domingo, diciembre 11, 2011

Sentido de pertenencia

El grupo, una necesidad vital

El hombre, en su proyección social, genera un entramado de relaciones. Su propia estructura biológica y psicológica no se entiende sin la apertura al otro. Somos gregarios por naturaleza y para nuestro desarrollo armónico necesitamos crecer en grupo.
Somos radicalmente un “nosotros”, sin los demás estamos perdidos en nuestro propio laberinto existencial. Solo “somos” en la medida en que nos abrimos a los demás. Pero no solo nos proyectamos a los demás por mera afinidad, según nuestros gustos. Hay también un deseo de evitar la soledad, una tendencia filantrópica del ser humano, una necesidad de sentirse protegido. Desde el punto de vista psicológico y afectivo hay una necesidad de referentes grupales que vayan pautando nuestra proyección social y al mismo tiempo favorezcan nuestra auténtica identidad.
Conjugar estos dos elementos, el yo y los demás, es necesario para nuestro equilibrio humano y social. La apertura al otro nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos y forma parte de nuestro proceso de maduración como personas. Lo que hace que nuestra vida tenga sentido es, antropológicamente hablando, encontrar un espacio y un grupo al que pertenecer. De ahí la necesidad de comprometerse con alguien para formar una familia y trabar unos vínculos fuertes y duraderos.

Redes y grupos sociales

La familia es una pequeña comunidad que se forma y crece al abrigo del amor. Es el amor el que espolea y catapulta a ambos cónyuges y a sus hijos hacia la sociedad.
Entre la célula básica, la familia, y la superestructura del estado, aparecen grupos intermedios donde se establecen fuertes lazos entre sus miembros. Estos diferentes círculos o grupos, ya sean culturales, deportivos, artísticos, intelectuales, lúdicos…, irán tejiendo un entramado alrededor de cada miembro de la familia.
Los grupos se convierten en referentes muy sólidos que orientan los valores, inquietudes e ideas de unas personas que se interrelacionan. Así, el grupo llega a ser un eje vertebrador que ayuda a canalizar la necesidad humana de compartir con los demás sus anhelos, esperanzas y proyectos. Es crucial para armonizar nuestra propia identidad.

¿Qué nos une en la Iglesia?

Pero, aún hay algo más: es el anhelo de trascendencia, otro elemento con fuerza aglutinadora, que es el religioso. Más allá de la mera empatía con los demás y del deseo por reunirse con personas afines, con gustos similares, hay algo muy genuino en el hombre, que es el deseo de compartir sus creencias, sus valores, su cosmovisión, aquello que da sentido a su persona, especialmente las cuestiones vitales que son nucleares en su vida: la familia, la muerte, Dios, la dimensión religiosa del otro, el amor, la fraternidad, el sacrificio, la generosidad, la vocación, el dolor en el mundo…
Los cristianos somos un macro grupo formado por muchos pequeños grupos unidos por una persona: Jesús de Nazaret. A esto lo llamamos Iglesia, la comunidad de creyentes unida, más allá de los intereses humanos, por un Dios amor que se nos revela en Jesús.
Formar parte de este movimiento de creyentes pasa por un proceso interior que toca los fundamentos de la persona, de tal manera que produce en cada uno un cambio radical de vida. El sentido de pertenencia a la comunidad no se alcanza plenamente hasta que no se da una profunda conversión. Y entonces, los demás ya no son solo amigos, sino hermanos. Los vínculos no están marcados por emociones sino por un profundo sentimiento de fraternidad universal. Cualquier ser humano, por muy lejos que estemos de él, forma parte de nuestro yo. No es alguien ajeno, sino alguien que, a pesar de las diferencias, se convierte en un hermano, en miembro de la gran familia de Dios, en sujeto del amor.

El sentido de la eucaristía

Sin nuestro sentido de pertenencia a la comunidad cristiana, difícilmente viviremos con plenitud el don de la fe. La concreción de esta pertenencia se da en el lugar donde ordinariamente celebramos la eucaristía: la parroquia, un espacio privilegiado donde crecemos como cristianos.
Esta es la única condición para adherirnos al gran grupo de Dios: el compromiso de permanecer siempre fieles y trabajar por su causa, especialmente en el ejercicio de la caridad, que tiene su centro en la participación de la eucaristía como sacramento de su presencia, de su amor.
Y esta participación en el memorial del Señor es la parte más distintiva de nuestro sentido de pertenencia como ciudadanos del Reino. Solo si está vinculada a la caridad la eucaristía superará el riesgo de caer en la rutina del rito para convertirse en una fiesta, donde todos participan de la misma misión, ser apóstoles del amor. El apostolado es uno de sus más bellos frutos. Qué diferentes serían las eucaristías, cuánto más vivas y fecundas, si todos tuviéramos presente esta misión.

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