sábado, agosto 04, 2012

Vino un hombre...

Este artículo es un emotivo recuerdo del Padre Juan Ferrando, sacerdote de origen italiano que falleció en marzo pasado y con el que me unía una larga amistad. Con motivo de la festividad del Santo Cura de Ars, me ha parecido oportuno publicarlo, con el permiso de su autor.

«Vino un hombre enviado de Dios. Su nombre era Juan.» Estas palabras del cuarto evangelio resonaban en una iglesia española el pasado veintinueve de marzo, en una misa concelebrada por veinticuatro sacerdotes, con el obispo y una multitud de fieles.

Su nombre era Juan. Pero en familia lo llamábamos Franco. Es decir, Francesco, el nombre de un abuelo suyo. Un nombre que recorre su vida como una constante. San Francesco era el colegio donde enseñó en los inicios de su carrera. Sant Francesc era la parroquia catalana en la que esta carrera terminó. Viajó con su párroco hasta Asís para recoger allí la primera piedra de este templo.

¡Ah, qué bien le sentaba este nombre! Loco como el Pobrecillo, pobre también él: lo arrojaba todo por la borda, ante la desesperación de su hermana. Enamorado de la naturaleza, jovial, loco por la música, tocaba el órgano, la guitarra, el acordeón, la flauta, la armónica de boca y la ocarina; cantaba afinadísimo y era el alma de las fiestas, de las excursiones. Vagabundo incansable, durante las “marchas forzadas” parroquiales todos caíamos rendidos, medio muertos, y él corría arriba y abajo sosteniendo a los que se tambaleaban, curando ampollas, cantando para animar a los cansados. Su vagabundear lo llevó a miles de quilómetros de su casa. Para siempre.

Sin embargo, aquel loco no llevaba el sayal de San Francisco. Llevaba —podríamos decir que “por casualidad”, que es el nombre de Dios cuando no firma— la túnica de los Clérigos Regulares Somascos. Cuando las túnicas pasaron de moda, Giovanni-Franco llevaba siempre a la vista una pequeña cruz. La idea de mimetizarse, de avergonzarse de ser cura, le enfurecía. (Se indignaba a menudo: «convertíos y no pequéis...»).

Locuras juntos hicimos unas cuantas. Como subir a los Pirineos sin bastante gasolina y pasar una noche gélida sentados en el coche, con toda la ropa y el equipaje encima para no congelarnos. O perderse en un bosque desierto e impracticable sin la mínima garantía de salir vivo... Pero ahora debo explicar otras locuras suyas, personales.

La primera fue su singular vocación. Hay quien se hace sacerdote por elección, o por una llamada interior, por cálculo, por conveniencia... quién sabe. Uno que se hace sacerdote porque su hermano no quiere es una solución un poco extraña.

¿Recordáis aquel sistema de reclutamiento en una ronda? En cada orden o congregación religiosa siempre había un sacerdote que detectaba las futuras vocaciones y se fijaba en aquellos niños devotos, al quienes les gustaba hacer de monaguillo los domingos. «Carlo, ¿quieres venir con nosotros, ser uno de nosotros? Podrías estudiar, y después enseñar, celebrar misa, ser respetado, importante...» «¿Yo, sacerdote? ¡Ni soñarlo!» En cambio, Franco no necesitó más. «¿Él no quiere? Pues vengo yo.»

Las vías del Señor son infinitas.

Lágrimas maternas, enfado paterno, nada qué hacer. El pequeño Franco partió al seminario y comenzó a estudiar. Lo menos posible. A la dogmática y la ascética prefería la acordeonística y la alpinística. El gusto por el estudio, el hambre de saber, le vino más tarde, y con resultados portentosos. Pero cuando era un muchacho se contentaba con lo mínimo para llegar a la meta. Y llegó tarde, con veintinueve años y medio. Fue ordenado sacerdote el 14 de junio de 1969.

¡Qué hermoso estaba mi muchacho, aquel día, en su atuendo solemne, con su perfil de medalla romana y el porte de un príncipe! Barón, lo llamaba su madre. Yo, príncipe. Solo de verlo así le hubierais concedido de inmediato la aureola. Y así permaneció siempre, en sus funciones sacerdotales, durante toda la vida. Aquel loco, aquel bromista, cuando estaba ante el altar se transfiguraba. Hierático, perfecto en sus gestos y en la palabra, respetuoso del menor detalle de la liturgia, consciente del misterio que celebraba, interpelaba hasta a los más distraídos a sentir que allí «había algo», allí estaba Dios.

Fuera de la iglesia, seguía siendo el loco de siempre. Su otra gran locura fue venir a España, a la aventura. Era el año 75. En las casas somascas españolas faltaba personal y los superiores buscaban un voluntario. «¿A quién enviaré?» «Enviadme a mí.»

Más lágrimas... Más reproches. Nada. Sin saber qué le esperaba, sin entender una palabra de español, por mar y por tierra, en barco y en trén, ¡olé! Peor fue cuando tuvo que cruzar de una costa ibérica a otra, solo, con una furgoneta, cantando para no dormirse mientras conducía. De hecho, el vagabundo no permaneció siempre en el mismo sitio. Recorrió media España en parroquias, seminarios, colegios, campamentos, y después, definitivamente, en una parroquia, la de Sant Francesc de Badalona, Barcelona. Mientras tanto, había aprendido el castellano, y también un poco de catalán y hasta de gallego. Aquí lo llamaban padre Juan.

En Italia venía por las vacaciones de verano y a veces por Navidad. Eran días hermosos, pasados juntos, días de risas, de excursiones, de traslados y reparaciones en casa: después de una jornada de viaje era capaz de ponerse a encalar cuatro paredes a media noche. Pero también eran días de oración y de perdón. ¡Nuestras confesiones...! Y siempre, cada año, la misma celebración en Recco, en la iglesia de los hermanos.

Después iniciamos los viajes entre España e Italia, pasando un poco de tiempo él aquí, y yo mucho allá. Entonces comenzó algo muy bello. Algo grande, que el “frate sole” todavía tiene que comprender a fondo, y que quizás nunca llegaremos a entender.

En el año sacerdotal de 2009 Franco tomó una decisión solemne: ser santo. Habíamos caminado juntos, duramente, por las calles, haciendo una revisión de vida, de alma, de estudios. Y ocurrieron milagros. Milagros, sí. Pero nunca imaginamos que el Señor quisiera hacerlo santo de aquella manera.

Franco era un adepto de la salud: no fumaba, era vegetariano, desbordaba energía. El pasado agosto, un rayo cayó del cielo sereno. Un cáncer de pulmón, en la pleura. En lugar de vacaciones comenzó un calvario de visitas, análisis, biopsias, quimioterapia, dolor, dolor, dolor. ¿Cómo era posible? El amianto respirado en el seminario, en el fatal Monferrato. Un monstruo oculto se había despertado después de medio siglo.

Dolor. Dolor ofrecido a Dios con fe total, con fe diamantina, por el bien de todos, por los sacerdotes, para que sean santos. A su lado, día y noche, pasé ocho meses de calvario, una experiencia tremenda, pero grande. Habíamos pedido, tantas veces, que Juan fuera como Jesús. Y él le dio la cruz. ¿Cómo muere un crucificado? Su pleura se hincha y le falta la respiración. Franco murió como Jeús, ahogado. A la misma hora. Con la corona de espinas —una herida en la cabeza— y el golpe de lanza: la dolorosa cicatriz de la biopsia, en el costado, a la derecha.

Fue una gracia atenderlo, estar a su lado. Ha muerto como un santo. Con la inocencia redescubierta de la infancia, feliz de ir al cielo a cantar gregoriano con los ángeles. Hasta el último momento no perdió la sonrisa.

Aquel loco, aquel santo, era mi hermano. Le cerré los ojos el veintisiete de marzo a las tres de la tarde. Adiós, Franco, hermano mío. A Dios.

Frate Sole

* Traducción del artículo “E venne un uomo”, publicado en la revista La Squilla, en la sección Spiritualità francescana, en mayo-junio de 2012.

No hay comentarios: