domingo, marzo 20, 2011

El reto de educar en la libertad

Del culto a la razón al laicismo materialista

El pensamiento de la Ilustración lleva al hombre a endiosarse aupado en la razón. El culto a la razón surge como reafirmación del hombre frente a las verdades absolutas. Podemos decir que aquí comienza a forjarse el desprecio hacia lo religioso y lo trascendente. Como consecuencia, el laicismo emergente está desplazando a Dios de la sociedad y reduciendo las manifestaciones de la fe al ámbito privado. Se quiere apartar a Dios de la esfera pública y, en algunos casos, se rechaza frontalmente el concepto de un Dios personal.
Movimientos, académicos e intelectuales han sido impregnados de este encumbramiento del hombre, que se erige en ser autónomo frente a Dios. Tanto ha calado que muchos gobiernos se alimentan de las ideas ilustradas, configurando sistemas políticos y de gestión que ignoran la dimensión religiosa de los ciudadanos, negándoles la expresión pública de su fe.
También este pensamiento ha calado en la ciudadanía. Muchas personas solo conciben la vida desde un punto de vista puramente material y reducen el saber a un método técnico-científico, rechazando toda variable que asuma una dimensión trascendente. Cuántas universidades han caído en la autosuficiencia de la razón, poniendo en el centro del saber al hombre despojado de su dimensión religiosa.
No sólo las instituciones políticas y académicas, sino también las educativas y empresariales conciben al hombre como una pieza del engranaje social, un número con funciones concretas, un objeto volcado al consumismo desenfrenado.

El riesgo de ideologizar la fe

Pero muchas facultades de teología europeas también han caído en la intelectualización de la fe, convirtiendo el corpus teológico en un sistema excesivamente racionalizado y asimilando a Jesús de Nazaret a sus ideas y conceptos filosóficos. No se puede estudiar la teología como una ciencia más. Nos remite a una experiencia personal tan intensa que invade todo el ser.
No digo que la formación teológica no sea necesaria. También es positivo ahondar en las grandes figuras de la historia de la teología, en especial los Padres de la Iglesia, que nos han dejado un saber extraordinariamente vivo. Pero la teología, como el magisterio, evoluciona y hemos de estar abiertos a los signos de los tiempos. La exégesis bíblica ha avanzado de una manera vertiginosa, aportando nuevos elementos de reflexión. Los que educamos en la fe tenemos ante nosotros una labor inmensa, y hemos de evitar caer en la ideologización de nuestra tarea pedagógica, en un culto excesivo a nuestras ideas. En ocasiones, corremos el riesgo de incurrir en el adoctrinamiento y sutilmente intentar imponer nuestras convicciones personales, nuestra cosmovisión política, filosófica y social. Cuidado. Estamos educando en la fe, y no en sistemas filosóficos. Y una parte fundamental de esta educación es la coherencia vital, la integridad y el respeto a la persona, a sus ideas y a su vulnerabilidad.

Jesús, en el centro de nuestra tarea educativa

La mejor manera de educar es que los otros vean que, más allá de lo que podemos explicar sobre cuestiones religiosas, lo que nos motiva no son tanto las ideas, sino una persona: Jesús de Nazaret. Él es el origen y meta de nuestra existencia y de todo cuanto hacemos.
En el centro de nuestra tarea educativa están Jesús y su experiencia de intimidad con Dios Padre. Teniendo esto claro depuraremos intenciones subliminales de culto al yo y a un saber disfrazado de intelectualidad. Cuando educamos, estamos transmitiendo no sólo un mensaje, sino una forma de vivir. ¿Cómo nos comportamos respecto de aquello que comunicamos? Será mucho más efectivo un testimonio vivo de nuestra fe que el mejor discurso que podamos pronunciar sobre Dios.
Nuestro amor a Jesús y a la Iglesia marcará la eficacia de nuestra labor educadora. Quizás hay tanta gente alejada de Dios porque los que decimos estar cerca no lo estamos tanto y no se ve en nosotros la fuerza testimonial necesaria para poderles interpelar. Finalmente, educar no es una reafirmación de nuestro discurso, ni llevar al otro a nuestro terreno para que asuma nuestra forma de entender el mundo. Educar en la fe es ayudarle, desde su libertad, y mostrarle que la felicidad radica en enamorarse apasionadamente de Jesús.

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