domingo, agosto 19, 2012

De la eucaristía dominical a la fe de cada día


¿Por qué venimos a misa?

Muchos cristianos asisten cada domingo a misa y la parroquia se llena. Ya sea por cultura religiosa o por una formación catequética, o por rutina, o por profunda convicción, participan de la Eucaristía. Es verdad que las motivaciones son muy diferentes. Hay quienes vienen porque toca o porque forma parte de una inercia, de una educación que se queda en las formas, convirtiendo la fe en una serie de prácticas rituales sin profundizar en su significado sagrado, en su sentido genuino y trascendente. Para muchos es un rito más, que forma parte de su proyección social y cultural.

Con pena percibo que ir a misa, para algunos, significa una obligación basada en el miedo a un posible enfado de Dios, a su castigo. Qué mal han entendido algunos el hermoso sentido de la participación en la Eucaristía. Van por hacer méritos y así conseguir la salvación. Temen ir al infierno. Sin darse cuenta, yendo a misa parece que están comprando su salvación. Dejan de tener clara la dimensión de la gratuidad. Y Juan Pablo II ya recordaba que ir a misa no es garantía de una salvación segura, hace falta algo más.

Es posible que una cierta pedagogía del pasado haya contribuido a esta actitud mercantilista. Yo le doy a Dios lo que me pide y, a cambio, él está obligado a darme la salvación. A esta posición se la llama pelagianismo y fue una herejía en el pasado, pues contradecía abiertamente la teología de la gracia. Quizás esta forma de entender la religión y la sacramentalidad ha contribuido a que la motivación última de nuestra fe no sea la gracia ni la libertad, sino el miedo y el castigo.

La fuerza del poder de Dios radica en que nos ha hecho libres, incluso asumiendo que no le amemos. Aquí está el misterio más profundo de la relación de Dios con el hombre. Dios no nos quiso sumisos, esclavos temerosos, sino libres y contentos. Ningún mérito será suficiente ante su infinita generosidad y su gracia. En su ADN tiene el anhelo de conquistarnos hasta lograr seducirnos. Su deseo último es la felicidad de su criatura. Desde nuestro engendramiento estamos unidos a él. Y él desea una vida plena para cada uno de nosotros.

Del cristianismo dominguero a vivir con pasión la fe cada día

La eucaristía es un momento culmen de esta plenitud. Retomando el tema del sacramento, esas lagunas en la formación religiosa han hecho que la misa fuera una actividad puntual de cada semana, que nos pide implicarnos solo ese día concreto y no cada día de nuestra vida. Hemos separado la fe de la vida social y la hemos convertido en un rito que no tiene nada que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestro entorno familiar, social, laboral y lúdico. Se ha producido un divorcio entre la fe y la vida cotidiana, entre lo que hago y lo que soy, entre lo que digo y lo que hago. Nos hemos apeado de la enorme consecuencia de vivir la fe y celebrarla cada domingo con entusiasmo. No somos conscientes de un don inmenso que, desde el primer momento en que se recibe, nos vincula a Dios, haciendo arder en nosotros el fuego de la fe. Y ahora, con el paso del tiempo, los problemas y las malas experiencias que vivimos poco a poco nos han hecho caer en una apatía tan grande que puede convertirse en gelidez espiritual y hacernos perder el sentido de lo trascendente. Por eso hemos de pasar del “cristianismo dominguero” a vivir minuto a minuto y con pasión nuestra vida cristiana. Sin temor a las exigencias que de esto se deriven, como decía Benedicto XVI a los jóvenes: «Cristo no solo no quita nada, sino que nos lo da todo». Hemos de lograr que nuestra vida sea una consecuencia de lo que vivimos en la eucaristía, y que esta sea el punto de partida de nuestro testimonio evangelizador. Solo así eucaristía y vida serán una sola cosa. Viviremos respirando a Dios y desprendiendo trascendencia. Porque de su aliento sacaremos las fuerzas para no decaer en la dura batalla del mundo.

La eucaristía y la vocación

Dios nos llama; si respondemos, llegaremos a la comprensión profunda del sentido de la eucaristía. Si la fe no nos implica de arriba abajo, desde el ámbito personal y familiar hasta el social y cultural, es porque no se ha producido un diálogo íntimo con Dios. Si ponemos nuestra confianza en él ya no solo participaremos en la misa, sino que formaremos parte de una comunidad donde se vive la fe.

El que solo cumple establece una relación de miedo propia de esclavos. Pero el que participa plenamente en la eucaristía es el que se siente personalmente invitado y no tiene ganas de irse corriendo cuando termina la misa. Afuera, en los atrios, también se hace comunidad. Pero toda vocación acaba en un firme compromiso al servicio del apostolado o las actividades parroquiales. Es la respuesta coherente a un don tan inmerecido como el mismo Dios.

Cómo nos cuesta dedicar un tiempo a Dios y a sus obras, a su misión. Quizás el hábito o la vorágine de la vida cotidiana no nos lo permite, pero no olvidemos que la plenitud de nuestra vida cristiana se culmina cuando decidimos, de verdad, que formamos parte de un proyecto de Dios.

Ante un cruce es difícil saber cuál es el camino adecuado. Pero si decidimos tomar el camino de Cristo os aseguro que nada nos faltará, porque él nos lo dará todo. Decidamos y seamos perseverantes. Él nos ha llamado a su gran proyecto: anunciar a todo el mundo que Dios nos ama. Este es el fundamento de su Ser.

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