domingo, septiembre 08, 2013

El cuerpo, lugar sagrado de la encarnación

¿Qué implica asumir y entender la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret? Para entender la humanidad de Cristo hemos de dejar aparte ciertos prejuicios morales, causados por una línea de pensamiento platónico y puritano que ha llevado a un reduccionismo herético, llamado docetismo. Este afirma que la corporeidad de Cristo es una excusa, un simple medio para encarnarse porque no hay otra manera. El cuerpo es solo un vehículo para que la divinidad venga a la tierra. Por tanto, la humanidad de Cristo y su corporeidad no tienen ningún valor.

¿No creéis que, en el fondo, nos asusta pensar cómo Dios pudo hacerse hombre, con lo que esto implica: su biología, su fisiología, su sexualidad? Nos da vértigo asumir a un Dios hecho humano, sexuado, sujeto a necesidades fisiológicas y emocionales. Nos parece que Jesús es menos Dios porque come, ríe o se enfada, porque se cansa, siente angustia y tiene preferencias ante la elección de sus amigos, o porque habla con mujeres pecadoras. Nos espanta ver a un Dios hecho hombre, tan libre que no se somete a las normas morales y religiosas de su cultura judía. Nos asusta verlo tan humano, tan desnudo de prejuicios. No entendemos que Dios sude, que le salga barba, que juegue con los niños o que se detenga a conversar con una mujer samaritana. Preferimos a un Jesús delicado, andrógino, que marque distancia para no exponerse a ciertas tentaciones. Preferimos al Cristo de la estampita, risueño, ingenuo, con la mirada perdida en algún ensueño místico, iluminado, como aparece en ciertas películas. Estamos negando el núcleo esencial de la teología de la encarnación.

Así es como hemos reducido a nuestras categorías puritanas la imagen de Cristo, porque nos abruma verlo tan normal y tan masculino. No acabamos de entender que lo novedoso y revolucionario en la teología cristiana es que Dios se hizo hombre en Jesús, y que este hombre, Jesús, es Dios. Este es el misterio más apasionante de la revelación: Dios, por amor al hombre, se hace hombre. Y sólo así puede mirarnos, seducirnos, amarnos e invitarnos a ir con él. Por eso la Iglesia sigue formando parte del mismo misterio. O asume la humanidad de Cristo o no podrá establecer un diálogo con el hombre de hoy.

Pero no solo la Iglesia ha de ser experta en humanidad. El mismo sacerdote, en cuanto que forma parte de la vida de Jesús, ha de participar de su libertad y ha de aprender a encarnarse en el mundo, como él lo hizo. Y es que el sacerdote, en la medida que participa en la comunión con Jesús, ha de asumir en profundidad que él también es hombre, con todas sus consecuencias, y sujeto también a las leyes físicas, biológicas y psicológicas. No puede renunciar a su ser hombre, porque esta es su naturaleza y ha sido creado por Dios de esta manera: humano, mortal, con limitaciones. Cuando sublima su sexualidad por amor y entrega, está ejerciendo un profundo acto de libertad.

Cuántas corrientes puritanas quieren convertir al sacerdote en un icono intocable, cuanto más pulido, mejor; imberbe, asexuado, distante. Preferimos verlo así, cándido como la imagen de una estampa beatífica. Encasillamos al sacerdote para evitar que sea demasiado humano y nos asusta verlo sin clergyman, sin afeitar, vestido como los demás. Nos asusta que se mezcle con ciertas gentes o que vista de cierta manera. Preferimos un frío formalismo a la sinceridad de un sacerdote que lucha día a día por ser fiel a la grandeza de su don, aunque se equivoque. Pero el Papa Francisco avisó: prefiero vuestros errores y equivocaciones, cuando intentáis hacer el bien, antes que un legalismo clerical y paralizante. Un sacerdote no lo es menos por no llevar alzacuello, como tampoco el que lo lleva es más digno por el hecho de llevarlo.

No nos dejemos impresionar por las apariencias. Detrás de un clergyman o una sotana puede esconderse un terrible orgullo, que tape muchas carencias. Pero también he conocido a sacerdotes muy santos que llevan alzacuellos, y a otros que no lo llevan y que son orgullosos y petulantes, que venden marca de “progres” y ocultan bajo su aspecto informal un ego altivo y arrogante. No se trata tanto de llevarlo o no, sino de vivir con auténtica pasión y libertad el sacerdocio. Tras las apariencias y la vestimenta, se trata de descubrir y reconocer la bondad y el deseo de santidad que hay en el cura. Hemos de aprender a mirar a los ojos y descubrir el brillo de su alma. Dejemos a un lado los prejuicios morales y doctrinales para descubrir el tesoro de Cristo que hay en cada sacerdote.

No olvidemos que lo valioso de Cristo, además de su divinidad, es su riqueza en humanidad.