domingo, enero 31, 2010

Llamados a vivir la unidad

Acabamos de celebrar el octavario para la unidad de los cristianos. La lectura que leímos el domingo pasado de san Pablo a los Corintios es profundamente sugerente y pedagógica desde un punto de vista pastoral. Pablo utiliza la imagen de los miembros de un cuerpo, que son muchos pero que forman un solo cuerpo. Es una afirmación teológica de la unidad. San Pablo deseaba que los miembros de las diferentes comunidades que iba formando fueran una sola familia, bien trabada.

En el evangelio de San Juan Jesús hace una petición al Padre: “Te pido, Padre, para que todos sean uno” Estas palabras de Jesús han de resonar con más fuerza que nunca en el corazón de la Iglesia, es decir en el corazón de las diferentes comunidades cristianas. En la medida en que las hagamos nuestras, más viva estará la Iglesia. Su vitalidad y su fuerza serán manifestación de la presencia real de Cristo, que nos ayudará a testimoniar con más autenticidad nuestra fe.

Todos los cristianos, por nuestra condición de bautizados, formamos un solo cuerpo: unidos a Cristo formamos la Iglesia. La plenitud de la unidad es la comunión. La Iglesia sin Cristo no tiene ningún sentido y sin Él nada puede hacer, porque el mismo Cristo es el sacramento de la Iglesia.

La mayoría de las personas deseamos que haya unidad entre las familias, entre los vecinos y en aquellos ámbitos sociales en los que participamos. Si en el plano natural vemos la necesidad de estar unidos para vivir unas relaciones humanas plenas, ¡cómo no en el campo de la espiritualidad! Todos los cristianos estamos llamados a vivir la unidad, no podemos vivir nuestra fe solos.

¿En qué se fundamenta la unidad?

La unidad es un don que se alcanza más allá de todo esfuerzo humano. Para ello necesitamos rezar con insistencia a Dios pidiéndole este don y la capacidad de asumir las diferencias de cada uno de los que forman la comunidad.

Para conseguir la unidad necesitamos, por un lado, intensificar nuestra relación íntima con Dios Padre, nivel necesario para progresar en el deseo de la comunión. Jesús tenía una estrecha comunión con Dios Padre.

En segundo lugar, es importante la práctica de la vida sacramental como eje de nuestra relación con Cristo, vivida con los demás desde nuestra adhesión plena a la Iglesia.

Finalmente, el ejercicio de la caridad es constitutivo del talante genuino del cristiano.

En la medida que sepamos vivir estos tres niveles nos estaremos preparando para vivir plenamente nuestra comunión con Dios Padre, con Jesús hijo, y con el Espíritu Santo, es decir con la Trinidad.

En la Iglesia todos somos iguales pero con funciones diferentes. No se entendería la comunidad eclesial sin el presbítero pero tampoco sin los fieles. Ambos conforman la única Iglesia de Cristo. El sacerdote, en función de su ministerio, ejerce la labor de presidir la comunidad y de estar al servicio de ella, se convierte en pastor de su rebaño. Sin el presbítero no puede haber comunidad, él tiene la responsabilidad de ayudar a potenciar los carismas de los diferentes miembros, tiene la misión de unir a la comunidad para que forme el cuerpo místico de Cristo.

Los laicos, en función de sus carismas, contribuyen a hacer más cristiana la sociedad en sus diferentes ámbitos y a enriquecer a la vez la propia vida dentro de la Iglesia.

La Iglesia, cuerpo unido

Hemos de tener presente que no estamos solos en este mundo, formamos parte de la gran familia de Dios que nos une a todos. De la misma forma que pertenecmos a una familia humana concreta, también somos parte de la familia de los hijos de Dios. El bautismo nos identifica como cristianos, por este motivo es inherente estar en comunión con los hermanos, en casa y en la comunidad.

Jesús es la cabeza, nosotros somos los miembros del cuerpo, cada uno con sus carismas y funciones, pero todos necesarios.

Es importante asumir las diferencias de cada uno. Nuestra unión se fundamenta en la potenciación de los dones de todas aquellas personas que tenemos a nuestro lado. Hemos de alegrarnos de los talentos que Dios da a cada cual. El diálogo y el respeto mutuo nos pueden ayudar a conseguir esta unidad.

La Iglesia tiene el reto de potenciar los carismas de cada cristiano. Todos tenemos capacidades, es necesario descubrirlas y ofrecerlas a los demás. No las escogemos nosotros; Dios nos las ha dado para que las hagamos fructificar y para ponerlas al servicio de los demás.

¿Cómo conseguir esta unidad que Jesús nos pide?

Para conseguir la unidad es necesario:

—La conversión: proceso interior de cambio para mejorar nuestra vida con Dios y con los demás.
—Saber escuchar.
—Capacidad de discernimiento. Descubrir aquello que el otro nos quiere decir con sus palabras.
—La unidad se fragua en la humildad, en la aceptación del otro y de sus carismas.
—El amor: amar incondicionalmente a modo de Dios
—La libertad: necesaria para desarrollar los mejores dones que Dios nos ha dado.

Además, para que haya una profunda comunión, es necesario el oxígeno del Espíritu Santo. Hemos de abrirnos a su aliento y dejar que corra por nuestro cuerpo. Regados por la gracia de Dios y animados por la fuerza del Espíritu Santo seremos capaces de conseguir la unidad verdadera.

Conversión, amor y humildad llevan a la unidad.

La comunión acaba en la amistad entre las personas.

La plena comunión nos llevará a la alegría verdadera.

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