Esta semana empiezo una serie de escritos para explicar mi experiencia en Roma, con el papa Francisco. El día 6 de junio pude concelebrar en Santa Marta, en una misa presidida por el santo padre y un grupo de sacerdotes y fieles. Este es el primer capítulo, antes de iniciar el viaje.
La noche antes, al atardecer, un azul intenso colorea la
bóveda del cielo y una brisa suave corre por el patio. La morera agita sus
hojas como el vaivén de un abanico. La placidez del entorno me hace sentir un
profundo bienestar. Hoy hemos celebrado la festividad de Pentecostés, ese
regalo que Jesús dio a sus discípulos, animándolos a ir por todo el mundo
anunciando la buena nueva a toda criatura. En el atardecer de ese día una
fuerza de lo alto irrumpió en las vidas de aquellos hombres, cambiándolos
totalmente. De ser miedosos y pusilánimes se convirtieron en auténticos
testigos de una experiencia que los envolvió; el fuego del Espíritu los catapultó
al mundo para bautizar y hacer discípulos de Jesús, tal como él se lo
encomendó.
Horas antes de mi viaje, el Espíritu, como en el Génesis,
aletea por el jardín recreando mi vida sacerdotal, dándole amplitud, haciéndola
más ancha y profunda. El Espíritu no sólo aletea como suave brisa. También
penetra dentro de mí, dando una impronta de tenacidad e intrepidez a mi vida
que sólo puede venir como un regalo transmitido por las manos que me impusieron
el orden sacerdotal, el día de mi ordenación. Un vigor y un gozo que no se
marchitan porque ese don constantemente nos está haciendo nuevos.
La noche es fresca y me apetece seguir reflexionando en esta
oportunidad que Dios me ha brindado: poder viajar a Roma para saludar,
concelebrar la misa y estar un rato con el papa Francisco, el sucesor de Pedro,
roca firme y sólida, cabeza y unidad de todos aquellos que abrazamos la fe en
Cristo.
Esta noche me embarga una emoción serena. Siento un hondo
deseo de mirar a los ojos al papa, el pescador de nuestro tiempo, que afronta
los enormes desafíos de nuestra sociedad. Pero, sobre todo, hace frente a los
retos más acuciantes dentro de la Iglesia: regenerar la curia y el papado,
alentar la misión de los sacerdotes, trabajar el ecumenismo y la aproximación
con las otras religiones, el medio ambiente, la familia, el diálogo con el
mundo intelectual y ateo y otros temas apasionantes que piden un nuevo rumbo y
enfoque, y una posición de la Iglesia más encarnada pastoralmente. Los
fundamentos de la doctrina ya los dejó muy bien asentados el papa emérito
Benedicto XVI.
Juan Pablo II fue el misionero. Ningún papa ha viajado tanto
y tan lejos, hasta los confines de la tierra. Benedicto XVI fue el teólogo: se
ocupó de presentar el corpus doctrinal de una forma diáfana y accesible,
convirtiéndose en un padre de la Iglesia, como san Agustín o san Ambrosio. Por
su penetración intelectual y espiritual se puede considerar un maestro en la
patrística, que ha contribuido a la definición y esclarecimiento de las
verdades de la fe.
Este papa, Francisco, tiene un estilo más pastoral. Profundo
conocedor de la psicología humana, no sólo da una imagen más cercana, sino que
sabe tocar el corazón de muchos en la corta distancia, interpelando en lo más
hondo. En sus discursos, homilías y encíclicas habla con libertad y audacia,
sacando temas cruciales para el hombre de hoy. Su discurso valiente hace
tambalearse las propias estructuras eclesiales. Pero a la vez, con una naturalidad
aplastante que enamora a la gente sencilla, tanto como a los intelectuales. La
sinceridad y la normalidad de su lenguaje no dejan indiferente a nadie.
Esta noche doy gracias a Dios porque así lo ha querido:
hacerme interlocutor del papa y dejarme empapar de todo aquello que salga de su
palabra y de su mirada, de su rostro, todo aquello que significa para la
Iglesia. Quiero recibir la sabiduría de su corazón, el tesoro de un papa que se
siente más pescador que emperador, más amigo de los curas y de los laicos que
una autoridad que somete; más una presencia cálida y cercana que una figura
distante y hierática; un pastor de almas y no un colonizador de ideas; en
definitiva, un Cristo en la tierra y no un personaje religioso-político
inaccesible a los demás.
La brisa sigue acariciando con dulzura las ramas de la
morera, que susurran bajo su soplo refrescante. El cielo ya está completamente
oscuro y unas estrellas parpadean con intensa luz, tiñendo la noche de
claridad. Pienso que nunca estamos totalmente a oscuras, siempre hay una
pequeña estrella que danza en nuestro corazón. De tanto en tanto van pasando
aviones. Su diminuta luz roja indica un destino, cientos de personas que viajan
hacia no sé qué lugar. Un viaje siempre es conocimiento, apertura, aprendizaje.
Un viaje es encuentro, ocio, amistad. En definitiva, crecimiento interior.
Mañana yo estaré volando, también. Surcaré la inmensidad del
cielo rumbo a la Ciudad Eterna para abrazar al papa. Más allá de un rumbo
geográfico, viajaré hacia el Everest de la cristiandad, al corazón mismo de la
Iglesia, que es más que el Vaticano; es un hombre en misión, cuyo misterioso
vértice es Cristo, y él es su imagen humana, encarnada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario