domingo, julio 16, 2006

Llamados a dar fruto

Llamados a dar fruto. Estas palabras deberían marcar una impronta: el cristiano maduro da sus frutos. Vamos a desglosar esta frase, palabra por palabra.

Llamados

No podemos dar fruto si alguien no nos llama antes. Todos somos llamados. Formamos parte de la familia de Dios. Somos signo de fraternidad. Tal vez podamos sentirnos abrumados ante la exigencia que comporta esta llamada. Cambiar el mundo es realmente difícil. Convertir los corazones no es tarea fácil. Estamos llamados a hacer un paraíso en medio del desierto.

Pero el que nos llama confía en nosotros. Dios no nos pide nada que no podamos dar. Cree en nosotros. Nuestros límites no son un problema para él. No nos achiquemos ni nos acobardemos. Él nos dará cuanto nos haga falta.

Jesús llama a los apóstoles. Llamar por el nombre es algo muy grande. El nombre significa la misma persona, con su carácter, sus cualidades y sus límites. Dios es tremendamente consciente de que nos llama tal como somos. Y nos quiere así, con nuestro temperamento, nuestros condicionantes, nuestra cultura, nuestro entorno familiar… Pero en la llamada se inicia un proceso de madurez hacia la santidad. Dios no tiene prisa. Somos nosotros los impacientes. Dios sólo pide un corazón abierto, dispuesto a arriesgarse a la aventura de dejar que Él entre en nuestra vida. Cuando Dios entra en nuestro corazón, la existencia cambia de arriba abajo. Es el mismo Espíritu de Pentecostés que nos invade y nos lleva, con fuerza huracanada.

Ese Espíritu empujó a los discípulos de Jesús. Llegaron a cambiar la historia. Nada es imposible para Dios. Tocar el corazón y producir una respuesta en el otro es difícil, y más cuando Dios respeta profundamente nuestra libertad. Pide un sí muy atrevido, muy libre y muy responsable.

Dar

No podemos dar lo que no tenemos. Los frutos que daremos estarán en consonancia con lo que hemos recibido. La capacidad de donación, la generosidad, es una característica de la vocación. No hablamos de dar bienes materiales, sino de darse a uno mismo. Dar de si las habilidades, las potencias, el tiempo, lo mejor de cada cual. Pero lo mejor que podemos dar al mundo es el mismo Dios. Nuestra vida, nuestro testimonio, nuestra fe, son los mayores regalos que podemos ofrecer.

Ser generoso en lo material es una consecuencia de la generosidad espiritual. Dios nos lo da todo. Suyo es lo más importante que tenemos: la vida, el existir, su amor. No nos da cosas físicas, directamente –éstas nos las dan las personas que nos quieren. Nos da la misma vida. Y nos pide darnos a nosotros mismos. La máxima donación es llegar a entregar la vida –sin necesidad de morir–, es darnos a los demás.

Todo cuanto podamos dar es algo que ya hemos recibido. No temamos dar. En clave espiritual, cuanto más damos, más tenemos.

Ahora bien, hemos de asumir que entregarse supone una cierta erosión, que ha de ser libremente asumida. Es el desgaste que se da en una madre que ama a sus hijos, o el desgaste de amar a los padres, a un cónyuge… Muchas veces esto implica perder algo de uno mismo –tiempo, intimidad… Pero lo aceptamos con entera libertad. Esto es el sacrificio por amor. A veces nuestro estado psicológico no nos acompaña en nuestras decisiones. Pero, por responsabilidad, por amor, asumimos ese dolor con alegría. Esto es auténtica madurez cristiana.

Si Dios no pone límites en su donación –es inmensamente generoso –nosotros hemos de imitarle en esta magnanimidad, en la medida de nuestras posibilidades. Nuestro límite es amar hasta entregar la vida. En lo humano, nuestro amor puede semejarse al amor de Dios cuando amamos tal como Jesús señaló en una ocasión: con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser. Amar así al prójimo es amar como Dios. La exigencia es alta, pero hemos de tender a esta meta.

Hemos heredado una cultura religiosa. Pero cuando experimentamos que Dios nos ama podemos salir a comunicarlo. Sin una experiencia íntima de Dios no podremos hacerlo. Damos fruto cuando, con absoluta libertad, decimos sí a Dios. Comunicar lo que hemos recibido nos llevará a dar la vida. Ser cristiano conscientemente es la gran decisión de nuestra vida, la más importante y la que marcará todo nuestro ser.

Fruto

Los frutos son los del Espíritu Santo. No se trata de trazar una estrategia y conseguir que nuestros templos rebosen. No, no hablamos de rentabilidad ni de cantidad de fieles.

Que nuestras comunidades aumenten en número será consecuencia del fruto que hemos de dar. El primer fruto es nuestra propia fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Más allá de lo que podamos hacer, todo está en manos de Dios.

El fruto es que sepamos trabajar con esperanza, sea cual sea el resultado. Entonces Dios hará el milagro. Pero, si no estamos motivados, no conseguiremos nada.

La gente a nuestro alrededor ha de ver una luz, una llamita encendida que arde y subsiste en medio de una terrible era glacial. Esto significará que algo intenso late en nosotros. Entonces se acercarán, si se dejan tocar el corazón.

Dios hace germinar la semilla

Trabajemos con todas nuestras fuerzas. Pero seamos conscientes de que nuestro trabajo no es sembrar siquiera. Nosotros aramos la tierra y quitamos los abrojos. El fruto que hemos de dar es no cansarnos jamás de luchar por aquello en que creemos. El mundo está barrido por huracanes que dispersan y confunden. Muchas personas andan desorientadas, sin norte. La gente se pierde y cae al vacío. Pero Dios no nos abandona. Reproduce en cada sacerdote la figura de su Hijo.

En medio de este panorama desolador, tal vez hemos de emplear menos palabras y obrar más. El mundo necesita silencio y necesita escucha. El fruto será lo que Dios quiera, y no lo que nosotros pretendamos, con nuestra voluntad empeñada. Si sólo perseguimos resultados, estaremos cayendo en la soberbia. El fruto depende sólo de Dios y de la libertad del otro.

Cuando se despierta el corazón de una persona, el fruto saldrá a su tiempo, con dulzura y paciencia. Dios sólo nos pide un sí a todo.

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