domingo, abril 05, 2015

Más allá de la muerte

La semana pasada reflexionábamos en la muerte y en su sentido. Después de una vida tan llena de experiencias, pasiones y proyectos, ¿tiene sentido que todo acabe en la nada?

¿Para qué hemos existido, si todo termina en un gran vacío? Aún más,  podemos preguntarnos: si Dios es el autor de nuestra vida, ¿tiene sentido que nos haya creado con tanto amor para luego hacernos desaparecer?

La humanidad, desde sus albores, ha intuido que no. No todo acaba en la tumba, en las cenizas, en la nada. Hay en el hombre un deseo innato de eternidad, de perpetuar su vida y la de aquellos a quien ama. Pero, ¿basta el deseo para hacer que esta vida eterna sea real? ¿No será un invento humano para calmar la angustia, el miedo a morir, a desaparecer?

La razón y la mentalidad científica nos hacen escépticos: lo que no vemos ni tocamos, no podemos creerlo. Pero esta manera de pensar es muy pobre. ¿Cómo vamos a ver y tocar una vida que está en otra dimensión, más allá del tiempo y del espacio en el que nos movemos? No tenemos evidencias de ella, pero sí podemos creer en ella, pues la fe es certeza y esperanza de lo que aún no sabemos. Y tener fe es algo razonable. En nuestra vida, cada día, hacemos muchos actos de fe. Creemos en el amor de nuestros padres o de nuestro cónyuge, confiamos en la respuesta del prójimo, trabajamos porque esperamos obtener unos frutos, continuamente nos estamos fiando de que las cosas serán de un cierto modo. Si no, ¡sería imposible vivir y hacer nada!

Con la vida eterna, sin embargo, los cristianos tenemos algo más que fe. ¡Tenemos una certeza! Jesús resucitó y vino en persona para comunicarnos esa otra vida, sin fin y sin muerte, a la que estamos llamados. Se apareció a sus amigos, habló con ellos, comió con ellos y les dio a tocar su cuerpo y las marcas de sus heridas. También se apareció a muchos otros seguidores, y ellos dieron un testimonio que ha llegado hasta hoy. Ese testimonio es veraz. Si hubieran querido inventar una historia, jamás se les hubiera ocurrido divulgar algo tan inimaginable, tan extraordinario, tan increíble... Nuestra fe no solo está fundamentada en un deseo, sino en una experiencia real.

 Un cielo nuevo y una tierra nueva


El destino de la humanidad y de toda la creación no puede ser un final trágico y oscuro. El que ha creado todo por amor no se complace destruyendo, sino dando más vida, renovando, regenerando.

Los signos del Reino de Dios que acompañaron a Jesús fueron siempre alegres: vida, salud, fiesta. Los cojos andan, los ciegos ven, los sordos oyen y los mudos hablan… El Reino de Dios es un banquete, como Jesús explicó en tantas parábolas. Nuestra vida no está abocada al absurdo vacío, sino a la plenitud.

San Pablo utiliza una imagen potente: el mundo está de parto. Toda la creación gime con los dolores del alumbramiento. ¿Qué es lo que saldrá a la luz? Una nueva creación, una tierra nueva y un cielo nuevo, como dice el Apocalipsis, y una nueva humanidad, mucho más plena y hermosa.

La muerte, para cada persona, es el parto individual, el trance por el que ha de pasar a otra vida. De la misma manera que un bebé pasa del cálido vientre materno a la vida en el mundo exterior, muchísimo más espaciosa y llena de experiencias y sensaciones, así nosotros, cuando muramos, pasaremos de la vida terrena a otra inmensa, que no podemos ni imaginar. Nos ocurre como al bebé: no querríamos abandonar esta vida que ya conocemos, que nos resulta tan dulce, pese a todos los problemas y dificultades que tengamos que abordar. ¡Nos aferramos a esta vida! No podemos saber cómo será la otra, incluso nos permitimos dudar de ella… Pero esa otra vida existe. Nuestra vivencia en la tierra ha sido como un embarazo para la vida en el cielo.

Dios nos ama tanto que, para no dejar de amarnos, nos ha dado una vida eterna. Quiero que allí donde estoy yo estéis vosotros, dice Jesús a sus amigos. Este es el deseo de Dios para todos nosotros, que somos sus amigos, sus hijos amados, sus perlas preciosas. Enviando a Jesús, y con su resurrección, Dios abre una puerta para todos. El umbral de esta puerta es la muerte, pero al otro lado nos espera una vida como jamás podremos imaginar. Dice San Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en el corazón humano lo que Dios ha preparado para los que le aman.

En el más allá nos aguarda un luminoso banquete de bodas.

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