domingo, junio 25, 2017

«Me miró y me eligió»

Ha sido un intenso día paseando entre las maravillas de esta ciudad, donde los vestigios arquitectónicos expresan la gloria del esplendor romano. La iniciativa de los emperadores y los papas, su afán de perdurar en la memoria, la creatividad de cientos de artistas y el trabajo silencioso de miles de personas anónimas, a lo largo de los siglos, han hecho de Roma una meca del arte. En cada calle, en cada plaza, el viandante encuentra algún edificio, una escultura, una iglesia o un rincón evocador de esa huella del pasado que permea la ciudad hasta el día de hoy. No en vano Roma fue la capital del mundo mediterráneo, centro de un imperio que abarcó parte de tres continentes, Europa, Asia y África. Si la gloria de los emperadores se esfumó, otros logros han sobrevivido: la impronta de la arquitectura y el urbanismo, el derecho romano, el lenguaje que hablamos y, finalmente, la filosofía y la propia expansión del cristianismo. Nuestra cultura occidental es hija de esta Roma que, hace dos mil años, era quizás la ciudad más grande del mundo. Viajar a Roma es viajar a la historia del ingenio y la creatividad humana, primero en su lucha por expandir su territorio y, luego, como sede de la Iglesia, en su afán por expandir la cristiandad.

Roma, hoy, sigue siendo cosmopolita y animada. El turismo afluye durante todo el año, la ciudad bulle. Como me dijo un taxista, en Roma, si alguien tiene ganas de trabajar, siempre encuentra qué hacer. En los barrios históricos y céntricos se respira arte por doquier. Hay belleza en las iglesias, fuentes, palacios y plazas. Pero también en las pequeñas trattorias o restaurantes, con sus mesitas en la calle, bajo parasoles y pérgolas cubiertas de hiedra, decoradas con sumo gusto. Pasear por Roma es una constante llamada de atención a los sentidos, y muy en especial el sentido de la vista.

Ya en el hotel, cuando por fin puedo descansar, cierro los ojos y voy asimilando todas estas imágenes que pueblan mi mente. La plaza del Vaticano, el Castel Sant‘ Angelo, los puentes sobre el Tíber, la plaza Navona, con sus fuentes y sus palacios, el Panteón… Reflexiono, rezo y ofrezco a Dios el regalo de este día. Tras pasear por esta ciudad que, dicen, cuenta con más de tres mil iglesias, entre tanta gente y con tantas impresiones, agradezco la soledad apacible de mi habitación. Necesito estar a solas y prepararme espiritualmente para el propósito de mi visita: el encuentro con el papa Francisco.

Doy gracias a Dios porque así lo ha querido. Gracias al papa, por haber dicho que sí a recibirme. Gracias a la comunidad de FASTA, en especial a su fundador, el padre Fosbery, que ha facilitado todos los trámites para que se pudiera culminar mi deseo de encontrarme con el Papa con motivo de mi 30º aniversario de ordenación. Gracias a mi comunidad parroquial de San Félix, que me acompaña con el corazón y reza por este encuentro.

Esta noche, una profunda emoción embarga mi corazón. No sólo estoy conmovido ante el encuentro con el papa en sí, por ser quien es y por el lugar que ocupa, sino porque conozco su trayectoria como arzobispo de Buenos Aires. Sé de su talante abierto y social. Sé que, más allá de su cargo, por su perfil y su origen, como jesuita, es un hombre valiente. Reconoce sus defectos y, pese a las controversias que pueda generar en algunos sectores, se atreve a tratar temas que están en la frontera de lo moral, lo social y lo cultural, así como cuestiones bíblicas y teológicas. Expresa su sensibilidad espiritual con transparencia, tal como se definió a sí mismo en la famosa entrevista publicada en la revista Civiltà: como un pecador. El papa Francisco me acerca a aquel primer papa apasionado y temperamental, capaz de sacar la espada y luego negar a Cristo, capaz de llorar amargamente arrepentido, con profundo dolor. Aquel pescador de Galilea que ante Jesús exclamó: ¡Apártate de mí, que soy un pecador! Esta imagen tan vulnerable de Pedro me fascina. Jesús lo elige a él para ponerlo a la cabeza de su Iglesia: una persona sencilla y frágil. Esta es la forma de hacer de Dios. Los proyectos de Dios están sostenidos sobre la fragilidad humana, convirtiendo a las personas en expresiones sólidas de su amor. Esta noche pensaba en su escudo papal, en su lema: Miserando atque eligendo («Me miró con compasión y me eligió»). ¡Qué imagen tan cercana! Cuántas veces Jesús nos mira y nos llama…

Con ese lema, el papa está renunciando a la idolatría y al poder que le da su cargo. Ante su elección como papa, hace tres años, debía sentir un profundo vértigo. Siendo como es, debía costarle aceptar el papado. Eso significa estar en la cumbre de la cristiandad, representando a toda la Iglesia católica. Cuánto peso sobre unos hombros ya ancianos. ¡Cuánto abandono y humildad para dejar todos los planes que tuviera y aceptar este otro, grande e inesperado, plan de Dios!

Francisco inició su papado rezando con el pueblo y pidiendo su bendición. Si este papa, tan humano, está en el vértice de la divinidad, representando a Cristo, también es humana la Iglesia que representa la trascendencia. El papa es el Cristo en la tierra pese a su limitación como persona.

Cierro los ojos y me dispongo a dormir. Esperando, con emoción contenida, el abrazo con el papa. Todo está en silencio y la noche es apacible. Las calles duermen en este barrio tranquilo donde me alojo. Los jazmines exhalan su aroma y la luna va ascendiendo por el cielo, casi llena. Roma descansa, en espera de otro luminoso y nuevo día.

domingo, junio 18, 2017

Vuelo hacia Roma

Me dirijo al aeropuerto a las 4 de la mañana. De madrugada, todavía de noche, el fresco se ha intensificado. Caen unas gotas de lluvia, como una bendición refrescante del cielo aún oscuro. La ciudad duerme. Todo es silencio.

Me dispongo a saborear el regalo de este viaje. Quería celebrar mi 30º aniversario de ordenación con el Papa Francisco y todo se ha ido cumpliendo con extrema suavidad. Deseo compartir el regalo de mi sacerdocio con aquel que representa la máxima unidad y comunión en el sacerdocio de Cristo. Deseo este encuentro con toda mi alma. Saludar y estrechar las manos de Pedro, aunque sólo sea por un corto tiempo, despierta en mí una enorme gratitud. Bastarán unos instantes para llenarme de la fuerza del pontífice.

El testimonio entusiasta del papa, que ha sabido abrirse al soplo del Espíritu de tal manera, me ha hecho consciente de la importancia de su primado en el contexto histórico y eclesial que estamos viviendo. El papa Francisco está provocando un cambio en la percepción del papado, así como en las estructuras internas de la Iglesia, no sin sufrimientos ni críticas. Si Cristo fue libre respecto a la religiosidad judía, llevando la ley a su plenitud, el papa Francisco, con este viraje del Espíritu, quiere ir más allá del propio concepto de religiosidad e ir a los orígenes, donde todo empezó, a esa Galilea pobre y humilde que Jesús recorrió para anunciar la buena nueva. El reto es apasionante y con el paso del tiempo la Iglesia, como estructura humana, se ha ido anquilosando y ahora necesita de una plasticidad mística. La tradición es importante, por supuesto, pero no hay que encadenarse a ella. El papa es un ciclón: replantea cuestiones vitales que a muchos les harán tambalearse. Está tocando temas límite en muchos aspectos de la moral y la pastoral que la propia Iglesia debería ir asimilando. Hará falta una mayor generosidad y apertura de corazón para no poner barreras a la frescura de unos planteos que requerirán de toda humildad y valentía, como mínimo reflexionar más allá de las ideologías, incluidas las religiosas.

El papa quiere separar la ideología de la fe, y que la Iglesia esté por encima de movimientos y sensibilidades, porque Jesús no es una ideología expuesta a ser manipulada por ciertos líderes; Jesús es una persona con la que se da un encuentro de tú a tú, libre de todo prejuicio. Sólo así caminaremos hacia la santidad. El papa tiene la gran osadía de no reducir ni un ápice la libertad que se le ha concedido por su ministerio petrino. Su tarea es ardua pero apasionante. El Espíritu Santo sopló para traernos un papa desde la Patagonia, un papa que no tiene miedo y que es consciente de que parte de los verdugos de su martirio serán gente de adentro. Pero lo vive con una serenidad inquebrantable, como guerrero de Cristo, un jesuita que llegará hasta el límite para evangelizar. Sabemos que hay una larga historia de mártires jesuitas que no han tenido miedo a dar la vida por Cristo. Como decía san Ignacio de Loyola, Cristo es el centro de la vida.

Todo esto voy pensando mientras el conductor del taxi me lleva hasta el aeropuerto. Cuando llegamos todo es ágil. Después de presentar mi billete en el mostrador de la compañía, me dirijo hacia la puerta de embarque con mi pequeña maleta de mano. Camino por un largo pasillo iluminado por los letreros y los escaparates de las tiendas. Los viajeros van y vienen, ¡un aeropuerto nunca duerme! Después de hacer una larga cola, paso por el corredor que me lleva hasta el avión con rumbo a Roma. Son las 5.30 de la mañana y empieza a clarear, tímidamente porque el cielo está cubierto de nubes. Ocupo mi asiento y poco después el avión comienza a tomar velocidad por la pista, hasta que, en medio de su estrepitosa carrera, levanta el vuelo. Desde la ventanilla contemplo la pista de despegue con sus luces parpadeantes. Poco a poco estoy sobrevolando la costa, atrás queda Barcelona y su puerto, iluminado.

Se hace de día y el avión endereza su rumbo. Ahora vuelo sobre un mar de nubes algodonosas. Desde arriba todo es bello. Pienso que el hombre, gracias a su inteligencia, ha logrado conquistar el aire y volaría hacia el infinito, si pudiera, para alcanzar nuevas metas, adquirir nuevos conocimientos y experiencias, siempre más allá de sí mismo. En lo espiritual, si nos dejásemos llevar, no sólo por nuestra inteligencia, sino por el soplo del Espíritu, surcaríamos los misterios del cosmos y nos adentraríamos en el misterio de los misterios, Dios. Sin avión, sin tecnología, sin conocimientos científicos, basta dejarse penetrar por ese misterio tan hondo que permea toda la realidad. Tan sólo un gramo de Espíritu Santo te lleva a la plenitud humana y no importa quién seas ni lo que hagas: si escuchas el rumor suave del Espíritu en tu corazón volarás más alto de lo que jamás podrías imaginar.

Llego a Roma a las 8 de la mañana. El trayecto ha sido apacible, salvo por alguna sacudida provocada por las rachas de aire. En Roma es de día y hace un tiempo luminoso y cálido. El sol baña la Ciudad Eterna, que ya hace horas que ha despertado y bulle animadamente. El taxista que me recoge para llevarme al hotel se muestra muy exquisito, y me pide disculpas por el denso tráfico que nos retiene en la autovía. Tardo casi más tiempo en llegar a mi alojamiento que lo que ha durado mi vuelo desde Barcelona. Cuando por fin llegamos a Roma, miro por la ventanilla y reconozco algunos lugares. La cúpula de San Pedro, el Castel Sant Angelo, las largas rondas a lo largo del río Tíber…  Llegamos al hotel, que está en un barrio residencial y tranquilo, lejos del bullicio del centro de Roma.  Por todas partes veo flores: las terrazas están cubiertas de hiedras, madreselvas y jazmines. En cada esquina, entre los bloques de pisos, crecen magnolios, abetos y otros árboles frondosos. Las buganvillas llenan de color los muros y las calles huelen a jazmín. Allí piso suelo romano y doy gracias a Dios. Me dispongo a vivir mi primera larga e intensa jornada, preparando mi encuentro con el papa, que será al día siguiente.

domingo, junio 11, 2017

La noche antes, fiesta de Pentecostés

Esta semana empiezo una serie de escritos para explicar mi experiencia en Roma, con el papa Francisco. El día 6 de junio pude concelebrar en Santa Marta, en una misa presidida por el santo padre y un grupo de sacerdotes y fieles. Este es el primer capítulo, antes de iniciar el viaje.

La noche antes, al atardecer, un azul intenso colorea la bóveda del cielo y una brisa suave corre por el patio. La morera agita sus hojas como el vaivén de un abanico. La placidez del entorno me hace sentir un profundo bienestar. Hoy hemos celebrado la festividad de Pentecostés, ese regalo que Jesús dio a sus discípulos, animándolos a ir por todo el mundo anunciando la buena nueva a toda criatura. En el atardecer de ese día una fuerza de lo alto irrumpió en las vidas de aquellos hombres, cambiándolos totalmente. De ser miedosos y pusilánimes se convirtieron en auténticos testigos de una experiencia que los envolvió; el fuego del Espíritu los catapultó al mundo para bautizar y hacer discípulos de Jesús, tal como él se lo encomendó.

Horas antes de mi viaje, el Espíritu, como en el Génesis, aletea por el jardín recreando mi vida sacerdotal, dándole amplitud, haciéndola más ancha y profunda. El Espíritu no sólo aletea como suave brisa. También penetra dentro de mí, dando una impronta de tenacidad e intrepidez a mi vida que sólo puede venir como un regalo transmitido por las manos que me impusieron el orden sacerdotal, el día de mi ordenación. Un vigor y un gozo que no se marchitan porque ese don constantemente nos está haciendo nuevos.

La noche es fresca y me apetece seguir reflexionando en esta oportunidad que Dios me ha brindado: poder viajar a Roma para saludar, concelebrar la misa y estar un rato con el papa Francisco, el sucesor de Pedro, roca firme y sólida, cabeza y unidad de todos aquellos que abrazamos la fe en Cristo.

Esta noche me embarga una emoción serena. Siento un hondo deseo de mirar a los ojos al papa, el pescador de nuestro tiempo, que afronta los enormes desafíos de nuestra sociedad. Pero, sobre todo, hace frente a los retos más acuciantes dentro de la Iglesia: regenerar la curia y el papado, alentar la misión de los sacerdotes, trabajar el ecumenismo y la aproximación con las otras religiones, el medio ambiente, la familia, el diálogo con el mundo intelectual y ateo y otros temas apasionantes que piden un nuevo rumbo y enfoque, y una posición de la Iglesia más encarnada pastoralmente. Los fundamentos de la doctrina ya los dejó muy bien asentados el papa emérito Benedicto XVI.

Juan Pablo II fue el misionero. Ningún papa ha viajado tanto y tan lejos, hasta los confines de la tierra. Benedicto XVI fue el teólogo: se ocupó de presentar el corpus doctrinal de una forma diáfana y accesible, convirtiéndose en un padre de la Iglesia, como san Agustín o san Ambrosio. Por su penetración intelectual y espiritual se puede considerar un maestro en la patrística, que ha contribuido a la definición y esclarecimiento de las verdades de la fe.

Este papa, Francisco, tiene un estilo más pastoral. Profundo conocedor de la psicología humana, no sólo da una imagen más cercana, sino que sabe tocar el corazón de muchos en la corta distancia, interpelando en lo más hondo. En sus discursos, homilías y encíclicas habla con libertad y audacia, sacando temas cruciales para el hombre de hoy. Su discurso valiente hace tambalearse las propias estructuras eclesiales. Pero a la vez, con una naturalidad aplastante que enamora a la gente sencilla, tanto como a los intelectuales. La sinceridad y la normalidad de su lenguaje no dejan indiferente a nadie.

Esta noche doy gracias a Dios porque así lo ha querido: hacerme interlocutor del papa y dejarme empapar de todo aquello que salga de su palabra y de su mirada, de su rostro, todo aquello que significa para la Iglesia. Quiero recibir la sabiduría de su corazón, el tesoro de un papa que se siente más pescador que emperador, más amigo de los curas y de los laicos que una autoridad que somete; más una presencia cálida y cercana que una figura distante y hierática; un pastor de almas y no un colonizador de ideas; en definitiva, un Cristo en la tierra y no un personaje religioso-político inaccesible a los demás.

La brisa sigue acariciando con dulzura las ramas de la morera, que susurran bajo su soplo refrescante. El cielo ya está completamente oscuro y unas estrellas parpadean con intensa luz, tiñendo la noche de claridad. Pienso que nunca estamos totalmente a oscuras, siempre hay una pequeña estrella que danza en nuestro corazón. De tanto en tanto van pasando aviones. Su diminuta luz roja indica un destino, cientos de personas que viajan hacia no sé qué lugar. Un viaje siempre es conocimiento, apertura, aprendizaje. Un viaje es encuentro, ocio, amistad. En definitiva, crecimiento interior.

Mañana yo estaré volando, también. Surcaré la inmensidad del cielo rumbo a la Ciudad Eterna para abrazar al papa. Más allá de un rumbo geográfico, viajaré hacia el Everest de la cristiandad, al corazón mismo de la Iglesia, que es más que el Vaticano; es un hombre en misión, cuyo misterioso vértice es Cristo, y él es su imagen humana, encarnada.