Desde la libertad y la humildad
¿Cuál sería el antídoto para evitar esto? Frente a las maravillosas
ofertas que se nos ofrecen por diferentes canales, a veces desde la
autosuficiencia y el deseo de impresionar, no podemos confiar que, por saber
mucho, por tener más experiencia o bagaje intelectual, ya estamos capacitados
para instruir y guiar.
Esta es una labor compleja y difícil, porque hay que tener
muy claros los límites: están marcados por la libertad y la humildad.
A partir de aquí podremos ejercer una labor de apoyo a las
personas y ayudarlas a ser ellas mismas, con sus capacidades orientadas a un
crecimiento que las lleve a la madurez humana y espiritual. Desde su sagrada
libertad, ¿cuál sería la clave para no caer en excesos o desviaciones? ¿Cómo
evitar los protagonismos, la sobreactuación y el liderazgo mal enfocado?
La clave está en saber escuchar
Para esto, lo primero que hay que hacer es dedicar tiempo.
El sacerdote, en su ministerio, debe priorizar la escucha como un valor
intrínseco de su vocación. Es verdad que hay mucho que hacer, pero no podremos
ofrecer nada distinto si antes no somos capaces de escuchar. Los que por
nuestra función pastoral hemos de hablar mucho, comunicar, instruir, educar,
necesitamos un jarabe de humildad: callar más y escuchar más. Puede parecer
que, si no predicamos o instruimos, el alcance de nuestra misión queda
reducido. Pero yo creo que toda predicación o instrucción ha de partir de una
honda y larga escucha. No hace falta demostrar que sabemos mucho o somos los
mejores del mundo. Hace falta un oído paciente que no mire al reloj para
recoger tantos sufrimientos, tantas dudas, tanta desorientación. El sacerdote
que escucha recibe lo más hondo e íntimo de la persona en su búsqueda incesante,
que a veces la lleva por callejones sin salida. Es un acto de enorme confianza:
está regalando el tesoro de su alma, que requiere de ese acento esencial de
nuestra vocación: tener el valor de detenernos y priorizar la oración, el
silencio y la escucha.
Aprender a escuchar no es tarea menor, y es crucial que
descubramos que en un diálogo no somos el centro: el centro es el otro, aquel
que está dispuesto a abrir su corazón, el cofre más preciado de su vida. Si no
tenemos tiempo para esto, hemos de plantearnos si el ejercicio de nuestro
ministerio está correctamente enfocado. Me decía un amigo sacerdote que, en vez
de ser charlatanes, teníamos que ser «escuchatanes»: esta es la primera clave
de la nueva evangelización. Sólo así podremos auscultar la enfermedad de tantos
jóvenes, que muchas veces consiste simplemente en que no se sienten escuchados,
y esto genera patologías en su alma.
El riesgo del activismo
La prisa y la falta de tiempo son peligrosas. Nos alejan de
la agonía de muchos que sólo quieren sentirse en paz. Los sacerdotes no podemos
caer en el hiperactivismo pastoral, porque esto nos lleva a creer que todo
depende de uno mismo. Esto es dejar fuera a Dios, y si se deja a Dios a un
lado, el sacerdocio languidece y se empobrece, con el riesgo de que la gracia
que hemos recibido por el sacramento del orden se vaya agotando. El riesgo que
corre el sacerdote es ir muriendo lentamente, algo que sucede cuando Jesús deja
de ser el centro de su vida. Puede llegar a idolatrar las propias capacidades y
talentos.
Escuchar, confesar y dirigir grupos es parte de nuestra
vocación sacerdotal. La misa, el confesionario, la oración y el apostolado
están íntimamente ligados. Si dejamos una de estas partes, el centro de
gravedad del sacerdocio se pierde. Escuchar es el gran tesoro de la pastoral.