Este escrito es fruto de muchas conversaciones que he mantenido en los últimos años con diversas personas: amigos, feligreses y compañeros sacerdotes. Nos preocupa la Iglesia, a la que amamos, y de aquí surgen estas reflexiones.
Mi querida Iglesia,
Siento en mi alma que lentamente tu vitalidad se va
diluyendo. El vigor, el entusiasmo, la convicción de los valores evangélicos se
apagan. Hoy, una gran parte del pueblo de Dios ha perdido el rumbo. No sabe a
dónde tiene que ir, se siente desorientado.
Querida Iglesia, ¿qué pasó con ese júbilo que invade el
corazón del creyente? ¿Cómo se ha perdido? Hoy, muchos referentes han caído y pocos
modelos son imitables. ¿Qué pasa, mi querida Iglesia, que tu pueblo ya no
siente el gozo y la alegría de la vocación cristiana? Parece que el aliento del
Espíritu se ha dormido en muchas miradas que han dejado de brillar. La voz profética
ha dejado de oírse. Callas ante situaciones de injusticia lacerante y secundas
las decisiones de los poderosos del mundo. Muchos sienten una orfandad como
nunca, abandonados en profundas incertezas y desconcertados ante la crisis de
tantos líderes, que han convertido su misión en un papel, una apariencia de lo que
fueron llamados a ser. Transitan hacia la penumbra, perdidos y sin norte.
Sienten que el fundamento de su fe se tambalea como si un parásito estuviera
comiendo el ADN de su espiritualidad.
¿Qué pasa, Iglesia mía, que a muchos les tiembla la fe y
pierden la esperanza, arrastrándose hacia no saben dónde, sintiendo vértigo
ante un futuro vacío y sin sentido?
Cuando te casaste con el poder
¿Qué te pasa, Iglesia mía? ¿Por qué sucede todo esto? Quizás
te apartaste del evangelio, de la autenticidad, de la humildad, de la pobreza.
Quizás todo empezó cuando te convertiste en la religión oficial del Imperio
romano, cuando te casaste con el poder, cuando renunciaste a la atrevida
revolución de Jesús de Nazaret y abrazaste el
poder político, social y religioso; cuando en el Medioevo acumulaste todos los
poderes. Esto, lentamente, te fue debilitando. La historia del papado, llena de
corrupción y violencia, asesinatos y luchas, ha vivido etapas terriblemente
oscuras. Discusiones, ambiciones, pugnas a todos
los niveles: cultural, filosófico, económico... Desde entonces, desde los
primeros siglos de nuestra era cristiana, la sombra del mal penetró en ti.
Después se sucedieron las divisiones, los conflictos con otras confesiones
religiosas, guerras y miles de muertos. La época de la cristiandad y la
construcción de los estados pontificios te
apartó de tu pueblo.
Quizás todo empezó cuando creciste, copiando las
instituciones y las estructuras del poder civil, actuando más como agente
político que representa a un estado o un país.
Mi Jesús, cercano a los pobres, amigo de sus discípulos, fue fiel a la voluntad de Dios, aunque esto le costó su propia vida. Este fue el sello de la Iglesia que confió a sus apóstoles: una vida entregada sin límites a la causa de Dios. Grandes santos y admirables misiones evangelizadoras han permitido que tu barca siguiera avanzando con el paso de los siglos.
Hoy, muchos cristianos perciben que su Iglesia ha perdido el
norte. Desorientados y solos, se preguntan: ¿qué te pasa, Iglesia?
Desconcierto ante los pastores
Tu historia ha dejado tras de sí rastros de dolor. Pero el
gran sufrimiento, hoy, es sentir que muchos de
tus responsables ordenados han convertido su misión y su vocación en un mero
servicio de funcionariado. Otros actúan totalmente embriagados de sus
ideologías. Otros ambicionan controlar las estructuras. Otros viven de la
borrachera intelectual y los logros académicos, exhibiendo lo que saben. Otros
se arrastran y sobreviven, pues les pesa la vocación y el duro trabajo
pastoral. Otros están rebotados, porque quieren imponer una línea de trabajo o
unas ideas que no logran llevar a cabo. Otros saben leer con sabiduría los
signos de los tiempos y ejercen su labor pacientemente, sin casarse política ni
ideológicamente; estos son señalados y tachados de versos sueltos que no están
en la línea marcada desde arriba.
Lo cierto es que veo en mi Iglesia un letargo y un
adormecimiento. Muchos por desconcierto ante sus pastores, otros por una gran
apostasía que cada vez se va extendiendo más.
Resurgir unidos a Jesús
La Iglesia no renacerá si no mira a Jesús, su vida, su
misión, sus palabras y hechos. Debe hacer el esfuerzo humilde de reconectar con
él, sin prejuicios, sin lacras históricas, sin resentimientos. Volver a Cristo
cambia el corazón y lo limpia de tantas capas que han ido estrechando la visión
liberadora del evangelio.
Necesitamos generar una mayor complicidad personal con aquel
que es el fundamento de nuestra vocación y convertirlo en el centro único de
nuestra vida. Si nos abrimos a una nueva experiencia de encuentro con Jesús,
renunciando al ego, juntos con él nos reencontraremos con nosotros mismos y él
nos hará sacerdotes nuevos, hombres y mujeres nuevos.
Sólo así surgirá la aurora en la Iglesia. El entusiasmo y la
alegría de la primitiva Iglesia tiene que volver a instalarse en el corazón de
la postrera. El hastío y la indiferencia se diluirán; los cristianos serán
hombres y mujeres de esperanza.
El poder se come la vocación, es la antítesis del amor y de
la misión. Todo lo que no nazca del silencio, humilde y generoso, nos estará
apartando de la razón última por la que fuimos llamados.
Yo creo que, a pesar de todo, hay momentos en que el soplo
del Espíritu es como un vendaval. Así fue en la fundación de la Iglesia, pero a
veces también es un soplo suave y susurrante, un aliento que sigue ahí, aunque
la inercia y el cansancio puedan tapar su sonido.
Estamos en una cultura global y digital. Pero todo empieza
por unas brasas, chispas que, alimentadas por pequeños fuegos, se convertirán
en una hoguera que desprenda llamaradas de luz para iluminar a muchos.
Sólo desde las pequeñas comunidades podremos seguir
alimentando estas brasas para que el fuego nunca se apague. Ni la era de la
globalización ni las grandes proyecciones telemáticas pueden suplir una
pastoral de la presencia y el testimonio, el contacto y la cercanía. Esto será
lo que permitirá a la Iglesia mantenerse viva.