domingo, julio 02, 2017

Encuentro con el papa Francisco

A las 6.30 de la mañana ya estaba en la puerta Pablo VI, por donde se accede a las dependencias de Santa Marta, donde el Papa ha decidido vivir, renunciando a las estancias papales del Vaticano. Cuando lo resolvió comentó que prefería vivir rodeado de sacerdotes y que vivir solo en la mansión no era bueno para él, psicológicamente. Esta afirmación sorprendió a muchas personas, en su momento.

El día había amanecido nublado. Pero las nubes no podían apartar la alegría que sentía ante la gran oportunidad que se me había brindado. Más allá de las nubes, el sol hacía posible el nacimiento de un nuevo día que nunca olvidaré en mi trayectoria sacerdotal. Estrechar la mano de un pontífice, recibir su cálida mirada, todo esto iluminaba mi corazón.

Me dispuse a pasar por los controles pertinentes y a identificarme en la lista que los guardias suizos tenían. Elegantes y amables, nos indicaron, a mí y a un nutrido grupo de sacerdotes y laicos, el camino hacia la capilla de Santa Marta, donde el papa celebra misa cada día a las 7 de la mañana. En el rato de espera, surgieron espontáneamente las conversaciones entre los que íbamos a visitar al papa. Había cuatro sacerdotes diocesanos pertenecientes al Opus Dei, de la Santa Cruz, incardinados en la diócesis de Navarra y a punto de iniciar su labor en diferentes parroquias. Todos ellos vivían en comunidad. Había otro sacerdote chileno, dos africanos, un italiano y un prelado, y yo que venía de Barcelona. Después de un rato de charla amical nos hicieron pasar a la sacristía, donde nos revestimos con nuestras albas a medida y, para guardar la armonía en la vestimenta litúrgica, nos dieron unas estolas del mismo estilo y con dibujos similares. Eran las 6.55 de la mañana y nos encaminamos, en fila, hacia la capilla. Concelebramos desde el primer banco, ya que es un espacio un poco pequeño para tantos sacerdotes alrededor del altar. Mientras caminaba por el pasillo pensé con emoción que se acercaba el momento de ver un sueño cumplido. La serenidad y la elegancia, junto con la sobria decoración y el ambiente devoto nos llenaron de paz. Al entrar en la capilla nos envolvió la música de un piano que sonaba. La misa comenzó muy puntual a las 7.

El papa salió de otra sacristía anexa a la capilla, solo. Con paso lento, pero decidido, besó el altar con mucha unción y durante unos segundos nos miró a los asistentes, con una expresión cálida en el rostro. Luego inició la eucaristía. Su voz era clara, su tono profundo y suave. Todo fluía de manera armoniosa. Como buen jesuita, el papa vivía con serena intensidad los ritos. Se notaba que es un hombre que ha puesto a Cristo en el centro de su vida y que la eucaristía es, para él, un encuentro cumbre en su ejercicio pastoral. Cuando llegó a la homilía, su voz cambió. Del tono calmado y suave pasó a una voz potente y nítida. ¡Cuánta energía de buena mañana! Predicó con convicción y apasionamiento. Afloró en él su volcán interior a la hora de comentar el texto evangélico de Marcos: «Dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios» (Marcos 12, 13-17). En tono exigente, recio y penetrante, nos advirtió sobre la hipocresía que abunda en la Iglesia, en las parroquias y en los movimientos. Es un pecado grave, insistió con fuerza, y las actitudes falsas son un veneno que mata. Las palabras salían con rotundidad de su boca. Nos alertaba a no caer en esa actitud tan extendida, con un lenguaje directo, claro y vivencial. Como buen predicador y literato, estructuró muy bien la homilía, comentando cada frase del evangelio. No dejó indiferente a nadie. Su calidez, a la par de su capacidad de penetración moral y psicológica, es impresionante. El papa supo sacudir a fondo nuestra conciencia espiritual, desmenuzando el texto con claridad meridiana y extrayendo consecuencias para nuestras vidas. Diez minutos fueron suficientes para producirnos un vuelco en el corazón, llamándonos a vivir la coherencia evangélica. Fue una delicia escucharle, un regalo aprender de él, oírle directa y personalmente, con ese deje argentino en el habla, que suena como música agradable y simpática, pero no menos profunda y certera.

Sí, estaba emocionado. Concelebrar con el papa era un regalo que me hacía la Providencia. Su voz recia, su presencia corpulenta, ladeándose ligeramente al desplazarse, me hizo intuir el enorme peso que carga a sus espaldas: la Iglesia, con todos sus desafíos y dificultades. El papa sabe que está en la diana, en el centro de la radicalidad evangélica. Durante su predicación sus ojos castaño oscuro brillaban, manifestando una coherencia llevada al límite. Aunque reciba tantas críticas, desde posiciones diversas y contrarias, él se agarra bien fuerte a la cruz de Cristo. Así es como dialoga con todos los gobernantes, políticos y líderes religiosos, tanto los que lo aceptan como los que no, incluso dentro de la misma Iglesia católica. Como decía una amiga, el papa Francisco es un huracán y a la vez es un bálsamo, que a veces nos llama a desinstalarnos de nuestros propios criterios y a vivir y caminar con Cristo hasta el martirio, dando la vida. Él ya está viviendo ese martirio. Hay lenguas furiosas que están manchando su ministerio papal, él sabe que es un precio que tiene que pagar por hacer tambalearse unas estructuras anquilosadas con esa frescura pentecostal que le caracteriza. El papa Francisco es viento que sacude desde adentro las puertas de la Iglesia.

Seguimos con el ofertorio. De nuevo cambió su tono de voz. Fue una misa muy vivida, también por el resto de mis compañeros, que la seguían muy atentos y felices. Litúrgicamente fue una belleza. Todo se hizo tal como dispone el ritual, pero con una naturalidad quizás inesperada. El papa se sale de la rigidez, mira directo a los ojos, habla con una voz normal, no impostada, y utiliza un lenguaje que se escapa de la mera puesta en escena. El papa huye de una imagen hierática y medieval: se sabe pastor de un gran rebaño, servidor del pueblo de Dios, un auténtico pescador de hombres.

El momento decisivo 


La misa duró 35 minutos. Un fragmento de tiempo que quise saborear poco a poco, por la densidad de cada instante. Quizás me hubiese gustado alargar más esos preciosos momentos litúrgicos. Lo bueno siempre sabe a poco, pero no deja de ser bueno. Al acabar, volvió a sonar el piano y salimos en procesión, atravesando el pasillo lateral de la capilla hacia la sacristía. El ambiente era cálido y se respiraba emoción. Después salimos a una sala de recepción donde el Santo Padre nos estaba esperando, con semblante cordial y amable. Fuimos pasando uno a uno para saludarle. Él fue acogiendo y escuchando a cada sacerdote y a algunos matrimonios y laicos.

Cuando me acerqué a él sentí una profunda emoción. Nuestras miradas se cruzaron y nos alargamos la mano. Él la tenía fuerte y me apretó con solidez. Le dije mi nombre, de dónde venía y le expliqué brevemente mi actividad en la parroquia de San Félix. Le regalé mi libro de homilías, La suave y penetrante palabra de Dios. Lo tomó con agrado. También le regalé Mujeres de Dios, escrito por una catequista de mi comunidad. Atento, el Papa me escuchó sin prisa mientras yo le explicaba. Su mirada sola ya me hablaba, y yo disfruté ese momento. Sentía calidez y seriedad en su mirada, acogía mis palabras con delicadeza y observó los libros, fijándose con cierta sorpresa en los títulos. Fueron cinco minutos densísimos en los que mi corazón ardía. Recordé cuando, con 18 años, dije sí a Dios, a mi vocación sacerdotal. Pasados más de cuarenta años, estaba ante el vicario de Cristo en la tierra. Emocionado ante su silencio atento, esos instantes bastaron para reafirmar mi vocación sacerdotal delante de él. Sentí que una gran fuerza interior salía de mi corazón. Estreché las manos de un papa que ama el sacerdocio, la Iglesia, Cristo y María, un papa que está dispuesto a todo por encontrar nuevas maneras de evangelizar en una cultura y una civilización que vive al margen de Dios, un auténtico apóstol. Nos miramos con profundidad y, con esa elegante actitud de escucha y acogida culminó nuestro encuentro con una cálida sonrisa y un apretón de manos.

Estuve ante el papa. Pese al tiempo limitado, durante los minutos que me dedicó no hubo ninguna barrera, todo fue espontaneidad y una cordialidad natural. Lo impresionante fue verle tan humilde, tan cercano. Ni siquiera seguía un protocolo de acogida. Daba una imagen refrescante, próxima y serena. Un papa que se sacude tanta pompa, tanto lastre histórico, tanta estructura que en ciertos momentos esterilizó a la Iglesia alejándola del evangelio. Sentí que el papa tiene muy claro que no se dejará atrapar por el peso de tantas épocas oscuras de la Iglesia, por las barbaridades cometidas en nombre de Dios. Recordé a Juan Pablo II, tumbado en el suelo del Gólgota, pidiendo perdón por los errores milenarios de la Iglesia. El papa ya no recibe desde un trono, como antes del Concilio Vaticano II. Poder acceder a él con toda naturalidad, y que él te escuche, refleja un papa que está recuperando lo genuino de su misión, que es ser pastor de la Iglesia universal, capaz de pararse y escuchar a los párrocos que guían a sus fieles hacia Jesús con todo su esfuerzo.

Todo fue precioso, denso, bello, cálido. Mi débil retina no olvidará nunca ese don que Dios me regaló y que me espolea a seguir siendo un entusiasta y un enamorado de la misión que me ha encomendado: ser imagen de Cristo en medio del mundo.

El encuentro con el papa Francisco ha sido aliento y soplo para seguir siendo fiel a mi sacerdocio. Sigo caminando hacia la plenitud de una vocación en la que el tiempo, la edad y los problemas no restan gozo ni alegría a la primera llamada. Sólo quiero seguir sirviendo al Señor y que él me siga dando la fuerza para mantenerme firme en mi cometido.

1 comentario:

pimpumpam dijo...

Gracias Padre Joaquín por si testimonianza viva y iluminante. Rezo por el Papa Francisco, por Ud. y por todos los sacerdotes de esta Iglesia renaciente.
Alabado sea Dios
Sia lodato Gesú Cristo