aunque los economistas y los científicos auguran un futuro pésimo, no olvidéis que somos una fuerte comunidad que va más allá de las paredes del templo. Cada casa es un trocito de Iglesia, y esto tiene un valor inmenso. No estáis solos. Tenéis a Dios, a un pastor y una comunidad donde todos rezamos, y también somos parte de un gran pueblo de Dios, de su rebaño universal. Esto nos ha de dar una serenidad a prueba de bomba y, sobre todo, una inmensa alegría de saber que somos parte del proyecto de Dios. La parroquia es el signo visible de su reino aquí, en este lugar. Somos protagonistas de una gran revolución evangelizadora y cada uno de vosotros es agente fundamental de esta misión divina. Podemos hacer que las cosas cambien si tenemos orientado el corazón a Dios. Este es nuestro arsenal: la gracia poderosa y efectiva del Espíritu Santo.

La situación tardará tiempo en normalizarse, y esto inquieta a muchos. Será como un desierto, que iremos atravesando, no sin momentos de angustia. Mantengámonos firmes y lúcidos. Sólo en el tiempo alcanzaremos a ver la dimensión de este momento clave para la vida de todos. Si somos capaces de aprender una gran lección, ¿por qué no va a haber, detrás de todo, un bien espiritual?

No somos dioses ni infalibles. Somos frágiles y vulnerables. Reconozcamos con humildad nuestra indigencia ante fenómenos que surgen, pero también ante Dios, que es infinitamente misterioso. Sólo desde el silencio podremos atisbar un poco ese estar tan cerca y tan lejos, tan afuera y tan adentro. Una presencia callada, llena de resonancias en los gestos y en la historia, certera y real. Los grandes místicos de la Iglesia intentaban penetrar en esa zona misteriosa de Dios. Tenemos una gran oportunidad de hacer de nuestros hogares verdaderos santuarios, donde busquemos tiempo para esa intimidad con Dios. Sólo desde el silencio y la adoración encontraremos sentido a todo lo que ocurre. Dialogar con él es parte de nuestro compromiso de amistad. Cuanta más intimidad, más revelará Dios su designio.

jueves, abril 16, 2020

Una lección de la historia


Los 300


Muchos de vosotros conoceréis la historia de los trescientos guerreros espartanos que, al mando del rey Leónidas, detuvieron a un ejército de ochenta mil persas en el paso de las Termópilas. Su heroica resistencia, hasta la muerte, impidió que el ejército persa invadiera Grecia y arrasara sus ciudades. Murieron todos, pero salvaron a su país. Su hazaña ha sido motivo de toda clase de obras de arte, libros y hasta películas de cine.

Trescientos hombres valientes, sacrificados y dispuestos a todo lograron salvar miles de vidas y toda una cultura, de la que hoy somos deudores. Pues bien, el otro día pensaba en esto cuando reflexionaba que, en nuestra parroquia, somos más o menos trescientos feligreses que venimos a misa cada domingo. Trescientos cristianos convencidos. Trescientos, nada menos.

Y me pregunto. Somos trescientos. Y tenemos una fuerza mucho mayor que aquellos soldados de Leónidas. Tenemos la fuerza que viene de Dios, la ayuda del Espíritu Santo, el alimento fortalecedor del cuerpo de Cristo. ¿Qué no podremos hacer, en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en el mundo?

Trescientos cristianos podemos vencer la apatía y el miedo. Podemos cambiar el barrio. Podemos hacer muchísimas cosas. ¿Creemos de verdad en el don de la fe, que todos hemos recibido? 

Si no creemos que la fe nos transforma, ¿qué clase de fe es esta?

Tenemos las mejores armas


Lo tenemos todo a nuestro favor para ganar cualquier batalla. ¿Estamos dispuestos a luchar? ¿Creéis en la victoria?

Nuestras armas no fallan. Tenemos el yelmo de la confianza: Dios está con nosotros. Tenemos la espada del coraje: nos hará poner todo el corazón y vencer nuestra desidia. Tenemos un escudo potente: la oración, que se sostiene en una fe firme. Y, finalmente, tenemos la fuerza del grupo, ¡no estamos solos! Vamos todos a una, animándonos, apoyándonos. Somos una comunidad, la unión hace la fuerza.

En esta semana de Pascua, os invito a todos a llenaros de la fuerza de Cristo resucitado. Vamos a transformar el barrio si queremos. Vamos a hacer algo para contribuir al bien de nuestra sociedad. Para ello necesitaremos una preparación, física y mental, y también espiritual. Este periodo de confinamiento es una ocasión única para entrenarnos. Tenemos tiempo para entrar en nuestro castillo interior, reforzarnos en Dios y salir al combate. No podemos salir igual que entramos. Después del Covid-19, nada será igual. Si Dios permite que vivamos es para algo más que sobrevivir.

La Pascua nos llama a salir de nuestra zona de confort. Hemos venido aquí para servir, como Jesús. Estamos para construir el Reino de Dios en la tierra. Una fe estática que se queda en el sentimiento y que no nos mueve a hacer algo es una fe muerta.

Llamados a servir


Todos tenemos talentos y cualidades, y además, los dones espirituales y todo aquello bueno que hemos recibido. Podemos ofrecer algo al mundo: el Reino de Dios.

Somos “empleados” de Dios. ¿Qué hacemos por él? ¿Somos trabajadores diligentes y creativos? ¿Acudimos cada día a su campo, a trabajar con entusiasmo?

Nuestro apostolado es una entrega. Si estamos agradecidos por todo lo que hemos recibido, ¡que es tanto!, entonces querremos dar. Quien no da es porque no está agradecido. Pero quien da con amor, convierte su entrega en eucaristía.

Los cristianos no sólo estamos llamados a venir a misa. Hemos de salir de la misa ardiendo en deseos de mejorar el mundo. Hay que pasar de la celebración a la misión: ambas son inseparables. Si no salimos con ganas de conquistar es porque no hemos asimilado la gracia de Dios. Hemos comulgado, pero no la hemos digerido. Como todo alimento, la Santa Comunión debemos “masticarla”, es decir, meditarla en el corazón; debemos digerirla, hacerla carne de nuestra carne, parte de nuestra vida. Y, finalmente, convertidos nosotros en pequeños cristos, nos llenaremos de energía. El alimento divino nos dará la fuerza necesaria para salir.

Jesús, como a Lázaro, nos dice: ¡Sal fuera! Si no crees que ganarás, te vencerán otros… ¿Cómo? Adormeciéndote, con ideas, modas, comida, distracciones, ruido…

Jesús resucitado atravesaba paredes y muros, también el muro de la desconfianza y el miedo. Nosotros hemos de convertirnos en otros Jesús resucitados para salir al mundo. Si no nos entusiasmamos, si no hay alegría en nosotros, no seremos cristianos pascuales. Nos quedaremos ahí, a gusto, en nuestra oscuridad confortable, porque no queremos que nadie nos moleste… Pero nos quedaremos en un sepulcro. Y hemos sido llamados a la Vida con mayúsculas.

Somos trescientos. Jesús, con sólo doce, dio un vuelco a la historia de la humanidad. ¿No podremos hacer algo nosotros, hoy?

¡Estoy convencido de que, si nos ponemos manos a la obra, podremos! Dios es grande. Ni el mal ni la muerte pudieron con él. Y Dios no nos deja nunca. Como decía san Pablo, si él está con nosotros, ¿quién podrá ir contra nosotros?

domingo, abril 12, 2020

Llamados a vivir una Pascua eterna



Con el acontecimiento de la resurrección de Jesús cerramos el Triduo Pascual, tiempo central en la vida del cristiano. La Pascua nos lleva a una situación nueva: la muerte ha sido superada, el sufrimiento ha sido transformado en gozo. El egoísmo ha sido derrotado y la oscuridad disipada.

Nuestra vida ha sido rescatada. Desde entonces, estamos llamados a vivir en una permanente Pascua. Como dice san Pablo, «con Cristo hemos resucitado». No son meras palabras esperanzadoras, son una realidad. Podríamos decir que empezamos a participar de una vida nueva: el cielo aquí, en la tierra. 

La resurrección de Jesús transforma totalmente la vida de un cristiano. Vivir amando es vivir resucitado. Los otros han de notar y sentir que has dejado que Cristo viva en ti.

Quien vive así, primero ha pasado por una etapa de muerte interior y ha renunciado a los apegos. Se ha liberado de la peor esclavitud, la autoidolatría de sí mismo. Rompiendo esas cadenas que lo esclavizan, emerge de la oscuridad de su sepultura para vivir en la luz permanente de Dios. Ha dejado atrás todo aquello que lo alejaba de la verdad, de la belleza y de la bondad. Vivir resucitado es dejar que la luz transformadora de Cristo purifique toda tu alma. Nada más tendrá sentido: sólo Dios basta, como decía santa Teresa.

Integrar esta doble realidad nos ayuda a estar en nuestro sitio, sujetos a la tierra y a nuestras necesidades biológicas, pero al mismo tiempo estamos anticipando el paraíso que se nos ha prometido. Vivimos entre el cielo y la tierra, en esa intersección que equilibra la vida material con la vida espiritual.

No temáis, nos dice Jesús


Hoy hace un día claro, soleado, luminoso. La luz de Cristo resucitado se derrama por todo el planeta, pero también en tu corazón. Sus rayos dan vida y color a todo aquello que vemos y sentimos, pero sobre todo a cada uno de nosotros. Se acabó la tristeza, la angustia, la incerteza ante el futuro. Se acabó la desesperanza, el hastío, el sentimiento de derrota. Cristo, que nos precede en la resurrección, nos anticipa que la luz es más potente que las tinieblas, que la tristeza se convierte en alegría y que la confusión y el desespero se volverán lucidez y discernimiento. Junto con Cristo resucitado, también saldremos victoriosos del combate de nuestros egoísmos. Con él todo queda resituado y renovado. La experiencia del reencuentro con Jesús es el inicio de una nueva vida en la que nunca más tendremos que temer, porque vivimos y permanecemos para siempre en su corazón.

Luz, brisa, color, belleza, son los signos de su presencia. Basta de victimismo y desidia. La sangre de Cristo resucitado pasa por nuestras venas y todo mi yo se convierte en otro Cristo. Aunque nos abrume esta pandemia del Covid-19, no tengamos miedo. Esto es lo que Jesús dice a sus discípulos en las apariciones durante esta semana pascual: «No temáis». No todo está acabado. No nos sintamos huérfanos en estos momentos. El Señor es dueño de todo; todo está en sus manos. Aprendamos a confiar, pese a que el mundo parezca cubierto por una espesa nube de incerteza. No caigamos en la tentación del fatalismo, ante las supuestas conspiraciones o la manifiesta negligencia de los gobiernos; no caigamos en la sensación de impotencia ante esas fuerzas ocultas que quizás hayan provocado el desastre. El miedo no sólo deprime nuestro sistema inmune, sino que nos encoge el alma y nos paraliza.

Dios sigue actuando


Aprendamos, en esta situación límite, a creer que Dios sigue soplando su Espíritu sobre la humanidad, como leemos en la liturgia de la Vigilia Pascual. Recordemos los prodigios de Dios a favor del pueblo hebreo, cuando el ejército del faraón lo persigue por el desierto con sus carros y caballería. El pueblo ya liberado, en marcha hacia la Tierra Prometida, se encuentra frente al Mar Rojo con los soldados pisándole los talones. La fuerza de Dios abre las aguas para que el pueblo atraviese sin peligro y sin padecer el exterminio. Pasar el mar es cruzar a través del mal: un mal natural, que es el oleaje, y el mal provocado por el hombre, que es el ejército. Dios es más poderoso que la naturaleza y más poderoso que todos los ejércitos humanos.

Hoy parece que nos encontramos en esta situación: un virus invisible nos persigue, propagándose por todo el planeta. Los contagiados y fallecidos se suceden y aumentan. Estamos frente a otro mar, con un ejército de virus que azota a la humanidad. Pero nosotros somos el nuevo pueblo de Dios. La fuerza del Dios de Israel es la fuerza del mismo Jesús resucitado. Como diría el Papa, él puede obrar nuevos prodigios. Tengamos ánimo y una fe renovada en su presencia, porque sólo él puede parar esta catástrofe mundial. Lo hará a través nuestro si apostamos por la Vida con mayúscula. Empezando por los gobernantes y acabando por cada uno de nosotros. Él puede hacer intervenciones directas, porque tiene la potestad. Pero nosotros, unidos a él, podemos ser instrumentos de su acción a través de nuestras actitudes y oraciones.

Pidamos al Señor resucitado que nos dé aliento y coraje, para que no nos falte la certeza absoluta de que su amor hará el milagro. El sol de su misericordia iluminará todo el mundo con la gracia de su resurrección. Unidos a él, el sistema inmune de nuestra alma se fortalecerá. El temor nunca más se apoderará de nuestra vida.

Cristo ha resucitado. ¡Aleluya! Hoy, todos hemos nacido a la vida de Dios.

sábado, abril 11, 2020

María, maestra de esperanza


De la muerte trágica e injusta del Viernes Santo pasamos al sábado del silencio, del recogimiento, de la espera. Un paréntesis entre el dolor más atroz, en la cruz, y el silencio balbuciente. Horas en que la Iglesia nos invita a reflexionar sobre el crucificado con una mirada puesta más allá de la muerte. Humanamente, todo ha terminado, como el fracaso de un visionario que creía en la revolución del amor. Un hombre capaz de dar su vida cuando muchos lo tachaban de farsante. Pero no sólo era un hombre con un discurso precioso sobre la bondad de un Dios infinitamente compasivo. También era el Hijo de Dios.

¿Qué hizo que su historia no acabara en la cruz, como tantos condenados por los romanos? La cruz abre un nuevo horizonte para la humanidad. No todo acaba en el grito desgarrador de un hombre condenado. Nuestra propia historia queda redimida por ese gesto de amor infinito.

¿Qué debía pensar María sobre su hijo? ¡Debió recordar tantos momentos! Cuando lo acogió con dulzura y lo abrazó siendo un bebé; cuando fue presentado al templo, ofreciéndoselo al Señor; cuando, adolescente, estuvo tres días buscándolo angustiosamente en Jerusalén, y lo encontró hablando con los doctores de la Ley; cuando de joven acompañaba a José en la carpintería. Vivió una juventud oculta, madurando en el conocimiento de un Dios padre que se le revelaba. Los evangelios omiten qué ocurrió en ese largo periodo que Jesús pasó con sus padres, en Nazaret, creciendo, preparándose desde lo hondo de su corazón.

María todo lo guardaba en su interior. Poco a poco, iba viendo cómo Jesús estaba envuelto en un plan que Dios tenía para él. Ya de adulto, consciente de su misión, a punto y preparado para su cometido, María lo dejó marchar. Siguieron esos años agitados, de multitudes, milagros y predicaciones; de disputas con los fariseos y multiplicaciones de panes y de amigos. Jesús era incansable y se volcó en su tarea: tenía que culminar el plan de Dios. Tres años más tarde, María lo acompaña en su largo y doloroso camino hacia la cruz.

¿Cómo debía sentirse, al verlo flagelado, insultado, convertido en la burla y el hazmerreír de los judíos, desfigurado y, finalmente, clavado en la cruz, entre dos bandidos? Con el corazón roto, debía contemplar la consumación del mal, en toda su crudeza. Toda la iniquidad del mundo, expresada en el martirio, se había volcado allí, en el Gólgota, sobre su hijo. María soportó el dolor más inhumano: ver cómo el zarpazo de la muerte lo sacudía sin piedad. Estaba solo y abandonado por los suyos.

María tenía una certeza en su corazón, que ni la misma muerte le pudo quitar. En medio de esa angustia, no dudó y supo esperar, sin dejarse abatir. Ante el ángel que le anunció su maternidad, contestó: «Hágase en mí tu palabra». Ella ya sabía que la huida hacia Egipto era sólo el comienzo de una larga pasión que tendría que ir asumiendo con los años. Al pie de la cruz, viendo a su hijo agonizar, María nos enseña a dar sentido al sufrimiento. Ella espera, no se derrumba, sabe que su hijo resucitará al tercer día, como lo había anunciado. Pueden más la certeza y la fe en la resurrección que todo el sufrimiento.

María, valiente, se convierte en la primera seguidora de Jesús, la primera cristiana. Con fe robusta e inquebrantable, sabe esperar. Por eso es madre y maestra de la esperanza. En la trágica tarde del viernes, donde todo oscurece, el brillo de su alma no se apaga. En la noche oscura, llena de truenos, ella es el anuncio de un nuevo amanecer. Desde la cruz, todo quedará renovado: la faz de la tierra, el cosmos del hombre, todo quedará redimido, salvado y restaurado por la misericordia.

En los evangelios no se relata una supuesta aparición de Jesús a su madre, a la que nunca se le apagó la antorcha de la fe. Quizás porque ella ya tenía la total certeza de que resucitaría, no necesitó su aparición. Ella misma se convierte en aurora para todos los que seguimos a Jesús.

María, que siempre tuvo la clara esperanza de que Jesús resucitaría, nos enseña a esperar con fe un reencuentro con Aquel que es el Señor de la Vida. 

viernes, abril 10, 2020

La cruz, signo de amor


Celebramos hoy la liturgia de la Cruz. La cruz es la consecuencia de la libertad de Jesús para cumplir la voluntad de Dios. Hoy, la cruz nos puede pesar, cansar e incluso incomodar. Cuando uno está en el camino de Dios, en su crecimiento como cristiano, pasa por muchas etapas. Y algunas de ellas son de sufrimiento, rechazo, soledad y muerte. Para el cristiano la cruz no ha es un sufrimiento inútil. Hemos de aprender qué sentido tiene para nosotros la experiencia del dolor.

Estamos en un mundo en que la gente da mucho valor a hacer cosas, al triunfo, al reconocimiento. Pero Jesús tuvo muy claro que en el centro de su vida estaba el amor a los demás. Fiel a su Padre, llevó hasta las últimas consecuencias el deseo de hacer su voluntad. No fue a la muerte de una manera ciega, sabía muy bien que sus palabras y obras lo abocarían al rechazo. La cruz fue el precio de su amor.

Esto me lleva a pensar que aquellos que estamos en sintonía con Dios hemos de estar dispuestos a asumir el dolor con libertad. No es fácil, porque en las relaciones humanas siempre hay problemas, incluso actitudes de autosuficiencia, y nos cuesta mucho aceptar que tenemos que pasar por esos momentos.

Jesús nos enseña a abrazar la cruz y a perdonar, especialmente a aquellos con los que tenemos más dificultades. Vivir esta experiencia de abandono como la vivió Jesús tiene que ser una constante en nuestra vida.

La cruz no es el final; es el anticipo de una vida nueva. Quizás muchos se queden en el sufrimiento y en ese estado de tragedia. Pero los cristianos sabemos que la muerte es un paso hacia la vida plena.

El grito de Jesús en la cruz no es un grito de rabia contra Dios ni contra el cielo; tampoco es un grito de desesperación. Es el último aliento, lanzado con todas sus fuerzas. Es el grito que rasga el velo del templo, el anuncio de la muerte y al mismo tiempo de una vida nueva a punto de estallar. El grito de Jesús estremece el mundo y abre las puertas del cielo.

Cada vez que contemplemos a Cristo crucificado en nuestros templos aprendamos que la cruz es el signo sublime de una vida entregada hasta el límite.

Viernes Santo
10 de abril de 2020

jueves, abril 09, 2020

Sacerdocio, servicio y caridad


Jesús sale del templo


Hoy, Jueves Santo, iniciamos el Triduo Pascual, con la liturgia de la Santa Cena. Un día en que la Iglesia celebra el día de la caridad y de la institución sacerdotal. Leemos en el evangelio de san Juan el lavatorio de los pies de Jesús a sus discípulos, gesto culminante en el marco de una cena de despedida. El maestro se convierte en el servidor de todos, con un acto propio de un esclavo.

Es un hermoso día para reflexionar sobre este gran legado que nos deja Jesús antes de morir. Jesús es el sumo sacerdote por excelencia, pero él va más allá del sacerdocio judío. En este nuevo ministerio que él inicia, el centro es la caridad.

Jesús trasciende las normas, el culto y los preceptos. El sacrificio es la donación total y absoluta de su vida. El sacerdocio judío giraba en torno al templo de Jerusalén y a su actividad de culto, como una forma de asegurar la presencia de Dios en medio de su pueblo. Jesús sale del templo: él es la misma presencia de Dios y su misión es anunciar la buena nueva en medio del gentío, recorriendo las tierras de Palestina. Jesús es un rabino cuya actividad está fuera de los muros del templo, entre las gentes del pueblo, y en especial entre los enfermos y los pobres.

Jesús también trasciende el legalismo religioso judío para poner a la persona como centro y sujeto de la tarea misionera. Hoy es un día para revisar la forma y el sentido de nuestro ministerio y profundizar en lo esencial del nuevo sacerdocio de Jesús. No podemos caer en la trampa de ejercerlo como funcionarios o como meros repartidores del sacramento, rebajando la grandeza de nuestra misión a un mero mercantilismo espiritual. Tampoco podemos caer en la exageración litúrgica. El aspecto nuclear del sacerdocio es el ejercicio de la caridad. Sin ella todo el culto es vacío, teatral y puede responder a un narcisismo espiritual, más que a un gesto de total entrega.

Liturgia y caridad


La liturgia es importante porque es un medio de acercamiento a Dios y fortalecimiento de la comunidad. La liturgia nos evita el riesgo de una espiritualidad individualista, cerrada en uno mismo. Es importante vivir y celebrar la fe en comunidad. Pero no se puede alejar la liturgia de aquello que haces, dices y piensas, hay que ser coherente y dar testimonio de lo que eres.

¡Cuánta egolatría espiritual puede haber en los sacerdotes! Por eso he querido unir en el título de este escrito los tres aspectos que configuran lo esencial de nuestra misión: un sacerdote que no sirve y que no ama, porque no se cultiva interiormente, se convierte en un funcionario de una estructura ritualista en el marco de un ejercicio de poder. Pero si integra el servicio y la caridad, se convierte en servidor, no de una estructura, sino del pueblo de Dios, con humildad, dando su tiempo y su vida por los demás, renunciando a todo tipo de poder: social, mediático, religioso y comunitario. Entonces se identificará con Cristo y dará sentido y coherencia a su identidad sacerdotal.

No hemos de convertir nuestro trabajo ni el centro de culto en un escenario de autorrealización personal, como si estuviéramos actuando con un público alejado de la realidad, de lo que somos y celebramos. Es muy fácil caer en esa tentación y que el ego se ensanche, sin dejar lugar a Dios y a los demás.

El misterio que no se agota


Hoy, los sacerdotes hemos de dejarnos interpelar por el mismo Jesús y replantearnos ciertas actitudes que podrían desfigurar el sentido más genuino de nuestra misión. La excesiva racionalización de la teología nos ha llevado a encorsetar la figura de Jesús en esquemas intelectuales, convirtiéndolo en un concepto abstracto, lejos de su esencia vital. Jesús no es una idea de las ciencias teológicas, es una persona que sigue viva y sigue actuando. No es un concepto cosificado, un objeto de estudio e investigación como si fuera un producto de la ciencia. Él trasciende a todo estudio. Así le sucedió a santo Tomás de Aquino, que ideó cinco vías para demostrar la existencia de Dios y escribió su monumental tratado de la Summa Teologica. Ante una experiencia sublime que tuvo durante una eucaristía, cayó en la cuenta de que sus gruesos tomos no eran nada y de nada servían ante el infinito misterio de Jesús sacramentado.

Nunca agotaremos la realidad misteriosa de Dios. Por eso, el servicio y la caridad siempre serán lo que marque la autenticidad de nuestro sacerdocio. La caridad es propia del que sabe amar sin límites a todos, no importa quiénes sean, qué hacen, qué piensan o qué creen. El que ama está dispuesto a dar la vida, incluso por su enemigo. Y el servicio es la actitud de disponibilidad que apoya, escucha, atiende más allá de lo que uno hace, convirtiendo al otro en el centro de la actividad pastoral. Siendo importante, el culto no es lo único. Lo crucial es la persona receptora de un anuncio que puede revolucionar su vida. Si somos capaces de interpelar de esta manera, estaremos convirtiendo nuestra vida en un auténtico testimonio sacerdotal.

Jueves Santo
9 de abril de 2020
Parroquia de San Félix Africano

domingo, abril 05, 2020

Jesús viene a conquistar tu corazón


En sintonía con la Iglesia universal, iniciamos hoy la Semana Santa con la celebración del Domingo de Ramos. Empezamos con la bendición de las palmas, tal como se contempla en la liturgia. Esta vez, sin encontrarnos todos juntos, como sería lo habitual. Pero en la distancia lo celebraremos a través de los medios y de las redes sociales y, aunque estéis alejados de nuestro templo, os pido que la viváis con la máxima intensidad.

Estos días hemos de convertir nuestros hogares en pequeños templos donde todos, en familia, celebremos este día en que Jesús, subido a un borrico, entra en Jerusalén. Y entra acogido y aplaudido por el pueblo con vítores y cánticos que aclaman al Señor como rey.

Al iniciar la bendición de los ramos, leemos en el pasaje del evangelio de san Mateo que Jesús, acercándose a Jerusalén, junto al Monte de los Olivos, pide a sus discípulos que vayan a buscar un pollino para su entrada en la ciudad. Quiero detenerme en este hecho y esta petición a sus discípulos.

En Jerusalén se había generado mucha expectación sobre Jesús. ¿Sería el líder mesiánico tan esperado? Muchos aguardaban la liberación de Israel de manos de los romanos. Pero Jesús, con este gesto humilde, revela que su reinado no consiste en una disidencia ante el poder romano, sino todo lo contrario. A lo largo de su trayectoria, estuvo totalmente alejado del poder y su única misión fue anunciar la buena nueva del Reino, servir y curar a los enfermos. Su realeza no es la de un monarca con poder, sino la de un sirviente que ha venido a dar su vida, liberando de toda maldad a las gentes, y asumiendo la entrega total de su vida en rescate de todos.

Esta entrada triunfal de Jesús con aclamaciones y vítores no es otra cosa que el preludio de una muerte ya anunciada por él a sus discípulos. Gloria y muerte se unen, como el dolor y la alegría. Jesús asume desde su libertad las consecuencias de una vida coherente entregada al Padre. Ese reconocimiento y agasajo que recibe en su entrada a Jerusalén, más tarde se convertirá en petición de condena, en burlas y en insultos, como veremos en la lectura de la Pasión de san Mateo.

El pueblo alfombra los caminos con ramas, el rey se merece esta acogida. Reconocen su linaje, lo llaman hijo de David; muchos quedan admirados. Hoy Jesús viene a la nueva Jerusalén, que es la Iglesia. Viene a sacarnos de nuestra cárcel interior para dignificar nuestras vidas. No viene a caballo, arrasando como un jinete guerrero, sino montado en un asno, un animal que expresa humildad. No quiere violentarnos, sino más bien conquistarnos con sencillez, haciéndonos despertar de ese sueño que nos paraliza. No viene a conquistar un imperio, sino a nuestro corazón; un imperio que está sometido a la dictadura de nuestros egoísmos. Él viene a nuestra Jerusalén para derribar los muros blindados por el pecado y convertirnos en instrumento de su amor.

Hoy, también nuestros hogares se convierten en caminos alfombrados espiritualmente para la acogida a nuestro único y verdadero rey, Jesús. Acojámosle, alabémosle. Reconozcamos que es el bendito que viene a liberarnos de nuestros miedos y angustias, de la esclavitud de nosotros mismos.

Dejemos que el Rey soberano entre hasta lo más profundo de nuestra vida; allí, donde más nos duele, para que nos purifique y nos regenere. Aunque él sabía que el precio era su propia muerte, no retrocedió un paso, porque su deseo era que todos tuviéramos vida en plenitud.


He terminado este escrito cuando las campanas sonaban llamándonos a acudir al templo.
Que vuestros corazones se agiten como las palmas alzadas ante el Señor.

P. Joaquín Iglesias
Domingo de Ramos
5 de abril de 2020

viernes, abril 03, 2020

Comunidad viva


Apreciados feligreses,

Este domingo entramos en la Semana Santa. Habrán pasado ya tres semanas en las que, por medidas de seguridad, hemos tenido que cancelar toda actividad pastoral y litúrgica. Muchos de vosotros me escribís manifestando vuestra pena de no poder vivir y celebrar en nuestra comunidad. La verdad es que yo también os echo a faltar. Un templo vacío y sin vida celebrativa es desolador. Se nota la ausencia y vuestra participación tan entregada y activa. En especial, en estos días, que son fundamentales para nuestro crecimiento espiritual, sé que no va a ser fácil porque la parroquia es esencial en vuestra vida cristiana.

Empezamos una Semana Santa sin poder estar juntos. Es la primera vez que me ocurre algo así en mis 33 años de sacerdocio, y os digo de todo corazón que sentiré mucho vuestra ausencia. Con paz, hemos de aceptar esta situación y ofrecérsela a Dios, pidiéndole que nos dé serenidad para vivir la Semana Santa con la misma fuerza que si estuviéramos juntos. La comunidad parroquial de San Félix ha de seguir viva en cada uno de vosotros, en vuestros hogares.

La oferta religiosa en los medios es muy amplia y deseo que la sigáis con el máximo fervor, sin que la distancia reste profundidad a cada celebración del Triduo Pascual. El vínculo espiritual que nos une en Cristo va más allá de nuestros encuentros, porque la presencia de Dios está en cada uno de nosotros. Somos comunidad estando lejos y cerca. Jesús está en el centro de nuestra vida y de la comunidad.

A lo largo de toda la Semana Santa, os iré enviando reflexiones para ayudaros a vivir con más intensidad estos días tan señalados. Profundizaré en los últimos días de Jesús y en su mensaje antes de morir. Nos ayudará a dar sentido y profundidad a nuestra vida cristiana. En estos días, ha de resonar con más fuerza lo esencial del mensaje evangélico de Jesús. Su amor y entrega hasta el límite nos muestra la radicalidad de un Dios amor que nos empuja a vivir con plenitud.

Con esta fiesta de hoy, día de la Virgen de los Dolores, y pórtico de la Semana Santa, le pedimos a María que nos dé la fuerza necesaria para asumir el sufrimiento como consecuencia del amor a Jesús, y saberlo ofrecer para ayuda espiritual de otros.

La muerte de un hijo o un ser querido nos pone al límite de nuestra capacidad de soportar el dolor. María, Madre de Dios, vivió esta experiencia dolorosa, abrazando con dulzura el cuerpo desgarrado de su hijo. María nos enseña a contemplar el dolor, no de una manera angustiada y desesperada, sino dándole un sentido para nuestro crecimiento espiritual. Sé que esto se sale de toda lógica racional y emocional. María lo vivió con abandono y total confianza.

Aprendamos a abrazar los límites de la realidad, aunque esto nos cause vértigo. Aunque no lo parezca, Dios está muy presente, en el dolor, en el vacío, en la oscuridad. Esto forma parte de nuestra vida y de la realidad humana. María se doctora en sufrimiento, pero no en el sufrimiento absurdo o sin sentido. María lo eleva y le da otro sentido, que tiene que ver con nuestra madurez cristiana.

Pidamos especialmente estos días a María su intercesión, para que muchas familias, que sufren a causa del coronavirus y están perdiendo a sus seres queridos, encuentren consuelo, y para que nosotros podamos seguir viviendo con absoluta confianza estos momentos tan cruciales. Santa María, Madre de los Dolores, ruega por nosotros.

Un abrazo en Cristo a todos,

P. Joaquín Iglesias