domingo, junio 23, 2019

Corpus, un amor sin límite


En la fiesta del Corpus celebramos la presencia real de Cristo en el pan y el vino. Una presencia que expresa una donación y entrega como sacrificio de amor. Esta afirmación teológica eucarística va más allá de su contenido doctrinal. Es expresión de una vida entregada por amor. Cada fiesta del Corpus nos recuerda que nuestra vida cristiana va más allá de un conocimiento doctrinal. Nuestra vida y ejemplo han de ir unidos al sentido último de esta liturgia.

La eucaristía no se puede separar de nuestra vida cotidiana, de lo que somos, hacemos, pensamos. Allí, en nuestros diferentes ámbitos ―familiar, laboral, social, de ocio, personal― el conjunto de nuestra vida se alimenta de nuestra íntima relación con Jesús eucarístico. Un divorcio entre la vida cristiana y social, con el tiempo, debilita nuestras propias raíces porque nuestro ser último se alimenta del pan y del vino de Cristo. Él nos espolea a ser ejemplo vivo de su presencia, imitándolo con nuestra donación, hasta entregar la vida como él hizo.

Vivir del cuerpo y la sangre de Cristo significa que nos alimentamos de una energía divina, que nos prepara para el sacrificio, si es preciso, y para la libertad y la valentía de llegar hasta aquí.

Es la consecuencia práctica y coherente del compromiso cristiano. No podemos separar la eucaristía de la caridad, pues separar ambas significa quitarle el sentido esencial al Corpus. El testimonio, la misión y el amor nacen del centro de la eucaristía. Cuando se deja de amar se está devaluando el significado crucial del Corpus.

Esta celebración nos enseña que el faro que nos ha de iluminar la vida es Cristo, y sólo podemos amarlo en los demás. Sólo así la vida y la eucaristía estarán encajadas, armonizadas en la doble dimensión de la persona: su vida humana y su vida espiritual. No olvidemos nunca que en el horizonte de Cristo está la cruz. Pero también la promesa de la resurrección. La cruz, la eucaristía y la resurrección forman parte de una misma realidad cristiana. Sólo si nos abrimos a los demás entenderemos que esta apertura forma parte de la coherencia intrínseca de ser cristiano y sólo de esta manera estaremos entendiendo la exigencia última de este misterio. Cristo se nos da. Estamos llamados a que nuestra vida se conforme a la de Cristo, es decir, que el deseo de Dios se incorpore en el centro de la existencia. Sólo así llegaremos a ser ejemplos vivos de su presencia en el mundo.

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