lunes, febrero 07, 2011

Dios, entre la penumbra y la luz

El camino hacia ti mismo es el camino hacia la madurez. Iniciarlo es dar los primeros pasos desde tu propio misterio hacia un Misterio más profundo: Dios. Porque todo ser humano es una respuesta del misterio insondable de Dios. Comienza a ser consciente de ello en las complejas relaciones con los demás, que son reflejo de la propia realidad existencial. En este autoconocimiento, en el abrazo humilde de la existencia del otro, es cuando empieza a entreverse algo que nos ultrapasa.

Esta experiencia arroja luz a la propia vida y nos hace emprender un itinerario en el que muchos han alcanzado su plenitud humana. Así ha sido en muchos hombres y mujeres que han decidido, para siempre, poner a Dios en el centro de sus vidas. Son aquellos que, viviendo situaciones límites, han sido capaces de ver a Dios en el reverso de su historia. Lo han visto en días de tormentas y en días de reluciente sol; en un escenario devastador y en un estanque de aguas cristalinas; en una noche oscura y en un amanecer radiante; en un día lleno de angustia y en una jornada repleta de alegría; en el desconsuelo más desolador y en el abrazo de un amigo; en el vértigo de un profundo vacío interior y en la paz de un oasis; en el ritmo trepidante de la ciudad y en el silencio más absoluto del campo; en la lucha tenaz de cada día y en la calma de saber que se vive sobre una certeza que nos sobrepasa. En el sollozo y en el gozo. En el abandono desconcertante y en la serena compañía. En el abismo y en las alturas.

Cuando el hombre es capaz de vivir en esta aparente contradicción aprende a incorporarla a su vida, porque sabe bien que tiene una gran certeza teológica: Dios se ha encarnado hombre en Jesús de Nazaret y, en cuanto a hombre, ha vivido estas paradojas que no supusieron para él ningún desequilibrio ni fragmentación, ninguna ruptura interna. Vivió el entusiasmo y también el desencanto de su pueblo, sollozó ante la muerte del amigo; sufrió el rechazo y el dolor, físico y moral, tuvo experiencias humanas muy adversas. Pero en su conciencia de ser Hijo de Dios, se sentía íntimamente unido a su Padre y tenía puesta en él una confianza absoluta. Fue un hombre íntegro y entero que llevó al límite su libertad y su desapego. Nunca se vio atado por intereses que pusieran trabas a su misión: culminar el deseo de Dios en su vida

Cuando somos capaces de integrar los contrastes y mantenernos firmes en nuestras convicciones, sin que las dificultades nos rompan por dentro a pesar de vivir en una vorágine; cuando saquemos la fuerza cada día para no cansarnos de mirar al cielo, con los pies firmes sobre el sendero, es cuando habremos empezado a penetrar en el misterio de las entrañas del corazón de Dios. Y nuestro devenir será nuevo cada día, como es nuevo cada amanecer. Podríamos decir que es como vivir una experiencia mística de resurrección. Estamos aquí, en la tierra, pero con la semilla de eternidad muy adentro, porque ya hemos decidido vivir plenamente para Él. Entonces es cuando las palabras de San Pablo resonarán con fuerza en nosotros: “Ni alturas, ni profundidades, ni presente ni futuro, ni potestades ni criatura alguna, nada nos separará del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús…” (Rom 8, 35-38).

Hasta cuando creemos que nos falla el aire, si cerramos los ojos y nos serenamos, nos daremos cuenta de que continuamos respirando. Dios está ahí, en el mismo aire que nos penetra, en el oxígeno que nos alimenta. Y es que entre Dios y el hombre se produce una ósmosis que revela que, desde siempre, existimos íntimamente ligados a Aquel que nos ha creado y nos ha hecho sus hijos predilectos. Nos cuida, nos ama y nos seguirá amando, aquí y toda la eternidad.

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