domingo, agosto 01, 2010

Hacia un nuevo rumbo pastoral

Reflexiones al amanecer

En el claroscuro del amanecer del día 8 de julio mi sueño se interrumpe. Jóvenes sin rumbo vagando por la calle logran desvelarme con su griterío. Ellos se retiran, tras una noche en la que han malgastado sus energías, matando el descanso reparador de otros. Regresan a sus casas, agotados tras pasar la noche a la deriva; a esos hogares que quizás son gélidos y de donde huyen porque no encuentran en ellos amor o los valores referentes donde puedan ancorar sus vidas.

Inquieto por el súbito despertar, sentí una profunda pena. Con el corazón estremecido, pensé largamente en esos jóvenes que dilapidan sus días arrojando su preciosa vida a la basura. La luna se iba apagando en el cielo, tras haber iluminado suavemente la noche. ¿Qué luz podrá iluminar las tinieblas de aquellos corazones adolescentes?

Bajé a la capilla y permanecí un tiempo ante el sagrario, rezando por ellos, para que algún día tu claridad los alumbre y sepan descubrir la belleza del amor. Y a la vez te pedí que me ayudaras a descubrir en aquellos jóvenes el núcleo de su existencia. Que algún día ellos también descubran que el trabajo, los amigos, el amor, todo cuanto quieren, solo tiene sentido desde Ti.

Tras un rato de silencio, y sintiendo cercana la fresca presencia de la madrugada, ya sin ruido ni bullicio, salgo a caminar. Miro hacia atrás, alejándome de la parroquia, y de pronto fluye de mi corazón un torrente de recuerdos. Pero al mismo tiempo siento que debo dejar pasar ese sagrado lugar donde he vivido diecisiete años, ejerciendo mi ministerio sacerdotal. Miro el edificio de ladrillo, con su forma circular, su cúpula y su atrio delante. Gratitud y pena se entremezclan sin poder evitarlo. Me llena una sensación agridulce. Todo cuanto he vivido en esos muros, todo cuanto he recibido de tanta gente, sus caras, sus miradas, sus voces… ¡He aprendido tanto de ellos! Los laicos son una escuela para el sacerdote. Su trabajo, su generosidad, su entrega, hacen viva la Iglesia. Uno aprende a ser sacerdote con el pueblo de Dios, que nos recuerda cada día nuestra misión, que no es otra que invitarles a que se enamoren de Dios. San Pablo en mi vida ha significado un cambio profundo que me ha ayudado a introducirme más plenamente en la espiritualidad del sacerdote. Mi pasión por el ejercicio pastoral en medio de la comunidad me ha enseñado que sólo desde el servicio se puede acceder a la auténtica mística sacerdotal, porque unido a Dios y en comunión con los feligreses descubres que la única realidad que transforma a las personas es aceptar y amar a cada uno tal como es. Sólo así es posible hacer brotar lo mejor de cada cual. Y un raudal de sorpresas marca entonces el ritmo pastoral.

Si somos capaces de descubrir a Dios en los demás, nunca dudemos que seremos capaces de hacer Iglesia, aceptando a Cristo como el centro de nuestra comunidad y de toda acción pastoral.

He aprendido que no hay que tener miedo a los límites y a los defectos. Dios, a pesar de ellos y por encima de ellos, nos llama a trabajar con él. Lo que Dios quiere son corazones abiertos a su gracia, dispuestos a dejarse llevar por su Espíritu. Dios ha hecho cosas grandes en cada uno de nosotros…

Diecisiete años en San Pablo. Han sido una gran aventura. Camino hacia el mar, dejando atrás la parroquia, y siento que dentro de mí se está produciendo un parto. Dios me envía a otro lugar, a otra misión, a ejercer mi labor pastoral. Soy plenamente consciente de que todo se acaba aquí, en Badalona, y que ya en germen se alumbra una nueva etapa en Barcelona. Me voy acercando al mar.

En la playa, ante la inmensidad del agua calma, me siento sobrecogido mientras en el horizonte va emergiendo, mágicamente, un enorme y colorado sol. A medida que asciende sobre el mar, una eclosión de vida palpita en las aguas. La jornada amanece con todo su esplendor. ¡Cuánta belleza, y cuán bello es su Creador! Me siento pequeño.

Y recuerdo aquel episodio del evangelio, cuando Jesús se aparece a los suyos junto al lago de Tiberíades. Dios también alumbra nuestros corazones cada mañana, y va llenando de luz y calor la inmensidad de nuestro mar interior. El sol me hace sentir el inmenso amor del Padre hacia su criatura. Lleno de emoción, no dejo de darle las gracias por este nuevo día, en el que me comprometo a ser más santo con su ayuda.

Del sagrario del templo, donde Jesús permanece sacramentado, siempre esperándonos, he pasado al sagrario de Dios, el templo de la naturaleza. Siento sus caricias en los rayos del sol naciente y, como niño, me dejo mecer en su regazo, en este nuevo despertar.

Cuando regreso a la parroquia, vuelvo a la capilla y le doy las gracias de nuevo ante el sagrario. Ha sido un amanecer hermoso. Pasé de los gritos y el desvelo a la calma y a la confianza de saber que siempre estaré en sus manos. El Dios de Jesús supera la belleza del sol, porque, finalmente, en él podemos vislumbrar la luz de la eternidad.

El sol ya está alto y entra en los hogares; las familias se despiertan y las calles del Raval se llenan de vida.

1 comentario:

mapasyfaros dijo...

¡Hola Joaquín!
Estamos totalmente de acuerdo contigo, y nos parece preciosa tu reflexión.
Es maravilloso ver cómo Dios se hace presente en las cosas diarias, las buenas y las menos buenas.
Esperamos que esta nueva etapa que comienzas en breve te deje tan buenos recuerdos como la que cierras en San Pablo.
Recibe un abrazo y todo nuestro cariño.
Sergio y Laura.