domingo, mayo 24, 2009

Peregrinaciones a santuarios marianos

Ayer estuve con mi comunidad parroquial en Montserrat, en una romería anual que organizamos desde la parroquia. Viendo la gran afluencia de gentes de todo el mundo y la larga cola de personas esperando besar a la Virgen, me han venido a la memoria otras imágenes de lugares marianos que atraen cada año a millones de peregrinos.

La atracción de los santuarios marianos

Lourdes, Fátima, Montserrat, y tantos santuarios dedicados a María son focos de espiritualidad y devoción que invitan a meditar. En una época de crisis religiosa en la que las iglesias se vacían y la fe parece diluirse, en medio de una cultura que vive de espaldas a Dios, estos lugares mantienen su fuerte atracción hacia muchas gentes. ¿Por qué?

Hay muchas razones de tipo no sólo religioso, sino antropológico. Se habla mucho de la feminidad de lo sagrado y de esa necesidad que tiene el ser humano de volver a sus raíces más primigenias, al vientre de la madre. María se convierte en la respuesta a una añoranza del seno materno, del que todos salimos; la devoción a María en muchos casos se puede entender como un regreso a los orígenes, al hogar primitivo. Es una búsqueda de ese regazo protector que acoge a toda la humanidad, como el manto de la Virgen.

No podemos negar la importancia del factor antropológico y psicológico en la devoción mariana. Está ahí, y vemos cómo mueve a masas de gentes, cada vez más, porque quizás nuestra humanidad se siente huérfana y perdida como nunca se encontró.

María nos lleva a Jesús

Pero para un creyente cristiano la veneración a la Virgen no puede quedarse ahí. María es la que nos lleva a Cristo. Ella es la que nos alarga la mano, pero no para que nos quedemos a su lado, sino para conducirnos hasta su Hijo. Escuchemos las pocas, brevísimas, palabras de María en el evangelio: “Haced lo que él os diga”. María es puente tendido hacia Jesús. Y Jesús, el Hijo, nos lleva a su vez a Dios, su Padre. “Todo esto os he dicho para que vuestro gozo sea completo.” (Jn 15, 10). “Quien guarda sus mandamientos permanece en Dios, y Dios en él” (1 Jn 3, 24)

Ante esa nostalgia de plenitud, de sentirnos arropados por un amor rebosante, sólo podemos hallar respuesta en Dios. María y Jesús nos conducen a él, por eso son redentor y co-redentora. Ellos nos rescatan y nos llevan al hogar que verdaderamente ansía nuestro corazón: el mismo Dios.

Una espiritualidad madura

María nos llama a imitar a Jesús. No nos llama a una espiritualidad autocontemplativa e infantil. No nos invita simplemente a refugiarnos en su manto y a permanecer allí, como niños incapaces. María es la mujer fuerte que nos anima a salir de nosotros mismos, de nuestras seguridades y prejuicios, y a caminar por el mundo, como lo hizo Jesús. Nos llama a entregarnos y a dar nuestra vida por amor, hasta la cruz. Y al pie de la cruz, ella estará presente, dándonos su fuerza y su aliento, hasta el último instante. Esperando, también, nuestra resurrección.

María nos interpela a imitarla, viviendo una espiritualidad madura y responsable. ¿Cómo? Ella es madre. Lleva a Dios en su seno y lo entrega al mundo. También los cristianos recibimos a Dios en los sacramentos, y no para quedarnos con él, egoístamente, sino para darlo. Como María, somos portadores de un tesoro inmenso y nuestra misión es llevarlo al mundo, derramando su luz.

María es Iglesia

María también es Iglesia. Cuando pensamos en ella, demasiado a menudo nos confundimos, nos dejamos llevar por las modas y creemos que “Iglesia” es igual a institución, a jerarquía. En cambio, Iglesia es comunidad, su raíz es Cristo y su madre es María. Cuando pensemos en la Iglesia, pensemos en la Virgen.

Nosotros somos la Iglesia. La imagen de Pablo, comparándola con un cuerpo, es muy certera. Cristo es la cabeza, y todos nosotros somos miembros de ese cuerpo. María está en el corazón de la Iglesia. Pensemos en todos los mensajes que María ha dado al mundo, desde su discreta presencia en el evangelio hasta sus apariciones más conocidas. Siempre hay una llamada a la conversión y a la unidad. No podemos concebir una devoción auténtica a María sin una adhesión fiel a Cristo y a la Iglesia. Venerar a María y desentenderse de la comunidad eclesial es un enorme contrasentido.

Devoción que da fruto

El otro gran mensaje de María, como recordaba antes, es una llamada urgente a acercarnos a su hijo. María es la primera misionera, la primera evangelizadora. Nos ofrece protección, consuelo y guía, pero su gran misión es llevarnos hacia Cristo y, desde él, hacia Dios. Esta es, también, la misión de la Iglesia. Esta es nuestra misión hacia el mundo que nos rodea. De la intensa devoción que despiertan los santuarios marianos, deberían salir muchos frutos: familias unidas, amistades fieles, iniciativas misioneras, obras de caridad, entusiasmo evangelizador, comunidades más vivas, animadas por un amor que se traduce en servicio y alegría. Esos frutos, y muchos otros, serán la señal inequívoca de una devoción profunda, sincera y transformadora del corazón.

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