domingo, junio 11, 2017

La noche antes, fiesta de Pentecostés

Esta semana empiezo una serie de escritos para explicar mi experiencia en Roma, con el papa Francisco. El día 6 de junio pude concelebrar en Santa Marta, en una misa presidida por el santo padre y un grupo de sacerdotes y fieles. Este es el primer capítulo, antes de iniciar el viaje.

La noche antes, al atardecer, un azul intenso colorea la bóveda del cielo y una brisa suave corre por el patio. La morera agita sus hojas como el vaivén de un abanico. La placidez del entorno me hace sentir un profundo bienestar. Hoy hemos celebrado la festividad de Pentecostés, ese regalo que Jesús dio a sus discípulos, animándolos a ir por todo el mundo anunciando la buena nueva a toda criatura. En el atardecer de ese día una fuerza de lo alto irrumpió en las vidas de aquellos hombres, cambiándolos totalmente. De ser miedosos y pusilánimes se convirtieron en auténticos testigos de una experiencia que los envolvió; el fuego del Espíritu los catapultó al mundo para bautizar y hacer discípulos de Jesús, tal como él se lo encomendó.

Horas antes de mi viaje, el Espíritu, como en el Génesis, aletea por el jardín recreando mi vida sacerdotal, dándole amplitud, haciéndola más ancha y profunda. El Espíritu no sólo aletea como suave brisa. También penetra dentro de mí, dando una impronta de tenacidad e intrepidez a mi vida que sólo puede venir como un regalo transmitido por las manos que me impusieron el orden sacerdotal, el día de mi ordenación. Un vigor y un gozo que no se marchitan porque ese don constantemente nos está haciendo nuevos.

La noche es fresca y me apetece seguir reflexionando en esta oportunidad que Dios me ha brindado: poder viajar a Roma para saludar, concelebrar la misa y estar un rato con el papa Francisco, el sucesor de Pedro, roca firme y sólida, cabeza y unidad de todos aquellos que abrazamos la fe en Cristo.

Esta noche me embarga una emoción serena. Siento un hondo deseo de mirar a los ojos al papa, el pescador de nuestro tiempo, que afronta los enormes desafíos de nuestra sociedad. Pero, sobre todo, hace frente a los retos más acuciantes dentro de la Iglesia: regenerar la curia y el papado, alentar la misión de los sacerdotes, trabajar el ecumenismo y la aproximación con las otras religiones, el medio ambiente, la familia, el diálogo con el mundo intelectual y ateo y otros temas apasionantes que piden un nuevo rumbo y enfoque, y una posición de la Iglesia más encarnada pastoralmente. Los fundamentos de la doctrina ya los dejó muy bien asentados el papa emérito Benedicto XVI.

Juan Pablo II fue el misionero. Ningún papa ha viajado tanto y tan lejos, hasta los confines de la tierra. Benedicto XVI fue el teólogo: se ocupó de presentar el corpus doctrinal de una forma diáfana y accesible, convirtiéndose en un padre de la Iglesia, como san Agustín o san Ambrosio. Por su penetración intelectual y espiritual se puede considerar un maestro en la patrística, que ha contribuido a la definición y esclarecimiento de las verdades de la fe.

Este papa, Francisco, tiene un estilo más pastoral. Profundo conocedor de la psicología humana, no sólo da una imagen más cercana, sino que sabe tocar el corazón de muchos en la corta distancia, interpelando en lo más hondo. En sus discursos, homilías y encíclicas habla con libertad y audacia, sacando temas cruciales para el hombre de hoy. Su discurso valiente hace tambalearse las propias estructuras eclesiales. Pero a la vez, con una naturalidad aplastante que enamora a la gente sencilla, tanto como a los intelectuales. La sinceridad y la normalidad de su lenguaje no dejan indiferente a nadie.

Esta noche doy gracias a Dios porque así lo ha querido: hacerme interlocutor del papa y dejarme empapar de todo aquello que salga de su palabra y de su mirada, de su rostro, todo aquello que significa para la Iglesia. Quiero recibir la sabiduría de su corazón, el tesoro de un papa que se siente más pescador que emperador, más amigo de los curas y de los laicos que una autoridad que somete; más una presencia cálida y cercana que una figura distante y hierática; un pastor de almas y no un colonizador de ideas; en definitiva, un Cristo en la tierra y no un personaje religioso-político inaccesible a los demás.

La brisa sigue acariciando con dulzura las ramas de la morera, que susurran bajo su soplo refrescante. El cielo ya está completamente oscuro y unas estrellas parpadean con intensa luz, tiñendo la noche de claridad. Pienso que nunca estamos totalmente a oscuras, siempre hay una pequeña estrella que danza en nuestro corazón. De tanto en tanto van pasando aviones. Su diminuta luz roja indica un destino, cientos de personas que viajan hacia no sé qué lugar. Un viaje siempre es conocimiento, apertura, aprendizaje. Un viaje es encuentro, ocio, amistad. En definitiva, crecimiento interior.

Mañana yo estaré volando, también. Surcaré la inmensidad del cielo rumbo a la Ciudad Eterna para abrazar al papa. Más allá de un rumbo geográfico, viajaré hacia el Everest de la cristiandad, al corazón mismo de la Iglesia, que es más que el Vaticano; es un hombre en misión, cuyo misterioso vértice es Cristo, y él es su imagen humana, encarnada. 

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