domingo, abril 30, 2023

Asombrosa tenacidad


Después de un largo periodo convaleciente a causa de una enfermedad, María Rosa falleció en la madrugada del 17 de abril, después de celebrar el segundo domingo de Pascua, el Domingo de la Misericordia.

En los últimos meses he tenido la gracia de poder atenderla con los auxilios sacramentales y la verdad es que no salgo de mi asombro al constatar la paz con que ha vivido el lento y doloroso proceso de su enfermedad. Para mí ha sido un ejemplo de total abandono y confianza en Dios. Al lado de su fragilidad física pude atisbar una gran fortaleza interior. En sus momentos de mayor debilidad, me impactó comprobar su salud espiritual, firme y entera. La comunión diaria era su alimento. No le preocupaba saber que tenía que morir; lo tenía muy claro y abrazaba su situación con total serenidad. Sólo quería salvar su alma y recibir cada día a Jesús sacramentado. Esto le daba una fuerza insólita y la preparaba para el encuentro definitivo con el Señor. Suave como los pétalos de una rosa, pero fuerte como un roble, esta mujer extraordinaria ha culminado una hermosa vida de entrega vocacional.

María Rosa nació el 21 de abril de 1938. Era la mayor de ocho hermanos, en el seno de una familia hondamente cristiana. Desde muy joven conoció el Opus Dei y en el año 1959 firmó su incorporación a la Obra como agregada. Llevaba a Cristo insertado en su corazón y durante el último periodo de su vida, tomándolo en comunión diaria, se fue acercando cada vez más a él. Percibí una paz inmensa en su interior; no le importaba el tiempo que pudiera pasar, ni el sufrimiento y el malestar que le ocasionaba la enfermedad. Quería llegar limpia y preparada al cielo y ofreció este largo camino a Jesús, sumándose a su pasión.

Durante su agonía, no dejaba de estar atenta a sus compañeras; su energía espiritual era inagotable. Se desveló por los demás hasta el último momento. Cuando ya estaba a punto de deslizarse hacia el cielo, entre aquí y allá, aún seguía dando recados.

A lo largo de mi vida sacerdotal he podido atender religiosamente a muchos enfermos en situaciones límite. Para mí, María Rosa ha sido un ejemplo a seguir. Dios me ha permitido encontrarme con esta joya espiritual: una vida intensa, volcada a Dios hasta el último aliento.

Una vida de entrega apasionada

He tenido la oportunidad de leer su libro de memorias: Atreverse con lo imposible. El título merece una explicación. Recoge la apasionante aventura de una vida entregada. Siempre en la brecha, con el firme propósito de ser fiel a su vocación, la energía de María Rosa no venía sólo de su temperamento tenaz y conciliador, sino de sus profundas convicciones religiosas. Su creatividad arrolladora no dejaba a nadie indiferente. Tenía una enorme capacidad de trabajo y sabía que la profesionalidad y la seriedad formaban parte intrínseca de la espiritualidad de la Obra: como tanto insistía su fundador, el trabajo es un medio de santificación en el mundo.

María Rosa supo responder a las diferentes tareas que se le encomendaron como formadora, gestora y promotora de varios centros de formación ocupacional que llegarían a ser referentes en Barcelona. Se volcó en estos proyectos de promoción de la mujer. Junto con sus compañeras, lo dio todo para favorecer que muchas jóvenes pudieran formarse e insertarse en el mundo laboral. Además, fue la organizadora de numerosos eventos culturales y artísticos y también ejerció como periodista, responsable de comunicación y de contacto con los medios. Su testimonio de fidelidad y entrega impactaba a cuantos la conocían. El celo apostólico formaba parte de su vida y ha dado sus frutos. Para muchas personas, María Rosa fue clave en su crecimiento espiritual.

Amante de la música, la literatura, el arte, el montañismo y experta en cine, ya siendo mayor, se ocupó de otro apostolado: el cuidado y atención a personas ancianas de la Obra. No se jubiló hasta que las fuerzas le fallaron por causa de su enfermedad. Entonces tuvo que dejarse cuidar. Con todo, siguió preocupándose por sus compañeras y jamás desfalleció en su fe.

San Josemaría Escrivá le transmitió su entusiasmo y en su corazón brillaban los destellos de un testimonio vivo. María Rosa no sólo deja un legado espiritual a sus compañeras de camino en la Obra. También ha dejado huella en su entorno. La comunidad de San Félix, su parroquia, y yo, como sacerdote, la recordaremos siempre.

domingo, abril 23, 2023

Adorar a Jesús vivo


Jesús ha resucitado. Estamos en un tiempo de gracia que la Iglesia nos regala para vivir con más intensidad nuestra fe en un Dios vivo que se hace presente en nuestras vidas. Los cristianos celebramos un acontecimiento crucial que da coherencia y solidez a aquello que creemos: es la verdad fundamental de nuestra fe. Sin esta certeza nos disolveríamos en la nada. Todo tiene sentido a partir de este acontecimiento nuclear que asienta nuestras raíces cristianas.

Y es a partir de aquí que la vida del cristiano adquiere un nuevo matiz. Vivimos aquí, en la tierra, con la certeza de haber iniciado ya una vida nueva. Nos convertimos en hombres y mujeres nuevos, llamados a comunicar la experiencia que configura nuestra identidad cristiana. Si creemos en esta gran verdad, nuestra vida debe quedar transformada.

Siguiendo los pasos de Jesús


Jesús, abierto al Padre, culmina su plan para nosotros. Como seguidores suyos, entramos en su dinamismo: si seguimos sus pasos en los evangelios veremos que su relación con Dios era intensa y profunda. Jesús siempre fue dócil a los designios del Padre: predicó en su nombre, atendió a los pobres y a los enfermos por su misericordia: sanó con sus manos y con su voz, expresión de amor a los más desvalidos y a los que sufren. Fue un incansable anunciador de la bondad y la misericordia de Dios. En todo momento hizo su voluntad, incluso pasando por el sufrimiento y el rechazo, la agonía y la soledad de la cruz. Finalmente, Jesús también se sometió a la muerte. Podríamos decir que el itinerario del cristiano ha de ser el mismo de Jesús: vivir con intensidad, en profunda comunión con el Padre; sentirnos hijos suyos, y a partir de aquí seguir sus pasos hasta vivir lo que él vivió.

Convertidos en agentes misioneros de su palabra, nuestro lugar está cerca de los que sufren, acompañando a tantas gentes angustiadas y perdidas que buscan con ansia calor, dulzura, amor. Estamos llamados a repetir con nuestras manos y con nuestra boca las obras y las palabras de Jesús. Nuestra vida, unida a él, ha de ser la suya. Podemos hacer milagros, dar vida a quien no la tiene, esperanza al alma desesperada, fuerza a quienes flaquean y luz a quienes caminan en la oscuridad¡Cuántas tinieblas hay en el mundo!

Insertados en Jesús podemos levantar a muchos derrotados y caídos. No minimicemos este milagro: hacer que la gente se sienta viva y amada. Sólo así estaremos preparados para dar el salto del martirio. La madurez espiritual consiste en asumir las consecuencias de nuestro sí, abrazando, si fuera necesario, el sufrimiento y la cruz, y sabiendo vivir nuestra propia pasión cuando toque.

Dóciles a Jesús, tendremos tal comunión con él, que podremos repetir, con san Pablo: Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en míEsto es necesario para que se cumpla el plan de Dios en cada uno de nosotros. De esta manera, estaremos viviendo con Jesús nuestra propia resurrección, como leemos también: Si Cristo ha resucitado, nosotros hemos resucitado con él.

Vivir el misterio pascual


Ya aquí, en la tierra, vivimos la antesala del cielo. Aunque todavía estemos sujetos a las leyes de la naturaleza, al tiempo y al espacio, nuestra alma está marcada con el sello de una vida nueva. 

Tenemos 50 días, hasta Pentecostés, para ir penetrando en el misterio pascual y saborear las delicias de este anticipo de una vida plena con él. Hemos de convertirnos en cristianos pascuales, alegres, voceros del gran anuncio y testigos de su misericordia y de su amor.
Jesús no quiere apartarse de nosotros, no nos deja huérfanos y por ello quiere permanecer en el sagrario todos los días, hasta el final de los tiempos.

Antes de habitar en el sagrario, su humanidad se desplegó en el itinerario hacia la cruz, asumiendo el pecado de la humanidad. 
Después, Dios Padre lo resucitó y durante cuarenta días Jesús, hombre-Dios, quiso recuperar a los suyos y reafirmarlos en la fe, comiendo de nuevo con ellos. En estos días tuvo que conquistar a sus discípulos desorientados. Después ascendió a los cielos para volver a bajar en forma de pan, pues quería seguir alimentando a los suyos con su palabra y su presencia.

Hoy contemplamos a Cristo resucitado hecho pan. Como seguidores suyos, podemos seguir alimentándonos de él. 

Hoy estamos aquí porque también nos ha seducido a nosotros. Adorarlo es reconocer que, sin él, deambularíamos perdidos y temerosos. Los rayos de luz de la resurrección iluminan para siempre nuestras vidas.