domingo, septiembre 12, 2010

Lágrimas de gratitud

En la misa de despedida de San Pablo, con Mn. Miquel Elhombre, nuevo rector.

Los días cuatro y cinco de septiembre, en dos celebraciones eucarísticas, me despedía, lleno de emoción y gratitud, de mi comunidad parroquial después de 17 años de servicio pastoral. Estos dos días de fiesta eucarística marcaron el final de una larga etapa como rector de la parroquia de San Pablo, templo situado en el barrio del Raval de Badalona.

Durante la celebración sentía en mí corazón algo intenso y hermoso, ese adiós no era un adiós, sino el inicio de una nueva singladura. Fui plenamente consciente de que el Espíritu me estaba llevando a navegar hacia un nuevo rumbo en mi misión sacerdotal.

Por un lado, sentía la pena de dejar atrás personas, proyectos y sueños, en especial, cuando, lleno de emoción, vi asomar las lágrimas a los ojos de muchos feligreses, tan apreciados. Entonces me di cuenta de cuánto querían a su sacerdote, hasta qué punto yo había entrado en sus vidas y cómo ellos me habían abierto sus corazones.

En el momento de la consagración, levantando la Santa Hostia, un pálpito me estremeció. Cristo sacramentado, elevado entre mis manos, estaba allí, entre la asamblea y yo. Y pensé que esta es la misión del sacerdote: llevar a Cristo, entregarlo y hacer que cada cual lo asimile espiritualmente. Me sentí pequeño, pero ¡qué grande era lo que estaba haciendo en aquel momento! Invitar al ágape eucarístico a mi comunidad es una experiencia culminante que, más allá de las diferentes maneras de ser, de las distintas sensibilidades religiosas, nos une. Sentí una profunda comunión con todos ellos. Era un auténtico banquete, preludio del cielo. Contuve mis lágrimas, con el sentimiento de plenitud y de gozo que me embargaba. No fue una despedida triste, no. Eran lágrimas de alegría y gratitud por la experiencia religiosa vivida intensamente hasta el final. Por eso no fue un adiós lleno de nostalgia, triste o desolador, sino una fiesta. De manera espontánea, dulce y tierna, se sucedieron los saludos y los abrazos. Viví uno de los momentos más hermosos como sacerdote.

Les expliqué que un cura es también un misionero, y su misión es inherente al sacerdocio. Desde la recepción del ministerio, ahí donde hay una comunidad de seguidores de Jesús, allí está la Iglesia universal presente, al servicio del evangelio. Y les recordé que a partir de entonces viviríamos una comunión en el espíritu, sin necesidad de seguir juntos, pero que desde la oración nos mantendríamos unidos. Ellos, con su nuevo rector, y yo con mi nueva feligresía en San Félix. La fiesta eucarística acabó con un jubiloso canto de acción de gracias a Dios, porque nos había permitido vivir algo inolvidable que quedaría impreso para siempre en la memoria colectiva de la comunidad.

Vine feliz, he sido feliz y me voy feliz de haberos servido. Ahora voy a una parroquia llamada de San Félix —que significa feliz—. El deseo más genuino de Dios es la felicidad de su criatura. Y la máxima felicidad del hombre es dejarse amar por Dios y amar a Dios. Esto es lo único que da un sentido pleno a nuestras vidas.

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