sábado, julio 18, 2020

La escalera de Jacob

Ante la "Escalera de Jacob", en el convento de Santa María 
de Bellpuig (Les Avellanes).

Una escalera hacia el cielo


Leemos en Génesis 28, 10-22, una escena sugerente y misteriosa que ha inspirado a muchos artistas: el sueño de Jacob, que ve una escalera que sube hasta el cielo, y por donde suben y bajan los ángeles de Dios. Este sueño lo tiene cuando ha huido de casa de su padre, Isaac, después de arrebatarle la bendición y el derecho de primogenitura. Jacob escapa de la ira de su hermano Esaú y viaja hacia el norte, para alojarse en casa de su tío Labán. Por el camino, desde Beersheva hasta Padán Aram, se detiene en un lugar llamado Betel. Hace noche allí y tiene este sueño.

En el sueño, oye la voz de Dios, que le habla desde la escalera, y le brinda su promesa de bendición: le donará esa tierra, una numerosa descendencia y su apoyo y compañía, allá a donde vaya. «Yo estoy contigo, te acompañaré a donde vayas, te haré volver a este país y no te abandonaré hasta que haya cumplido todas mis promesas» (Gn 28, 15).

La escena, nos explican los biblistas, es una típica forma de expresar la comunicación de Dios a los hombres: en sueños. Además, en el antiguo oriente, era muy habitual que los viajeros, cuando hacían noche, hicieran algún gesto de veneración al dios de aquel lugar, erigiendo una piedra, una estela o recuerdo de su paso por allí, como testimonio. En este caso, Jacob se encuentra nada menos que con un lugar sagrado, un lugar donde habita la presencia de Dios: «¡Qué terrible es este lugar! Es nada menos que Casa de Dios y Puerta del Cielo» (Gn 28, 17).

Este es el significado del nombre Betel: Casa de Dios. Para los autores bíblicos y sus lectores de los primeros tiempos, además, esta escena tenía otras reminiscencias. La Biblia fue compuesta tras el exilio del pueblo de Israel en Babilonia. Los israelitas exiliados debieron ver y admirar aquellos grandes templos babilónicos, en forma de pirámide escalonada, por donde subían y bajaban los sacerdotes ofreciendo incienso y sacrificios a los dioses. Babel significa precisamente esto: «la puerta del cielo», y de aquí viene el nombre Babilonia. Los babilonios creían que sus templos eran lugares de conexión directa con las potencias divinas.

Pues bien, aquí, de camino, solitario y huyendo, Jacob se encuentra con otra escala que recuerda a estos templos babilónicos. Pero no es un monumento humano, sino una ruta de ascenso al cielo, y los que suben y bajan no son sacerdotes, sino ángeles de Dios. Él no tiene que ofrecer nada, sino que recibe una promesa. Pero, cuando se despierta, al día siguiente, decide hacer un voto: «Si Dios está conmigo y me guarda en el viaje… y si vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios» (Gn 28, 20). De manera muy primaria, y algo interesada, pero sincera, Jacob está respondiendo a la generosa promesa de Dios. Tú estarás siempre conmigo, luego yo estaré contigo; yo soy tu protegido, tú serás mi Dios.

¿Qué nos dice esta lectura, hoy?


¿Qué significa este sueño de Jacob? El Génesis es un libro lleno de promesas. Desde la creación del hombre, Dios nos ofrece su amistad y una alianza firme de amor imperecedero. La alianza, poco a poco, se va concretando: desde la humanidad hasta un pueblo, una familia, una persona. Hoy podríamos leerlo así: desde nuestro nacimiento, Dios nos sale al encuentro a cada uno de nosotros para ofrecernos su amistad y su compañía.

En los momentos de incerteza de nuestra vida, cuando parece que vamos huyendo, como Jacob, o buscamos sin encontrar, Dios nos sale al camino y tiende una escalera hacia él. Nos alienta y nos dice: Estoy contigo y te protegeré, allí a donde vayas. Para ello es necesario un tiempo de sueño, de descanso, de silencio… Ese tiempo necesario para detenernos en medio de nuestra carrera diaria y dejar que se abran las puertas del cielo.
La mística cristiana tiene su culmen en el encuentro efusivo y pleno de Dios con nosotros. Dios conoce nuestro anhelo de iniciar un trayecto ascendente: el sueño de todo cristiano es llegar, un día, a abrazar al Dios de nuestra vida. Pero, para llegar a ese momento, hemos de levantarnos, iniciar un camino hacia arriba y subir la escalera. Toda búsqueda implica un esfuerzo. Mirar hacia adelante, tensar el corazón y anhelar con todas nuestras fuerzas llegar a la cumbre. Una vez allí, detenernos ante el paisaje del cielo y contemplar su gloria y su resplandor.

El sueño de Jacob ha de traducirse en una misión real en nuestra vida. El itinerario del cristiano consiste en ponerse en marcha hacia los demás, saliendo de sí mismo. Los demás son destellos de la presencia divina. Dios no sólo está en las alturas; también está enraizado aquí, en la tierra. La tierra es una parcela de su cielo. Quizás el esfuerzo no es tanto una subida física de muchos peldaños, sino un esfuerzo mental y espiritual para alcanzar la cima del alma humana. Allí también está Dios. El esfuerzo, por tanto, será que las erosiones de la vida no nos quiten la fuerza para ascender en el compromiso de amor al prójimo. Sólo subirá de verdad por esa escalera que lleva a Dios el que supera toda traba, todo obstáculo que le impida caminar hacia los demás.

Estas imágenes bíblicas recogen las enormes inquietudes del hombre en el trayecto largo y a veces doloroso para encontrar a Aquel que da sentido pleno a su vida. Los personajes bíblicos son reflejos de cada uno de nosotros. Los patriarcas reciben sucesivas bendiciones, que llenan su vida de esperanza. ¿Qué sería del hombre sin promesas? ¿Qué sería de él sin esperanzas? Se perdería en la angustia vital. Por eso, ser receptores de una promesa, tener sueños, alcanzar metas que vayan más allá de uno mismo, es algo connatural al ser humano. Estamos ligados a una realidad superior que nos envuelve con sus rayos luminosos. La experiencia mística es el encuentro, un gozo incesante cubierto por una aureola divina. Somos así. El hombre ansía el infinito en su indigencia finita. Pobres y pequeños, anhelamos lo más grande. Aunque esto signifique subir muchos escalones, con esfuerzo, vale la pena, por el deleite de encontrarnos, al fin, en los brazos de Dios.

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