lunes, junio 01, 2020

El Espíritu regenerador


Celebramos hoy una hermosa fiesta, fundamental para los cristianos: el nacimiento de nuestra amada Iglesia. Un nacimiento que significa la recreación de la persona, de su alma, de su vida. Con el Espíritu Santo todo se regenera. Se recrea la comunidad, el ser humano, sus anhelos, sus esperanzas. El Espíritu Santo nos hace nacer de nuevo.

Así lo vemos en este texto de Juan que hemos leído. Los discípulos, están confinados, encerrados en una casa por miedo, y Jesús se presenta en medio de ellos.

La liturgia de hoy nos debe recordar que, aunque sigamos con el confinamiento, Dios traspasa las paredes de nuestros miedos, de nuestras incertezas, de nuestras inseguridades. El riesgo de este tipo de experiencia límite que hemos vivido, con el Covid-19, puede dejarnos esa sensación de encerrarnos un poco más en nosotros mismos. Y es normal, desde un punto de vista psicológico. Podemos pensar que vamos a la deriva, que no sabemos qué pasará con nuestro mundo, con nuestra historia. En medio de todo esto, los discípulos de Jesús han vivido la experiencia de perder a su maestro, y es terrible: es como si el sol se hubiera desvanecido, como si la oscuridad enterrara su corazón. El virus de la desesperanza los lleva a encerrarse. Pero Jesús tiene la capacidad de penetrar el muro del miedo.

Porque quiere a los suyos, Jesús quiere provocar la experiencia de un reencuentro. Ya no es con el Jesús histórico que conocieron en Galilea, con las primeras vocaciones, sino con el Jesús persona resucitada. Su presencia real en medio de ellos es el antídoto ante la desesperanza.

La paz con vosotros


Una persona asustada necesita sentir una paz inmensa en su corazón para superar el miedo. Pero ¿quién nos da esta paz? Nos la da aquel que es la Paz con mayúscula. No será una paz de ausencia de dificultades y problemas, porque en los comienzos de la Iglesia tendrían muchos: fueron perseguidos. Pero esta paz viene de una certeza mayor que la paz psicológica. Es la paz espiritual, porque Dios está contigo. Jesús aparece en medio de la incertidumbre de los discípulos para disipar cualquier tipo de miedo.

Dicho esto, les mostró las manos con las señales del martirio, del sufrimiento. Al ver esa marca física, tangible, su miedo se transforma en alegría. ¿Quién puede cambiar el rumbo de la historia? ¿Quién puede cambiar el rumbo de mi historia personal? ¿Quién puede cambiar mis anhelos de esperanza? El único que puede convertir esa desolación en un reencuentro gozoso es Jesús.

Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Hoy, podíamos decir que, aunque estemos aquí y ya tengamos al Espíritu Santo, también tenemos un poco de miedo al futuro. No sabemos qué ocurrirá. Pero no es lo mismo vivir una incerteza alejada de la presencia de Dios que contar con Dios en tu vida. Creer o no creer, tener la certeza o no tenerla, cambia la percepción incluso del propio miedo. Si vemos que Dios está con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

Por eso los discípulos empiezan a desplegarse, hay un renacimiento espiritual en ellos, un pequeño pentecostés en su corazón, a medida que se abren al Espíritu. La oleada pentecostal los llena de alegría al ver al Señor. Y él dirá por segunda vez: La paz con vosotros. Reafirmémonos en esa paz, en ese sosiego del alma, para que se convierta en alegría perpetua.

Será entonces cuando soplará sobre ellos el Espíritu Santo. Ahora sí, sin miedo, con paz y alegría, están dispuestos a batallar para hacer posible el plan de Dios en el mundo: su Iglesia. Él les da capacidad para poder actuar en nombre de Dios.

El mal no puede vencer


Dios irrumpe en nuestra vida. Dios estalla en la Iglesia, en el mundo, en la historia. Hablando con algunas personas, me decían: ¿Qué va a ser del futuro, de la Iglesia, del mundo? ¿Qué será de nosotros? Yo decía que ni el miedo, ni la enfermedad, ni el hambre ni la guerra pueden vencer a Jesús resucitado. Aunque nuestra muerte sea física, biológica, no es el final de nuestra historia. Por tanto, es inconcebible, teológicamente hablando, que el mal venza al mundo, por muchas desgracias que haya. Eso sí, el mal hará daño y va a generar terribles secuelas de sufrimiento, pero no va a vencer porque Jesús ha resucitado y porque el Espíritu santo está aleteando sobre la Iglesia, sobre la historia y sobre el mundo. El mal no puede doblegar al Señor del universo. ¡Es imposible!

Que el miedo no nos impida ver que el sol está brillando detrás de las nubes. Que sigue habiendo aliento, sigue habiendo vida, por muchos virus que haya por ahí. ¡No! No digo que no tengamos que tomar medidas, claro que sí, y hemos de obedecer a las autoridades, como decía san Pablo. Pero no minimicemos la fuerza divina, la fuerza del amor, la fuerza de la vida. Detrás de la pandemia, ha habido una explosión preciosa de generosidad y solidaridad. ¿Qué es eso sin la acción del Espíritu? No sería posible hacer tantas cosas buenas sin esa experiencia del Espíritu Santo en el mundo. Tenemos, en el fondo, a Dios dentro de nuestra vida.

El regalo del Espíritu Santo


Podemos decir que, hoy, esa ola pentecostal, que recibieron los apóstoles hace dos mil años, llega hasta nosotros.

¿Y qué hace el Espíritu Santo? Nada más y nada menos que dar a los apóstoles el vigor y la energía para que fueran capaces de extender el reino no sólo por Europa, sino por todo el mundo. Doce apóstoles, limitados, un grupito de personas.  Si hoy estamos aquí sentados, en este templo, celebrando Pentecostés, es porque esa energía potente de Dios en sus vidas hizo posible que el Espíritu Santo atravesara la historia y el mundo, hasta llegar aquí.

Él sigue estando presente, sigue siendo real. No fue solamente un hito histórico. Estamos celebrando una realidad hermosa y trascendental que va más allá del tiempo. Por eso hoy estamos aquí, porque los discípulos se dejaron inspirar por este fuego y este ardor del Espíritu. Si no fuera así, no seríamos Iglesia, estaríamos dispersos. La cristiandad no podría extenderse si el Espíritu Santo no hubiera manifestado su presencia en el mundo.

Por eso hoy es nuestra fiesta, la fundación de la Iglesia, y este es el regalo que Dios nos hace, además de regalarnos a su hijo sacramentado. El Espíritu Santo es el amor puro de Dios. ¿Para qué? Para que hagamos como los discípulos: recibid el Espíritu Santo. Lo hemos recibido en el sacramento de la Confirmación. Está ya en nosotros, aleteando en nuestro corazón. Por tanto, dejemos que actúe esa fuerza, esas cataratas de gracia que nos regala hoy el Espíritu Santo.