domingo, julio 08, 2012

Las parroquias, en la encrucijada

Responder a los desafíos

Los cambios sociológicos, culturales, éticos y religiosos que vivimos en nuestro tiempo están pidiendo con urgencia un nuevo rumbo evangelizador. En octubre el Papa inaugurará el Sínodo para la Nueva Evangelización, en el que se tratarán muchos de estos temas. En la Iglesia de a pie también necesitamos nuevos planteos pastorales y sobre todo una redefinición de lo que ha de ser una parroquia.

Estamos en un nuevo paradigma cultural que obliga a hacer un esfuerzo de creatividad, de entusiasmo y de búsqueda para descifrar el idioma que habla nuestra sociedad, cuál es la nueva gramática de este mundo, dominado por la ciencia y la tecnología, donde priman otros valores distintos a los tradicionales cristianos.

Ante esta metamorfosis sociocultural, hemos de aprender los códigos para poder comunicar el evangelio con un lenguaje adaptado. Si no somos capaces de leer entre líneas y no aprendemos a descifrar las nuevas formas de comunicación no sabremos responder a los desafíos que afronta la sociedad.

Quizás muchos no encuentran respuesta a sus grandes interrogantes porque no han aprendido a auscultar lo que realmente pasa en su corazón. La Iglesia, experta en humanidad, puede ayudar y ofrecer buenas respuestas. Pero si no conectamos con la realidad de hoy estaremos dando vueltas sin rumbo. Por muchas iniciativas que llevemos a cabo, si no logramos sintonizar con el corazón y las necesidades de las personas estaremos perdiendo la oportunidad. Estamos en medio de una encrucijada; ahora es el momento de llenarse de vigor. Tenemos ante nosotros un reto apasionante que no podemos dejar pasar.

Comunicar con un nuevo lenguaje

La Iglesia, sin perder su esencia, ha de saber proyectar nuevos planes pastorales. Yo no diría que la Iglesia está en crisis. Más bien diría que somos los que estamos en ella los que nos encontramos en un momento de desencanto. Y no porque nuestra fe de siempre pierda valor, sino porque hemos sido incapaces de adaptar lo de siempre a un lenguaje entendible hoy. El mensaje es el mismo, la forma de transmitirlo es la que debe cambiar para poder penetrar en el corazón de la gente. Sin este esfuerzo perderemos vitalidad y acabaremos cayendo en la frustración.

La gran revolución de este cambio pasa por volver al núcleo del evangelio. Nuestra fe es mucho más que una doctrina y un sistema moral: es un encuentro con una persona, Cristo. Es una experiencia de amor profundo e ilimitado, de gozo. Y es una llamada que pide coraje. Siendo importante la forma, ahora urge comunicar esta realidad con alegría y entusiasmo, y no podremos hacerlo sin pasar por un proceso de reconversión interna, un volver a mirar, revisar y reactivar el mensaje en nosotros mismos. Somos piedras vivas de la Iglesia, templos del Espíritu Santo. Si no vibramos con Él, estaremos convirtiendo este templo en un museo arqueológico, una ruina del pasado, bonito, sí, pero carente de vida.

La comunidad, clave

La comunidad es otra clave. Es el corazón de las parroquias. Sin comunidad, ese fuego que arde en la Iglesia se apaga. Si no hay una comunidad viva, las parroquias se empobrecen. La vitalidad comunitaria, en cambio, las hace creíbles con el paso del tiempo.

Hemos de revivir nuestro encuentro con Jesús y vivirlo en comunidad: solo así la Iglesia estará tan viva como el mismo Cristo resucitado, y será tan real y efectiva como la presencia del Espíritu Santo. De esta manera, estaremos preparados para la gran batalla evangelizadora.

domingo, julio 01, 2012

La ideologización de la verdad


Existe una tendencia humana a instrumentalizar la verdad en función de nuestros presupuestos filosóficos y nuestra mera subjetividad a la hora de analizar de la realidad, y esto ha reducido el fenómeno religioso a una cuestión de ideas y apreciaciones. Esta reducción nos hace incapaces de asumir que la verdad del evangelio implica un cambio radical en nuestra forma de entender y ver el mundo. La conversión evangélica pasa incluso por replantearnos nuestra cosmovisión, y a veces da vértigo renunciar a nuestra identidad ideológica porque hemos fabricado una estructura mental que nos hace sentirnos bien con nosotros mismos dentro de nuestra visión particular del mundo. Nos da pánico imaginar que podamos estar equivocados, no concebimos otra realidad que no sea la nuestra. Y convertimos las ideologías afines en soportes de una realidad ficticia y paralela que nos hace llevadera la existencia. Esta falta de realismo nos hace construir un mundo interior basado en nuestra forma de ser y de funcionar. En algún caso, la falta de aceptación de la realidad puede llevar incluso a actitudes extremas o manipuladoras para lograr que los otros queden sometidos a nuestra trama ideológica. Cuando se produce un choque con la realidad real, las posturas se radicalizan hasta llegar a un cierto grado de violencia verbal. Es entonces cuando nos encerramos en nosotros mismos, sin importarnos los demás, preocupados solo por salvar la estructura que hemos creado y que nos permite vivir en nuestro castillo interior. Cualquier ataque externo debe ser rechazado. En nuestro totalitarismo mental, estamos manipulando la verdad.

Para el cristiano, la única verdad que nos mueve es la persona de Jesús, y esta verdad está por encima de discursos y entelequias. El Cristianismo no es un sistema filosófico bien estructurado. Jesús tampoco fue un ideólogo judío, ni un líder político. Cuando Pilato le pregunta, "¿Qué es la verdad?", calla. Su silencio habla por sí solo: Pilato tiene a la Verdad encarnada ante él, pero no sabe verla.

La verdad que nos comunica Jesús es el amor de Dios a los hombres, incondicional, sin mirar raza, sexo, ni ideas. La novedad de Jesús no se puede empaquetar en un sistema ideológico. La verdad de Jesús es que él se entrega por todos, por amor, amando hasta a sus propios enemigos. En el núcleo de su mensaje está el amor, no unas ideas.

Y el amor auténtico atraviesa todo sistema ideológico, porque la esencia del amor en sí mismo es independiente y libre de nuestras cosmovisiones parciales y sesgadas. La persona está por encima de todo y el sujeto evangelizador debe ir más allá de sus propias concepciones del mundo. La única convicción inamovible del cristiano es que todos somos amados por Dios, somos sus criaturas especiales, nos ha hecho seres amables y solo desde esta certeza podemos erradicar las metástasis ideológicas que a lo largo de los siglos se han ido adhiriendo a la fe y han intentado devorar la única Verdad que está en el centro de nuestra evangelización: Cristo.

Sin esta certeza nos estaremos perdiendo en el laberinto de nuestro orgullo y caminaremos hacia el abismo, impidiendo que la verdad de Cristo brille en nuestro corazón.

Una apertura sincera a Dios supone estar dispuesto a todo, y es la única manera de hacer posible la evangelización desde nuestras parroquias. Nos daremos cuenta de que para que la evangelización sea eficaz hemos de empezar por una auto-evangelización, es decir, volver al entusiasmo de las primeras comunidades, con esa fuerza arrolladora que superaba cualquier obstáculo. Ni todo el poder del Imperio Romano pudo frenar la expansión del cristianismo en los primeros siglos. No nos será posible si no volvemos a enamorarnos de Cristo, si nuestro corazón no vuelve a latir con el suyo. Será entonces cuando, conscientes de nuestra misión, podremos anunciar a aquel que ha dado sentido a nuestra vida y podremos decir sí a nuestra vocación de servicio a la Iglesia. Hoy, ante la crisis que vivimos, lo único que nos queda es el testimonio. La autenticidad de lo que vivimos hará posible rebrotar el entusiasmo evangelizador.

domingo, junio 17, 2012

El sacramento del bálsamo de Dios

Una de las grandes preocupaciones del ser humano a lo largo de la historia es encontrarse un día con la enfermedad. Entonces topa con su propia naturaleza frágil: el dolor pone de manifiesto su contingencia.

Pero en la persona se da una paradoja: desea la salud, pero vive esclava de muchas dependencias. Necesitamos “chutes” artificiales que nos hagan sentirnos vivos. Estamos tan lanzados a la vorágine, al frenesí, al estrés, que caemos enfermos, física y psíquicamente. También espiritualmente. Nuestro sistema inmunitario se debilita y nuestras defensas son incapaces de hacer frente a cualquier patología. Problemas emocionales, familiares, afectivos, van mermando nuestra salud. La mala alimentación y la falta de tiempo para respirar hondo, para pasear plácidamente o dormir una siesta, agravan nuestro estado. Pero, sobre todo, la falta de afecto, de referencias y de valores humanos y religiosos hace que el hombre muchas veces esté abocado a la desesperación, al abismo del sinsentido.

Es verdad que las causas de las patologías pueden ser muy diversas y no siempre se pueden prever o evitar. Un accidente inesperado puede truncar la vida de una persona sana y la de sus familiares; una lesión, o una ruptura con los seres amados también puede causar estragos.

Cuánto padece la humanidad, cuando lo que anhela es la felicidad. Miles de facultativos luchan en los hospitales para que millones de personas tengan una mejor calidad de vida y no sucumban. Ante un futuro incierto que produce vértigo existencial, sentimos nuestra insignificancia, nuestra mortalidad. Nos enfrentamos, siendo capaces de grandes gestas, a la pequeñez. La enfermedad nos recuerda que somos polvo. Pero estas partículas que configuran nuestro ser tienen dentro un gran deseo de trascendencia. Somos algo más que células, vísceras y órganos. Dios nos ha hecho desde la epidermis hasta el alma. Por eso, cuando sentimos que nuestra vida resbala hacia la nada, aún tenemos la posibilidad de aprender del sufrimiento a redimensionar nuestra propia realidad humana y vivir con más paz y serenidad nuestros límites y los de los demás.

Desde esta actitud de humildad estaremos preparados para recibir el don sagrado del bálsamo de Dios: la unción de los enfermos.

La unción no sirve para impedir ninguna enfermedad o sufrimiento. Nos une al sufrimiento de Cristo y nos ayuda a vivir con paz y aceptación la enfermedad. La unción no nos aparta del abismo, pero nos da valentía para confiar y fortaleza para ensanchar el corazón dolorido. Nos hace mirar hacia el cielo, donde todo se ve con otra perspectiva. Desde allí, todo, hasta el dolor, tiene un sentido. La unción nos da coraje, confianza en Dios.

Él está más cerca que nunca. El aceite que empapa nuestra piel es el signo de su presencia dulce y balsámica. Su espíritu penetra nuestros poros, llegando de la piel al alma. Estamos ungidos por el amor de Dios. Esto nos ha de ayudar a vivir con más intensidad nuestra relación con Él, nuestro gran amigo que nos acompaña a lo largo de toda la vida. Y, aunque pueda parecer contradictorio, muchas veces nuestra enfermedad no es otra cosa que una gran oportunidad. Estamos tan ensimismados que nos olvidamos de Dios. A través de este sacramento podemos reencontrarlo.

sábado, junio 02, 2012

Piedras que hablan

Pinturas en movimiento. Esculturas que respiran. Son manifestaciones de una ciudad que concentra el arte mundial: Roma. Su historia y esplendor se hacen patentes en su arquitectura, en su pintura y en su escultura. Hoy, dos mil años después de Cristo, no ha sido superada por ninguna otra ciudad del mundo. Ruinas y vestigios del pasado dan vida a la arqueología moderna. Los monolitos apuntando al cielo, como lanzas, son testigos de una grandeza milenaria. En Roma se puede viajar en el tiempo, retrocediendo milenios atrás. Cerramos los ojos y casi podemos oír el vocerío de los antiguos romanos, el rodar de los carros por las calzadas de piedra, el murmullo admirado de algún ciudadano ante la belleza de una estatua o de un templo. Tanta grandeza y genio arquitectónico ponen de relieve el poder de un imperio que se extendió imparable alrededor del Mediterráneo. Contemplo los restos de esta grandiosidad pasada: todo es fascinante. El Coliseo, el Circo Máximo, el Panteón. Todo nos habla de un pasado que fascina al peregrino y no lo deja indiferente. El perfume de la antigua gloria de Roma sigue penetrando en aquellos que tienen alma de cronista e historiador, de aquellos que se dejan seducir por la fuerza creativa de tantas mentes brillantes y emperadores osados que supieron llevar su poderío militar y su mentalidad práctica a todo el mundo entonces conocido. Los romanos se convirtieron en los amos del mundo. Uno no para de asombrarse ante tal explosión de arte: visitar Roma deja un sabor de epopeya. Una epopeya que también vio su declive. El imperio cayó, como sabemos, a manos de las invasiones bárbaras. Pero su huella ha permanecido en el tiempo y su legado sobrevive hasta hoy.

Una idea que cambia el mundo

Ante tanto esplendor en piedra, ¿qué valor tenía la vida humana? ¿Dónde está el origen de tantas riquezas? ¿Cuántas almas dejaron el sudor y el aliento entre los sillares de templos, palacios y murallas? En los circos y en los anfiteatros romanos morían miles de esclavos, convertidos en gladiadores para distraer e incitar las pasiones de la plebe, ansiosa de ver correr la sangre. Los grandes pedían manos; el pueblo reclamaba circo. La cara oscura de la gloria la encontramos en aquellos que se enriquecieron dedicándose al negocio de la muerte. Entre bastidores, atisbamos conjuras de cónsules y senadores, asesinatos de emperadores, luchas acérrimas por el poder. Y, junto al poder, siempre acecha el temor. Al afán bulímico de poseer y dominar lo acompaña siempre el pánico a verse derrocado algún día. Roma se construyó sobre la fuerza y la sangre. Uno queda sobrecogido cuando lee las cifras: multitudes de esclavos servían y morían para mantener la gloria del imperio.

El Cristianismo puso en jaque a los emperadores que se autoproclamaban dioses, exigiendo culto y reverencia a sus vasallos. El humanismo cristiano fue penetrando en la cultura romana, introduciendo valores como el perdón y la misericordia. Otra clase de cultura estaba emergiendo, inspirada por la figura de Jesús de Nazaret. La persona y su libertad serían el eje de esta revolución cultural y religiosa que, poco a poco, fue empapando el mundo romano, aunque esto costaría muchas vidas en la Iglesia naciente. Pedro y Pablo dieron los primeros pasos en la construcción de una civilización con un concepto nuevo de la persona y la vida. La gloria ya no estaba en los monumentos, sino en el ser humano. Ya no serían la fuerza ni el genio quienes dominarían el mundo, sino una nueva concepción de las relaciones humanas, basada en el amor. El gran templo ya no sería de piedra y mármol, sino de carne y hueso: el cuerpo del hombre se convierte en el santuario predilecto de Dios. La idea de un Dios que se revela a la humanidad en Jesús de Nazaret supone otro desafío filosófico y religioso a la cultura griega y latina. La creencia judía en un Dios trascendente y a la vez cercano al hombre se expande con fuerza a través de las comunidades. Es un contrapunto al poder imperial. La sencillez y la pobreza de aquellos primeros discípulos de Jesús siguen siendo modélicas para los cristianos de hoy. Y es que la sencillez tiene una fuerza arrasadora: es capaz de convertir los corazones, más que cualquier palabra bella o discurso.

domingo, mayo 20, 2012

Las puertas del cielo se abren


Celebramos hoy, en este domingo, la Ascensión del Señor Jesús. El Hijo de Dios vuelve a las entrañas de su Padre. El que vino al mundo para comunicar el amor de Dios vuelve a Él, a su origen, a la eternidad de donde partió para revelar el proyecto de felicidad que tiene para el hombre.
Jesús, ante sus discípulos, asciende a los cielos, a la derecha de Dios Padre. Entra en el mundo de la eternidad para siempre, porque Dios es eternidad. Pero cuando decimos que Jesús va al cielo, estamos diciendo que Dios es el mismo cielo. Porque Él está más allá del tiempo y del espacio. Dios lo penetra todo. Por esto también decimos que está en la tierra, y en todas partes. Todo está empapado misteriosamente de su presencia. Todo tiene el perfume de Dios. Lo tenemos con nosotros como el aire que respiramos, como la sangre que corre por nuestras venas. Todo evoca al Creador que hizo el cielo y la tierra. Desde una frágil amapola, o el más brillante lucero suspendido en el firmamento, hasta el culmen de su creación, el hombre, todo el cosmos forma parte de su presencia.
Los discípulos son testigos de este momento crucial. Jesús se queda con el Padre para siempre y vivirá con Él en una intimidad plena que no se acaba. Pero, al igual que el Padre, también está en la tierra, aunque no sea visible a nuestros ojos. Jesús permanece entre nosotros: la hostia sagrada se convierte en su presencia permanente. Él, como Dios Padre, también está más allá del tiempo y del espacio. Por tanto, misteriosamente, puede habitar el corazón de Dios y al mismo tiempo el corazón del hombre, porque para él todo cristiano que está abierto se convierte en custodia viva de su presencia.
Jesús se encuentra aquí, y muy especialmente en la comunidad cristiana que ha decidido vivir teniéndolo a él como centro e impulsor de su trabajo misionero. La comunidad abierta a sus designios es aquella que convierte la Iglesia en el hogar de la Trinidad, motor y fuente, razón de todo su quehacer, que nos hace vivir aquí y ahora el Reino de Dios.
El cielo no solo se trata de un lugar, sino de un estado de plenitud. Allí donde se vive de verdad el amor de Dios el espacio terrenal se convierte en cielo. En el corazón del que libremente opta por instalarse de la caridad, Jesús habita, y con su amor lo hace ascender.
Decía san Pablo: «Si con Cristo hemos expirado, con Cristo hemos resucitado». Hoy, las puertas de la eternidad se nos abren de par en par. Si con Cristo hemos resucitado, con él nos elevaremos al cielo hasta el Padre. El cristiano está llamado a vivir en la altura, trascendiendo todo egoísmo. Misteriosamente, de una manera inexplicable, ya vivimos esta doble realidad. Por un lado, todavía estamos sujetos a las leyes físicas,  condicionados por el entorno físico e histórico. Pero por el milagro de la resurrección de Cristo estamos en la intersección entre el mundo de los hombres y el mundo de Dios. Sujetos a nuestras realidades personales ya vivimos, aunque separamos por una finísima capa, en el más allá. Y nos damos cuenta, en la oración y en el silencio, de que la presencia de Dios se nos hace cada vez más viva y real. Es como vivir ya en el cielo, porque entrar a su presencia es cielo. Entonces nos convertimos en otros cristos resucitados, hijos suyos, palabra encarnada, corazón de Cristo. La unidad con él es tan grande y la experiencia de amor tan densa, que ya aquí participamos de su divinidad. El cristiano, unido místicamente a Cristo, respira el aire del mismo Dios. Vivir amando intensamente en la tierra es vivir ya en el cielo.
Este es el único fin del hombre, creado por Dios. Como hijos suyos, también nosotros volveremos a Él, que nos ha creado para que vivamos el gozo eterno que se empieza a saborear en la tierra.

lunes, abril 23, 2012

El misterio de la grandeza humana

Cuanto más profundizo en la compleja realidad del ser humano me doy cuenta de que, pese a ser tan frágil como una flor, es inmenso. En sus convicciones más hondas, el hombre se enfrenta a una doble realidad: su anhelo de buscar razones más allá de sí mismo y el enfrentamiento a sus límites, la enfermedad y sus propias contradicciones internas. En el fondo, el ser humano busca saciar su incontrolable deseo de saber. Ese ¿por qué? que le lleva a situarse fuera de sí mismo, ¿es una mera función cerebral, producto de la química y las conexiones neuronales? Ese impulso que le lleva a lanzarse, arriesgándose hasta las entrañas del misterio que le rodea, ¿es solo una inquietud intelectual para acumular saber? ¿O es un deseo de llegar a descubrir la respuesta al interrogante sobre sí mismo, de sentir el peso de sus límites intelectuales, psicológicos y espirituales?

La búsqueda de sentido

El hombre se da cuenta de que, a menudo, condicionado por su historia familiar y social, forma parte de una cultura y comparte una ideología que a menudo son paralizantes. Desde muy joven siente deseos ardientes de encontrar un sentido profundo a su vida. Las grandes cuestiones antropológicas se le plantean una y otra vez. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Qué hago donde estoy? Es en esos momentos cuando más allá de su capacidad de abstracción, desde lo más hondo de su corazón, emprende un viaje hacia el núcleo de su ser más genuino. Yo, los demás, Dios. Y se da cuenta de que su propio corazón tiene la misma complejidad que el universo entero, con sus miríadas de planetas y estrellas.

¡Qué grande es ese ser tan pequeño y lleno de lagunas! Esa caña ladeada por el viento, esa motita de polvo, ese rocío primaveral, poco o casi nada, respira, siente, ama, hace cosas extraordinarias. Llora, sufre, se sacrifica e incluso muere por lo que quiere: ideas, proyectos, personas… ¿Qué hay dentro del hombre, que cuando nos asomamos al abismo de su corazón sentimos tal vértigo? Si nos acercamos, en los surcos de ese corazón descubriremos, con asombro y estupor, su realidad milagrosa. Es que el hombre está hecho para amar y para servir, para ayudar, crecer, darse. Esto da plenitud y sentido a su vida. En el hombre hay un cerebro bien estructurado con una inteligencia sublime, un corazón que ama y piensa, un alma conectada a ambos.

¿Cómo se explica su incansable búsqueda de la verdad frente a una visión del mundo cientificista y positivista? ¿Cómo explicar esto frente a la visión del mundo que reduce al hombre a un ser puramente material, que actúa motivado por sus conexiones neuronales? ¿Puede ser la oblación una actividad regulada por el cerebro, como los sentimientos y las emociones?

Me pregunto, entonces, ¿dónde están su libertad y su voluntad? ¿Dónde está su capacidad de tomar decisiones? ¿Dónde se encuentra su yo, personal e intransferible? Si solo somos una masa pensante o un ser totalmente condicionado por la historia, la educación y el ambiente, lo que uno pueda hacer será previsible y estará determinado.

El reto de ser libre

Un ser inteligente y libre tiene el reto de ser él mismo y enfrentarse al estereotipo filosófico y psicológico para superar los trajes que los demás le han ido imponiendo desde su infancia. Sostener una visión meramente psicológica, genética y cultural que se quede en los prototipos humanos es rendirse ante la tarea más noble del ser humano: la de ejercer su libertad y forjar su propia historia, es decir, convertirse en señor de su existencia.

Nada puede poner coto al deseo de trascender y volar hacia el destino que uno elige. Aunque sintamos nuestra fragilidad existencial, el deseo de salir de uno mismo y la capacidad de apasionarnos por todo aquello que nos rodea es algo que llevamos tan dentro, tan nuestro, como el oxígeno que alimenta nuestras células. La vocación genuina del ser humano es la búsqueda de la verdad, es decir, el Amor. Solo esto puede saciar su sed de trascendencia.

El diminuto hombre se enfrenta a la gran hazaña de su vida: no pasará hasta que descubra la respuesta a su pregunta: ¿cuál es la razón última de su existencia? La razón es que ha sido creado por un Dios Amor que desea incesantemente su gozo. Todos sus genes forman parte de ese Amor creador y solo amando es como se sentirá plenamente realizado, porque ha sido creado para él. Pero la decisión de canalizar ese enorme potencial es libre, para cada uno. Lo extraordinario del hombre es que, cuando es capaz de amar, se convierte en otro dios, porque participa de su esencia divina, convirtiéndose en co-creador de nuevas realidades que lo llevan a superarse, en su deseo inagotable de eternidad.

Es maravilloso contemplar al hombre frente a retos casi insuperables, como el alpinista que quiera alcanzar la cima de una montaña. Ante la inmensidad de las cordilleras, el ser humano, limitado, es capaz de desafiar su miedo, su inseguridad, la fuerza de la gravedad. Su deseo de ascender le lleva muchas veces a asumir riesgos y peligros. Pero no se detiene. Algo le empuja a conquistar la cumbre. Cuántas veces se ha encontrado al límite de la muerte y con su empeño, su valentía y su esfuerzo, ha seguido adelante.

Cuántas veces, yendo de excursión, no hemos visto un diminuto cuerpo escalando una montaña inmensa. O un parapente, surcando el cielo por encima del paisaje. O, en el mar, quizás hemos contemplado a un surfista deslizándose veloz entre las olas, que forman un túnel de agua a su alrededor.

¡Cuánta belleza! Siendo tan poca cosa, nos atrevemos a las más grandes epopeyas.

Otras veces, encontraremos a un discapacitado enfrentándose diariamente a sus tareas, sin rendirse, llevando al límite sus capacidades hasta niveles asombrosos. Ha hecho de su discapacidad una fortaleza para retarse a sí mismo. No solo no se ha doblegado ante sus condicionantes, sino que no ha permitido que la soledad ni la autocompasión lo frenaran. Ha llevado su capacidad al límite desafiando su propio abismo.

Algo hay en el hombre que lo sobrepasa

¿Qué hay en el hombre que lleva al límite su inteligencia y su saber, con el afán de desentrañar el misterio de la vida? El progreso científico y tecnológico pone de manifiesto las ansias de conocimiento del ser humano. Nuestra secuencia de ADN se diferencia muy poco de la de una mosca, aún menos de la de un chimpancé. Pero en ese poco yace la grandiosidad humana: la toma de conciencia del yo, nuestra capacidad de pensar, organizar y comunicar con un lenguaje abstracto. Algunos teólogos y filósofos dicen que a partir de esa diferencia se puede hablar del alma. Es una distancia genéticamente mínima, pero existencialmente enorme, un abismo. Estamos a millones de años luz de los animales.

¿Qué hay en el hombre que es capaz de generar ciencia, pensamiento, creatividad? ¿Qué le mueve en su tendencia gregaria, a compartir, a ser solidario? Algo hay en el hombre que lo sobrepasa.

No cabe duda de que la libertad, la voluntad, el corazón, el alma, nos hacen muy especiales. Hay algo, o alguien, que nos ha facultado para estas capacidades. Y este alguien solo puede ser un ser que nos ama tanto que nos ha dado la capacidad de elegir. No somos fruto del azar, somos fruto de una mano amorosa que nos ha creado para que sintamos y nos estremezcamos ante la belleza de la existencia.

domingo, abril 08, 2012

La noche en que brilla el Sol

Esta es la noche más crucial para todo cristiano. Durante estos días de Semana Santa hemos seguido a Jesús en su última cena, en su oración en Getsemaní; hemos acompañado su pasión en los vía crucis, hemos estado al pie de la cruz en su muerte y hemos visto cómo lo sepultaban.
Esta noche celebramos el acontecimiento más extraordinario que ha cambiado la historia humana. No solo brilla la luna llena, que inunda de claridad nuestras calles: esta noche brilla el Sol de Cristo resucitado.

¿Qué significa para nosotros la resurrección de Cristo?

No estamos hablando de otras resurrecciones que hemos visto en el evangelio. Jesús no resucita como Lázaro, o como la hija de Jairo, o el chico de la  viuda de Naín. Estos volvieron a la vida, sí, pero con el tiempo murieron de nuevo. Jesús resucita de otra manera. Nace a otra vida que ya no tiene fin, es inmortal. Su resurrección es un salto cuántico, hacia otra dimensión del existir. Como dice el Papa Benedicto en su libro sobre Jesús, con la resurrección, Jesús entra en la vida de Dios para siempre. Una vida plena y eterna.
¿Cómo podemos saberlo nosotros? ¿Cómo tener la certeza de que esto ocurrió?

Las mujeres, primeros testigos

Las primeras testigos del acontecimiento fueron las mujeres que acompañaban a Jesús. De madrugada, van al sepulcro a ungir el cuerpo del Maestro y encuentran la piedra corrida y la tumba vacía.
El sepulcro vacío en sí no significa necesariamente la resurrección, pero ya indica que algo extraordinario ha ocurrido.
Las mujeres corren y avisan a los discípulos. Reconocen su autoridad. En aquel tiempo, el testimonio de una mujer no tenía validez ante la ley. Por eso, los evangelios recogen la confesión de fe de Pedro y los once para confirmar lo ocurrido. Pero esta confirmación se basa en el testimonio primero de las mujeres.
No deja de ser significativo que las mujeres, las últimas que estuvieron al pie de la cruz, acompañando a Jesús, ahora sean las primeras en verlo resucitado. Se convierten, así, en “apóstolas” de los apóstoles.
Este episodio nos hace pensar en el gran papel de la mujer en la Iglesia. La mujer es puerta de Dios para la humanidad. Quizás por su sensibilidad, por sus carismas, que vemos especialmente en María, por ella entra la trascendencia y Dios se abre paso.

El fundamento de nuestra fe

Los cristianos seguimos la cadena histórica de testimonios que, a lo largo de los siglos, han creído en estos primeros discípulos que vieron y creyeron, y posteriormente se encontraron con Jesús resucitado. El fundamento de nuestra fe cristiana es el hecho crucial de la resurrección. Nuestra identidad cristiana gira entorno a este encuentro con Él. Como dice san Pablo: «Vana sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado».
Y, ¿qué consecuencias tiene este evento para nosotros, los cristianos de hoy? San Pablo nos recuerda, de nuevo: «Con Cristo hemos expirado, con Cristo hemos resucitado». La resurrección de Cristo es una promesa para todos, que ya empezamos a vivir aquí, ahora, en este mundo, en la medida en que nos abrimos a Él. Con la luz de Cristo ya no hay motivo para la tristeza, no hay motivos para caer en el victimismo, en la amargura, en el desespero. La resurrección no nos quita los problemas, pero nos trae la alegría imperecedera. Meditar en ella ha de darnos coraje, fuerza para tirar adelante y dar sentido a lo que hacemos cada día. Esa semilla de la resurrección ya la tenemos dentro, y esto nos hace estar en el mundo de una manera muy diferente. Ante esa certeza, todo cambia.

Correr, el dinamismo del apóstol

Las mujeres corren a anunciar lo que han visto. Juan y Pedro corren hacia el sepulcro. Los de Emaús corren de regreso a Jerusalén, para reunirse con el grupo de los apóstoles. ¡Todos corren! Correr, apresurarse para el anuncio gozoso, es el dinamismo de la evangelización. Ante una noticia tan grande, los cristianos, que hoy somos testigos y apóstoles, no podemos quedarnos quietos. Ni caminar, ni correr, ¡hay que saltar, volar bien alto!, para que llegue a todo el mundo esa gran noticia. Somos periodistas de Dios. En medio de tanta información negativa y frívola, nosotros tenemos una buena, una gran noticia que transmitir.

Jesús sigue con nosotros hoy

Jesús se apareció a sus discípulos y a Pablo. Pero nosotros, ¿dónde podemos verlo? ¡Lo tenemos aquí! Presente, en la eucaristía, en el sagrario. Jesús sacramentado está entre nosotros, vivo, palpable. Cada vez que comulgamos, estamos con Él. Si no creemos que Cristo realmente está aquí, en la santa Hostia, no podemos creer en la resurrección. Nos hemos quedado en el viernes santo. Y quedarse en la muerte nos hace buenos judíos, pero no cristianos. El cristiano es el que vive con esa verdad y de esa verdad: Jesús resucitó para darnos la Vida, con mayúsculas.

domingo, marzo 25, 2012

¿Por qué enviar a tus hijos a catequesis?

Vivimos en un mundo muy duro. No es ningún secreto. El individualismo y el consumismo son antivalores que nos invaden y que empapan toda la sociedad. Y esto tiene su razón de ser. No es una teoría conspiratoria, sino lo que sucede cuando ciertos grupos de poder quieren perpetuarse y mantener a la sociedad bien atada.
Tradicionalmente, cuando se ha querido someter a los ciudadanos, se implantaba un régimen autoritario con unos mecanismos represivos muy potentes. Pero en las últimas décadas, las elites que gobiernan el mundo han optado por un sistema mucho más suave y atractivo. Ya no se trata de oprimir y reprimir, sino de modelar una forma de ser de la persona, adormecer su conciencia y uniformar.
El consumismo, a través de la televisión, el cine, la música, las modas… y tantos otros medios, está penetrando en todos los hogares y en el cerebro de todos: niños y adultos. También el individualismo es fomentado, incluso desde algunas tendencias de la psicología y las nuevas formas de espiritualidad. El modelo ideal de ciudadano es una persona sin ataduras, aparentemente libre, con dinero y que sigue las modas más avanzadas, que hace lo que quiere, va a donde quiere y compra lo que quiere, sin que nadie ponga trabas a sus deseos. Si hoy se une a alguien, esa relación no tiene por qué ser de por vida, nada es eterno, nada dura mucho. Lo importante es su ego y su bienestar particular.
Del auge del egocentrismo no debe extrañarnos que broten tantas situaciones de violencia, en la calle, en las escuelas e incluso en los hogares. También de este individualismo sin escrúpulos surge la plaga de corrupción política y económica que sufrimos. Cuando lo único que importa es uno mismo, o ganar más, sin mirar los medios, acaban desencadenándose crisis como la que ahora vivimos.
A quienes mandan les interesa una sociedad ignorante, sumisa y distraída: por esto nos dan pan y circo, no solo material, sino mental. Espectáculos y grandes superficies comerciales. Videojuegos, Internet, televisión y comida basura. Persiguen una sociedad de personas egocéntricas, con vínculos débiles, que no se comprometen ni forman grupos sólidos y estables. Porque una masa de individuos-burbuja, aislados, egoístas, emocionalmente frágiles, es fácilmente manipulable. Mientras que una sociedad bien trabada, con familias y grupos firmes y bien unidos, es una sociedad a la que nadie tumba ni maneja a su antojo, y que todo lo supera.

La catequesis, vacuna contra una cultura salvaje

Y, ¿qué tiene que ver todo esto con la catequesis? ¿Qué tiene que ver con la formación religiosa?
La religión, concretamente la cristiana, justamente defiende lo contrario del individualismo y el consumismo.
La religión en su sentido genuino es relación ―re-ligare―, es establecer vínculos. Vínculos, ¿con qué?
―Con los demás, en primer lugar. La religión nos enseña que el otro es hermano, que el otro es sagrado y que es compañero de camino durante esta vida. La religión nos hace mirar más allá de nuestro ombligo.
―En segundo lugar, nos vincula con el mundo, con la naturaleza, con la historia. El cristianismo nos lleva a amar y respetar la creación, como obra de Dios, como espacio en el que vivimos y del que obtenemos recursos, pero que hemos de respetar, porque no es nuestra ni podemos destruirla impunemente. También nos lleva a aceptar la historia de la que procedemos, con sus luces y sus sombras, pues de ese pasado venimos y hemos recibido un legado, que también contiene muchos valores.
―Y, finalmente, nos con nuestra dimensión trascendente, con el alma y con el Amor creador que todo lo ha hecho y nos sostiene en la existencia, Dios.
La persona religiosa es la que vive estos vínculos, y estos, como raíces, alimentan y enriquecen su vida. Ser cristiano coherente previene el egocentrismo y el consumismo vacuo. Enseña al niño a ser consciente de los demás, a ser solidario, a abrirse al mundo. La religión entraña una consciencia y una responsabilidad. A partir de ahí, la persona puede elegir libremente su trayectoria.
Educar para la libertad, para la solidaridad, para unas relaciones humanas generosas, responsables: todo esto puede aportar la catequesis a vuestros hijos.

La dimensión trascendente de la vida

Algunos podéis objetar. Bien, todo esto es perfecto. Pero, ¿por qué tiene que pasar necesariamente por la religión? ¿No bastan los valores humanos? ¿No basta una ética elemental?
Es cierto que hay muchas personas honestas que se comportan con bondad y que no creen en Dios, por los motivos que sea. Y también es cierto que los que nos llamamos cristianos a veces no lo parecemos.
Aparte de una ética humanitaria, de una inquietud social, el Cristianismo ofrece algo más a nuestros hijos.
Se trata de explorar y desarrollar su dimensión espiritual y trascendente. No todo el mundo valora por igual esta dimensión.
Decimos que queremos lo mejor para nuestros hijos. Pero solemos centrarnos en la dimensión física ―que nuestros hijos estén bien comidos, bien vestidos, que no les “falte nada”―, o en la intelectual ―que vayan bien en el colegio, que saquen buenas notas y hagan una carrera―. Pero el ser humano es más que un cuerpo y una mente racional. ¿Dónde están las emociones? ¿Dónde está lo que llamamos “corazón”? ¿Y el alma?
La educación escolar y académica, y los valores que aprendemos en familia, nos pueden preparar para la vida. Nos pueden enseñar “cómo” vivir bien.
Pero esto no basta. ¿Dónde encontramos respuestas cuando nos preguntamos por el sentido de la vida? ¿Dónde encontrar motivación para luchar por un fin que nos entusiasme, por algo más grande que nosotros mismos, algo que nos estire por dentro y nos impulse a levantarnos cada día?
Los niños se hacen muchas preguntas. Se preguntan el por qué de la vida; se interrogan sobre la muerte. Quieren saber. Hay niños que ya meditan cuestiones que los filósofos existencialistas pusieron sobre la mesa. ¿Para qué he nacido, si tengo que morir? ¿Por qué tenemos cuerpo, si luego desaparece, y el alma se va a otro lugar? ¿Por qué se mueren los niños, o una persona joven? ¿A dónde van los que se mueren? ¿Nos reencarnamos, nos convertimos en fantasmas, o desaparecemos para siempre? ¿Qué pasa con el mal? ¿Por qué Dios deja que haya tanto mal en el mundo? ¿Por qué Dios no castiga a los malos?
La religión puede responder estas preguntas. No con razonamientos lógicos, sino desde la fe, desde el corazón y desde la experiencia de miles de personas a lo largo de los siglos.

¿Qué les enseñamos a los niños?

En la catequesis no solo les exponemos una “doctrina”, como se solía decir antes. El Cristianismo va más allá de una serie de normas y preguntas de Catecismo. El Cristianismo es amar y seguir a una persona. Es fe y vida. Todo lo que enseñamos se centra en Jesús.
En catequesis intentamos transmitirles la vida de Jesús de Nazaret, que vivió, pasó haciendo el bien, murió y resucitó. Sus discípulos lo anunciaron y su mensaje fue escrito y ha pasado, de generación en generación, con una propuesta muy clara: Dios es amor. Y Dios es Padre, cercano y metido de lleno en la humanidad. Nosotros, como hijos suyos, estamos llamados al amor. Todos los mandamientos de la antigua ley judía, en Jesús, se resumen en uno: amaos unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos.
Esta es la propuesta del cristianismo: un mensaje de amor, de amistad, de compromiso con los demás. Sabiendo que tenemos en el horizonte una esperanza muy clara: no de una muerte definitiva, sino de una vida resucitada, como Jesús nos mostró.
Si lo pensáis detenidamente, es un mensaje humanitario, pero también es un mensaje extraordinariamente alegre y esperanzador. Sabernos amados de Dios, saber que Jesús está siempre cerca, en los sacramentos, y especialmente en la comunión. Saber que en nosotros hay una chispa de vida eterna, en el alma, que está hecha de la sustancia de Dios, esto basta para dar un sentido nuevo y gozoso a la vida. Ayuda, también, a dar sentido a los momentos dolorosos, de sufrimiento, pérdida y conflictividad.
¿Qué queremos, en la catequesis? Que vuestros hijos conozcan ese gran amor, esa gran alegría de saberse hijos de Dios, hermanos de Jesús, llamados a una vida plena y eterna. Y que aprendan, siguiendo los pasos de Jesús, a ser hombres y mujeres libres, abiertos a los demás, solidarios, responsables y capaces de amar y de recibir amor. Porque es así como llegarán a desarrollar todo su potencial humano y cómo conseguirán, un día, ser verdaderamente felices.

domingo, marzo 18, 2012

25 aniversario de ordenación

Agradezco a Dios mi vocación, el don más precioso que me ha podido dar.

Génesis de una vocación - 1

Una serie de personas, circunstancias, instituciones y experiencias fue tejiendo desde el primer momento el sueño de Dios para mi vida: una vocación apasionada.

Yo solo tenía que dejarme guiar con suavidad hacia esos momentos clave que me llevarían a culminar lo que Dios quería de mí y lo que yo anhelaba en lo más hondo de mi corazón. Sin saberlo inicialmente, y cuando poco a poco fui consciente de que se me abría un nuevo horizonte, sentí miedo y vértigo. Pero algo me empujaba hacia delante. Más tarde, me di cuenta de que esa llamada de Dios se había ido preparando a lo largo de mi historia, y era una respuesta a mis deseos más profundos. Todo se concretó en el momento en que dije sí a Dios a través de un sacerdote.

Mi miedo se deshizo, mis dudas se aclararon, mi inquietud se convirtió en silencio y paz. El futuro ya no me importaba, el presente era la realidad más bella que podía vivir. Mi laberinto interior se convirtió en un sendero abierto al cielo; mis largas noches, en amaneceres; mi fragilidad en fuerza interior. La calma invadió mi vida porque tuve la certeza de que no solo yo buscaba a Dios, sino que Él, desde siempre, me había estado esperando.

A partir de entonces, comencé una nueva historia. Los hilos cruzados, como convergencias providenciales, fueron formando ese bello tapiz que culminó en mi vocación al sacerdocio.

La oración de dos niñas

Todo empezó así. Mis hermanas, Carmen y Mari, de pequeñas iban a la iglesia del pueblo y, ante el Sagrado Corazón, rezaban pidiendo un hermano sacerdote. Quizás no sabían muy bien por qué lo pedían, tal vez asociaban la imagen del cura a la bondad. Nos habíamos quedado sin padre y su muerte nos privó de la calidez de una presencia paternal, protectora y fuerte. Quizás él, desde el cielo, intercedió ante Dios para que esa petición se hiciera realidad. En la oración de las dos hermanas había ingenuidad, pero Dios siempre escucha, y muy especialmente a los niños. Ellas y mi padre, desde el cielo, comenzaron a escribir los primeros renglones de mi vocación.

Sor Antonia, la primera catequista

Me eduqué en Badajoz, en el Colegio Hernán Cortés, llevado por las Hermanas de la Caridad. Allí conocí a Sor Antonia. Era una religiosa menudita y regordeta, con una enorme creatividad pedagógica, la mejor cuentacuentos que he conocido. Durante las veladas que pasaba a su lado, reunido junto a ella con otros niños, lograba mantenerme absorto con sus historias, fantásticas o tomadas de relatos bíblicos. Utilizaba recursos plásticos y expresivos, con ricas imágenes, de manera que nos introducía de lleno en la narración. Recuerdo que me fascinaba no solo su forma de contar, sino su capacidad para hacerme sentir a gusto. Mi primer conocimiento de Jesús fue a través de sus parábolas y los episodios del evangelio que nos explicaba.

La llegada a Barcelona y la parroquia de San Pío X

Con 14 años dejé el colegio y mi infancia atrás, en el Badajoz que me vio crecer. Llegué a Barcelona con mi hermano y me reuní con mi madre, mis hermanas, mi abuela y mi tía. El cambio fue tremendo. Buscando un lugar donde encontrar referencias, me incorporé al grupo de jóvenes de la parroquia de San Pío X. Con ellos me iba de excursión cada fin de semana y recorrí decenas de montañas. Aprendí a amar la naturaleza y a admirar las maravillas de la creación. Tanta belleza comenzó a despertar en mí preguntas sobre el origen del mundo y esto me llevó a preguntarme si todo aquello que veía no sería una manifestación de la obra de Dios, de aquel Dios Padre del Jesús de las parábolas, el Padre bueno que me descubrió Sor Antonia.

En medio de la naturaleza empecé a ser consciente de mis inquietudes y del bagaje religioso que había recibido. Las catequesis comenzaban a dar fruto en mí, y cada vez disfrutaba más caminando y descubriendo nuevos paisajes, a medida que también iba experimentando un gozo interior más profundo.

El valor del trabajo

Cuando llegué a Barcelona compaginé mis estudios con el trabajo, para colaborar en la economía doméstica, ya que en casa se necesitaba ayuda. Primero trabajé en una empresa de artes gráficas. Más tarde en una ebanistería. Allí aprendí del esfuerzo y el sacrificio de tantas personas que trabajan para contribuir a la marcha económica del país, así como para ganar el sustento de su propio hogar. Combinar estudios y trabajo supuso para mí una gran experiencia humana. Conocí a gentes muy diversas, que luchaban tenazmente por dignificar su vida, y esto me aportó una visión más realista de la sociedad. Me impresionaba constatar las hermosas razones y esperanzas que daban sentido a la vida de algunos trabajadores y les impulsaban a seguir adelante.

Siempre me ha gustado trabajar con las manos. La madera y el papel me enseñaron a ser creativo y a desarrollar mi habilidad. El trabajo artesanal de la madera me fascinaba. Mientras veía la materia prima transformarse en objetos útiles pensaba a menudo en San José, carpintero, y en Jesús, que debió ayudarle en su taller durante muchos años. Meditando sobre el trabajo del ebanista, pensé que, así como el artesano da forma a la madera, así Dios también esculpe nuestras almas hasta convertirnos en sus mejores obras de arte. Si el trabajo está hecho con amor, pese a nuestras imperfecciones, la obra final es bella. Si nos dejamos hacer, saldrá lo mejor de sus manos. Recordaba, también, esas frases del Génesis que describen a Dios modelando el cuerpo del hombre con arcilla. Y la frase de san Pablo, “llevamos un tesoro dentro de vasijas de barro”. Ese tesoro, el Espíritu Santo, no solo alienta dentro de nosotros, sino que también nos modela, dándonos la fuerza para amar como Cristo y convirtiéndonos en hombres nuevos.

Esos tres años de trabajo artesanal fueron una época de mucho realismo mientras continuaba mi formación religiosa en la parroquia del barrio. El trabajo significó para mí familiarizarme con un mundo que se me abría. Estaba a punto de dar otro salto cualitativo, que coincidió con mi incorporación al grupo de jóvenes del santuario de Santa Eulalia de Vilapicina, vinculado a la parroquia de Santa Eulalia. Algo estaba a punto de suceder.

domingo, marzo 11, 2012

Curas felices

Hoy quiero compartir con vosotros este artículo de J. L. Martín Descalzo, sacerdote al que seguí mucho en mi época de formación teológica. Es un extracto del capítulo 12 de su libro Razones para el amor.

La semana pasada me ocurrió algo muy desconcertante: en uno de mis artículos decía yo, de paso, sin dar a la cosa la menor importancia, que me sentía feliz y satisfecho de ser sacerdote y que esperaba que esta alegría me durase siempre.
Y he aquí que he comenzado a recibir cartas felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según dicen mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tiene mucho valor. Y yo he leído estas cartas sin dar crédito a mis ojos, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan elementales. En rigor, no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy.
Pero, por lo visto, según quienes me escriben, ahora los curas se sienten como avergonzados de serlo; ocultan su sacerdocio como un hijo ilegítimo; y el que no abandona su ministerio ―dicen― es porque aún no ha encontrado forma mejor de ganarse la vida.
Pero ¡qué tontería! Creo que voy a devolver sus cartas para decirles que el número de curas felices es infinitamente mayor de lo que ellos se imaginan y que si no todos lo gritan en sus púlpitos o en los periódicos es por sentido común o porque ahora lo que está de moda es presumir de malos, y así, mientras hoy uno puede encontrarse en la prensa la foto de una señora con un cartel que dice: «Soy una adúltera», resultaría bastante rarito que los curas caminaran por la calle con un letrero que pregonara «Soy feliz».
Sin embargo, hay que preguntarse cuáles son las raíces por las que el prestigio de la vocación sacerdotal ha bajado tantos kilómetros en la estimación pública. Porque esto sí es un hecho. Antaño, el anticlericalismo era una indirecta manifestación de estima, ya que sólo se odia lo que se considera importante. Hoy, me parece, funciona más que el anticlericalismo el desprecio, la devaluación, la ignorancia.
Los síntomas de esta bajada del clero a la tercera división social son infinitos. [...]
Voy a aclarar que a mí no me preocupa el descenso de valoración social. El que los curas hayamos dejado de ser parte de los notables, de las «fuerzas vivas» de la ciudad, no me parece ninguna pérdida. A Cristo y a los suyos, evidentemente, nadie los colocaba junto a Pilato y Herodes. A mucha honra.
Más me angustia la pérdida de aprecio «moral» y, tal vez como consecuencia, que muchos sacerdotes pongan en duda lo que se llama su «identidad sacerdotal». Que ellos no acaben de ver muy bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.
No sería honesto si no dijera que en esto ha contribuido decisivamente la curva de secularización de los años postconciliares. Dios me librará, claro está, de juzgar a las personas. Que a alguien por un momento le haya deslumbrado el amor de una muchacha más de lo que le alumbra el fuego apagado de su vocación me parece doloroso, pero comprensible. Que alguien no sea capaz de soportar la soledad es uno de tantos precios que paga la condición humana. Pero lo que ya me resulta incomprensible es que el sacerdocio se abandone por cansancio, por desilusión, por sensación de inutilidad o porque ―dicen― les asfixia la estructura de la Iglesia, para encontrarse ―al salir― con que todas las estructuras de este mundo son hermanas gemelas, y la peor de todas ellas es la propia mediocridad.
Y lo peor del asunto es que hayamos convertido la crisis de las personas ―de algunas personas― en la crisis del clero. Es cierto: un cura que se va, da más que hablar que cien que permanecen. Y cuando en un bosque se talan dos docenas de árboles, todos los convecinos sienten como si el hacha golpeara también su corteza.
Toda esta serie de factores ha hecho que hayamos pasado del cura orgulloso de su ministerio al desconcertado de ser lo que es. Quisimos ―y yo creo que con razón― dejar de ser «bichos raros»; alejarnos de unos vestidos que nos alejaban; quisimos ―y creo que con acierto― sentirnos hombres «mezclados» con los demás hombres, y parece que nos hubiéramos vuelto «iguales» a los demás, empezando por contagiarnos de esa tristeza colectiva, de ese desencanto que parece característico del hombre contemporáneo.
Y, ¡claro!, comenzaron a bajar las vocaciones. Recuerdo que, cuando fui, de niño, al seminario, lo hice ante todo por nacientes razones religiosas. Pero también porque admiraba la obra de algunos sacerdotes muy concretos, porque veía que sus vidas estaban muy llenas, porque entendí o imaginé que siendo como ellos sería feliz como ellos eran.
Hoy entiendo que sea más difícil para un muchacho iniciar una carrera en la que no sólo va a ganar menos que siendo fontanero o albañil, sino en cuya realización no vea felices y radiantes a quienes la viven.
Por eso me pregunto si una de las primeras tareas de la Iglesia de hoy ―de toda ella: curas, religiosos, sacerdotes― no será precisamente la de devolver a quienes la hayan perdido su alegría y lograr que quienes ―y son la mayoría― la tienen, pero apenas se atreven a mostrarla, saquen a la calle el gozo de ser lo que son. Aunque tengan que ir contra corriente de una civilización en la que lo que parece estar de moda es pasarse las horas contando cada uno la tripa que se nos rompió ayer por la tarde y en la que ser feliz y demostrarlo resulta una rareza.
Para ello no hace falta ponerse una careta con sonrisa profidén. Basta con vivir lo que de veras se ama. Y saber que, aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena. Pero el sacerdocio, sí.
Del libro Razones para el amor, de José Luís Martín Descalzo. Ediciones Sígueme, Salamanca, 2007. 

miércoles, enero 04, 2012

Jesús, regalo de Dios

Recuperar el sentido de la fiesta

Con motivo de la fiesta de los Magos de Oriente, os propongo reflexionar sobre el sentido del regalo, como expresión de amor y de donación a los otros.
La fiebre consumista va calando en la sociedad hasta llegar a despojar esta fiesta de su genuino sentido, eminentemente religioso.
El consumismo estructural por un lado, y el secularismo, que ha penetrado profundamente en la dermis social, han barrido la visión trascendente de la realidad, emancipándola de toda referencia religiosa y anestesiando el yo espiritual de la persona. Así, cada individuo se convierte en una máquina de gastar, lejos de toda instancia ética.
Por eso urge un nuevo modelo pedagógico que eduque sobre el valor del regalo como gesto de donación a los demás. Una pedagogía que ponga en el centro del acto de obsequiar no tanto el objeto en sí, sino a la persona receptora, ya que todo acto generoso debe ser expresión de un deseo de felicidad del otro. Si no tenemos en cuenta este aspecto esencial, nos estaremos sumando a la corriente consumista que invade a la sociedad y estaremos haciendo el juego al liberalismo acérrimo que utiliza a la persona como una pieza más del tejido productivo. Así es como se le quita su valor sagrado y su dignidad. Por eso urge una profunda reflexión pedagógica y teológica para contrarrestar ese terrible culto al tener por encima del ser.
Hoy, en la fiesta de los Magos, tenemos la ocasión reflexionar sobre el sentido cristiano que tiene el hecho de intercambiar regalos.

El gran regalo de Dios

Regalar algo significa pensar en el otro. Pero, además, en el acto de regalar estamos dando una parte de nosotros mismos, de nuestro tiempo, nuestra creatividad, nuestra alegría, nuestra libertad. Teológicamente hablando, Jesús, como manifestación de la presencia de Dios en nuestra vida, es el gran regalo que Dios nos hace. Nos entrega a su Hijo como obsequio a la humanidad. Es un regalo sorprendente e inesperado, que colma de plenitud todos nuestros anhelos. Dios nos ofrece alguien que quiere formar parte de nuestra vida para siempre, un regalo mucho más hermoso que un cielo estrellado o un amanecer; más grande que el inmenso mar y más luminoso que la nieve; más ardiente que el sol y más tierno que la brisa de un atardecer de primavera. Todas las bellezas del mundo creado son poco ante el estremecimiento de un corazón que late, un corazón de carne que arde de amor, que se nos da gratis, sin esperar nada a cambio, porque su locura es amarnos, incluso aunque no lo queramos. Es este un desconcertante amor que va más allá de todo lo que podamos merecer. Como decía san Bernardo, este regalo es aceite que alumbra nuestra lámpara, bálsamo que nos protege y miel que alimenta y da alegría al corazón. Este es el regalo que Dios nos hace en Jesús.

Regalar es salir de nosotros mismos

Por tanto, regalar tiene mucho que ver con lo que somos y pensamos, con lo que creemos y vivimos. No podemos desvincular lo que ofrecemos de nosotros mismos. El regalo tiene que despertar un profundo sentimiento de gratitud, que es la hermana de la generosidad. Y todo regalo ha de favorecer nuestro vínculo con los demás. Pero, sobre todo, nos ha de ayudar a tomar conciencia de que, en cada acto de donación y recepción, Dios está manifestando su amor generoso a través de este gesto providencial.
Pidamos a los Magos que nos ayuden a saber regalar todo aquello que nos acerque al misterio de un Dios amor, que se encarna en un niño. Que nos ayuden a dar todo aquello que nos abra la fuente del gozo, a salir de nosotros mismos, a devolverle tanto derroche de amor, a descubrir que, bajo la capa suave de nuestra piel también palpita Dios; que sepamos regalar todo aquello que nos lance con coraje y esperanza hacia la inmensidad del corazón del otro, porque en cada uno se manifiesta la inmensidad de Dios. El mejor regalo que podemos hacer a los demás, especialmente a aquellos con quienes convivimos, es darnos a nosotros mismos.
Sobre todo, sepamos ofrecer todo aquello que nos haga descubrir, como a los Magos, la estrella que nos lleva hacia Dios. Ellos supieron asombrarse y, con humildad, adoraron al Niño y reconocieron que, más allá de la ciencia y de las estrellas, el gran descubrimiento fue toparse con el amor revelado en aquel pequeño.
La ciencia del amor es la única que nos hará descubrir el sentido último de la existencia. Jesús es la puerta del misterio que nos lleva directamente al corazón de Dios, como respuesta a todas nuestras búsquedas. Con Jesús entramos en otra dimensión: el regalo de la eternidad.

domingo, diciembre 11, 2011

Sentido de pertenencia

El grupo, una necesidad vital

El hombre, en su proyección social, genera un entramado de relaciones. Su propia estructura biológica y psicológica no se entiende sin la apertura al otro. Somos gregarios por naturaleza y para nuestro desarrollo armónico necesitamos crecer en grupo.
Somos radicalmente un “nosotros”, sin los demás estamos perdidos en nuestro propio laberinto existencial. Solo “somos” en la medida en que nos abrimos a los demás. Pero no solo nos proyectamos a los demás por mera afinidad, según nuestros gustos. Hay también un deseo de evitar la soledad, una tendencia filantrópica del ser humano, una necesidad de sentirse protegido. Desde el punto de vista psicológico y afectivo hay una necesidad de referentes grupales que vayan pautando nuestra proyección social y al mismo tiempo favorezcan nuestra auténtica identidad.
Conjugar estos dos elementos, el yo y los demás, es necesario para nuestro equilibrio humano y social. La apertura al otro nos ayuda a encontrarnos a nosotros mismos y forma parte de nuestro proceso de maduración como personas. Lo que hace que nuestra vida tenga sentido es, antropológicamente hablando, encontrar un espacio y un grupo al que pertenecer. De ahí la necesidad de comprometerse con alguien para formar una familia y trabar unos vínculos fuertes y duraderos.

Redes y grupos sociales

La familia es una pequeña comunidad que se forma y crece al abrigo del amor. Es el amor el que espolea y catapulta a ambos cónyuges y a sus hijos hacia la sociedad.
Entre la célula básica, la familia, y la superestructura del estado, aparecen grupos intermedios donde se establecen fuertes lazos entre sus miembros. Estos diferentes círculos o grupos, ya sean culturales, deportivos, artísticos, intelectuales, lúdicos…, irán tejiendo un entramado alrededor de cada miembro de la familia.
Los grupos se convierten en referentes muy sólidos que orientan los valores, inquietudes e ideas de unas personas que se interrelacionan. Así, el grupo llega a ser un eje vertebrador que ayuda a canalizar la necesidad humana de compartir con los demás sus anhelos, esperanzas y proyectos. Es crucial para armonizar nuestra propia identidad.

¿Qué nos une en la Iglesia?

Pero, aún hay algo más: es el anhelo de trascendencia, otro elemento con fuerza aglutinadora, que es el religioso. Más allá de la mera empatía con los demás y del deseo por reunirse con personas afines, con gustos similares, hay algo muy genuino en el hombre, que es el deseo de compartir sus creencias, sus valores, su cosmovisión, aquello que da sentido a su persona, especialmente las cuestiones vitales que son nucleares en su vida: la familia, la muerte, Dios, la dimensión religiosa del otro, el amor, la fraternidad, el sacrificio, la generosidad, la vocación, el dolor en el mundo…
Los cristianos somos un macro grupo formado por muchos pequeños grupos unidos por una persona: Jesús de Nazaret. A esto lo llamamos Iglesia, la comunidad de creyentes unida, más allá de los intereses humanos, por un Dios amor que se nos revela en Jesús.
Formar parte de este movimiento de creyentes pasa por un proceso interior que toca los fundamentos de la persona, de tal manera que produce en cada uno un cambio radical de vida. El sentido de pertenencia a la comunidad no se alcanza plenamente hasta que no se da una profunda conversión. Y entonces, los demás ya no son solo amigos, sino hermanos. Los vínculos no están marcados por emociones sino por un profundo sentimiento de fraternidad universal. Cualquier ser humano, por muy lejos que estemos de él, forma parte de nuestro yo. No es alguien ajeno, sino alguien que, a pesar de las diferencias, se convierte en un hermano, en miembro de la gran familia de Dios, en sujeto del amor.

El sentido de la eucaristía

Sin nuestro sentido de pertenencia a la comunidad cristiana, difícilmente viviremos con plenitud el don de la fe. La concreción de esta pertenencia se da en el lugar donde ordinariamente celebramos la eucaristía: la parroquia, un espacio privilegiado donde crecemos como cristianos.
Esta es la única condición para adherirnos al gran grupo de Dios: el compromiso de permanecer siempre fieles y trabajar por su causa, especialmente en el ejercicio de la caridad, que tiene su centro en la participación de la eucaristía como sacramento de su presencia, de su amor.
Y esta participación en el memorial del Señor es la parte más distintiva de nuestro sentido de pertenencia como ciudadanos del Reino. Solo si está vinculada a la caridad la eucaristía superará el riesgo de caer en la rutina del rito para convertirse en una fiesta, donde todos participan de la misma misión, ser apóstoles del amor. El apostolado es uno de sus más bellos frutos. Qué diferentes serían las eucaristías, cuánto más vivas y fecundas, si todos tuviéramos presente esta misión.

viernes, noviembre 25, 2011

Adviento, tiempo de esperanza

La Iglesia propone los tiempos litúrgicos para que sean como brújulas en la vida del cristiano. El primer tiempo fuerte, que inaugura el año litúrgico, es el Adviento.
La palabra Adviento significa advenimiento, tiempo de preparación para la venida de Jesús.
Hoy se habla mucho de la crisis de fe. Cada vez son más las personas que han decidido vivir al margen de Dios. Si la fe está en crisis podemos decir que la esperanza también. El mundo vive sumido en la apatía y en la decepción, sin esperar en nada ni en nadie.
La crisis del joven es de fe, todo lo cuestiona y duda. Esa una actitud muy propia de su edad, pero tiene que llevarlo a algo más que a la simple rebeldía y a la negación de una realidad trascendente.
La crisis del adulto es de amor. Es en esta etapa cuando cuesta mantener la fidelidad en el amor, tras un compromiso que, a veces, se rompe dolorosamente.
Y la crisis del anciano es la esperanza. Cuando ya llega a la última fase de su vida, se cuestiona muchas veces si lo que ha hecho, todos sus esfuerzos por su familia, por el trabajo, sus proyectos…, si todo esto ha valido realmente la pena.
La Iglesia, como buena madre, nos anima a no cansarnos de amar y a no perder la fe ni la esperanza. Adviento es un tiempo propicio para reflexionar sobre estas virtudes.
Frente a la cultura materialista y deshumanizada que nos envuelve, hemos de activar la esperanza. ¿Cómo hacerlo?
Con nuestro testimonio. El testimonio vale más que mil palabras. Los jóvenes tienen que descubrir en la persona adulta alguien que sigue esperando, que no se rinde. Alguien que les transmita que vale la pena amar, creer y esperar. Pese a todos los contratiempos que podamos tener, es importante llenar nuestra vida de Dios y confiar plenamente en Él. Tenemos que creer con firmeza que, a pesar de todo, Dios nos ama. Si la fe es un don de Dios, la esperanza es valentía. Los cristianos tenemos que convertirnos en antorchas de esperanza para el mundo.
Nuestra mayor esperanza es Cristo. Como dice San Pablo, ni la muerte nos puede alejar del amor inmenso de Dios. Este es el Dios que esperamos en Adviento, el Dios cercano que se hace hombre y que vive muy cerca de nosotros.