domingo, abril 12, 2015

Más cerca de ti

Palpo de cerca del misterio de un Dios que se encarna en Jesús, sacramentándose después de la resurrección. Es el signo, la prueba de un amor que se derrama entregándose. Cristo es la culminación del deseo de Dios: él llama al hombre a la vocación de divinizarse, como hijo de Dios. Cuando las manos del sacerdote abren las puertas del sagrario, está tocando con sus dedos la eternidad, el hogar del mismo Cristo, el corazón de Dios. El sacerdote tiene las llaves del cielo.

Toco con mis manos al mismo Jesús. Sostenerlo es como acoger al mismo corazón de Dios. Conmovido ante ese pálpito, me estremezco, al ver y sentir tan de cerca que ese misterio de amor de Dios con el hombre tiene un rostro, un corazón que late, una presencia real, viva. En lo más hondo de mi corazón resuena un soplo melodioso, tan real como mi respiración.

Contemplar la hostia sagrada me da a conocer la pequeñez de mi ser diminuto, amasado en las manos amorosas de un Padre que ha hecho de mi barro, con su soplo, un alma con un deseo insaciable de buscarle. Por eso adorar también es dejar que él nos saque del abismo para abrazar su luz. Es reconocer nuestra indigencia de amor, reconocer que sin su guía amorosa nos perdemos. No era necesario que yo existiera, pero él me ha creado por amor gratuito y me ha dado una vida más bella y más apasionante de lo que podía esperar.

Expongo en el altar la custodia con el Santo de Dios, Cristo eucarístico. Sale del silencio del sagrario con toda la fuerza de su luz y su amor para ser contemplado, adorado,  cantado, rezado. Su presencia sublime puede desconcertarnos porque, a pesar de que seguimos equivocándonos y pecando, él no deja de seducirnos hasta conquistar nuestro rudo corazón. Él nunca desespera, porque es la misma esperanza de todo anhelo humano. La conquista del hombre es una epopeya de amor que continúa desde el inicio de la historia de la salvación. Las escrituras recuerdan cómo Dios envió a grandes figuras bíblicas, Noé, Abraham, Moisés, Josué, los profetas, hasta su propio Hijo, para que culmine la gran misión: revelar el amor de un Dios que se empeña en conquistarnos para que nos dejemos mirar, abrazar, amar y llamar a formar parte de su amor divino.

La Iglesia hoy es la continuación de esa historia de amor de Dios con el hombre. El presbítero, en nombre de Cristo, dispensa la gracia de Dios a través de los sacramentos, alimentando y custodiando al rebaño encomendado a su cuidado. La historia sigue, con la acción del Espíritu Santo, para que este amor no caiga ni se doblegue, y se sostenga vigoroso y entusiasta.

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