domingo, abril 12, 2015

Más cerca de ti

Palpo de cerca del misterio de un Dios que se encarna en Jesús, sacramentándose después de la resurrección. Es el signo, la prueba de un amor que se derrama entregándose. Cristo es la culminación del deseo de Dios: él llama al hombre a la vocación de divinizarse, como hijo de Dios. Cuando las manos del sacerdote abren las puertas del sagrario, está tocando con sus dedos la eternidad, el hogar del mismo Cristo, el corazón de Dios. El sacerdote tiene las llaves del cielo.

Toco con mis manos al mismo Jesús. Sostenerlo es como acoger al mismo corazón de Dios. Conmovido ante ese pálpito, me estremezco, al ver y sentir tan de cerca que ese misterio de amor de Dios con el hombre tiene un rostro, un corazón que late, una presencia real, viva. En lo más hondo de mi corazón resuena un soplo melodioso, tan real como mi respiración.

Contemplar la hostia sagrada me da a conocer la pequeñez de mi ser diminuto, amasado en las manos amorosas de un Padre que ha hecho de mi barro, con su soplo, un alma con un deseo insaciable de buscarle. Por eso adorar también es dejar que él nos saque del abismo para abrazar su luz. Es reconocer nuestra indigencia de amor, reconocer que sin su guía amorosa nos perdemos. No era necesario que yo existiera, pero él me ha creado por amor gratuito y me ha dado una vida más bella y más apasionante de lo que podía esperar.

Expongo en el altar la custodia con el Santo de Dios, Cristo eucarístico. Sale del silencio del sagrario con toda la fuerza de su luz y su amor para ser contemplado, adorado,  cantado, rezado. Su presencia sublime puede desconcertarnos porque, a pesar de que seguimos equivocándonos y pecando, él no deja de seducirnos hasta conquistar nuestro rudo corazón. Él nunca desespera, porque es la misma esperanza de todo anhelo humano. La conquista del hombre es una epopeya de amor que continúa desde el inicio de la historia de la salvación. Las escrituras recuerdan cómo Dios envió a grandes figuras bíblicas, Noé, Abraham, Moisés, Josué, los profetas, hasta su propio Hijo, para que culmine la gran misión: revelar el amor de un Dios que se empeña en conquistarnos para que nos dejemos mirar, abrazar, amar y llamar a formar parte de su amor divino.

La Iglesia hoy es la continuación de esa historia de amor de Dios con el hombre. El presbítero, en nombre de Cristo, dispensa la gracia de Dios a través de los sacramentos, alimentando y custodiando al rebaño encomendado a su cuidado. La historia sigue, con la acción del Espíritu Santo, para que este amor no caiga ni se doblegue, y se sostenga vigoroso y entusiasta.

lunes, abril 06, 2015

Un milagro en mis manos

El Dios de las alturas baja para hacerse pan


Hoy celebramos el día de la caridad. Este día nos recuerda que Jesús nos hace el don de sí mismo. En él confluyen amor, eucaristía y sacerdocio. Esta triple realidad resume una entrega sin límites.

Sobre el altar se realiza el sacrificio del amor y la caridad universal transformadora. Hoy celebramos que Jesús quiere permanecer para siempre con nosotros. Con su presencia, quiere abrirnos una puerta hacia la eternidad, donde está él, con el Padre. Nos ofrece su cuerpo como pan para que podamos gustar de antemano los placeres del cielo.

Si Jesús es la puerta del cielo, la eucaristía es la antesala de ese trozo de cielo que es el sagrario, hogar de Cristo sacramentado en la tierra. Hoy, Jueves Santo, es un día para contemplar la belleza de un amor sin fisuras. Estamos asistiendo a una locura que va más allá de toda lógica. El Dios grande, todopoderoso, ha decidido hacerse pedacito de pan porque quiere alimentarnos y permanecer en nosotros para siempre. Algo inconcebible para la razón humana: todo un Dios se hace migaja para que lo tomemos. Uno queda sobrecogido ante la inmensidad de este amor.

El sacerdote, instrumento del amor


Pero todavía es mayor el milagro cuando él mismo se hace presente en las manos del sacerdote. Una luz intensa atraviesa el corazón del sacerdote que repite las palabras y los gestos de Jesús, convirtiéndose en otra hostia sagrada para el pueblo de Dios.

Hoy es un día que ha de resonar muy especialmente en los hombres consagrados a vivir la misma vida de Cristo haciéndose pan para los demás. Hoy es un día en el que deberíamos ser conscientes del gran don que Dios nos ha hecho. Él mismo se nos ha dado para que su vida sea nuestra vida, sus palabras sean nuestras palabras y su amor sea el nuestro. Esta es la grandeza del sacerdocio. Dios ha querido que desde nuestra pequeñez seamos instrumento de su infinito amor a los hombres. Y no le importan nuestros defectos, ni siguiera nuestra preparación, sino que haya un corazón dispuesto a arriesgarlo todo.

La mística del sacerdote se fundamenta en un amor inconmensurable a la eucaristía. Esta se convierte en el eje de su vida espiritual, donde se alimenta, celebra y se da a su comunidad. Esta tarde, llevando a Cristo en procesión hacia su hogar, el sagrario, no he podido dejar de sentir un profundo estremecimiento sacudiendo lo más hondo de mi alma. Mis ojos veían el milagro en mis manos: un Dios hecho pan para eternizar nuestra vida.

Un anticipo del banquete eterno


Dios ha decidido sellar con la sangre de su Hijo una alianza de amistad con el hombre. Ha decidido no dejarnos solos nunca más. Él penetra hasta los pliegues más profundos de nuestra alma para que sintamos que está en nosotros, como eterna y sosegada compañía. La soledad, la angustia y la muerte han sido vencidas por una presencia que calma la sed de nuestro espíritu.

La gracia del sacerdocio confirma esta certeza ulterior. Dios siempre está presente en la vida, en la historia y en cada ser humano. Esta es la única verdad y experiencia del hombre que le hará ir más allá de sí mismo.

¡Bendita vocación a la que fuimos llamados sin merecerlo! Hacer descender a Dios con nuestras manos es lo más sagrado que podemos hacer. Humanidad y divinidad se funden en un abrazo; cielo y tierra se unen. El hombre y Dios se abrazan en el corazón de Cristo para siempre. El ágape eucarístico es el anticipo del banquete del cielo con toda la Iglesia triunfante. 

domingo, abril 05, 2015

Más allá de la muerte

La semana pasada reflexionábamos en la muerte y en su sentido. Después de una vida tan llena de experiencias, pasiones y proyectos, ¿tiene sentido que todo acabe en la nada?

¿Para qué hemos existido, si todo termina en un gran vacío? Aún más,  podemos preguntarnos: si Dios es el autor de nuestra vida, ¿tiene sentido que nos haya creado con tanto amor para luego hacernos desaparecer?

La humanidad, desde sus albores, ha intuido que no. No todo acaba en la tumba, en las cenizas, en la nada. Hay en el hombre un deseo innato de eternidad, de perpetuar su vida y la de aquellos a quien ama. Pero, ¿basta el deseo para hacer que esta vida eterna sea real? ¿No será un invento humano para calmar la angustia, el miedo a morir, a desaparecer?

La razón y la mentalidad científica nos hacen escépticos: lo que no vemos ni tocamos, no podemos creerlo. Pero esta manera de pensar es muy pobre. ¿Cómo vamos a ver y tocar una vida que está en otra dimensión, más allá del tiempo y del espacio en el que nos movemos? No tenemos evidencias de ella, pero sí podemos creer en ella, pues la fe es certeza y esperanza de lo que aún no sabemos. Y tener fe es algo razonable. En nuestra vida, cada día, hacemos muchos actos de fe. Creemos en el amor de nuestros padres o de nuestro cónyuge, confiamos en la respuesta del prójimo, trabajamos porque esperamos obtener unos frutos, continuamente nos estamos fiando de que las cosas serán de un cierto modo. Si no, ¡sería imposible vivir y hacer nada!

Con la vida eterna, sin embargo, los cristianos tenemos algo más que fe. ¡Tenemos una certeza! Jesús resucitó y vino en persona para comunicarnos esa otra vida, sin fin y sin muerte, a la que estamos llamados. Se apareció a sus amigos, habló con ellos, comió con ellos y les dio a tocar su cuerpo y las marcas de sus heridas. También se apareció a muchos otros seguidores, y ellos dieron un testimonio que ha llegado hasta hoy. Ese testimonio es veraz. Si hubieran querido inventar una historia, jamás se les hubiera ocurrido divulgar algo tan inimaginable, tan extraordinario, tan increíble... Nuestra fe no solo está fundamentada en un deseo, sino en una experiencia real.

 Un cielo nuevo y una tierra nueva


El destino de la humanidad y de toda la creación no puede ser un final trágico y oscuro. El que ha creado todo por amor no se complace destruyendo, sino dando más vida, renovando, regenerando.

Los signos del Reino de Dios que acompañaron a Jesús fueron siempre alegres: vida, salud, fiesta. Los cojos andan, los ciegos ven, los sordos oyen y los mudos hablan… El Reino de Dios es un banquete, como Jesús explicó en tantas parábolas. Nuestra vida no está abocada al absurdo vacío, sino a la plenitud.

San Pablo utiliza una imagen potente: el mundo está de parto. Toda la creación gime con los dolores del alumbramiento. ¿Qué es lo que saldrá a la luz? Una nueva creación, una tierra nueva y un cielo nuevo, como dice el Apocalipsis, y una nueva humanidad, mucho más plena y hermosa.

La muerte, para cada persona, es el parto individual, el trance por el que ha de pasar a otra vida. De la misma manera que un bebé pasa del cálido vientre materno a la vida en el mundo exterior, muchísimo más espaciosa y llena de experiencias y sensaciones, así nosotros, cuando muramos, pasaremos de la vida terrena a otra inmensa, que no podemos ni imaginar. Nos ocurre como al bebé: no querríamos abandonar esta vida que ya conocemos, que nos resulta tan dulce, pese a todos los problemas y dificultades que tengamos que abordar. ¡Nos aferramos a esta vida! No podemos saber cómo será la otra, incluso nos permitimos dudar de ella… Pero esa otra vida existe. Nuestra vivencia en la tierra ha sido como un embarazo para la vida en el cielo.

Dios nos ama tanto que, para no dejar de amarnos, nos ha dado una vida eterna. Quiero que allí donde estoy yo estéis vosotros, dice Jesús a sus amigos. Este es el deseo de Dios para todos nosotros, que somos sus amigos, sus hijos amados, sus perlas preciosas. Enviando a Jesús, y con su resurrección, Dios abre una puerta para todos. El umbral de esta puerta es la muerte, pero al otro lado nos espera una vida como jamás podremos imaginar. Dice San Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni cabe en el corazón humano lo que Dios ha preparado para los que le aman.

En el más allá nos aguarda un luminoso banquete de bodas.

domingo, marzo 29, 2015

El sentido de la muerte

La muerte es uno de los grandes misterios que envuelve la vida sobre la tierra. Desde los albores de la humanidad, el hombre se ha preguntado por su sentido y ha buscado respuestas. ¿Es la muerte un simple final? ¿Hay algo más allá?

Todas las religiones antiguas consideran que la vida humana no puede terminar con la muerte física. Los enterramientos, desde la prehistoria hasta las tumbas más monumentales de todas las culturas del mundo, muestran una creencia en otra vida más allá de la muerte.
Pero, ¿qué clase de vida es esta? Para algunos pueblos es una sub-vida, una existencia lúgubre en un mundo sombrío habitado por fantasmas tristes que añoran su vida terrena. Para otros, hay diferentes destinos: los héroes suben a un Olimpo glorioso, donde comparten mesa con los dioses, mientras que los humildes mortales bajan al reino de las sombras. En otras religiones se distingue: cielos placenteros para los buenos, infiernos espantosos para los malos. Los antiguos hebreos hablaban del sheol, una especie de mundo inferior poco amable. Más tarde algunos grupos judíos comenzaron a creer en una vida inmortal y en la resurrección de la carne. Los fariseos y muchos amigos de Jesús, como Marta, María y Lázaro, compartían esta creencia. 

También ha habido, en todos los tiempos, escépticos. Con la Modernidad ha crecido la convicción de que la muerte es un final definitivo y que la vida más allá no es más que un engaño para conjurar el miedo al vacío y al sinsentido. Se acusa al cristianismo de ofrecer el premio del cielo y el castigo del infierno a las gentes, para manipular sus conciencias. También se acusa a los cristianos de vivir pendientes del más allá y de no valorar la vida presente. No hay evidencias “científicas” de otra vida, dicen muchos. Más vale vivir y disfrutar el momento sin preocuparse de la muerte, lo que importa es el ahora. Pero lo que ocurre es que la sombra de esa nada final se proyecta hacia atrás y oscurece la vida. La angustia existencial y el temor al absurdo acechan en cada esquina. No es tan sencillo vivir feliz y hallar sentido a la vida sabiendo que todo se acaba sin más.

Abrazar la muerte como Cristo abraza la cruz

La esperanza de una vida eterna ilumina y puede hacer mucho más plena y gozosa la vida presente. No se trata de menospreciar esta vida consolándonos con el cielo futuro, sino de vivir confiadamente, sabiendo que en la vida y en la muerte estamos en manos de Dios, que nos ama.

El ser humano ha intuido que en él hay una realidad que nunca muere y que trasciende el mundo material: el alma o espíritu.

Los antiguos griegos distinguían en el ser humano dos realidades: cuerpo y alma. El cuerpo perece, pero el alma es inmortal. Esta creencia, sin embargo, deriva en un desprecio del cuerpo y de todo lo físico, mientras que el alma es valorada por encima de todo. El cristianismo ha sido muy influido por esta idea. Pero el desprecio del cuerpo no es cristiano y  ha causado mucho daño. Cuerpo y alma son valiosos e inseparables.

La fe cristiana nos dice que somos imagen y semejanza de Dios. Esta semejanza no es solo en el alma, sino en la unión de ambos. Una persona completa es cuerpo y alma, no cuerpo solo ni alma sola. Si Dios nos ha creado por amor y nos llama a una vida plena, esto significa que en la plenitud de la vida seremos también cuerpo y alma. Esta es la resurrección de la carne que proclamamos en el Credo.

Jesús, como hombre, abrazó la vida, el gozo, el trabajo y el dolor. Abrazando la cruz, acogió también la muerte y la vivió en su total hondura. Bebió hasta apurarlo el cáliz del sufrimiento y se hundió hasta el abismo más oscuro. Descendió a los infiernos, compartió el destino de todos los seres humanos.

Morir significa que hemos vivido. Aceptar la vida es aceptar la muerte. Si estamos agradecidos por existir, hemos de comprender que la existencia terrenal tiene un límite. San Francisco, gran amante de la vida, hablaba con cariño de la hermana muerte. Así como el nacimiento es el inicio, la muerte es el final, la llegada a puerto. Jesús nos mostró que después del mar de esta vida nos esperan las aguas infinitas de otro océano luminoso. El resucitó y así nos lo quiso comunicar.  

domingo, marzo 22, 2015

¿Cómo vivir el sacrificio hoy?

En nuestra cultura cristiana se nos ha inculcado mucho el valor del sacrificio. Inmediatamente lo asociamos a privación, a restricción, a una obra que nos cuesta o incluso a una mortificación. Pero en estas prácticas hay que tener cuidado. Santa Teresa avisaba a sus monjas porque era fácil caer en los excesos y en el orgullo. Todo eso, decía, nos aleja de Dios y arruina la salud. El sacrificio entendido como autoflagelación, dolor provocado, puede conducir a la neurosis y a un centrarse en uno mismo, es una forma de masoquismo pero también de narcisismo que puede dañarnos corporal y espiritualmente. El sacrificio material también corre el riesgo de convertirse en ostentación: mi ofrenda es más generosa, más abundante… Dios me dará más si yo le doy más. Ya no hay gratuidad, sino intercambio. Mercantilizamos nuestra relación con Dios.

Misericordia quiero, y no sacrificios, clamaba el profeta. Con esto nos da pistas sobre qué gestos tienen valor para Dios y para nosotros.

El sacrificio es un concepto antiquísimo, presente en todas las religiones y culturas del mundo. En su origen no se trataba de un autocastigo, sino de una ofrenda. Sacrificio viene del latín y significa, literalmente, hacer sagrado. Es decir, se trata de convertir algo en sagrado. ¿Y qué es sagrado? Lo sagrado es lo que pertenece a Dios.

Antiguamente se sacrificaban animales o se quemaban perfumes, objetos o productos de la tierra para ofrecerlos a Dios. Renunciar a estos bienes para quemarlos ante la divinidad era una forma de decir: todo esto no nos pertenece, es un regalo de Dios y se lo ofrecemos a él. La Biblia nos cuenta que Caín y Abel sacrificaban a Dios las primicias de la tierra y del ganado. Y Dios veía con agrado el sacrificio de Abel, porque no lo hacía por obligación ni con mala gana, sino de corazón, y con esplendidez, eligiendo lo mejor que tenía para darlo a Dios. 

Nuestra fe cristiana nos enseña que Dios no necesita esos sacrificios para aplacar su ira. El cambio es radical: Dios mismo se sacrifica por nosotros. Él se ofrece a los hombres y muere a sus manos, en la cruz. ¿Puede haber sacrificio mayor que el de un Dios que muere de amor por sus criaturas? El gran sacrificio ya ha sido realizado. Entonces, ¿qué sentido tiene para los cristianos el sacrificio?

 Ya en la Biblia, en un episodio impresionante, vemos cómo Dios detiene la mano de Abraham, a punto de sacrificar a su hijo Isaac. Dios no quiere esa clase de sacrificios antiguos. ¿Qué podemos ofrecerle al que lo ha creado todo y no necesita nada de este mundo?

Dios no necesita ofrendas materiales. Pero hay algo que podemos ofrecerle: a nosotros mismos. Ofrecerle tiempo: para rezar, para estar con él; ofrecerle nuestros bienes, donando limosnas y ayudando a quienes lo necesitan; ofrecerle nuestros talentos, poniéndolos al servicio de los demás y no de nuestra vanidad. ¿Qué le ofreceremos a quien nos ha dado la existencia y lo mejor de todo: a sí mismo?

No seamos cicateros ni avaros a la hora de hacer sacrificios. No le demos a Dios las sobras, si es que hay sobras. A veces parece que Dios sea lo último de nuestra vida y le damos solo los restos: el poco tiempo que nos queda, si queda; la limosna que es calderilla sobrante; la poca energía que conservamos después de habernos quemado en mil ocupaciones, algunas de ellas innecesarias, o superficiales…

Pero no veamos el sacrificio en negativo, como algo que nos disminuye, algo que nos merma o nos mutila. El sacrificio, hacer sagrado algo para Dios, en realidad es una forma de vivir radicalmente distinta. ¡Hagamos que nuestra vida sea sagrada! Dios no quiere nuestro dolor ni nuestra muerte, sino nuestra vida, nuestra salud, nuestra alegría. Démosle a Dios lo mejor que tenemos: nuestro gozo, lo que nos apasiona, nuestros amores, nuestras ilusiones, las mejores horas del día. Convirtamos nuestros días en una liturgia viviendo en profundidad, conscientemente, despacio, acariciando todas las cosas que hacemos. Trabajemos con amor, hablemos con amor, miremos, toquemos, caminemos con gratitud y sintiendo intensamente el don de la existencia. Dios nos da la vida, devolvámosle una vida saboreada, paladeada, exprimida con amor. Una vida entregada, también, a quienes nos rodean, criaturas de Dios.

Decía un filósofo que el otro, el prójimo, es tierra sagrada. Sí, el otro es templo de Dios, tierra santa a la que amar y cuidar como lo haríamos con el mismo Dios. En esto consiste el verdadero sacrificio.

 Cuaresma 2015 

domingo, marzo 01, 2015

Cuaresma - El ayuno

Ayuno, abstinencia y penitencia

Uno de los gestos propios de la Cuaresma es el ayuno.  El ayuno consiste en hacer una sola comida fuerte al día. A las personas a quienes esto les cuesta mucho, algunos moralistas proponen que coman la mitad de lo que suelen tomar.

¿Cuándo la Iglesia propone ayunar? En dos días especiales: miércoles de Ceniza y Viernes Santo.

La abstinencia es diferente: consiste en no tomar carne, y se recomienda todos los viernes del año. Sí se pueden tomar caldo de carne, huevos y productos lácteos.

Están exentos de ayuno y abstinencia los menores de edad y las personas enfermas y mayores de 65 años.

La abstinencia de los viernes fuera de Cuaresma se puede sustituir por otros gestos, como visitar enfermos, dar una limosna, rezar el Rosario, una visita al Santísimo… Cualquier obra de caridad hecha no por obligación (como una misa de precepto) sino por deseo de hacer el bien.

Las prácticas ascéticas tienen un sentido. Se trata de superar la inercia  y ser capaces de hacer un sacrificio o una renuncia por amor a Jesucristo y a los demás. Estas privaciones son voluntarias, y se ofrecen como acto de generosidad.

En un mundo que sobrevalora la posesión de bienes materiales y que pone la felicidad en lo que se tiene, el ayuno y la abstinencia nos recuerdan que la felicidad no está en el tener, sino en lo más profundo de nuestro ser. La felicidad brota como consecuencia de una actitud interior, no depende de lo que nos pasa, sino de cómo lo aceptamos y vivimos. Por eso, ser capaces de renunciar a algo, ya sea comida, o dinero, o tiempo, y hacerlo de manera alegre y con ganas, es un gesto de libertad. Demostramos así que nada nos ata, que tenemos el corazón ágil para no acomodarnos y que somos capaces de responder a las demandas de la caridad. Este es el sentido profundo de la penitencia, palabra que significa purificación, limpieza. Amando estamos lavando a fondo nuestra alma, la morada interior.

El sentido del ayuno

Todas las religiones del mundo contemplan esta práctica. Hoy también sabemos que el ayuno en su medida es saludable, y muchos médicos lo recomiendan como terapia regeneradora y curativa. En ciertos ámbitos incluso está de moda y se practica con finalidades sanitarias y estéticas.

Pero, ¿qué sentido espiritual tiene el ayuno? Es fácil caer en la tentación de convertir el ayuno en un acto heroico, de fuerza de voluntad, que reafirma nuestro autodominio y nuestra superioridad moral. El ayuno vivido así puede alimentar el orgullo y no beneficia a nadie.

Jesús ayunó en el desierto y habló del ayuno como medio para expulsar demonios. Pero él no fue un asiduo practicante ni obligó a sus discípulos. En los evangelios se narra cómo los fariseos lo critican porque ni él ni sus seguidores ayunan. Jesús responde que nadie ayuna en una boda mientras están de fiesta, con el novio. Es decir, cuando hay motivos para la alegría no tiene sentido alguno castigarse.

Los profetas del Antiguo Testamento tienen palabras muy duras contra las prácticas aparentemente devotas, pero en el fondo hipócritas e interesadas. Dice Isaías (58, 6): Este es el ayuno que yo quiero: que rompáis las cadenas injustas, que liberéis a los esclavos, que dejéis en libertad a los oprimidos y les quitéis toda deuda. Que partáis el pan con el hambriento, que deis refugio a los pobres y a los que no poseen vestido, que acojáis a los desvalidos y los ayudéis.

El ayuno tiene dos caras. Por un lado se trata de privarse de algo que no necesitamos pero a lo que estamos apegados. Dice Jesús que lo que contamina no es lo que entra, sino lo que sale del interior. ¿Ayunaremos de críticas? ¿Ayunaremos de quejas? ¿De tristezas, de amarguras, de agravios acumulados? ¿Ayunaremos de malas caras, malos humores y golpes de mal genio? ¿Ayunaremos de televisión, de comadreos, de conversaciones estériles? ¿De envidias y resentimientos? ¿Ayunaremos de avaricia?

La cara positiva del ayuno es la generosidad: compartir, dar algo de nosotros, tener el corazón abierto. No puede ser que alguien esté sufriendo a nuestro lado, que una familia padezca necesidad, ¡y no hagamos nada por ayudar!

Dijo alguien que quien ayuna y no comparte, ese no ayuna, sino ahorra. ¡No es este el ayuno mezquino que agrada a Dios! Practiquemos el ayuno generoso.

jueves, diciembre 25, 2014

Navidad, la grandeza de lo pequeño

La Navidad es un tiempo para redescubrir el valor de lo cotidiano y la riqueza de la pobreza. Nos recuerda que por encima de no tener nada tenemos lo esencial: vida, dignidad.

La Navidad es un canto a lo sencillo, a la sobriedad, a lo diminuto. Es una llamada a asumir nuestra fragilidad con paz. Es un tiempo para ahondar en la inocencia en el sentido más genuino de la palabra, esa etapa de nuestra vida en la que el corazón todavía no está agrietado por la desconfianza. La admiración por la belleza del mundo y los amigos es un valor que marca la infancia. Navidad nos llama a reflexionar en ese niño que dejamos atrás cuando comenzamos a ser adolescentes y adultos, cuando dejamos que las dificultades fueran secuestrando aquella mirada limpia, llena de brillo y abierta a la sorpresa.

La Navidad es un tiempo para recomenzar, remirar, reilusionarse. Es un tiempo para olvidar todo aquello que mancha de oscuridad nuestro corazón. Un tiempo para asumir que la felicidad no consiste en tener mucho para ser alguien, sino darse cuenta de que lo hemos recibido todo. En la humildad está la clave para descubrir nuestra propia identidad y reconocer que la grandeza no se nos da por nuestros méritos, por lo que hacemos o valemos, sino por lo que se nos ha amado.

Sin esta generosidad no seríamos lo que somos: seres vivos, envueltos y sostenidos  por un infinito amor. 

Reconocer con humildad que no somos necesarios, pero que existimos, ¡qué maravilla!, es poner la fuerza no solo en nosotros, sino en Alguien que nos ha creado, mirado y rescatado.

Navidad es tiempo de abrirse a la sorpresa, al gozo de lo cotidiano, de las pequeñas cosas. Es tiempo de sacar nuestro niño dormido. Tiempo de acunar con dulzura nuestra vida y mirarla con gratitud. Tiempo para emocionarnos ante la ternura. Tiempo para el silencio y para contemplar.

La navidad es asomarse a un primer trozo de cielo: esa modesta gruta, ese pesebre lleno de paja, ese niño indefenso. Asomarse a la cueva de Belén es encontrarse con el cielo abierto. El pesebre es el primer hogar del Niño Dios. De la omnipotencia de los ejércitos celestiales, Dios pasa a vivir acompañado de una familia, unos animales y unos pobres pastores. El nuevo Adán no nace en un jardín con preciosos senderos, sino en una cueva agrietada.

Navidad es el canto más bello que Dios entona a la humanidad. Su poesía, llena de ternura, cala en lo más hondo de nuestro corazón. Porque Navidad es un canto a lo pequeño, a lo precario, a la inocencia, a la fragilidad. Dios ha decidido encarnarse en el tiempo y en el espacio. Con Jesús, asume nuestros límites y se hace carne, como nosotros: débil, pequeño, indefenso y dependiente como un bebé. Aterriza en la realidad de nuestra carne para que, siendo uno como nosotros, aprendamos a olvidar nuestros sueños de grandeza e importancia.

Dios, siendo grande en su omnipotencia, decide por amor convertirse en un niño indigente para que el hombre descubra que cuando juega a ser Dios pierde su humanidad. En cambio, cuando asume su humanidad descubre la filiación con Dios y se va divinizando con él.

El misterio de la Navidad, la contemplación del Dios hecho materia, cuerpo, santifica lo caduco y lo vulnerable: santifica la vida humana y la eleva a categoría divina. En la cueva de Belén se da otro Génesis y todo se recrea de nuevo. El nuevo Adán viene para convertir la tierra en un nuevo paraíso.
Nuestro cosmos interior es trascendido por la fuerza luminosa del amor de Dios. Convertidos en nuevos adanes, estamos llamados por vocación a ajardinar el nuevo paraíso. La Iglesia, ¿qué es, sino un trozo de este jardín del cielo en la tierra?

La Navidad es la conquista amorosa y paciente de Dios hacia su criatura. En ella la creación y la evolución del universo adquieren sentido: desde el primer estallido, el big bang, pasando por la formación de la materia y las estrellas, el desarrollo de la vida, la aparición de la vida inteligente, hasta el homo sapiens, todo cobra significado en el niño que nace en Belén. En Jesús se culmina el designio de Dios para la humanidad y para toda la creación.

Finalmente, la Navidad es un canto dulce y delicado a María, que ha hecho posible que Dios entrara en la historia y que el plan salvífico se llevara a cabo. Sin su sí no tendríamos Navidad, porque ella, antes, había ofrecido su corazón como el primer pesebre de Dios. María es la puerta de entrada de Dios al mundo.

Joaquín Iglesias - 
Navidad 2014.

domingo, septiembre 28, 2014

Pon a Dios en tu agenda

La incerteza ante el futuro nos crea preocupaciones. Cuanto antes resolvamos nuestras inquietudes, mejor. Dedicamos mucho tiempo, llenamos nuestras agendas de compromisos y nos lanzamos a la vorágine para encontrar salidas con el deseo legítimo de estabilizarnos económicamente, laboral y socialmente, aunque a un precio muy alto. El frenesí marca la angustia a la que estamos sometidos. Y más cuando en la sociedad, en la cultura y en la educación, se sobrevalora en exceso el voluntarismo: soy dueño de mi historia. Es verdad que se ha de tener la autoestima bien puesta para saber hacer frente a los desafíos personales. Pero también es necesaria la calma, el silencio, el sosiego, para justamente saber discernir por dónde hemos de ir. El equilibrio entre el silencio sereno y la actividad es esencial para no caer en una huída hacia adelante, sin rumbo. Cuántas agendas llenas de reuniones y compromisos. Es alarmante, desde un punto de vista psicológico, cómo en tan poco tiempo intentamos zambullirnos, hora tras hora, en una enorme cantidad de tareas sin dejar respiro a la mente ni al alma.

Así llegamos inevitablemente al estrés, que afecta a tantas y tantas personas sometidas a un ritmo fuerte. La tensión acaba afectando a su sistema inmunológico y terminan sufriendo muchas patologías físicas y psíquicas que pueden derivar en graves enfermedades. Nos han educado para ser superhombres que no podemos fallar a la sociedad, al precio que sea necesario. Los patrones educativos familiares y de nuestras amistades nos empujan a ser mejores que nadie, a ser los primeros, cueste lo que cueste. Cuántas secuelas ha causado este culto exagerado a uno mismo. La psicología está desvelando datos altamente preocupantes. Hay generaciones de jóvenes y adultos marcadas por esos modelos y prototipos. Hombres y mujeres complacientes que quieren llegar a todo y a todos, sufriendo mucho cuando no pueden atender todos sus deberes. Hoy se habla de las generaciones ni-ni, pero también podríamos hablar de las generaciones de los bulímicos laborales, que llegan a convertirse en adictos al trabajo. ¿Qué ha pasado? Tanta agenda repleta de compromisos, sin un solo espacio en blanco para descansar, respirar, mirar hacia el horizonte o hacia el cielo… ¿Qué nos falta, en esta sociedad lanzada vertiginosamente, sin norte? Justamente esto: tiempo y espacio para el cultivo interior.

Tiempo para Dios, para lo esencial, para el ser, no tanto para el hacer. Tiempo para la calma, para la oración, para encontrarse con uno mismo. Tiempo y lugar para abrazar con paz la propia realidad, tal como es. Tiempo para cambiar de paradigmas. Tiempo para soñar, para ser libre, para construir desde el silencio, para crear. Tiempo para los demás. Tiempo para perderlo, si es necesario.

Dios ha dedicado mucho tiempo, con enorme generosidad, para hacer posible nuestra existencia. Podríamos decir que Dios ha invertido parte de su eternidad para que nosotros fuéramos, desde la creación del universo hasta la última forma de vida biológica. ¿Podemos regatearle tiempo a él, que es la fuente del ser?

¿Por qué enfermamos? Porque vamos perdiendo calidad de vida física, psíquica y espiritual. Porque el frenesí no nos permite valorar quiénes somos y hacia dónde vamos. Solo pasando el tiempo serenos, conscientes de nuestro presente, evitaremos ir dando vueltas sin saber hacia dónde vamos. El ser se empequeñece y el hacer se va haciendo más grande, como una bola de nieve, hasta que nos engulle.

Hagamos un esfuerzo para agendar a Dios en nuestra vida. Ya no solo en un papel que te ayude a organizar tu vida; llévalo en tu corazón, porque así lo llevarás en la agenda de tu alma.

Mi consejo es que dediques una hora al silencio, cada día. Entre trabajo y trabajo,  haz cinco minutos de respiración, dando gracias y ofreciendo a Dios tus tareas. A partir de las siete de la tarde, llega el tiempo del cultivo interior: lecturas, paseos, amistad, voluntariado, fiesta, encuentro con los seres queridos… Y, cómo no, el fin de semana es el momento de poner orden interno y externo, hacer la compra, pasear, intensificar la convivencia con los tuyos, dedicar un tiempo a la oración comunitaria.

Si dejas que Dios entre, no solo en tu agenda, sino en tu vida, todo será fecundo, suave, sereno. La paz invadirá tu mente, porque habrás vencido a la prisa y al vértigo. Te convertirás en dueño de tu tiempo, y esto significa que serás dueño de tu vida, libre del frenesí. Descubrirás la importancia del ser por encima del tener y del hacer. Y te darás cuenta de que no te falta nada, porque tienes un gran aliado: Dios, tanto en la agenda como en tu corazón.

domingo, agosto 03, 2014

La eucaristía, ¿consumo particular o celebración comunitaria?

Hace algunos años salió publicado en la prensa que en Barcelona la práctica religiosa es de un 10 % de la población, es decir, que cada domingo unas trescientas mil personas acuden a misa. El porcentaje de bautizados, sin embargo, es mucho mayor. Pero lo que me parece más preocupante la falta de implicación. De todos los que participan en la celebración muy pocos están comprometidos con la parroquia y la comunidad. La implicación pastoral es bajísima y arroja un panorama muy sombrío. Tanto, que nos estamos jugando el futuro del relevo generacional en nuestras parroquias.

Los sociólogos cristianos están alarmados ante el enfriamiento religioso cada vez mayor. Se está convirtiendo en un reto al que urge dar una respuesta inmediata.

De la doctrina al testimonio

¿Dónde podrían estar las causa de esta reducida participación? Hay cambios en la educación.  Se han promovido ideologías y filosofías que niegan la dimensión religiosa del hombre o la reducen a un fenómeno psicológico o cultural. También se ha dado un desencanto ante las instituciones tradicionales. Hay un problema de lenguaje: la sociedad civil no entiende el lenguaje religioso. Por parte de la Iglesia, a veces se ha dado un talante duro, demasiado apologético y doctrinal. En algunos sectores eclesiásticos hay un miedo terrible a reconocer que la teología no está acabada, miedo a perder la seguridad en lo que siempre hemos creído, pánico a dialogar con las ciencias y su visión cosmológica. Pero la causa más profunda quizás no es tanto la cuestión intelectual de nuestra fe como el testimonio de nuestra experiencia vital. Nos encorsetamos en la doctrina porque hemos fundamentado la fe en el intelecto, más que en una experiencia viva de adhesión a Cristo. Sin quitarle importancia a la formación intelectual, no podemos reducir la fe a un concepto teológico bien estructurado. No podemos convertir nuestra fe en entelequias mentales. Tenemos miedo a salir de nuestra formación académica y de nuestras instituciones para enfrentarnos a la realidad de una sociedad que rechaza la excesiva rigidez. Nos da pánico salirnos de las fórmulas de siempre. O aprendemos a evangelizar en la intemperie, tirando de nuestra creatividad pedagógica, o esta era glacial congelará el potencial extraordinario que tenemos.

Hemos de aprender a hablar de la verdad no solo como un concepto filosófico y abstracto, sino en el sentido bíblico de la verdad como experiencia, como vida, como persona: la persona de Jesús. La verdad nos hará libres, dice san Juan en su evangelio. Y Benedicto XVI dice que no puedes poseer la verdad, sino que la luz de la verdad es la que te posee.

Gelidez interior

Aunque sea duro reconocerlo, peor que la frialdad social y de la gente que no cree es la gelidez de dentro, la de los que creemos y venimos a misa. Mirar la apatía de la gente de afuera es triste, pero es mucho más inquietante ver la frialdad de la que está dentro de la barca de la Iglesia. Que en una demarcación parroquial de treinta mil habitantes solo asistan a misa unas cuatrocientas personas es muy poco. Pero que, de estas cuatrocientas, solo se impliquen en la comunidad de un 3 a un 5 % está revelando la dramática situación que vive la Iglesia y su incierto futuro. Las causas de esta deserción no están fuera, ni siquiera en la falta de credibilidad en que han caído algunas instituciones eclesiásticas. El problema es la coherencia personal de los cristianos. Para mí esto es lo que realmente está empobreciendo a la Iglesia. ¡Muchos de los que están dentro no vibran!

Falta pasión, entusiasmo, compromiso, adhesión y pertenencia. Si reducimos la fe al ritual del cumplimiento, al precepto por obligación y a la excesiva teoría, nos estamos perdiendo la alegría de una invitación a vivir un encuentro festivo. Mientras que la eucaristía no se entienda como un encuentro gozoso con Cristo estaremos mercadeando con Dios, dándole nuestro escaso tiempo para conseguir algo.

Sorprende ver cómo, una vez acabada la celebración, el templo queda vacío en cuestión de minutos. La gente se marcha a toda velocidad. ¿Dónde está el sentido de pertenencia, de fraternidad, de comunidad? ¿A qué han venido? ¿Cómo no son capaces de quedarse aunque solo sea un rato para compartir y saborear esos momentos eucarísticos con los demás?

Sentirse comunidad viva

Necesitamos salir de esa zona de confort y movernos hacia afuera. Hemos de sacudirnos la rutina y la desidia de cumplir por obligación. Es de la esencia de la eucaristía vivirla y celebrarla no como una actividad de autoconsumo sacramental para acallar la conciencia. Es más, si no nos sentimos parte de una comunidad no entenderemos que lo que da sentido profundo a la Iglesia es el ofrecimiento de Cristo en la eucaristía, y que este don se nos hace como comunidad, como Iglesia. Este regalo no tendría sentido fuera de ella. Estamos hablando de Cristo, que se nos da como don gratuito.

Me entristece percibir que muchas personas que vienen a misa ni siquiera se saludan. Con prudencia me atrevería a afirmar que toda la potencia de la eucaristía solo penetra en el corazón de cada uno cuando este se siente parte de los otros, formando una comunidad viva y comprometida. No digo que el sacramento no tenga valor en sí mismo, pero el no sentirse parte de un todo puede reducir los efectos de su gracia. El futuro de la Iglesia depende del vigor de una comunidad que realmente se lo cree y vive la eucaristía tomando conciencia de la dimensión social y pastoral de su vida cristiana. Ahí está el futuro de la Iglesia: que cada uno, desde el banco donde participa en la misa, vibre de tal manera que se convierta en un impulsor de oxígeno; así toda la comunidad, por ósmosis, respirará y crecerá. Busquemos tiempo para que la Iglesia siga dando buenas razones de esperanza en una vida plena y gozosa. Solo así el aliento del Espíritu soplará con toda su fuerza. Nosotros somos parte de ese aliento. Ojala aprendamos a regalar nuestro tiempo, como mínimo un diezmo, a la Iglesia, a los demás y, sobre todo, al Dios que nos ha regalado todo el tiempo.

domingo, junio 22, 2014

Corpus, un misterio de amor

El domingo pasado celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. A través de la liturgia, nos asomamos al misterio de un Dios que se relaciona y se despliega en toda su potencia amorosa. Celebramos que Dios se revela y se comunica en la segunda persona, el Verbo Encarnado.

Hoy celebramos que este Verbo de la Trinidad, la persona de Jesús, se hace presente para siempre en el cuerpo y la sangre del Señor.

El Corpus es la fiesta de la donación de Jesús, hecho eucaristía. Es el mejor regalo que Dios nos puede hacer: darnos de comer a su propio hijo para que tengamos vida eterna.

Hoy, la Iglesia celebra el culmen de esa entrega con la procesión del Corpus. Mirar, contemplar, seguir a aquel que lo dio todo por amor, pasear con el amor de todos los amores, adorarlo y reconocerlo como la fuente de nuestra existencia es la mejor manera de agradecerle tanta entrega y tanto amor hacia su indigente criatura, a quien ha dado una vida sobrenatural. Con el primer sacramento, el bautismo, nuestra vida mortal quedó sumergida para siempre en la vida de Dios.

Ojalá los que hoy le seguimos en esta procesión, unidos al Padre, reproduzcamos en nosotros la misma vida de Cristo. Que siempre sepamos encarnar el amor en el mundo, que sepamos ser palabra de Dios, que sepamos culminar esa palabra en un compromiso de acción apostólica y caritativa. Que sepamos acompañar a todos los que sufren y se sienten solos. Que sepamos hacer la voluntad de Dios, asumiendo el sacrificio como expresión suprema de amor. Que sepamos morir a todo aquello que nos aleja de Dios. Pero, sobre todo, que sepamos confiar y amar sin condiciones al que hoy recordamos en esta liturgia del Corpus Christi: aquel que murió perdonando, amando, un cuerpo entregado por amor y una sangre derramada para nuestra salvación.

Vivir el Corpus contemplando la custodia elevada hacia el cielo es anhelar con toda nuestra alma que nuestro corazón también se convierta en custodia viva, que irradie la fuerza de su amor. El culmen de nuestra vida cristiana es llegar a vivir de una manera eucarística toda nuestra existencia.

Cuando entendamos que el Cristo de la cruz es el mismo Cristo de la eucaristía, una mirada contemplativa a este misterio de amor nos ayudará a entender mejor la humanidad sufriente. Aprenderemos así a entender la liturgia de hoy. Adornemos al pobre, elevemos la dignidad del que sufre, cantemos al que se siente solo, contemplemos la imagen de Dios en el marginado, carguemos sobre nuestros hombros a aquel que lo ha perdido todo, hasta su dignidad. Solo así estaremos adorando de verdad el cuerpo de Cristo, porque el sufrimiento de los demás es el suyo.


Hoy, cuando miremos a la custodia, pidamos al Señor coraje y fuerza para poder entregarle nuestra vida entera y saber encontrar su presencia entre los pobres que viven a nuestro lado.

domingo, mayo 25, 2014

Cuidarse

Hace unos meses leí una carta pastoral del arzobispo de Boston, pidiendo a los sacerdotes de su diócesis que se cuidaran. Entre los curas diocesanos ha aumentado la obesidad de manera alarmante, y el arzobispo advierte sobre la necesidad de ser moderados en la comida, ya que una mala alimentación, con un exceso de comidas poco sanas, causa patologías en el organismo y compromete seriamente su labor pastoral.

La OMS nos habla de una pandemia en Europa y en los Estados Unidos: la obesidad. Conozco y he conocido a muchas personas que, por no moderarse y comer cualquier cosa en cualquier momento, es decir, por mal alimentarse, han terminado enfermando gravemente y sufriendo todo tipo de trastornos: coronarios, cerebrales, circulatorios, neurológicos… En algunos casos, los achaques sufridos los han reducido a un estado casi vegetal, en otros, han limitado sus actividades y otros han quedado completamente dependientes de los demás.

Personas brillantes intelectualmente, profesores, empresarios, sacerdotes, médicos, que rebosaban vitalidad y disfrutaban de enormes capacidades humanas e intelectuales, caen en la invalidez.  Sus órganos, deteriorados, van declinando a marchas forzadas. Sobrecoge verlos en su estado actual. Esto produce un gran impacto psicológico y te lleva a comparar lo que fueron y lo que han llegado a ser.

Es verdad que hay otras razones, a parte de la alimentación, que pueden afectar a la salud. Existen también factores psicológicos, emocionales, el estrés, una tendencia genética a ciertas patologías…  Pero a menudo pienso si no estaremos rindiendo un excesivo culto a la intelectualidad, dejando de lado el valor del cuerpo y del cuidarse. Valoramos el trabajo, pero no tanto el descansar, meditar, rezar. Priorizamos lo que tiene proyección social o intelectual. ¿No habrá un orgullo, una soberbia escondida, que nos lleva a ignorar y sobrepasar nuestros límites? Existe una bulimia intelectual que lleva a querer saber más, querer absorber más conocimientos. No lo queremos reconocer, pero uno va idolatrándose a sí mismo y por algún sitio hay que canalizar las ansiedades, los miedos y los vacíos internos. Si no brillas en el mundo intelectual, parece que no eres nadie.

Entonces, cuando sobreviene la enfermedad, cuántas cosas quedan fulminadas, por no darse cuenta de que tenemos que ser más humildes, reconocer lo que somos y hacer menos. ¿Por qué intentamos hacer más de lo que nuestro cuerpo físico y nuestra psique nos pueden permitir? ¿No seremos también bulímicos del hacer? Nos sentimos un poco superman, nos cuesta dejar de hacer mil cosas y nos vamos adentrando en un laberinto de compromisos hasta llegar a perder la paz. Queremos quedar tan bien con todo el mundo que nos secamos por dentro. Pero las caras reflejan nuestra realidad. Detrás de una apariencia amable y un discurso bien construido, con una buena retórica llena de frases bonitas, nuestro lenguaje no verbal delata una vida estresada, agotada, llena de ironía y amargura. No podemos escapar de nuestra realidad interior, por muchas pantallas que pongamos.

¿Qué hacer? Para muchos, la enfermedad es un golpe, un castigo, un sin sentido doloroso que hay que evitar y superar lo antes posible. Quizás podríamos afrontar la dolencia de una manera más trascendida, aprendiendo a ver qué mensaje nos trae esta fragilidad.

Dios nos ha creado corporales. El cuerpo es bueno y bello, como afirma el Génesis. Es nuestra realidad física, la que nos permite expresarnos, relacionarnos, comunicarnos, amar, sentir, disfrutar… Pero también nos marca unos límites, espaciales y temporales. ¿Sabemos encontrar la sabiduría que hay en estas limitaciones físicas? Dicen que la enfermedad es el grito del cuerpo llamando nuestra atención. Nos pide cuidado, pero también nos pide revisar nuestra vida. Nos exige parar, detenernos, reflexionar. Nos recuerda que hemos de ser humildes y respetuosos con nosotros mismos. También nos hace salir del egocentrismo, pues nuestra enfermedad siempre afecta a los que nos rodean. ¿Queremos causar dolor y preocupación a nuestros seres queridos?

La verdadera curación llegará cuando no sólo resolvamos el problema físico, sino cuando aprendamos a cambiar nuestra vida. Y un gran cambio empieza, como recordaba al principio, con la alimentación. Cuidemos lo que entra en nuestro cuerpo, y también lo que entra en nuestra mente y nuestro corazón. Porque todas nuestras dimensiones están relacionadas, y una nutrición sana también reforzará nuestro espíritu. Es importante cuidarse para poder servir y amar mejor.

domingo, mayo 18, 2014

¿Devoción mariana o vírgenes a la carta?

Con motivo del mes de mayo, dedicado a la Virgen María, publico otra reflexión sobre la devoción mariana y algunos riesgos en los que se puede caer.

La elegida de Dios

María, hogareña y contemplativa, supo estar en el lugar donde le tocó vivir. Asombrada ante el anuncio de su maternidad, tuvo miedo, pero se fió. Su comunicación con Dios partía de un abandono total en sus manos. Aunque abrumada, tuvo la certeza de que su maternidad formaba parte de un plan divino para ella. Calló e interiorizó, asimilando en su corazón, poco a poco, la grandeza de aquella elección.

Seguramente se sintió muy pequeña. Pero su deseo profundo era hacer la voluntad de Dios. El Espíritu Santo fecundó sus entrañas: la entrada de Dios en el mundo fue a través de una jovencita sencilla de Nazaret. Dios no quiso una mujer madura ni bien posicionada, de buen linaje, con poder y bienes. No eligió a la reina de un imperio, ni a una princesa de sangre real. Tampoco quiso aparecer en una gran ciudad o en un palacio. Buscó un lugar pequeño, insignificante, escondido, en el último rincón de la provincia judía, bajo el poder imperial romano.

En los evangelios María aparece muy poco, pero lo justo para que podamos intuir su enorme trascendencia como prototipo y modelo de mujer cristiana, dócil al designio de Dios. Ella vivió oculta, no tuvo una relevancia especial en su pueblo. El magisterio de la Iglesia, considerando su papel en el misterio de la encarnación, la proclama Madre de Dios. Así, se convierte en co-mediadora del misterio de la salvación. Unida a Cristo, intercede por todos. Pero la Iglesia también ve en ella un modelo de sencillez a imitar. María no aparece en los evangelios como una tenaz evangelizadora, sino como la mujer que no habla o que dice muy poco. Pero lo que hace es suficiente para adivinar su plena comunión con Dios en la oración.

María, modelo de humildad

María nos enseña que su oración no es un hablar por hablar, sino una escucha, un acto de confianza. No se nos presenta como una mujer activista, arrolladora, de discurso convincente. Lo que nos atrae de María no son sus palabras sino su silencio, su docilidad, su abandono. Ella no convence a nadie. Desde su silencio más profundo, está completísimamente volcada a Dios. Sabe que está en sus manos. ¿Hizo algo extraordinario? Lo único que hizo fue decir sí. Dos letras que expresan la grandeza de una libertad abierta a Dios sin reservas y la sencillez de una respuesta que no es un discurso dudoso, sino una palabra breve, inequívoca y rotunda.

A María no le hacía falta decir más que sí a la aventura silenciosa a la que Dios la llamaba. Por ese sí, por su ejemplo, María es bendecida por el pueblo de Dios.

María merece ser venerada y reconocida, y tenida por modelo a imitar, ya que nos acompaña hacia el encuentro con su Hijo. Quedarse solo en María es no entender en profundidad el misterio de la encarnación. Su sí, puerta abierta, es para que vayamos hacia Él. Cristo es el vértice del misterio de la redención. Él es el centro de nuestra vida cristiana, imagen viva de Dios. María está a su lado y en profunda comunión con el Padre. Pero es Cristo quien ocupa el centro de la teología cristiana.

¿Qué ocurre cuando ponemos al mismo nivel a María y a Cristo, o incluso, a veces, ponemos a la Virgen por encima? ¿Hemos captado realmente el papel de María en la Iglesia? Cuánta gente reza más a María que a Jesús. Esta piedad, ¿es adecuada? Cuántas veces vemos enormes colas ante una imagen de la Virgen y nos olvidamos de Cristo en la cruz, o en la resurrección, o en el mismo sagrario.

Rezamos a María, y tenemos que hacerlo, pero lo que ella quiere es que recemos y amemos a su Hijo. En las bodas de Caná dijo a los servidores: «Haced lo que él os diga». Ella intercede, media, pero nos dice: dirigíos a Cristo.

¿Dónde radica la auténtica piedad mariana? A ella, que le gustaba el silencio y la discreción de la vida oculta, ¿no la estaremos abrumando con tantos rezos, letanías y ceremonias? ¿Y si ella lo que quiere, en realidad, es que recemos más en silencio y que aprendamos a escuchar? Pidámosle fuerza y ayuda para amar a Jesús y a los demás. Ella nunca quiso tener protagonismo. ¿No le estaremos dando demasiado? Santa Teresita decía de ella:

¡Oh, cuánto amo a la Virgen María! Nos la presentan inaccesible; debieran presentárnosla imitable. ¡Tiene más de madre que de reina! Se ha dicho que su brillo eclipsa el de todos los santos, como el sol, al aparecer la aurora, hace desaparecer las estrellas. ¡Dios mío, cuán extraño es esto! ¡Una madre que ofusca la gloria de sus hijos! Yo pienso todo lo contrario; creo que aumentará, en mucho, el esplendor de los elegidos… ¡La Virgen María! ¡Cuán sencilla me parece que debió de ser su vida! (Historia de un alma, 12, 30).

Una sola virgen

Aunque ya sabemos que la figura de María posee diferentes advocaciones, en función del entorno geográfico, cultural y religioso donde se la venera, sorprende constatar que muchas personas dan más importancia a una virgen que a otra, como si fueran personas distintas. ¿Tiene la gente claro que la Virgen es la misma, esté donde esté y se llame como se llame? Todas las imágenes, por diferentes que sean, son un intento de representar a una misma Madre de Dios, que es María de Nazaret. Cuántas veces estamos viendo que para ciertos fieles, “su Virgen” es más importante o mejor que las otras. Se puede hablar de una inculturación de María en la tradición de cada lugar, con sus historias y leyendas. Pero ninguna virgen es mejor que otra porque siempre estamos hablando de la misma persona.

La auténtica piedad consiste no solo en rezar a María, sino en escucharla y, sobre todo, en imitarla. Si lo intentamos, os aseguro que la oración será mucho más fecunda.

El auténtico devoto mariano ha de revestirse de su sencillez y discreción. María, como Madre de los cristianos, nos ama a todos. Despreciar a alguien porque es diferente es rechazar a un hijo de María. ¿Creéis que ella se alegraría de ver cómo rechazamos a un hijo suyo?

Nuestra vocación mariana pasa por aprender de ella su dulzura y su docilidad, su amor generoso y tierno hacia todos sus hijos, sin excepción. El auténtico devoto mariano es el que brilla en la caridad.

domingo, mayo 11, 2014

Manos que se convierten en altar

El domingo nació gris. Las nubes tapaban el sol, pero poco a poco un viento fresco fue limpiando el cielo de un día que hacía temer la falta de color. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron apartando y dejaron que el sol luciera con fuerza. Cuando tocó la campana a las doce y media el cielo estaba totalmente despejado.

En procesión, con los niños delante, iniciamos la celebración del día del Señor. Siete niños estaban a punto de recibir a Jesús por primera vez. Mientras sonaba el canto de entrada los niños se dirigieron hacia el altar, hacia la mesa del anfitrión, Jesús, que los iba a acoger en su banquete eucarístico. Con nervios contenidos, eran muy conscientes de que era un día grande para ellos.

Fue una ceremonia festiva, con el acompañamiento de sus padres, atentos y visiblemente emocionados, que asistían a esos momentos milagrosos en la vida de sus hijos. Padres y familiares fueron testigos de ese momento tan especial para los niños: estaban a punto de abrir su corazón a Jesús, a punto de convertirse en custodias vivas. La hostia sagrada iba a alojarse en el hogar de sus corazones.

La celebración, dinámica, entre cánticos, lecturas, oraciones y tiempo de recogimiento, se revistió de un brillo especial. La belleza del entorno, con el templo adornado de flores, el perfume, la luz y la alegría que se respiraba, todo anticipaba el cielo aquí en la tierra.

Hubo momentos álgidos y significativos, como el rito de la paz. Los niños se dieron abrazos espontáneos, afectuosos, con el rostro iluminado por sus sonrisas frescas y alegres.  Las niñas, más delicadas, se abrazaban con suavidad, pero no con menos intensidad. Cruzaban miradas cómplices, sinceras, como si quisieran detener el tiempo en esos instantes tan hermosos.

Me di cuenta de que en estos dos cursos de formación los niños han hecho un largo camino juntos, forjando una gran complicidad, hasta convertirse en hermanos y amigos de Jesús. Aquellos abrazos de varios corazones fundidos en profunda amistad hablaban de la presencia real de Cristo, a punto de entrar en sus vidas. Era hermoso verlos entrelazados con aquella fuerza y alegría.

Quizás ellos no llegaron a entender la belleza del momento. El corazón de Cristo estaba a punto de formar parte del suyo.

Más tarde llegó el momento cumbre: la comunión. Con manos temblorosas, que hacían de altar, los niños fueron recibiendo el sagrado cuerpo de Cristo. Lo tomaban con delicadeza y suavidad, mirándolo con ojos vivos. Tenían a Dios mismo en las manos. El milagro estaba sucediendo: estaban tomando trozos de eternidad. Para mí fue un momento muy denso espiritualmente. El brillo de Cristo iluminaba sus rostros.

Me invadió una enorme paz y sentí una emoción indescriptible. Uno de los misterios culmen de la fe, con la fuerza de su luz, estallaba ante mí. Jesús, a través del sacramento, se hacía real y presente en estos niños. Fue un momento sublime: la inmensidad del cielo se abría ante mis ojos. Siete niños empezaban juntos una hermosa historia de camino hacia el cielo, con el compromiso de un sí para siempre.

Como ramas unidas al tronco de Cristo, se podrán hacer más amigos que nunca, porque la sangre de Cristo sella para siempre la amistad, más allá del tiempo. Ojalá estos siete niños sean fieles a Jesús a lo largo de sus vidas. Ojalá nunca olviden este día tan crucial.

A partir de ahora, la vida de Dios comenzará a crecer en ellos para llenarlos de una alegría desbordante. Lo tienen ya dentro, formando parte de su vida. Que sus padres, la comunidad y la Iglesia podamos acompañarlos para que nunca pierdan el rumbo hacia la felicidad plena, que es Dios.

Bajo la tupida morera del patio, en el crepúsculo, cuando el azul del día iba dando paso a la noche, medité sobre el acontecer de la jornada. Posé mi mirada en la cruz, sobre la campana, con el fondo dorado de las hojas de los plataneros, iluminados por el farol, y escuché el suave susurro de Dios, que me invitaba a la oración y al recogimiento. La media luna, suspendida en el cielo, y el último toque de la campana hicieron resonar en mi corazón la grandeza de un día en el que Dios quiso entrar en siete almitas, llamadas a ser testigos de una experiencia de amor inconmensurable en el mundo.

4 mayo 2014 

domingo, abril 27, 2014

El sacerdocio pascual

El jueves santo celebramos la institución sacerdotal. Cristo convierte la cena pascual en la primera eucaristía.

Después de la Pascua, los apóstoles se convierten en misioneros del gran anuncio de Cristo resucitado. Eucaristía, sacerdocio y misión están íntimamente ligados. No puede haber eucaristía sin sacerdocio, pero tampoco puede haber eucaristía sin misión. Forman parte de una unidad compacta que define la identidad y la espiritualidad del sacerdote.

Unidos a Cristo


El sacerdote, desde su ordenación, se une místicamente a esa cena donde Cristo instituyó la eucaristía. Y en la oración sacerdotal se une en profunda comunión al discurso del adiós que Jesús pronunció antes de morir.

La vocación del sacerdote ha de estar fundamentada en la relación íntima con Dios Padre, hasta el abandono total en sus manos. Comparte con Cristo la cena pascual, la agonía en Getsemaní, el sufrimiento en la cruz hasta la entrega total. La cruz es el reverso de una realidad que apunta hacia una vida nueva. En la experiencia del sábado, el silencio expectante hace presentir el acontecimiento que está a punto de estallar.

El domingo es el día definitivo que cambia la historia. La resurrección fundamenta el sacerdocio. El hecho pascual define un modo de ser. El sacerdote, o es pascual o se queda en la visión judía del Antiguo Testamento.

Cristo inaugura un nuevo modo de ser sacerdote. Los ordenados deberían vivir como Jesús resucitado. ¿Y cómo vive Jesús resucitado? Con una vida nueva, anclada en Dios. La comunión del Hijo con el Padre transforma la vida de Jesús. El sacerdote, como otro Cristo, ha de vivir de la misma intimidad y amistad con Dios Padre.

Sin esta comunión plena con Dios los curas no podremos ejercer eficazmente nuestra labor pastoral. Hemos de tener el mismo corazón de Cristo, un corazón puro y resucitado. La comunión plena con él hará que lo que somos y hacemos esté en consonancia. Una vez que se llegue a esa situación de plenitud, viene lo siguiente.

Alegría pascual


El modo de ser de Cristo resucitado marca una forma de evangelizar. Si la eucaristía hemos de unirla al amor, la resurrección hemos de unirla a la alegría. El entusiasmo, la intrepidez y la alegría han de ser el motor que lleve al sacerdote a vivir con gozo el don de su ministerio. Un cura abatido, cansado, agobiado, triste y desconfiado se aleja de lo nuclear de su sacerdocio. Con el testimonio gozoso se convertirá en vector que indique un nuevo talante sacerdotal. Si la gente no ve en el sacerdote el brillo de la resurrección, si la verdad de Jesús vivo no resplandece en sus ojos, difícilmente será capaz de convencer y entusiasmar. Porque la fuerza de la interpelación no solo está en lo que seamos capaces de comunicar, sino en la medida en que vivamos esa verdad que predicamos. Finalmente, lo que más convence es lo que seduce, y aquello que se vive impacta más que lo que se dice. 

Sin entusiasmo sacerdotal no podemos contribuir a crear una comunidad comprometida y alegre. Tampoco será posible la tarea misionera del presbítero y de la comunidad eclesial. La alegría pascual ha de ser nuestro distintivo.

viernes, abril 18, 2014

Paseando contigo hasta tu casa

En la liturgia de ayer, jueves santo, celebramos la institución de la santa eucaristía. En este marco sagrado resuena de modo especial el ministerio del sacerdocio, sobre todo durante la consagración, el momento cumbre del misterio de la entrega de Jesús.

Su cuerpo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. El sacrificio ya no son animales, como en la tradición judía; el sacrificio es él. Derrama su sangre como precio por nuestro rescate. Con su muerte, nos rescata para salvarnos.

Después de la celebración de la santa cena, iniciamos el recorrido de la reserva hacia el sagrario, en el bello monumento que se prepara para la hora santa. Aunque lo hacemos cada año, el momento en que la comunidad empezó su procesión, acompañando al sacerdote, resonó de una manera especial en mí. Pasear con Cristo eucarístico, caminar junto a él, estar con él, sosteniéndolo en mis manos… Mis ojos eran testigos de una experiencia luminosa.

El Cristo del altar hecho pan se hacía presente con toda la fuerza de su misterio. Una honda alegría invadía mi alma. Sentí un privilegio especial, tanto que no quería llegar al final del camino. Quería gustar y saborear ese encuentro. Mientras caminaba hacia el sagrario, el corazón se me llenaba de una emoción contenida. Con la mirada fija en su rostro sacramentado, sentí un temblor: estaba paseando con él, caminando como si fuéramos hacia el cielo, hacia los brazos del Padre.

A paso lento, meditaba su gesto sublime de amor. Él ha querido permanecer siempre con nosotros. ¡Qué señal de amor tan grande! No ha querido dejarnos huérfanos. No ha querido que nuestro vacío existencial se pierda en el absurdo.

Una vez llegamos a la puerta de su casa, el sagrario, no me di prisa en introducir adentro al Cristo vivo hecho pan. Con profunda reverencia, quise alargar el momento. Mi corazón rezaba, mis manos lo tomaban, mis ojos lo contemplaban, mis labios balbuceaban ante el misterio, mis rodillas se doblaban con adoración ante tanta belleza. La música de su dulce voz llegaba a mis oídos. El silencio era testigo de ese momento sagrado.

Deposité el cuerpo de Cristo en el sagrario, su pequeño hogar en la tierra. Abrir la puerta del sagrario es abrir la puerta del cielo. Allí estará siempre, con su presencia discreta, hasta que la mano de un sacerdote vuelva a abrirlo para darlo de comer a tantas personas que desean alimentarse de su vida.
El cielo y la tierra se unen; lo humano y lo divino se entrelazan. Ya dentro del sagrario, sigue resonando la fuerza de su misterio. Cierro la puerta, pero dentro late su vida, y también late afuera, en cada persona, en la Iglesia. Este es el gran misterio de su resurrección: está aquí y allí, arriba y abajo, dentro y fuera, en cualquier lugar donde sigue haciéndose presente. Pero, de una manera muy especial, está en la eucaristía. Y desde el sagrario nos convoca para que acudamos a pasear con él, a escucharle, a acompañarle, a crecer en amistad con él.

Le pido a Cristo que nunca se canse de expresarnos su dulzura y su paciencia amorosa. Señor, haz que siempre tengamos sed de ti.


Joaquín Iglesias
Jueves santo – 17 abril 2014