domingo, enero 22, 2023

Unidos a ti


Antes de aceptar con docilidad tu pasión y muerte, en el discurso del adiós a los tuyos, elevaste una oración al Padre para que ellos, tus discípulos, fueran uno: Te ruego por ellos. Querías que permanecieran unidos cómo tú con el Padre. De alguna manera, intuías que no sería fácil mantener esa unidad. Tu preocupación delataba que la desunión marcaría la historia de la Iglesia.

En esta semana de oración por la unidad de los cristianos, en esta hora de adoración, queremos pedirte, ante tu sagrario, que sigas pidiendo al Padre para que se cumpla tu anhelo: que la Iglesia permanezca unida.

¿Por qué falta unidad y qué es lo que origina tanta separación? La falta de paz interior. Los enfrentamientos y la violencia, en el fondo, siempre se han sustentado en una falta de sintonía y de comunión. En el pasado, sabemos que se han provocado guerras en tu nombre, entre diferentes confesiones y entre religiones que decían seguirte. ¡Cuánto sufrimiento! Todas estas guerras y muertes han sido tu segunda pasión: que se utilice el nombre de Dios como pretexto para romper en vez de unir.

Si matarte en la cruz fue fruto de la soberbia humana, la muerte ahora ya no será por tu identidad divina. Hoy te seguimos matando cuando, desde nuestra atalaya espiritual, creemos que estamos en la posesión absoluta de la verdad. Ahora la guerra se da entre confesiones religiosas, entre creencias e ideologías. Todo esto genera infecundidad y nos aleja de tu verdad. Tú vas más allá, incluso de los propios credos. Hemos convertido tu doctrina en un arma que causa terribles enfrentamientos. Hemos envuelto tu verdad en pura ideología sesgada. 

Como diría el papa emérito recién fallecido, Benedicto XVI, nadie puede poseer la verdad: es la verdad quien te posee a ti. La fe como instrumento de guerra: qué lejos está de tu corazón. Tú, que deseabas tanto la unidad de los tuyos. Una mala interpretación de las sagradas escrituras y de tus palabras es la fuente de tantas separaciones. La propia palabra revelada, mal interpretada, nos lleva a prostituir tu santo mensaje para servir, en algunos casos, a oscuros intereses. Tu palabra, buen Jesús, ha quedado manchada, utilizada, manipulada. Cada vez que lo hemos hecho, hemos alargado tu agonía y te hemos golpeado con más clavos, con más flagelos. Seguimos atravesando tu corazón con la lanza de nuestro orgullo y soberbia. Y tú sigues sufriendo, callando. No te defiendes, como en tu juicio ante Pilato. Pero sigues sangrando, hoy. No sólo por los enfrentamientos entre una verdad subjetiva y la fe religiosa, sino por el conflicto dentro de muchas comunidades católicas. Son guerras internas que no se libran con armas, sino con la falta de caridad entre los tuyos. Dentro de la propia comunidad católica hay división, pues las críticas despiadadas que se producen en su interior son un cáncer que debilita su vigor y, lo que es peor, está haciendo metástasis en el cuerpo de la Iglesia. La división afecta a todos los ámbitos: jerarquía, movimientos, parroquias y grupos. 

Hoy se podría decir que la Iglesia está muy tocada. Su salud se ha debilitado por esos estériles enfrentamientos, que la llevan a un estado de supervivencia. Su testimonio brilla como una llama vacilante. Pero tú, Jesús, tanto quieres a la Iglesia que, aunque el cuerpo eclesial sea débil, tú la sostienes con la fuerza de tu espíritu. La Iglesia, aún tan denostada, nunca ha renunciado a su vocación martirial. Los tuyos te dejaron solo. Juan Pablo II, arrodillado en el Gólgota, tumbado en el suelo, pidió perdón por tantas veces como la Iglesia se ha apartado del evangelio. Este gesto de humildad es un soplo del Espíritu.

Ojalá no te volvamos a dejar solo. No permitas que tu nombre sea utilizado para herir, sino para construir. Esta noche queremos estar de nuevo contigo para pedirte que tu Iglesia sea lo que tú soñaste, cuando la fundaste y la encomendaste a Pedro.
Que sea un faro luminoso que sella las heridas históricas.
Que tu amor sane tantas contradicciones. 
Que la luz de tu verdad penetre a todos aquellos que hemos decidido seguirte.
Que la fuerza de tu misericordia nos ayude a saber perdonar y nos hermane en un solo corazón.
Pero, sobre todo, que tu dulzura nos haga ser más humildes y nos haga ver que tú quieres a todos como buen padre, más allá de sus ideas y de su manera de ser.

Tú has querido una iglesia plural, con carismas y talentos, una iglesia acogedora y madre. Sólo lograremos la unidad de todos los cristianos cuando estemos íntimamente unidos a ti. Esta será la clave y la fuerza para superar cualquier dificultad. Tu sueño original es que todos, sin excepción, podamos participar de tu banquete celestial. Sólo así tu Iglesia, agrietada, podrá fortalecerse de nuevo y ser un sólido testimonio ante el mundo. Cuando venimos aquí queremos sentir que nuestro corazón está latiendo junto al tuyo. Esta será nuestra fuerza para seguir trabajando por la unidad de los cristianos.

domingo, enero 08, 2023

Jesús, te quiero

Son las últimas palabras que balbuceó Benedicto XVI en su lecho de muerte. No sólo era uno de los intelectuales más importantes de Occidente, un gran académico y profesor de teología. Él decía que, sobre todo, quería ser un pastor al servicio de la verdad. De perfil tímido y humilde, con una enorme capacidad intelectual, supo escuchar y dialogar con los líderes de diferentes religiones. Con finura auscultó el mal que padecía nuestra cultura. Era un apasionado en la búsqueda de la verdad. No era un personaje mediático, pero tenía una profundidad que le permitía llegar hasta el tuétano de la realidad. Poseedor de convicciones muy hondas y firmes, utilizaba un lenguaje literario y claro, al servicio del magisterio. Sus encíclicas, cartas y escritos aúnan la teología con la poesía y la belleza expresiva. He tenido la ocasión de leer sus libros sobre Jesús de Nazaret y sus encíclicas, especialmente Deus caritas est. Su espiritualidad, centrada en Cristo, es palpable en todas sus reflexiones.

Siendo ya Papa, después de muchos años como profesor y después responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, supo acoger a todo tipo de personas de tendencias y pensamiento muy diferente, posicionándose siempre al lado de la verdad. Su afán era evitar que el relativismo moral fragmentara la identidad de la persona, distinguiendo entre la subjetividad de las opiniones y la verdad, fundamento inmutable de todo. Como buen pedagogo y teólogo, su preocupación era defender la verdad de la fe e instruir a los fieles. Su firmeza generó reticencias no sólo en el mundo social, político y cultural, sino incluso dentro de la Iglesia. No faltaron los líderes y movimientos que se opusieron frontalmente a su legado magisterial. Frases mal entendidas o sacadas fuera de contexto le ocasionaron diversas fricciones que siempre estuvo dispuesto a paliar. Era impresionante constatar cómo su capacidad intelectual no estaba reñida con la humildad. Su talante era sencillo, sobrio y atento. Sabía escuchar.

Quizás todavía no seamos conscientes del legado que nos ha dejado a la Iglesia. Sus obras, estudios y experiencia como hombre creyente, como teólogo y como pastor y papa, al servicio del pueblo de Dios y de la humanidad, no dejan a nadie indiferente. Aunque no fuese un papa mediático, como lo fue su predecesor Juan Pablo II, ni como lo es el papa Francisco actualmente, tuvo otro carisma: iluminar con la verdad unos momentos históricos confusos con una Iglesia que se tambalea. Supo arrojar luz en momentos de oscuridad y tuvo que ponerse firme ante los casos de pederastia dentro de la misma Iglesia. Sentía un profundo dolor ante estos terribles abusos. Como él mismo expresó, es inconcebible que un siervo de Dios pueda cometer estas atrocidades. Pero aceptó lidiar con estas complejas situaciones, soportando duras críticas porque no quiso plegarse a la dictadura del relativismo moral. Pagó un precio muy alto ante los poderes mediáticos. Pero nunca renunció a su acérrima defensa de la verdad. Esto es lo que definió su pontificado.

En el centro del magisterio de Benedicto estaba Jesús, a quien dedicó sus últimos libros. Jesús estuvo presente en su vida hasta el momento de la muerte. Benedicto no era un mero erudito o un profesor que escribe sobre teología, ni se limitaba a pronunciar hermosas homilías. Amaba a Jesús, y por eso lo convirtió en el núcleo de su teología. Imagino cuántas horas de diálogo íntimo y fecundo debía tener con el gran amigo del alma, y cuánto debía interiorizar su vida. Ricas conversaciones de tú a tú. Lo que escribió fue fruto de su amistad con él.

El Pedro de nuestra Iglesia se encontrará con la razón última de su vocación. En abandono y confianza, ¡qué hermoso abrazo se darán! Cuidó como mejor supo el rebaño que Cristo le encomendó. Como bien dijo, al inicio de su pontificado, Dios lo había llamado a cooperar en la viña del Señor.

Antes de morir, sus últimas palabras se dirigieron a él. Quizás era una jaculatoria que iba pronunciando durante su tránsito a la otra vida. Estaba preparándose para dar el salto definitivo. Este final, en su lecho, me evoca una enorme ternura, como la que despierta un niño que le dice a Jesús: te quiero mucho. Es toda una declaración. Todo cuanto hizo Benedicto fue porque amaba mucho a Jesús, y por eso fue dócil a su Iglesia, aceptando los cargos que le fueron encomendando a lo largo de su vida, hasta llegar a ser elegido papa. Así lo proclamó, lo anunció y lo predicó hasta las últimas consecuencias, frente a una sociedad fuertemente secularizada que no siempre lo comprendió. Pero él estaba totalmente abandonado.

¡Cuánta densidad en estas breves palabras! Jesús. Con todo lo que implica este nombre, que lo era todo para él. Te quiero. Te amo como verbo en acción: implica una vinculación muy íntima y afectiva. Sus labios expresaban la unión plena con él. Nunca se está solo si hay amor.

¡Qué manera tan bella de acabar su vida! Como Papa emérito, resume con estas palabras su densa teología, que hace de él un padre de la Iglesia, de la talla de san Agustín, a quien tanto admiraba.