Llevamos dos años de adoración. Mes tras mes, ahondando y meditando en el profundo significado de tu presencia real en el pan sagrado.
Durante todos estos momentos hemos podido contemplarte en el
misterio de la encarnación.
Hemos visto cómo tu divinidad se humaniza en un pequeño
establo, en Belén. Hemos contemplado cómo la máxima belleza se manifiesta en lo
pequeño y en lo sencillo.
Hemos comprendido que en lo pequeño y en lo humilde está la
grandeza de un Dios que despliega toda su potencia amorosa en lo cotidiano de
la historia. Creciste en una familia, con María y José, en un tiempo y un
lugar, Nazaret. Los evangelios de la infancia revelan cómo María acogió el
proyecto divino: ser madre de Dios.
También te hemos admirado en el niño que, con solo doce
años, hablaba con los maestros de la Ley en el templo de Jerusalén. Ya a esa
temprana edad tenías la certeza de que Dios era tu padre. La sabiduría divina
iba calando en tu corazón, abierto a esa hermosa relación con Dios.
Hemos contemplado tu momento decisivo, cuando diste el paso
vocacional en el desierto, ya adulto, luchando por mantenerte fiel a la
voluntad del Padre, venciendo las tentaciones en el desierto. Allí tomaste
plena conciencia de tu mesianidad y del inicio de tu misión. Emprendiste tu
tarea de anunciar a Dios a todos los hombres, pese al rechazo progresivo de tu
pueblo.
Hemos contemplado tu gloria en el monte Tabor, antes de
emprender el camino hacia tu propia muerte.
Tu pasión empezó cuando te llevaron huyendo a Egipto, porque
el malvado Herodes quería matarte. Le asustaba la fuerza del niño de Nazaret.
Otro momento cumbre de tu vida fue cuando, con absoluta
libertad, decidiste asumir las consecuencias de tu entrega hasta el martirio.
La cruz se convirtió en el símbolo de tu docilidad extrema.
Aceptaste el máximo dolor, la terrible soledad y un profundo sentimiento de
abandono por parte de todos.
Solo ante la cruz, agonizaste, tu cuerpo desgarrado,
maltrecho y llagado, casi sin poder respirar, atravesado por los clavos en la
madera.
Pero tu historia no acabó en la cruz, ni con la muerte. En
tu último grito, lanzado al cielo, la misericordia de Dios se derramó como una
catarata de gracia.
Dios, tu padre, te levantó de la muerte y de la oscuridad.
Tu gemido presagiaba una humanidad que renacería por tu gracia: el hombre nuevo
rescatado por tu sangre derramada.
En la historia se produce un giro: un hombre, por primera
vez, resucita. Este acontecimiento cambia la historia humana para siempre. La
muerte ha sido superada, la vida eterna alborea.
De tu mano, Jesús resucitado, se nos abre un nuevo
horizonte, el de un reencuentro contigo en la eternidad.
Sigues con nosotros
Pero no todo acaba aquí. Hemos contemplado cómo tú quisiste
permanecer en la tierra un tiempo para ir devolviendo la esperanza a los tuyos.
Frustrados y desorientados, los fuiste despertando. Con tus apariciones les
abriste el entendimiento y el corazón para que pudieran reconocerte como su
Maestro. Y ellos se llenaron de alegría.
Tus encuentros les permitieron seguir adelante con tu
proyecto: crear una comunidad con ellos. En las hermosas escenas de los
evangelios se vislumbra la emoción del encuentro con el Maestro y el amanecer
de la futura Iglesia.
También hemos contemplado tu ascensión al cielo, para
reunirte con tu Padre para siempre. Pero tu historia, Señor, no acaba aquí,
sino en tu promesa: «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de
los tiempos.»
En tu nueva naturaleza estás aquí y ahora con nosotros, en
el sagrario a través del pan.
Jesús, no te has ido lejos. Estás a nuestro lado, cumpliendo
tu promesa. Tu historia sigue, en nosotros y en todos los bautizados que
formamos la Iglesia. Esta es el sacramento de tu presencia.
Y de nuevo, hoy, nos convocas para seguir saboreando el misterio de tu presencia. La custodia luminosa es reflejo de un corazón que no para de latir jamás. Dicen que un corazón humano late millones de veces durante su vida. El tuyo, Jesús, no ha dejado de latir durante dos milenios.
¡No podemos imaginar la potencia de tu corazón sagrado!
Miles de millones de latidos en un corazón concebido para amar siempre.
No puedes dejar de amarnos. Esta es la historia de un bebé
que nació en Belén de Judea y vivió gran parte de su vida en Nazaret. Cada uno
de nosotros es recreado por un hombre que murió en la cruz y resucitó un
domingo. Este es el sentido último de nuestra vida: abrirse a una nueva
dimensión, la trascendencia.