La pregunta por Dios es una cuestión antropológica y filosófica que ha marcado el devenir de la humanidad. Muchos se han quedado en un nivel teórico e intelectual; otros han decidido ir en su búsqueda; otros han optado por seguirle en la figura de Jesús.
¿Dónde encontrar a Dios?
Todo hombre, desde lo más hondo de su corazón, anhela encontrarse con aquel que trasciende su propia historia; aquel que es la fuerza motriz de la existencia; aquel que da sentido a la vida, aquel que sentimos que nos quiere. Anhela el encuentro con aquel que, en la noche más oscura, aún sin verle, está allí, apacible y constante como la presencia de un amigo. Aquel que, en la soledad más profunda, se hace más cercano. Aquel que quizás no hable al oído, pero que no deja de escuchar. Aquel que, cuando nos falta el aliento, hace brillar las estrellas en la noche más oscura, solo para vernos sonreír. Aquel que, en medio de la tristeza más profunda, nos da una razón para vibrar de nuevo. Aquel que, en el dolor más terrible, se convierte en bálsamo que mitiga el sufrimiento. Aquel que, cada mañana, nos hace mirar hacia el cielo y verlo todo con ojos nuevos. Aquel que hace llevadero el acontecimiento más difícil. Aquel que tal vez nos pueda parecer muy lejano, pero que tenemos al lado, discreto y presente. Aquel que buscamos fuera de nosotros y que, en realidad, está dentro. Tan adentro, que forma parte de nuestros músculos y de nuestra sangre.
Pero sólo cuando uno sale de sí mismo y se abre a los demás es cuando lo encuentra, porque el otro es la imagen de Dios y se convierte en espejo de uno mismo. Es entonces cuando realmente descubrimos el rostro de Dios. Es lo más íntimo y a la vez, nos sobrepasa. Todos somos parte de él y participamos de este misterio de lo lejano y lo cercano, lo finito y lo infinito, lo inabarcable y lo abarcable, lo grande y lo pequeño. Somos parte de su melodía y de su silencio, de su ternura y de su fortaleza. Buscándole, descubrimos que somos amados y concebidos como criatura suya. Y nos damos cuenta de que ha sido él quien ha salido a nuestro encuentro. Cuanto más lejos creíamos que estaba, más cerca teníamos su presencia, tan suave, a veces tan imperceptible, pero tan real como una brisa susurrante.
La historia del hombre en busca de sentido no es otra cosa que la historia de amor de un Dios apasionado por la humanidad. Cuando dejamos un hueco en nuestra alma, Dios puede entrar en ella como el viento y ya nunca más saldrá, porque allí ha encontrado su hogar. Él empezó la aventura, él propició el encuentro, sin cansarse jamás de seguirnos, atraernos, seducirnos. Sin cansarse de esperar, hasta en los momentos en que nos hemos apartado de él y hemos rechazado su nombre.
La historia de Dios con nosotros es la historia de una inagotable esperanza, de una incansable conquista de nuestro corazón. Cuando se produce el encuentro, ambos corazones laten al unísono y componen la más hermosa melodía: la del abrazo de Dios con su criatura. Esta es la meta última de Dios. Cuando el hombre emprende su búsqueda, Dios ya le ha encontrado.
Y es entonces cuando la pregunta por Dios deja de ser una cuestión intelectual y psicológica para convertirse en una vivencia. Ya no es necesaria la razón, porque la certeza se convierte en una experiencia mística que no necesita preguntarse nada, sino contemplar y gozar de su presencia desde el silencio más íntimo. La libertad del místico es dejarse atrapar por las manos de Dios, cuya razón de vivir es contemplar y amar a su criatura predilecta, la más bella entre toda la Creación. Esta es la dicha de Dios. Quien se siente mirado, amado y mecido por el amor de Dios, ha llegado a un oasis espiritual. Atisba la plenitud del cielo.