domingo, agosto 30, 2009

La exigencia de la fe

Una opción libre y convencida

En el libro del Éxodo vemos cómo Josué, después de llegar a la Tierra Prometida, reúne a todo el pueblo de Israel para decidir algo esencial. Ante todos, les pregunta, ¿qué queréis hacer? ¿A quién queréis servir? Les ofrece las alternativas de los dioses de sus antepasados o los ídolos de las tierras que habitan. Josué, por su parte, es muy claro: su familia y él servirán al Dios de Israel.

Los cristianos que nos reunimos cada domingo en misa también podemos decir que estamos aquí porque hemos decidido servir al Señor. A diferencia de otras personas, que dicen creer pero no practicar, o de quienes no creen, nosotros hemos optado por situar a Cristo en el centro de nuestra existencia.

Decirle sí a él significa dejar que su presencia empape toda nuestra vida. Creer no significa aceptar unas ideas abstractas, sino adherirse total y vitalmente. En nuestro caso, nos adherimos a Cristo.

Esto tiene consecuencias personales. Ser coherente con nuestra fe significa que lo más importante de nuestra vida, lo primero de todo, es Dios. Lo demás vendrá después: familia, cónyuge, amigos, trabajo… Y todo se colocará en su lugar. Vale la pena que nos preguntemos, como Josué hizo con su pueblo, ¿dónde está nuestra relación con Dios? ¿Qué lugar ocupa en nuestra existencia? Si decimos ser cristianos, nuestra vida ha de estar al servicio de Dios, la Iglesia y los demás.

Josué no obligó a nadie. Simplemente reunió a su pueblo y le preguntó. No forzó a ninguna familia a seguir a Dios. Pero él y los suyos, fieles al Señor, impactaron a toda la multitud, que unánimemente quiso seguir su ejemplo. Es importante saber educar en la fe, no obligar, sino entusiasmar, seducir, contagiar, despertar el deseo de vivir esa experiencia.

El pueblo de Israel había vivido la liberación, la protección de Dios. Nosotros también hemos tenido experiencia de la proximidad de Dios. No olvidemos todas aquellas ocasiones en las que Él ha intervenido en nuestra vida. Ahora, ¿qué queremos hacer?

Ante la verdad, muchos se alejan

En su discurso sobre el pan bajado del cielo, Jesús se mostró como auténtico pan y alimento de vida eterna. Muchos no lo entendieron. Lo criticaron, vacilaron y lo dejaron.

Seguir a Jesús implica esfuerzo, sacrificio y olvido de uno mismo. Conlleva volcar nuestra vida en él y en el anuncio de su mensaje. Pero Jesús promete: «El que coma mi pan vivirá para siempre».
¿Creemos de verdad que la Eucaristía es carne y sangre de Cristo, que nos alimenta y nos hace crecer espiritualmente? Esa verdad nos reafirma como seguidores de Jesús.

Muchos no la aceptan. Son muchas las personas que, desde jóvenes, han tenido experiencias de participación en parroquias y comunidades. Pero, con el tiempo, se han alejado y hoy vemos las iglesias medio vacías.

¿Por qué sucede esto? Creo que hay dos causas principales.

Mantenerse siempre en función de los demás no es sencillo. El olvido de sí, desviar la centralidad de nuestra vida desde nosotros hacia los demás, cuesta cierto esfuerzo. No todo el mundo lo consigue.

Por otra parte, ciertas ideologías, contrarias a las verdades de la fe, se difunden sin cesar a través de la televisión y los medios de comunicación. Los medios no son inocuos, pueden crear dependencia y destilar ideas contrarias a la fe cristiana. Por ejemplo, los discursos “progre”, con su apariencia liberal y buenista, tienden a fragmentar la sociedad, confunden a las personas y las hacen fácilmente manipulables. Las modas, los discursos esotéricos y seudomísticos, que mezclan y confunden la experiencia de Dios con sensaciones y experiencias psíquicas, contribuyen a alimentar el desconcierto.

La fidelidad ha de translucirse en nuestra vida

Seguir a Jesús es vivir siempre atento. No se puede decir sí a todo. ¡Alerta! No todo lo que es políticamente correcto se puede aceptar. No nos dejemos influir por las modas dominantes. A quien seguimos los cristianos es a Jesús.

Somos menos, sí. Y esto nos causa pesar. Pero, los que continuamos, ¿cómo seguimos a Jesús? ¿Caemos en la rutina, la apatía, el cumplimiento de un deber que toca, por herencia o tradición? ¿Vivimos según la máxima de ir haciendo?

Esta situación es grave y preocupante. Los que nos encontramos cada domingo en misa debemos preguntarnos: ¿estamos a todas? ¿Nos decidimos a ser entusiastas evangelizadores, agentes misioneros? ¿O venimos tan solo a escuchar palabras bonitas y a tomar una sagrada forma?

¡Tomar a Cristo es tomar al mismo Dios! Hemos de salir de la Eucaristía diferentes. Si no damos ejemplo de autenticidad, de fidelidad, de constancia, la gente no se animará a seguirnos.

Es importante estar donde tenemos que estar, y allá donde estemos, respirar, movernos, comer, descansar, trabajar, transpirando a Dios. Nuestro rostro, nuestra voz, nuestra vida, nuestro corazón ha de lucir diferente.

No resbalemos por el tobogán de la tibieza. ¿Dónde está el entusiasmo, la convicción de que Dios nos ama?

Palabras de vida eterna

Ante la deserción de muchos seguidores, Jesús se vuelve hacia los doce y les pregunta: ¿También vosotros queréis iros? Pedro contesta de inmediato con una hermosa y rotunda profesión de fe.
Unámonos a Pedro: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Somos desvalidos, motas de polvo, casi nada… Tú nos aguantas en la existencia. ¿Con quién iremos, sino contigo? Tu mano nos sustenta. ¡Somos tan frágiles! Tú tienes palabras de vida eterna.

Las palabras de Jesús nos hacen sentirnos vivos para amar. Escucharlas, alimentarnos de ellas, ha de cambiar nuestra vida y nuestra forma de creer. Digámosle, creyéndolo de corazón: Tú eres el único que puede arrojar felicidad, el único que puede llenar nuestra vida. Tú eres el santo, consagrado por Dios.

Ante la indiferencia religiosa, no basta con seguir y no marchar. No caigamos en la tibieza. Reconozcamos que lo único que da sentido a nuestra existencia es creer en sus palabras de vida eterna. Si vivimos y comunicamos estas palabras, nuestra fe crecerá allí donde vayamos.

domingo, agosto 23, 2009

Tomar a Cristo


Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. … El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él.
Jn 6, 51-58

Dar el cuerpo es dar la vida y, con ella, la libertad. Jesús es nuestro pan, nuestra vida. Tomarle es adelantarnos a la vida eterna, paladear la plenitud. Este es el significado de sus palabras, que los judíos de su tiempo no entendieron. Sus coetáneos se admiraron ante la multiplicación de los panes y los peces. Pero ahora, Jesús habla de otro pan. Tomar su pan implica comunión, adhesión a su persona y a su vida. La exigencia que comporta seguirle es muy alta y no la soporta cualquiera.

Jesús, vivo y presente en la Eucaristía

Las palabras de esta lectura son similares a las que se repiten en la consagración, momento central de la Eucaristía. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre”. Cuando el sacerdote nos entrega la sagrada forma y nos dice: “El cuerpo de Cristo”, nosotros respondemos “Amén”, que significa sí. Con esto, estamos proclamando que creemos realmente en la presencia de Cristo en el pan y el vino. Esa pequeña masa de harina se convierte en hostia sagrada cuando el sacerdote la consagra como cuerpo de Cristo. Al tomarlo, aceptamos que él penetre en nosotros.

Venir cada domingo a misa debe ser mucho más que seguir una rutina y una tradición. Es dejarnos invadir por la presencia de Dios en nuestra vida. ¡Estamos tomando al mismo Cristo! Nos alimentamos de él. Venir a celebrar la Eucaristía es un regalo inmenso de Dios, un don especial y gratuito. Jesús se nos da. Ese pan del cielo nutre nuestra alma. Tomarlo es vivir la trascendencia, aquí y ahora.

Dios se entrega a nosotros

Esto ha de cambiar nuestra vida. Si no comemos, morimos. Para alimentar nuestra vida espiritual necesitamos tomar a Cristo. No podemos separar a Cristo de la Iglesia, de los sacramentos ni de la vida apostólica. Si no se viven estas tres realidades integradas, la fe se convierte en una experiencia fragmentada. La misa es un acto bellísimo: recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, entregado por amor, como máxima expresión de donación.

Otras religiones piden sacrificios y rituales; en la nuestra, Dios mismo se sacrifica por nosotros. Esto es lo genuino y revolucionario del Cristianismo. Nuestra religión es puro don, pura generosidad, puro amor. En la Eucaristía, recibimos nuestra salvación.

Lo esencial de la misa no es el recuerdo de un hombre bueno que murió. No. Jesús asumió la cruz para que todos seamos limpios y elevados a ser, como él, hijos de Dios. La misa no es una ceremonia banal, algo residual o accesorio de nuestra fe, que se relega a “cuando tengamos tiempo”, o cuando nos apetece porque “sentimos la necesidad” de ir. Es un acontecimiento central en la vida cristiana.

Si Dios se nos da, ¿cómo no vamos a dedicar un poco de tiempo para él? La misa sólo nos pide una hora y poco más a la semana.

La comunidad

Tomar un mismo pan también alimenta la comunión entre los fieles. Celebramos que no somos islas, seres alejados y solitarios, apartados unos de otros. No podemos vivir desconectados e indiferentes de lo que sucede a los demás. Si nos queremos, si formamos una auténtica familia, nos preocuparemos unos por otros, nos relacionaremos, nos ayudaremos y sostendremos. Tomar a Cristo da lugar a una comunidad que anticipa el cielo.

Una comunidad sólida y bien trabada esparce luz en el mundo y es signo de esperanza a su alrededor.

domingo, agosto 16, 2009

María Asunta al Cielo

Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se goza en Dios, mi salvador, porque ha mirado la humildad de su sierva. Desde ahora me llamarán feliz todas las generaciones, porque el Todopoderoso ha hecho en mí maravillas…
Lc 1, 39-56

En cuerpo y alma

Hoy María se hace presente en el seno de la Iglesia, por todo el mundo. Celebramos el tránsito de María a los cielos. La mujer que acogió en sus entrañas al hijo de Dios, la que supo hacer de su hogar un cielo, la que ya en la tierra había paladeado la eternidad, asciende a la morada divina.

El itinerario vital de María es paralelo al de Jesús. Sufrió al pie de la cruz, con el corazón traspasado de dolor; vivió el gozo de la resurrección y subió al cielo. Hoy celebramos la Pascua de María, que es un anticipo de nuestra propia pascua, cuando Dios nos resucite y nos eleve a los cielos con él.

Decimos que la Virgen sube en cuerpo y alma al cielo, y esto es importante. Antiguamente, por influencia de ciertas filosofías orientales, se menospreciaba al cuerpo. Se llegaba a considerar el cuerpo como cárcel del alma. Muchas tendencias puritanas, en la misma Iglesia católica y en otras religiones, valoran el alma pero consideran el cuerpo algo bajo y pecaminoso. En cambio, vemos que Dios resucita el cuerpo y lo glorifica. En la teología cristiana el cuerpo no es despreciable. Es imagen de Cristo y de la misma Iglesia. No es malo, sino lugar de expresión, relacional y afectiva. El cuerpo, la sexualidad, la comunicación, la afectividad, tienen un lugar en la teología cristiana. El cuerpo es bueno, pues Dios lo ha creado así.

Teología de la visitación

En la lectura de hoy, la visitación de María a Isabel, vemos como ésta corre aprisa, sin demora, para atender a su prima. Isabel era una mujer anciana, pero esperaba un hijo. Cuando alguien se abre a Dios, él puede fecundar la vida más árida y convertir el desierto en un vergel.

La visitación es un encuentro gozoso y también un gesto de ayuda. María va a atender a su prima para ayudarla en su parto. Las dos mujeres se saludan con alborozo, se abrazan y cantan a Dios, compartiendo su alegría íntima.

Hoy, María también viene a nuestras parroquias para visitarnos, en pleno verano. Es la Madre de Dios; por tanto, todos somos hijos suyos desde Cristo y por nuestra condición de bautizados. María nos visita cada día para despertar en nosotros la caridad y la solidaridad.

Abrirse a Dios

El Magníficat de María expresa lo que llena su corazón. Unida a Dios, proclama la grandeza del Señor. Se sabe pequeña, pero Dios se ha fijado en ella. María no hizo nada grande, fue una mujer sencilla, humilde, ama de su hogar. Muchas santas han fundado instituciones religiosas; ella, ¿qué hizo? Aparentemente, nada. Y, a la vez, mucho. Su grandeza fue abrir su corazón a Dios. Volcó en él toda su vida, y por eso él la prefirió y penetró en sus entrañas con su amor.

Ella guardaba cuanto oía y veía en su corazón. Siguió a Jesús por los caminos de Galilea, hasta Jerusalén, hasta la cruz. Y estuvo allí cuando resucitó, y en los inicios de la Iglesia, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos. María no hizo proezas, pero fue el origen de muchas cosas.

Un soplo de esperanza para el mundo

Los cristianos de hoy podemos sentirnos sin fuerzas, pequeños y abatidos… ¿Qué podemos hacer? En una época de crisis, de problemas y movimientos sociales, ¿qué nos enseña la Virgen?

María hizo fundamentalmente tres cosas. La primera: tuvo fe. “Feliz tú porque has creído en las promesas del Señor”, le dice Isabel. En segundo lugar, María espera. Sabe esperar, y mucho. Espera que su hijo convertirá el agua en vino; sabe que hará cosas grandes… Sabe que resucitará. Pero aguarda el momento. Y, sobre todo, María ama mucho.

En resumen, María cultiva la fe, la esperanza y la caridad; son los tres puntales que pueden sostenernos en medio de la incertidumbre.

Que María sea la suave brisa en medio del calor.

Que los cristianos seamos también brisa fresca en el mundo que se abrasa.

Que la Iglesia sea viento suave, calidez en la sociedad, esperanza para los que desfallecen. Esta es nuestra misión.

Aprendamos de María y de su total disponibilidad, de su fe, su esperanza y su amor. Al mundo lo salvaremos, no haciendo grandes cosas, sino amando más, esperando más, y con más fe. Esto hará brotar una revolución interior que sanará la humanidad. Seamos espejo de la imagen preciosa de María.

domingo, agosto 09, 2009

Ardor apostólico de san Juan Mª Vianney

El Papa Benedicto XVI declaró inaugurado el Año Sacerdotal el día 19 de junio, festividad del Sagrado Corazón de Jesús.

El Papa hace referencia al 150 aniversario del fallecimiento de San Juan María Vianney, poniéndolo como ejemplo a imitar en su intensa vida pastoral. El cura de Ars tenía muy claras sus ansias de convertir las almas a Dios. El santo patrón de los párrocos es, para mí, un gigante del sacerdocio. Su tarea pastoral se va desgranando a partir de una profunda amistad y comunión con Cristo. La centralidad de la Eucaristía en su ministerio es fundamental.

Por razones históricas, el cura de Ars es una figura muy vinculada a los inicios de mi vocación. Fui interpelado por una persona entusiasta. Me llamó a seguir a Cristo justamente el 4 de agosto de 1974. Desde entonces hasta mi ordenación en el año 1987, y después de ella, he seguido sin vacilar, fiel a mi sacerdocio. Es por este motivo que siempre he tenido una especial devoción al cura de Ars. Fue un don recibir la llamada el día del patrón de los párrocos.

Siempre he encomendado mi vida pastoral y sacerdotal a este santo. Desde que dije sí a Dios, con dieciocho años, no he dejado que ninguna dificultad pudiera enturbiar la alegría de mi vocación. El ejemplo de aquel que me llamó y el de san Juan María Vianney han sido referencias constantes para mí.

Estos días de calma veraniega he tenido la oportunidad de releer algunos libros sobre el cura de Ars y la carta del Santo Padre dirigida a todos los sacerdotes del mundo. Realmente, es extraordinario. Dichas lecturas me han sugerido algunas reflexiones.

Frente al orgullo de la intelectualidad, que también alcanza a muchos teólogos, que teorizan prescindiendo de la comunión y la unidad en la Iglesia, el cura de Ars nos enseña con humildad que la auténtica teología sale del corazón unido a Cristo. Podemos decir que algunos teólogos caen en la autocomplacencia intelectual, convirtiendo su discurso en un alegato ideológico y antropológico, en función de su concepción particular de la Iglesia. Puede haber incluso un discurso teológico muy vertebrado y compacto, pero sin comunión y sin amor, están haciendo teología de laboratorio, porque lo fundamental de la teología es Cristo.

No se puede hacer teología sin amor y sin esperanza. Muchas veces, asistimos a discusiones acaloradas por tener opiniones diversas. Cuando se llega a esos momentos tan complejos uno se pregunta si realmente se trata de teología o si nos estamos desviando de lo esencial, que es Cristo y la comunión con él.

El cura de Ars nos enseña, con su humilde ejemplo de santidad, lo importante que es el encuentro amoroso e íntimo con Cristo. Sin esa experiencia con el Amado, no se puede hacer teología genuinamente cristiana. La teología pastoral del cura de Ars está basada en la comunión con el corazón de Cristo.

Sabemos que el cura de Ars tuvo dificultades para aprobar las asignaturas de teología. Su párroco tuvo que intervenir ante el obispo para que lo ordenasen. Pero, pese a todo, él siguió estudiando. Deseaba, con toda su alma, llegar al sacerdocio. Su encuentro con Cristo no fue a través del entendimiento o de conceptos abstractos. Antes de entrar en su cabeza, Dios entró en su corazón. El cura de Ars lo entendió, y muy bien, desde lo más hondo de su alma. Santo Tomás de Aquino, cuando tuvo una especial revelación mientras celebraba la Eucaristía, comentó que la experiencia íntima y reveladora del sacramento superaba toda su Summa Teologica. El cura de Ars, sencillo y humilde, tuvo muy claro amar la Eucaristía con profundo ardor.

Su amor al confesionario y a la infinita misericordia de Dios hizo de él merecidamente el santo patrón de todos los párrocos.

domingo, agosto 02, 2009

La Iglesia ante la crisis

Contesto con este escrito algunas reflexiones que me han hecho varias personas. Seguro que a más de uno son temas que le preocupan y me parece importante facilitar esta información.

Sobre la Iglesia y la crisis

La Iglesia se ha pronunciado abierta y reiteradamente, y lo sigue haciendo, sobre la crisis y la pobreza. El Papa, los obispos y las publicaciones cristianas no paran de hablar del tema. Otra cosa es que los medios de comunicación masivos no se hacen eco de esto, les interesa más resaltar otros aspectos para polemizar. Yo recibo boletines y prensa católica y os aseguro que no hay semana en que no haya comunicados al respecto.

Además, en su última encíclica, Benedicto XVI trata explícitamente sobre la crisis mundial. Ahonda con lucidez en sus causas y propone algunas guías para buscar soluciones. Ante quienes protestan y defienden la no ingerencia de la Iglesia en los estados, el Papa también recalca que esta encíclica no pretende dar recetas ni soluciones políticas y afirma que son los países, sus gobernantes y la sociedad civil quienes deben trabajar en este sentido, inspirados por sus valores humanos, para mejorar el mundo. Es decir, apela a la responsabilidad de todos.

Pero la Iglesia hace más que hablar de la pobreza y la crisis: la Iglesia es la primera institución que está HACIENDO algo por las familias afectadas. Cáritas está atendiendo a un 40 % más de personas que en años anteriores. En mi parroquia lo veo continuamente. Tenemos un servicio para atender a gente en el paro y a inmigrantes, y cada día desfila más gente. La primera referencia para estas personas desesperadas es la Iglesia, porque saben que ahí encuentran acogida, apoyo real y comprensión, y no burocracia. Las instituciones públicas son las primeras que nos envían gente.

Sobre los "tesoros" y la riqueza de la Iglesia

Mucha gente dice que la Iglesia podría vender sus riquezas y patrimonio artístico para dar el dinero a los pobres. Sinceramente: ¿creéis que esto arreglaría el problema del hambre en el mundo? Este argumento carece de fundamento, hace mucho ruido pero no se sostiene, y explicaré por qué.

En primer lugar, hay que decir que la Iglesia tiene repartidos por todo el mundo más de cincuenta mil misioneros (no hay ninguna ONG ni gobierno que tenga tal número de cooperantes comprometidos para toda su vida). Esos misioneros se mantienen en buena parte con los fondos que se recogen en las campañas del Domund y otras, administrados desde el Vaticano. Cuantitativamente, este dinero supera en mucho el patrimonio artístico de la Iglesia y, por supuesto, supera también lo que los gobiernos dan para cooperación internacional.

Por otro lado, ese patrimonio artístico y esos “tesoros” no son propiedad del Papa, ni de los obispos ni del Vaticano, sino de toda la Iglesia (o sea, mil millones de ciudadanos de este mundo). No se puede vender ni dar, pues la mayor parte es herencia histórica u obtenida por donaciones y regalos de diferentes donantes e instituciones que, lógicamente, piden que se respete el destino de su donación: la Iglesia.

El hambre en el mundo no se arregla vendiendo el patrimonio de la Iglesia. En España en el siglo XIX el estado confiscó los bienes eclesiásticos, en teoría, para favorecer a las clases humildes. La mayoría de estos bienes fueron malvendidos a unos cuantos nobles y millonarios. Muchos los abandonaron o los revendieron, incluso a magnates extranjeros. Nuestro país ha perdido así obras valiosísimas de su patrimonio artístico. A los pobres no les tocó nada.

También hay que tener en cuenta que el patrimonio artístico de la Iglesia es patrimonio de la humanidad. La Iglesia lo está cuidando a sus expensas y recaudando fondos para mantenerlo y abrirlo a todo el mundo, porque sabe que así ofrece cultura y educación. Si hay beneficios, ¿no es mejor que se destinen a las obras sociales y misiones de la Iglesia? ¿O es preferible que todo ese patrimonio lo gestione una empresa privada para su lucro?

Para acabar con el hambre del mundo es necesaria la voluntad de los gobiernos y mucha conciencia ciudadana. Con sólo el 10 % de lo que cuesta una guerra, o con menos del 5 % de lo que los estados han inyectado a los bancos para superar la crisis (ojo al dato) el hambre se podría superar. Ya veis que el problema no está en las riquezas de la Iglesia, sino en la falta de escrúpulos de los gobernantes, en la codicia y en la mala administración de los recursos mundiales. Si se quisiera, el hambre ya estaría resuelto hace décadas, y con mucho menos coste que lo que cuesta, por ejemplo, una misión espacial o el arsenal con que se arman muchos países, incluidos países en vías de desarrollo, como la India.

La Iglesia en España

Ahora mismo, la Iglesia en España no recibe dinero del estado directamente. El estado deriva a la Iglesia lo que los ciudadanos, por propia voluntad, destinan en su declaración de la renta, marcando la casilla correspondiente. O sea, que sólo hace de intermediario. Además, si tuviéramos que cuantificar todos los gastos en: educación, servicios sociales, atención a ancianos, niños, etc. que la Iglesia ahorra al estado, la cifra sería astronómica. Está calculado: más de 5.000 millones de euros. ¿Cuánto da el estado a la Iglesia a través del IRPF? 100 millones de euros. Es fácil ver de qué lado está la balanza.

La Iglesia está totalmente involucrada con los pobres. No hace demagogia, está a su lado. Como institución tendrá sus defectos, soy el primero en reconocerlos, pero comparados con el bien real que está haciendo, son nimiedades al lado de su enorme labor.