Me dirijo al aeropuerto a las 4 de la mañana. De madrugada,
todavía de noche, el fresco se ha intensificado. Caen unas gotas de lluvia,
como una bendición refrescante del cielo aún oscuro. La ciudad duerme. Todo es
silencio.
Me dispongo a saborear el regalo de este viaje. Quería
celebrar mi 30º aniversario de ordenación con el Papa Francisco y todo se ha
ido cumpliendo con extrema suavidad. Deseo compartir el regalo de mi sacerdocio
con aquel que representa la máxima unidad y comunión en el sacerdocio de
Cristo. Deseo este encuentro con toda mi alma. Saludar y estrechar las manos de
Pedro, aunque sólo sea por un corto tiempo, despierta en mí una enorme
gratitud. Bastarán unos instantes para llenarme de la fuerza del pontífice.
El testimonio entusiasta del papa, que ha sabido abrirse al
soplo del Espíritu de tal manera, me ha hecho consciente de la importancia de
su primado en el contexto histórico y eclesial que estamos viviendo. El papa
Francisco está provocando un cambio en la percepción del papado, así como en
las estructuras internas de la Iglesia, no sin sufrimientos ni críticas. Si
Cristo fue libre respecto a la religiosidad judía, llevando la ley a su
plenitud, el papa Francisco, con este viraje del Espíritu, quiere ir más allá
del propio concepto de religiosidad e ir a los orígenes, donde todo empezó, a
esa Galilea pobre y humilde que Jesús recorrió para anunciar la buena nueva. El
reto es apasionante y con el paso del tiempo la Iglesia, como estructura
humana, se ha ido anquilosando y ahora necesita de una plasticidad mística. La
tradición es importante, por supuesto, pero no hay que encadenarse a ella. El
papa es un ciclón: replantea cuestiones vitales que a muchos les harán
tambalearse. Está tocando temas límite en muchos aspectos de la moral y la
pastoral que la propia Iglesia debería ir asimilando. Hará falta una mayor
generosidad y apertura de corazón para no poner barreras a la frescura de unos planteos
que requerirán de toda humildad y valentía, como mínimo reflexionar más allá de
las ideologías, incluidas las religiosas.
El papa quiere separar la ideología de la fe, y que la
Iglesia esté por encima de movimientos y sensibilidades, porque Jesús no es una
ideología expuesta a ser manipulada por ciertos líderes; Jesús es una persona
con la que se da un encuentro de tú a tú, libre de todo prejuicio. Sólo así
caminaremos hacia la santidad. El papa tiene la gran osadía de no reducir ni un
ápice la libertad que se le ha concedido por su ministerio petrino. Su tarea es
ardua pero apasionante. El Espíritu Santo sopló para traernos un papa desde la
Patagonia, un papa que no tiene miedo y que es consciente de que parte de los
verdugos de su martirio serán gente de adentro. Pero lo vive con una serenidad inquebrantable,
como guerrero de Cristo, un jesuita que llegará hasta el límite para
evangelizar. Sabemos que hay una larga historia de mártires jesuitas que no han
tenido miedo a dar la vida por Cristo. Como decía san Ignacio de Loyola, Cristo
es el centro de la vida.
Todo esto voy pensando mientras el conductor del taxi me
lleva hasta el aeropuerto. Cuando llegamos todo es ágil. Después de presentar
mi billete en el mostrador de la compañía, me dirijo hacia la puerta de
embarque con mi pequeña maleta de mano. Camino por un largo pasillo iluminado
por los letreros y los escaparates de las tiendas. Los viajeros van y vienen,
¡un aeropuerto nunca duerme! Después de hacer una larga cola, paso por el
corredor que me lleva hasta el avión con rumbo a Roma. Son las 5.30 de la
mañana y empieza a clarear, tímidamente porque el cielo está cubierto de nubes.
Ocupo mi asiento y poco después el avión comienza a tomar velocidad por la
pista, hasta que, en medio de su estrepitosa carrera, levanta el vuelo. Desde
la ventanilla contemplo la pista de despegue con sus luces parpadeantes. Poco a
poco estoy sobrevolando la costa, atrás queda Barcelona y su puerto, iluminado.
Se hace de día y el avión endereza su rumbo. Ahora vuelo
sobre un mar de nubes algodonosas. Desde arriba todo es bello. Pienso que el
hombre, gracias a su inteligencia, ha logrado conquistar el aire y volaría
hacia el infinito, si pudiera, para alcanzar nuevas metas, adquirir nuevos
conocimientos y experiencias, siempre más allá de sí mismo. En lo espiritual,
si nos dejásemos llevar, no sólo por nuestra inteligencia, sino por el soplo
del Espíritu, surcaríamos los misterios del cosmos y nos adentraríamos en el
misterio de los misterios, Dios. Sin avión, sin tecnología, sin conocimientos
científicos, basta dejarse penetrar por ese misterio tan hondo que permea toda
la realidad. Tan sólo un gramo de Espíritu Santo te lleva a la plenitud humana
y no importa quién seas ni lo que hagas: si escuchas el rumor suave del
Espíritu en tu corazón volarás más alto de lo que jamás podrías imaginar.
Llego a Roma a las 8 de la mañana. El trayecto ha sido
apacible, salvo por alguna sacudida provocada por las rachas de aire. En Roma
es de día y hace un tiempo luminoso y cálido. El sol baña la Ciudad Eterna, que
ya hace horas que ha despertado y bulle animadamente. El taxista que me recoge
para llevarme al hotel se muestra muy exquisito, y me pide disculpas por el
denso tráfico que nos retiene en la autovía. Tardo casi más tiempo en llegar a
mi alojamiento que lo que ha durado mi vuelo desde Barcelona. Cuando por fin
llegamos a Roma, miro por la ventanilla y reconozco algunos lugares. La cúpula
de San Pedro, el Castel Sant Angelo, las largas rondas a lo largo del río Tíber…
Llegamos al hotel, que está en un barrio
residencial y tranquilo, lejos del bullicio del centro de Roma. Por todas partes veo flores: las terrazas
están cubiertas de hiedras, madreselvas y jazmines. En cada esquina, entre los
bloques de pisos, crecen magnolios, abetos y otros árboles frondosos. Las
buganvillas llenan de color los muros y las calles huelen a jazmín. Allí piso
suelo romano y doy gracias a Dios. Me dispongo a vivir mi primera larga e
intensa jornada, preparando mi encuentro con el papa, que será al día
siguiente.
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