domingo, enero 30, 2011

Caminando en busca de Dios

La pregunta por Dios es una cuestión antropológica y filosófica que ha marcado el devenir de la humanidad. Muchos se han quedado en un nivel teórico e intelectual; otros han decidido ir en su búsqueda; otros han optado por seguirle en la figura de Jesús.

¿Dónde encontrar a Dios?

Todo hombre, desde lo más hondo de su corazón, anhela encontrarse con aquel que trasciende su propia historia; aquel que es la fuerza motriz de la existencia; aquel que da sentido a la vida, aquel que sentimos que nos quiere. Anhela el encuentro con aquel que, en la noche más oscura, aún sin verle, está allí, apacible y constante como la presencia de un amigo. Aquel que, en la soledad más profunda, se hace más cercano. Aquel que quizás no hable al oído, pero que no deja de escuchar. Aquel que, cuando nos falta el aliento, hace brillar las estrellas en la noche más oscura, solo para vernos sonreír. Aquel que, en medio de la tristeza más profunda, nos da una razón para vibrar de nuevo. Aquel que, en el dolor más terrible, se convierte en bálsamo que mitiga el sufrimiento. Aquel que, cada mañana, nos hace mirar hacia el cielo y verlo todo con ojos nuevos. Aquel que hace llevadero el acontecimiento más difícil. Aquel que tal vez nos pueda parecer muy lejano, pero que tenemos al lado, discreto y presente. Aquel que buscamos fuera de nosotros y que, en realidad, está dentro. Tan adentro, que forma parte de nuestros músculos y de nuestra sangre.

Pero sólo cuando uno sale de sí mismo y se abre a los demás es cuando lo encuentra, porque el otro es la imagen de Dios y se convierte en espejo de uno mismo. Es entonces cuando realmente descubrimos el rostro de Dios. Es lo más íntimo y a la vez, nos sobrepasa. Todos somos parte de él y participamos de este misterio de lo lejano y lo cercano, lo finito y lo infinito, lo inabarcable y lo abarcable, lo grande y lo pequeño. Somos parte de su melodía y de su silencio, de su ternura y de su fortaleza. Buscándole, descubrimos que somos amados y concebidos como criatura suya. Y nos damos cuenta de que ha sido él quien ha salido a nuestro encuentro. Cuanto más lejos creíamos que estaba, más cerca teníamos su presencia, tan suave, a veces tan imperceptible, pero tan real como una brisa susurrante.

La historia del hombre en busca de sentido no es otra cosa que la historia de amor de un Dios apasionado por la humanidad. Cuando dejamos un hueco en nuestra alma, Dios puede entrar en ella como el viento y ya nunca más saldrá, porque allí ha encontrado su hogar. Él empezó la aventura, él propició el encuentro, sin cansarse jamás de seguirnos, atraernos, seducirnos. Sin cansarse de esperar, hasta en los momentos en que nos hemos apartado de él y hemos rechazado su nombre.

La historia de Dios con nosotros es la historia de una inagotable esperanza, de una incansable conquista de nuestro corazón. Cuando se produce el encuentro, ambos corazones laten al unísono y componen la más hermosa melodía: la del abrazo de Dios con su criatura. Esta es la meta última de Dios. Cuando el hombre emprende su búsqueda, Dios ya le ha encontrado.

Y es entonces cuando la pregunta por Dios deja de ser una cuestión intelectual y psicológica para convertirse en una vivencia. Ya no es necesaria la razón, porque la certeza se convierte en una experiencia mística que no necesita preguntarse nada, sino contemplar y gozar de su presencia desde el silencio más íntimo. La libertad del místico es dejarse atrapar por las manos de Dios, cuya razón de vivir es contemplar y amar a su criatura predilecta, la más bella entre toda la Creación. Esta es la dicha de Dios. Quien se siente mirado, amado y mecido por el amor de Dios, ha llegado a un oasis espiritual. Atisba la plenitud del cielo.

jueves, enero 06, 2011

Carta a los Magos de Oriente

Queridos Reyes Magos,
Tras un largo recorrido en busca de la verdad, la misteriosa estrella que iluminaba vuestras noches os llevó a Belén, a un establo donde yacía un bebé. En la mirada penetrante del niño y en su sonrisa inocente encontrasteis la respuesta a una larga búsqueda. Vosotros, que erais sabios y entendidos en astronomía, supisteis descubrir que en la humanidad de ese niño se escondía la clave del sentido último de vuestra existencia.
Supisteis arrodillaros ante la ternura de un niño. Toda la ciencia, toda la razón, os llevaron al umbral del misterio. El niño Dios os llevó a descubrir otra ciencia, la del amor. En aquel establo encontrasteis el fundamento y la razón de la única verdad. Vuestras vidas cambiaron para siempre.
Aquel niño culminó todas vuestras expectativas. Os encontrasteis cara a cara con el rostro de la humildad. Y esta os llevaría a adentraros más allá del ansia del saber. De científicos prestigiosos pasasteis a convertiros en sabios al encontraros con la humanidad de Dios.
En el misterio de Belén hallasteis la fuente de la sabiduría. Cuando un científico investiga y busca desde su humildad existencial, trasciende su saber y convierte su vida en un torrente de sabiduría. Cuando la filosofía y las ciencias ponen el amor en el centro de su búsqueda, rozan la trascendencia. Vosotros pasasteis de la metafísica al núcleo de la verdad revelada, que es la teología. Y, en definitiva, os encontrasteis con la encarnación del Hijo de Dios.
Vosotros recibisteis el mejor regalo, el secreto de toda ciencia, la Verdad con mayúscula. Quisiera pediros algunos regalos… pero, sobre todo, uno muy importante. Otros quizás os pidan regalos prácticos, utilitarios, lúdicos, tecnológicos… Yo quisiera pedir, para mi comunidad, tiempo, lucidez y serenidad.
Tiempo para contemplar lo que tenemos alrededor. Tiempo para sentir la emoción de un amanecer o contemplar un mar plateado, mientras las gaviotas surcan las nubes y descienden en picado sobre las olas; tiempo para la inspiración, la poesía, la belleza. Tiempo para dar gracias por la majestuosa luna que disipa la oscuridad de las noches. Tiempo para escuchar la melodía de la brisa y para admirar la armonía del universo. Tiempo para oler la fragancia de los campos y los bosques, que me hace sentir tan vivo.
Tiempo para acariciar las flores, para caminar descalzo y pisar la tierra que Dios nos da como regalo. Tiempo para admirar la creación, el hogar de todos, lugar privilegiado que podemos recrear con nuestras manos para nuestro disfrute.
Tiempo para detenerme y contemplar el juego de los niños, sus carreras, sus risas, su alegría, su vivacidad. Tiempo para escuchar apaciblemente a los ancianos, maestros de la vida. Tiempo para saborear la complicidad de un abrazo amigo. 
Tiempo para descansar, para el abandono; para reconocer, con humildad, que el mundo seguirá rodando sin nosotros el día que faltemos. Tiempo para la familia y para los amigos, que dan sentido a nuestra vida cada día. Tiempo para construir paz a nuestro alrededor.
Pido al Señor más tiempo para amar, para hacer cielo, para concebir una sociedad más justa y solidaria. Tiempo para la oración y para aprender a ponerme cara a cara ante Él y descubrir su empeño incansable en hacerme feliz.
Pero, sobre todo, pido tiempo para Dios, la razón última de mi existencia. Tiempo para los demás; tiempo para el amor de mi vida: Jesús, fundamento de mi sacerdocio.
Pido tiempo, también, para dejarme mecer en la calidez de María, madre de todos y, finalmente, tiempo para dejar que el Espíritu Santo susurre en mis oídos el plan apasionante que Dios tiene para mi vida.
Feliz fiesta de Reyes.

sábado, enero 01, 2011

Un año más para crecer

Cerramos un año y abrimos otro. Y, como cada año que dejamos, uno mira hacia atrás y se da cuenta del cúmulo de experiencias vividas. Los días se suceden, aportando siempre algo nuevo y diferente. Sumado todo, va enhebrando nuestra historia personal, familiar y social. Toda experiencia, por más dura que haya sido, no cabe duda que siempre nos plantea un reto para crecer y madurar humana y espiritualmente.

El hombre está llamado a mirar más allá de sí mismo, es decir, a vivir trascendiendo su propia historia. Por eso tanto la experiencia más dolorosa, como la más bella, añaden densidad a nuestra vida. Hasta lo negativo no es del todo malo si sabemos sacarle provecho. Porque lo más hermoso es saber que vives para alguien, que vives para Dios. Y eso produce una felicidad tan intensa, que incluso las experiencias más penosas, que rozan el abismo, acaban acercándote a Dios y a los demás. Y es que la oscuridad más terrible no puede quitarnos la alegría de la luz cuando hay amor.

El amor supera toda tristeza, todo abismo, toda oscuridad, toda desidia, todo egoísmo. El amor hace que un día de tormenta se convierta en un día plácido donde la luz nos hace descubrir la realidad multicolor que dan brillo a nuestra existencia.

Ha pasado un año y, sumando y restando, solo cabe dar gracias a Dios por todo lo vivido y realizado, pero especialmente por todo lo que hemos aprendido y crecido. Cada minuto exprimido para hacer el bien a los demás es un momento de gracia que recibimos. Dios ha concebido nuestro tiempo como espacio para amar, para dar vida a nuestro corazón. Pero si nuestro tiempo no es para Dios ni para los demás, ni para el amor, poco a poco caeremos en el desinterés, perderemos la alegría, nos alejaremos de lo que nos constituye esencialmente como personas.

El hombre no está concebido para deambular por los caminos del ego. Acabaría cayendo en el precipicio del egoísmo, donde no hay más que vacío. El hombre está hecho para vivir grandes hazañas que le hacen sacar lo mejor que tiene dentro. El hombre está hecho para el amor, esta es su plenitud y allí donde encuentra su finalidad. Somos hijos de Dios y, como tales, tenemos el gen de Dios dentro; somos parte de Dios y como tales, albergamos el deseo infinito de trascendencia.

Pero se nos abre otro año, con toda la experiencia vivida del año que ha pasado. Un año convulso que nos ha agitado hasta lo más profundo del alma. Frente al maremoto mediático de las malas noticias producidas por la crisis, en este año que comienza estamos llamados a convertirnos en apóstoles de la esperanza. Ante el desánimo y el desencanto, los cristianos hemos de transmitir paz, sosiego y confianza. El destino está en manos de Dios. Hagamos que en medio de la tempestad la gente vuelva a confiar, a creer, a luchar. No dejemos que las malas noticias nos dobleguen y nos hagan caer en un miedo paralizante. Cada cual tiene suficiente potencia espiritual como para sacar sus mejores valores. Sepamos hacer frente, con toda nuestra fuerza, a la cultura de la desidia y del miedo.

Tenemos a Dios dentro: él es nuestra fuerza. Con él, no tengamos reparo en luchar el gran combate contra la desesperanza. Tenemos la certeza de que solo un minuto amando ya vale la pena; toda la vida tiene sentido y más cuando Dios nos la ha regalado para convertirla en una aventura apasionante.

Economistas y sociólogos vaticinan que la crisis durará unos años más. Los cristianos tenemos una gran oportunidad para convertir esta experiencia en una escuela humana y espiritual que testimonie lo más genuino de nuestra fe: compartir, ser solidarios y, sobre todo, dar esperanza.

Que Santa María nos dé el coraje para ser apóstoles de la paz y de la alegría en medio de un mundo inquieto y triste. María con su sí cambió el mundo. Si cada uno de nosotros dice sí a Dios, entre todos haremos que nuestro mundo cambie y mejore.