domingo, mayo 10, 2009

Primeras comuniones: cómo educamos a los niños en la fe

Estamos en el mes de mayo, una época en que muchos niños hacen la primera comunión. Asistimos a innumerables celebraciones que puntualmente llenan las iglesias de niños y familias que, de ordinario, no acuden a la eucaristía dominical.

Por un lado, a los cristianos practicantes habituales nos alegra ver el templo lleno y muchas caras de niños ilusionados. Por otro lado, constatar la frialdad y la desorientación con que muchas de estas personas acuden a la misa, nos hace cuestionar qué estamos haciendo y qué sentido tiene esta fiesta.

Durante uno o dos años, estos niños asisten a catequesis una vez por semana y, aunque con menor frecuencia, también acuden a la misa del domingo en su parroquia. Los catequistas y sacerdotes intentamos prepararlos para este acontecimiento, y también nos reunimos periódicamente con sus padres. Después de dos años de un trabajo tenaz de formación y acogida de estas familias, nos topamos con una cruda realidad. Pasada la fiesta de la primera comunión, muy pocos de estos niños, o a veces, ninguno, regresan a la iglesia.

Una fiesta que pierde su sentido

Los días antes de la comunión las familias se han volcado en todos los detalles de la fiesta —trajes, flores, banquete, fotografía…— como si se tratara de un acontecimiento civil. Esta vorágine engulle a los niños, que llegan al gran día muy despistados, nerviosos, pendientes de lo que llevan y de los regalos, y prácticamente inconscientes de la importancia de lo que van a recibir: el mismo Jesús. El sentido espiritual de la fiesta se diluye.

Esto nos lleva a una reflexión muy profunda que hemos de hacer desde la parroquia pero también desde las delegaciones de catequesis de las diferentes diócesis. Nos enfrentamos a un reto pedagógico urgente. ¿Cómo conseguir que niños y padres atisben, al menos, la importancia del acontecimiento que van a vivir?

¿No habremos hecho nosotros dejación de nuestra responsabilidad y exigencia, por querer cumplir con lo políticamente correcto? No podemos negar un sacramento a quien nos lo pide, pero sí podemos exigir que quien lo recibe —o sus familiares— estén lo suficientemente preparados y sean conscientes de lo que van a hacer. Este es nuestro caballo de batalla. Desde la Iglesia hemos de ser amables, atentos y acogedores; hemos de escuchar a quienes vienen a nosotros. Pero no podemos vender barato a Cristo ni dejar que un momento tan denso espiritualmente se convierta en la excusa fácil para celebrar una fiesta social.

El dilema de las parroquias

Las parroquias nos enfrentamos a este dilema: o admitir a muchos niños, que luego se irán y no se vincularán a la comunidad, o ser realistas y asumir que habrá muy pocos niños y cuidar la relación con sus familias, sabiendo que se implicarán con la parroquia.

Sabemos que responder a Jesús y seguirlo no es sencillo, pero acabamos convirtiendo nuestro trabajo evangelizador en algo tan diluido que nos acostumbramos a trabajar de esta manera y a no ir a fondo en la cuestión del crecimiento espiritual del niño. Lo consideramos un mal menor y nos consolamos pensando que “Dios hará más” —que es cierto— y que algo quedará en ellos, al menos en el recuerdo. Pero no podemos conformarnos sólo con eso.

Quizás por eso nos encontramos con esta situación: no hemos sido valientes a la hora de plantear esta cuestión y no podemos detener esta maquinaria. La sociedad pide primeras comuniones en mayo y las parroquias nos acabamos haciendo cómplices de un enorme entramado comercial y lúdico. Para la familia se convierte en un mero momento estético y sentimental, con su valor antropológico, como toda fiesta humana, pero desprovisto de su significado más genuino.

¿Soluciones posibles?

Trabajar muy a fondo con las familias. En el momento de la inscripción de un niño a la catequesis deberían quedar muy claras las cosas. No se trata de apuntar a un niño para que haga la comunión, sino del deseo de una familia que quiere incorporarse a la comunidad y, consecuentemente, sus hijos también lo harán, y se prepararán para recibir la comunión. Es un contrasentido que un niño haga la comunión y que sus padres, en cambio, no se sientan implicados y comprometidos con la Iglesia. Es una incoherencia que los niños perciben y que tiene sus consecuencias.

Los catequistas necesitan una buena formación. Hoy deben enfrentarse a retos que hace un par de generaciones no existían. Reciben a niños que provienen de entornos totalmente ignorantes de la fe y de la doctrina cristiana. Incluso algunos padres no son creyentes, o cuestionan a la Iglesia. Hay que saber hacer una catequesis en un entorno adverso y pagano. Muchas veces, hay que partir de cero, hacer una pre-evangelización. Los catequistas no pueden dar por supuesto que los niños conocen el evangelio y los hechos fundamentales de nuestra fe; ni siquiera están familiarizados con el lenguaje religioso, como antaño. De ahí la importancia de que haya dos o tres años de catequesis previos a la comunión, para que el niño vaya asimilando los conocimientos y la experiencia de la fe.

Los catequistas deben tener una preparación en una triple vertiente: teológica, pedagógica y humana. Teológica para conocer los contenidos de la fe y exponerlos de manera consistente. Pedagógica para transmitir de manera amena y eficaz estos contenidos y la vivencia de la comunidad. Y la formación humana es clave para comprender las realidades sociales y familiares que envuelven a estos niños, para saber escuchar a sus padres, a su entorno, y poder establecer una comunicación cercana y efectiva con ellos.

El catequista ha de vivir la fe intensamente, en el marco de su comunidad. La catequesis es algo más que una clase de religión: es testimonio de una experiencia de vida. Si el catequista no está integrado en la parroquia, si no vive su fe con entusiasmo, difícilmente podrá transmitir su mensaje. La catequesis se hace siempre desde la parroquia.

La educación en la fe es un trabajo de toda la comunidad. Todos somos responsables, no sólo el cura y los catequistas. Padres y feligreses tienen la misión de evangelizar, como cristianos llamados por el mismo Jesús. La comunidad entera se implica y ayuda en la formación de sus niños.

El regalo de la eucaristía es tan extraordinario, y gratuito, que no merece menos. Recibir a Cristo en el pan y el vino pide una profunda apertura de corazón. Nuestro desafío es lograr que los niños se enamoren de Jesús.

domingo, julio 06, 2008

Somos familia de Cristo


Pablo fundó diversas comunidades, que constituían auténticas familias cristianas. Las parroquias, las diócesis, los movimientos… todos somos una gran familia.

¿Qué es necesario para que un grupo humano se convierta en familia?

La familia humana se arraiga en el amor

Para que haya una familia humana primero debe producirse un enamoramiento. En los fundamentos de la familia está el amor: algo que nos mueve hacia la persona amada. No sólo se trata de atracción por la belleza física, sino por la belleza interior, el corazón, la manera de ser del otro.

Pero el enamoramiento sólo es el arranque, la chispa inicial. El ser humano es un ser social, nacido para comunicarse y abrirse a los demás. Dios nos ha hecho así, y nuestras capacidades para relacionarnos, incluida la sexualidad, contribuyen a esa apertura a la comunicación y a la unión con el otro. No estamos hechos para vivir aislados, en una cueva. El hombre es plenamente hombre cuando se comunica con los demás; se realiza en plenitud cuando se abre a sus semejantes.

Todos buscamos esa relación y esa comunicación, y de ahí que en toda sociedad humana se formen grupos, unidos por motivaciones diversas.

Pero la familia es más que un grupo. Pide más que el deseo de comunicarse. La familia requiere confianza para llegar a compartir toda la vida con la otra persona. No basta el estallido del enamoramiento, esa fiesta de fuegos de artificio, hermosa, pero efímera. Debe haber otros factores que nos empujen a decidir que queremos estar para siempre con esa persona y construir con ella un proyecto de vida en común. Hablamos del amor, de la sinceridad, la transparencia, la confianza en el otro. Es necesario tener madurez para dar ese paso, y aceptar las diferencias, tener la capacidad de perdonarse, de abrirse a la procreación, a unos hijos… Unirse para siempre es un paso serio y definitivo que marcará la vida de la pareja y su personalidad, y que los hará felices o desdichados si no funciona.

Dios tiene un proyecto sobre la naturaleza humana. Dios quiere el matrimonio, y no su ruptura. Los profetas en la Biblia expresan el amor de Dios a su pueblo en términos conyugales, pues Dios también busca el amor de su criatura, en todas sus dimensiones.

En la familia espiritual, nos une Cristo

En la familia espiritual, las motivaciones son diferentes que las que nos puedan llevar al matrimonio o a la familia natural. Se da un gran salto entre la familia biológica y la comunidad cristiana.

La primera motivación no es el enamoramiento ni la simpatía, o el deseo de compartir nuestra vida y la intimidad. Lo que nos motiva a reunirnos en familia es Cristo.

Podemos hablar de comunidad cristiana como de familia, con todas las de la ley. Si en la familia humana heredamos la sangre y los genes, en la familia espiritual recibimos la sangre derramada de Cristo, para hacernos vivir en plenitud y alcanzar el reino de Dios.

Para formar parte de ella, no se nos pedirán ciertas cualidades, ni simpatía, ni afinidad. Se nos pedirá mucha generosidad y comprensión, aceptación de las diferencias y caridad. ¡En las comunidades cristianas somos muy distintos unos de otros!

Nos une Cristo. Por él, todo lo podemos. Cristo nos lo da todo y multiplica en bienes espirituales todo cuanto libremente le damos.

Dios quiere nuestra libertad

La familia espiritual, como la natural, parte de la libertad. Deseamos libremente la comunión.

Somos humanos y pecadores, y no es sencillo ser familia de Cristo, aunque lo que nos une sea muy grande. Dios nunca nos obligará a nada, ni siquiera a amarlo, si nosotros no queremos. Por eso, quizás en vez de ser 500 en algún momento seremos 5.
La libertad como respuesta es importante. Además, debemos responder con alegría. No porque toca, porque hay que cumplir, sino porque el amor de Dios es el centro de nuestra vocación, de nuestra vida.

Cuando Dios llama, no nos obliga, sino que nos invita a su amor. No es una exigencia, ¡es una alegría!, al igual que para los padres es un gozo amar a sus hijos.

Cuando uno recibe tanto, algo tan grande y hermoso, lo menos que podemos hacer es responder. Gratis lo hemos recibido, gratis hemos de darlo a los demás, con coraje.

Además de la libertad, hemos de desearlo ardientemente en nuestro corazón. Ser familia es una vocación.

No hay Iglesia sin comunión

Cristo desea con todas sus fuerzas que nos convirtamos en parte de él y de su Iglesia. Nuestra fe pasa por el deseo de comunión. Hemos de estar dispuestos a amar y a dar la vida por nuestros hermanos en la fe.

¿En qué se ha de notar que somos cristianos? En que nuestro amor no sólo es una relación individual con Dios, sino también grupal, con nuestros semejantes. Amaos unos a otros. La dimensión comunitaria es esencial: la Iglesia no se entiende sin la unión de todos, sin el aprecio, la co-responsabilidad, la comunión.

La comunidad es familia. No vamos a la iglesia porque nos gusta, o porque ciertas personas nos caen bien. Lo importante es enamorarse de Cristo.

No estamos llamados a entendernos, sino a querernos, aunque no nos comprendamos del todo o no nos caigamos bien. El carácter de unos y otros no ha de ser aliciente ni tampoco obstáculo: Cristo nos llama y nos convoca, no el carisma del cura o la simpatía de los otros feligreses.

¿Quién no ha tenido sus fricciones en la familia de sangre? El conflicto es intrínseco del ser humano. Todos pasamos nuestros procesos internos y chocamos con los demás. ¡No importa! Dios nos ama así, tal y como somos.

O somos familia, o no somos de Cristo.
O somos comunidad, o no somos de Cristo.
O somos Iglesia, o no somos de Cristo.

Cristo no quiere una relación individualista. Ama nuestra intimidad, pero también nos quiere ver reunidos alrededor de su mesa, juntos, como una familia. Porque sin esa dimensión comunitaria difícilmente podremos crecer. Necesitamos al otro, su consuelo, su ayuda, su consejo, su compañía. Necesitamos la fuerza de los sacramentos.

Mantener vivo el entusiasmo

Hemos de desafiar el abatimiento, fruto del desgaste del tiempo. El tiempo nos erosiona y las personas cambiamos. Pero el corazón que ama siempre se mantiene joven, porque Dios es eternamente joven y su fuerza nunca se agota.

¿Queremos ser fuerza viva en la Iglesia? Que el amor de Dios nunca nos falte. Pablo siguió su labor incluso en la cárcel. Fue un apóstol incansable, jamás se rindió, jamás envejeció su ánimo; su entusiasmo nunca se agotó.

Nosotros, hoy, no somos perseguidos y encarcelados, aunque a veces puede darse una persecución ideológica. Pero somos pusilánimes. Y cuando el entusiasmo decae, la Iglesia se arruga como la piel. Entonces necesitamos maquillarnos. Pero lo que realmente nos rejuvenece es Cristo: él purifica nuestra piel y nuestro corazón.

No podemos dejar que nuestro corazón envejezca, encerrado en sí mismo. Lo que hagamos, por poco que nos parezca, hagámoslo con auténtica pasión, como si de esto dependiera todo. Pongamos entusiasmo, brío, tenacidad, convicción en todo cuanto hagamos. Pongamos fuerza, no caigamos en la apatía.

Todos tenemos problemas y nuestros ritmos internos fluctúan. Pero podemos apoyarnos en Dios, cuya fuerza nunca se agota. Pablo nunca se cansó. Puso todas sus fuerzas hasta el final.

Un don gozoso que nos da una fuerza inagotable

La familia de Dios crecerá en la medida que estemos enamorados de Cristo. Nada ni nadie podrá contra nosotros. No importan nuestros defectos ni los ataques desde afuera. Quien toma la comunión de Cristo, ya tiene un pie en el más allá. Si dentro de la comunidad estamos unidos, también fuera lo estaremos, y resistiremos. Nada ni nadie podrá arrebatarnos nuestra fe.

No merecemos ni formar parte de la estirpe de Dios, pero somos su familia por su gracia, porque así lo ha querido él. Somos familia de Cristo, ¡vivamos este don gozosamente!

domingo, diciembre 02, 2007

Un Dios enamorado del hombre


Jesús vive una experiencia de Dios tan íntima y sólida que impregna todo su ser. Así lo expresa el evangelio de San Juan en numerosas ocasiones: “El Padre y yo somos uno”(Jn 10, 30), “No he venido a hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado”(Jn 5, 30)… Estas palabras de Jesús revelan una profunda comunión, un abandono y una total confianza en su Padre. Estamos ante el prototipo de amistad del hombre con el Ser trascendente. Es el hombre que busca la felicidad más allá de si mismo y la encuentra en Dios.

Jesús bucea en el corazón de Dios. Se siente hijo suyo, parte de sus entrañas. En el Jordán se hace patente la respuesta amorosa de Dios. La voz que sale del cielo pronuncia estas palabras: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”(Mc 1, 11).

Si nos detenemos despacio en algunos fragmentos evangélicos, vemos que las palabras de Jesús desprenden ternura, confianza, libertad y pasión por Dios. El místico San Juan de la Cruz describe bellamente este amor encendido. Dios es un apasionado de su creación, del cosmos, de la vida y ¡cómo no! de su criatura más perfecta, el ser humano. El amor de Dios hacia el hombre llega a su culminación cuando le da su mismo aliento, un corazón capaz de amar sin límites.

El Dios cristiano es un único Dios. Jesús se desmarca de la concepción politeísta de algunos habitantes de su pueblo. Para él hay un solo Dios, tal como se recoge en la ley mosaica.

El Dios de Jesús es el Dios de la tradición judía del pueblo de Israel, el Dios de los profetas, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob, el Dios veterotestamentario. Jesús vive en su corazón la idea de un Dios creador, libertador, justo y misericordioso. Podríamos seguir calificando a Dios con diferentes adjetivos que usaba el pueblo hebreo. Así los recogemos en los diferentes libros del Antiguo Testamento, hasta llegar al Nuevo Testamento, cuando la imagen de Dios cobra un sentido más pleno. Con Jesús se da un salto cualitativo en la concepción de Dios. Él lo llamará Padre: es un Dios amigo y cercano. Un Dios que nunca se cansa de amar, que siempre perdona y siempre espera. Su anhelo más profundo es la felicidad de su criatura, su libertad, su alegría. Es un Dios enamorado del hombre.

¿Qué significa hablar de un Dios enamorado? La palabra enamorar tiene una profunda connotación afectiva. En Dios, se traduce en una entrega sin límites y una búsqueda del amado: es un amor interpersonal y generoso. Dios es un apasionado y enamorado de su criatura, pero no coarta su libertad ni la obliga a dar una respuesta a su amor. La palabra enamorar, socialmente, también puede tener connotaciones peyorativas. El romanticismo de los literatos describe el enamoramiento como un ensimismamiento del hombre, por un lado, y por el otro como un cierto egoísmo y un afán de poseer y de absorber al otro, ahogando su libertad. Evidentemente, no estamos hablando de este enamoramiento, que es más psicológico. Estamos hablando de un amor que respeta totalmente al otro y lo potencia. En Dios este concepto queda sublimado, elevado y salvado de toda connotación egoísta. Este amor de enamorado que llena a Jesús refleja un profundo sentimiento de filiación: se siente hijo de Dios. De un Dios que nunca asfixia la libertad de nadie por el hecho de amar, sino todo lo contrario: lo eleva y lo dignifica hasta su máxima plenitud.

Podríamos decir que Dios siente una pasión divina por el hombre. En el mensaje nuclear de la Torah se manifiesta la respuesta del hombre al amor de Dios. La ley de Moisés recoge el precepto sagrado de Israel: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todo tu ser”. Es así como Dios quiere que le amemos: de la misma manera que Él nos ama, con pasión y tenacidad.

Dios ama todo fruto de su amor creador: firmamento, ríos, mares, plantas, animales, dotándolos de una belleza singular. Es fácil enamorarse del sol, la luna, las estrellas… y dejar que esa emoción invada nuestro ser. Todo lo creado es un regalo de Dios para el hombre. ¿Cómo no va amar al ser humano con todas sus fuerzas? Lo ha creado con un especial mimo, otorgándole una libertad y una capacidad de respuesta a su amor como no lo ha hecho con ninguna de sus criaturas. En la creación del hombre Dios ha proyectado todo su amor y su ser, con el deseo de darle la mayor felicidad. Para ello la ha proporcionado también una enorme capacidad de sacrificio y entrega a los demás. La pasión de Dios por el hombre es la fuerza mística de su amor. Así lo vivió Jesús, que nos revela el interior del corazón de Dios.

Jesús se siente especialmente amado por Él. Esta es la gran revelación de su mensaje: Dios nos ama. Su tarea ministerial consistirá en que otros tengan la misma experiencia, la de un Dios enamorado del hombre. En Jesús vemos la historia de un amor que llega a su culminación en él. La mirada y el rostro de Jesús son los del mismo Dios. Son dos en uno que se estremecen en un abrazo eterno.

Nota: el libro Un Dios enamorado del hombre quiere recoger este mensaje de Jesús. A lo largo de sus páginas se va revelando de múltiples maneras la pasión y el amor incondicional de Dios por su criatura predilecta: el hombre.

domingo, septiembre 09, 2007

¿Cómo evangelizar hoy?

Europa, tierra de misión

La secularización de la sociedad se va extendiendo día a día en los países que, tradicionalmente, eran de cultura cristiana. Vemos cómo proliferan ideologías, sectas o corrientes espirituales muy diversas, en tanto que se vacían las iglesias. La disminución de la práctica religiosa y la búsqueda de otras formas de espiritualidad pueden confundirnos y desorientarnos. También la inmigración venida de países que antes considerábamos de misión nos hace reflexionar. Cada vez es mayor la proporción de inmigrantes que acuden a nuestras misas, y son sus hijos los que llenan nuestras catequesis. Muchas de estas familias, venidas de América Latina o incluso de África, se sorprenden de la el Papa ha repetido en diversas ocasiones: Europa, hoy, es tierra de misión. Los cristianos occidentales tenemos ante nosotros el reto de impulsar una nueva evangelización.

Vivimos en un mundo convulso

Para poder plantearnos esta evangelización, es preciso mirar a nuestro entorno y conocer el contexto histórico de nuestra sociedad. ¿Qué observamos en el mundo hoy?

Se da una creciente tensión en las relaciones entre las personas y familias.
Estallan continuos conflictos bélicos y el terrorismo se expande.
Se invierten enormes sumas en investigaciones espaciales y bélicas, mientras problemas como el hambre, de más fácil solución, siguen azotando muchos países.
Muchos gobiernos son corruptos y caen en una mala gestión económica de los recursos.
Mucha gente vive al margen de Dios, por desconocimiento o rechazo.
La investigación genética lleva a la ciencia al límite, como en el caso de la clonación, suscitando un debate ético.
Se da una enorme expansión de la comunicación digital a la vez que se empobrece la comunicación interpersonal y se acrecienta la soledad.
Nuestra cultura es altamente tecnológica. Los conocimientos se multiplican exponencialmente.
Las diferencias sociales entre ricos y pobres se acentúan.
Aumentan la violencia familiar y la delincuencia.
La preocupación por el cambio climático y la conservación de nuestro medio natural crecen día a día.
Se dan cada vez mayores flujos migratorios entre países.
Caminamos hacia una sociedad global de mestizaje cultural.

Vivimos en un mundo convulso y cambiante, que evoluciona a gran velocidad. La rapidez de los cambios provoca incertidumbre y miedo en la sociedad. Se dan grandes oportunidades para la mejora de la vida humana pero también existen grandes riesgos. Sin embargo, la naturaleza de las personas es la misma ahora que siempre. Las personas seguimos teniendo las mismas necesidades, los mismos anhelos y la misma sed de plenitud que en los principios de la historia.

Jesús, nuestro modelo

¿Cómo evangelizar? De la misma forma que lo hizo Jesús. El es nuestro mejor maestro. Leamos despacio los evangelios y aprenderemos, a través de sus hechos y sus palabras, cómo llevar a cabo una evangelización convincente y totalmente respetuosa hacia la libertad de los demás.

Estos son algunos de los principios de la evangelización, al modo de Jesús:

1. Tener un profundo respeto a las personas. Nunca hemos de obligar a nadie a creer.
2. Saber escuchar. Atentamente, abiertos a las necesidades, deseos y aspiraciones de quienes nos rodean.
3. Vivir en todo momento dando testimonio de aquello que somos. No hay predicación más eficaz que el propio ejemplo.
4. Actuar con convicción, fieles a aquello que creemos y somos.
5. Proceder siempre con delicadeza. Las personas están faltadas de ternura, necesitan comprensión y afecto.
6. Mostrar cordialidad. Saber transmitir alegría, optimismo, esperanza.
7. Siempre con amabilidad. Todos somos sujetos de ser amados.
8. Sin temor a ser criticados, incluso rechazados o insultados por nuestras creencias.
9. Confiar siempre en Dios, ofreciéndole todo nuestro quehacer. Jesús dedicaba largas horas a la plegaria en soledad, con el Padre. Necesitamos beber de su fuente para tener la fuerza y la inspiración necesarias.
10. Poniendo el máximo empeño y dedicación por nuestra parte. Como decía San Pablo, “evangelizar a tiempo y a destiempo”, sin desfallecer. Pero, a la vez, con humildad, sabiendo que, finalmente, será Dios quien haga fructificar nuestros esfuerzos.

La coherencia cristiana

Hoy se da un importante descrédito de los cristianos y de la Iglesia. Se critica constantemente a la Iglesia como institución y una de las principales acusaciones, tal vez, es porque la sociedad no percibe coherencia entre su mensaje y el comportamiento de los creyentes. Por ello es clave nuestro testimonio como personas comprometidas y responsables de nuestra fe. Cada cristiano es un faro encendido en medio de un mundo desconcertado y apático. Para poder evangelizar y arrojar luz, nuestra vida tiene que estar llena de Dios.

Jesús predica con autoridad y con convicción porque habla de aquello que vive y lleva dentro. Lo primero que tenemos que hacer es digerir el Evangelio y aplicarlo a nuestra vida. A través de la palabra y la eucaristía, los cristianos estamos alimentados y fortalecidos para convertirnos en otros cristos y saciar el hambre de los demás. De esta manera podremos entusiasmar a la gente. Si la gente no cree en la trascendencia quizás sea porque nosotros no hemos sido capaces de despertar el apetito de Dios.

Necesitamos largos ratos de oración diaria. La oración nos dará caridad con las personas y firmeza para ser consecuentes con el mensaje de Jesús. Estamos llamados a convertirnos en un referente moral para los demás y a desprender el perfume de Dios a nuestro alrededor.

El núcleo de nuestro mensaje

Evangelizar significa anunciar la Buena Nueva. Hoy en día a la gente le falta fe, esperanza, amor, alegría, le falta tener algo o alguien por quien vivir y luchar. Las personas que viven de espaldas a Dios se secan por dentro. Todos necesitamos cariño y amor desde que nacemos hasta que dejamos de existir. El contenido de nuestra evangelización es un Dios Amor. La buena noticia es un Dios que se revela y se encarna en Jesús de Nazaret, con la única finalidad de que el hombre sea feliz y encuentre un sentido a su vida.

Creer pide más que unas prácticas religiosas o un cumplimiento de preceptos. Estamos llamados a vivir de acuerdo con aquello que creemos. Evangelizar requiere pasar a la acción y convertirnos en agentes de paz, amor y alegría.

domingo, enero 21, 2007

El precepto dominical

La libertad y el deber

Todo cuanto supone una obligación o compromiso no siempre está bien visto en ciertos sectores de la sociedad. Todo el mundo, y en especial la juventud, desea gozar de libertad y la obligación en ocasiones se contempla como algo contrario a la libertad.

Las personas adultas libremente escogemos nuestro futuro, ya sea en el matrimonio o en otras opciones, como en la vida religiosa y consagrada. Esto implica una serie de compromisos que cumplimos con amor, sin verlos como obligaciones. Tenemos el ejemplo muy claro de las madres, que sufren por amor y están al cuidado de sus hijos durante toda la vida. Asumir nuestras obligaciones no es una carga, sino una consecuencia a nuestra libre decisión.

Ser cristiano también implica una serie de obligaciones que tiene que ser asumidas por amor. El cumplimiento del deber en ningún momento ha de ser considerado una pérdida de libertad. Al contrario, muchas veces provoca en nosotros un estiramiento espiritual y un crecimiento humano. Cualquier decisión que tomemos en la vida implica una responsabilidad y un esfuerzo. De la misma forma que tenemos deberes hacia el estado como ciudadanos, hacia nuestra familia como padres o hijos responsables, también tenemos unos compromisos como cristianos.

El pueblo de Israel reflejó en las tablas de la ley un mandamiento: dedicar un día a la semana al Señor. Este día era el sábado, y los judíos todavía se lo dedican. Los cristianos dedicamos el domingo al Señor por ser el día que resucitó Cristo.

Compromiso y madurez

Para entender la exigencia que entraña una responsabilidad tenemos que haber asumido un compromiso previo. Y para asumir un compromiso es necesario tener una fe verdadera y adulta. Cuando somos concientes de las muchas cosas que Dios nos da diariamente comprendemos la necesidad de dedicar un tiempo para él. En este contexto es donde podemos establecer el precepto dominical.

Del mismo modo, a las parejas que se preparan para el matrimonio se les pide el compromiso del amor mutuo y verdadero para toda la vida. De este sí derivan unas exigencias y unos compromisos que deben acoger con entera libertad. Ese sí, quiero, es libre y para siempre.

La misa es necesaria para el crecimiento de la vida espiritual. Evitemos verla como una rutina semanal. Convirtamos en donación aquello que es obligación. La Eucaristía es la fuente donde los cristianos bebemos para recuperar fuerzas y emprender una nueva semana. Como alimento indispensable para nuestro crecimiento espiritual, nos hace capaces de llevar el valor de la misa a nuestra vida cotidiana.

A veces cumplir con nuestro deber nos cuesta un poco. Vamos despistados, ensimismados en nuestros asuntos. Cumplir con nuestras obligaciones puede llegar a ser penoso. Para el cristiano ha de ser un acto de valentía, de generosidad. El sentido más profundo de la misa está en el amor a Dios y a los hermanos. Si nos falta el amor la misa no tiene ningún sentido.

El auténtico sentido de la misa

Jesús se entregó por amor en la última cena. Este es el significado de la eucaristía. Nosotros, como seguidores de Jesús, también tenemos que entregar nuestro tiempo, un poco de nuestra vida al servicio de Dios.

Los cristianos tenemos que establecer lazos entre los hermanos de fe. Para ello tenemos que dedicar tiempo para conocernos, para relacionarnos, para ayudarnos. Una misma sangre corre por nuestras venas: la sangre de Cristo. Esto nos tiene que unir a pesar de nuestras diferencias. Es importante en toda comunidad buscar espacios para que nos podamos conocer, para estar juntos. Todos podemos dar un paso más para acercarnos a los hermanos y reafirmar nuestra fe.

La comunidad es misionera

Es necesario ser creativos y poner mucho amor en todas las cosas que realicemos. Nuestra misión como cristianos es la de acercar las almas a Dios. Tenemos que ser compañía de Cristo, ejército de Dios, como decía San Ignacio. Para ello es importante que las personas de fuera nos vean convencidos, alegres; han de ver una buena unión entre todos los hermanos de la comunidad. La dimensión testimonial es muy importante para atraer a los alejados. La unidad entre la comunidad es indispensable para dar un buen testimonio y ser creíbles delante del mundo.

domingo, noviembre 12, 2006

Dios Padre

Hoy en día escuchamos muy a menudo la palabra internauta, para designar aquellas personas que navegan por la red, por Internet, buscando conocimientos, distracción, contactos… ¡tantas cosas! A lo largo de esta catequesis de profundización, os invito a navegar por otras aguas. Vamos a navegar por el corazón de Dios Padre.

Sentirse hijo amado

Al igual que Jesús, todos podemos llamar a Dios Padre. Pero para ello es preciso sentirlo muy cercano. Llamar a Dios “Abbá”, como lo hacía Jesús, requiere que nuestra relación con él sea entrañable, como la de un padre con su hijo. La experiencia de filiación de Jesús era muy grande. Y quiso transmitirnos el amor de Dios para con nosotros, un amor que, como decía el Papa Juan Pablo I, es paternal y maternal a la vez. No podía nombrarlo así sin sentirse verdaderamente hijo de este Dios tan cercano al hombre.

Los deberes de un buen hijo: fidelidad y gratitud

Si Dios es Padre, podemos preguntarnos: ¿cuáles son nuestros deberes hacia él, como hijos? Uno de los principales deberes es serle fiel, como un hijo es fiel a su padre. Un hijo puede separarse de sus padres, fruto de su crecimiento y de las opciones personales de su madurez. Esta separación puede ser física pero nunca espiritual, porque ni la edad ni el estado de las personas deberían romper la relación con los padres. Lo mismo sucede con Dios. Nuestras obligaciones y compromisos humanos jamás tienen por qué impedir nuestra unión con Dios y nuestra lealtad hacia él. Esta unión jamás nos quita la libertad, Dios nos quiere libres.

El hijo tiene un deber para con los padres, el de no olvidar que han sido sus progenitores. El amor, cuando es auténtico, crece constantemente. Un amor profundo y verdadero hacia nuestros padres se refleja en una relación de gratitud filial. Así debería ser también con Dios. Él nos ha hecho existir y además, a través del sacramento del bautismo, nos da el don de la vida sobrenatural y de la fe.

Si cada persona se detuviera en el camino de su existencia para recordar las veces que Dios ha intervenido en ella, se daría cuenta de que han sido muchas. Y, cada vez que nos apartamos de él, Dios, como buen padre, siempre sale a nuestro encuentro a través de personas o de situaciones muy diversas. A veces nos falta ver las cosas con más claridad y comprender que ya sólo el hecho de vivir es un don extraordinario y maravilloso.

Una relación de intimidad y confianza

Jesús, con su ejemplo, nos invita a vivir una relación de intimidad con Dios, llena de confianza. El es mi padre y yo soy su hijo. Y Dios busca mi amistad, como lo muestra el relato de Génesis, cuando explica que Dios paseaba con Adán al atardecer, tranquila y plácidamente. Dios no es un padre autoritario, lo describe muy bien Jesús en la narración de la parábola del hijo pródigo. El hijo menor vuelve a casa porque tiene la absoluta certeza de que el padre lo va a perdonar. ¿Somos capaces de perdonar así? ¿Qué clase de hijo somos para con nuestros padres?

El reto de la Iglesia, como enviada del Padre

El creyente comprenderá mejor que Dios es Padre cuando encuentre en el presbítero a una persona capaz de acoger, de entender, de aconsejar. En una palabra, alguien que puede identificarse con la figura del padre. Ejercer una paternidad espiritual: éste es el desafío de la Iglesia de hoy.

El libro del profeta Amós nos cuenta cómo el pueblo de Israel, infiel a los mandatos de Dios, no era capaz de responder al amor del Padre. El profeta intentaba cautivar al pueblo, conquistando su corazón para que regresara a Dios. Esto nos indica que siempre es Dios el que busca primero al hombre. La iniciativa es suya. La Iglesia debe ofrecer una imagen atrayente y cercana a los ojos de la humanidad. En estos momentos de apatía religiosa es necesario reflexionar sobre cómo enamorar y entusiasmar a la gente para que se acerque a Dios. No basta con que lo haga el sacerdote, ya que es una tarea de todos los que formamos la Iglesia. El testimonio de la comunidad es crucial.

¿Por qué la gente se aleja de la Iglesia? La presión del paganismo es muy fuerte, la sociedad se ve invadida por un cúmulo de ofertas atractivas que prometen una felicidad irreal. Por ello la misión de la Iglesia debe ser, ante todo, acoger y atender bien a la gente que acude a ella.

Tenemos que saber ir a buscar a la oveja perdida para integrarla en el redil, con toda la comunidad. Estamos llamados a rociar de amor al mundo, porque somos "compañía de Jesús", como decía San Ignacio. Es necesario trabajar sin descanso porque la tarea es mucha y los obreros pocos.

Un cristianismo comprometido

La gente tiene que ver en el cristiano comprometido una formación, un entusiasmo, un dinamismo motivador y muchas ganar de trabajar sin desfallecer. Todos podemos hacer un poco más de lo que hacemos, sólo nos falta ponernos en manos de Dios y lanzarnos a luchar a contra corriente en la sociedad. Con valor, porque el desgaste será mucho ante la indiferencia y la frialdad espiritual, cada vez mayor.

El amor verdadero implica sacrificio, renuncia, a veces dolor. Cuando el amor no es firme, pasar del amor al odio es un paso, pero pasar del odio al amor cuesta mucho más, porque requiere una conversión sincera del corazón. No creamos en el amor televisivo de los culebrones y las películas, donde todo es fantasía.

Seamos solidarios, sepamos encarnarnos en el mundo. El Evangelio es un mensaje dirigido a todos los seres humanos, pero seguirlo implica estar dispuesto a darlo todo, con tenacidad e intrepidez. Tenemos la fuerza y la gracia necesaria. Todo cristiano tiene una semilla de Dios por el simple hecho de estar bautizado. Todos tenemos destellos de Dios Padre en nuestro corazón.

domingo, agosto 06, 2006

La adultez cristiana

Sabernos hijos de Dios

Con su bautismo, Jesús se consagra antes de empezar su ministerio público. Con las aguas penitenciales, asume el pecado del mundo. Su inmersión en el río y su emersión posterior simbolizan su futura muerte y su resurrección.

Jesús no hubiera podido realizar este gesto sin vivir una intimidad y una comunión profunda con Dios. Esa rica experiencia de Dios como Padre era fruto de mucho tiempo dedicado a cultivar su amistad.

Jesús parte de la honda convicción de ser hijo de Dios. Así, nuestra conciencia de ser cristianos nace también del conocimiento de nuestra filiación divina. La amistad profunda con Dios Padre es la raíz de nuestro trabajo apostólico. Del sabernos hijos de Dios surge la misión. Todos nuestros esfuerzos serán estériles si no somos conscientes de que hemos sido llamados para un cometido.

Llamados a evangelizar

Cada cristiano es llamado a anunciar que Dios viene a nosotros. Ahora más que nunca, en medio de un mundo frío y convulso, es un imperativo lanzarse a evangelizar. Pero para ello necesitamos el alimento de nuestra relación con Dios. La intimidad con él nos dará vigor para ser cristianos militantes que trabajan por la expansión de la Iglesia. Salir de la eucaristía alimentados de Cristo es salir llenos de Dios, con toda la fuerza necesaria para anunciar al propio Jesús.

En el mundo, tan autosuficiente, que cree poder prescindir de Dios, ¡cuánta soledad hay, y cuánto dolor! La misión del cristiano no es otra que proclamar que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros. Cuando el creyente es consciente de esto ha dado un salto hacia la adultez espiritual.

La misión, signo de adultez

En los evangelios, leemos cómo Jesús crece, se hace hombre, madura física y espiritualmente. Alcanza la plenitud de Dios en su corazón. A los cristianos parece que nos cuesta crecer y alcanzar esta madurez. Somos muy niños y dependientes. Nos da miedo estar solos y erguidos ante el mundo. No nos asuste crecer, ¡nunca estamos solos! Dios nos da cuanto necesitamos para madurar y aceptarnos siendo como somos.
Ser cristiano maduro supone ir a contracorriente y afrontar muchas situaciones de dolor, sacrificarse y dejar atrás muchas ataduras. La sociedad mercantilista suele arrebatar o paganizar el genuino sentido de las celebraciones cristianas. Nuestra vida, revestida de Dios y volcada en él, reflejará nuestra madurez. Ésta nos empuja a salir en misión. Estamos en esta vida para hacer algo bueno. Vivimos por el Señor y para el Señor. Esto significa que vivimos para hacer el bien a los demás.

Un adulto es consciente de sus actos y del entorno que le rodea. Un cristiano adulto es también consciente de lo que significa optar por Dios y por la Iglesia. Y esto acarrea problemas a menudo, porque la sociedad rechaza nuestros valores religiosos. El cristiano maduro no esconde sus convicciones y es consecuente. Como adulto, no teme asumir sus valores y sabe que necesita a la comunidad para crecer. La comunidad cristiana se convierte en una bandera ondeante que proclame la esperanza en medio de un mundo caído. El mundo necesita razones para creer, para tener sueños y esperanza.

Jesús en el Jordán toma conciencia de su mesianidad. Es el momento de su madurez espiritual. En el cristiano este momento se da cuando es capaz de ofrecer su vida por aquello en lo que cree. Los primeros cristianos brillaron por su valor y su heroicidad. No temieron afrontar ni siquiera la muerte en martirio. Hoy, tan sólo la prensa y el qué dirán bastan para replegarnos.

Nos apena ver vacías las iglesias, pero aún es más triste que no salgamos a testimoniar afuera. La sociedad debería poder decir, como lo decía hace dos mil años: ¡Mirad cómo se aman!

domingo, julio 30, 2006

Fundamentos teológicos de la calidad

La calidad es una de esas palabras “talismán” de nuestra sociedad, utilizada por muchos empresarios, consultores, profesores y ejecutivos. Tan ensalzada está que ha llegado casi a la categoría de ley, pues hoy día se certifica y se acredita con toda clase de documentos, inspecciones y estudios. La calidad es una garantía de fiabilidad para toda empresa, institución o producto.Existen muchos métodos para conseguir la calidad. Los expertos han elaborado complejos métodos y procesos para medir y comprobar la calidad. Este concepto, tan propio de la cultura empresarial, empieza a llegar a otros sectores sociales, especialmente al campo de las ONG y las instituciones docentes, religiosas y sanitarias. Cuando la calidad llega a estos ámbitos, necesita un fundamento más allá de la pura certificación. No se trabaja por calidad "para" obtener una calificación, sino "porque" se parte de unos valores y principios.

Desde el punto de vista cristiano, la calidad no es una mera exigencia social, sino un deber moral intrínseco de la persona.¿Qué es la calidad? Dejando aparte definiciones técnicas, la calidad, en palabras llanas, es "hacer las cosas bien". No sólo basta con hacer cosas buenas. Esas cosas deben hacerse con excelencia. Es el "cómo" lo que interesa, más que la acción en sí.

¿En qué valores o fundamentos nos podemos basar los cristianos para alcanzar la calidad? El primer maestro en calidad es el mismo Dios, Creador. El ha creado el universo con excelencia inigualable –y Dios vio que era bueno- dice el Génesis. Al regalarnos la naturaleza y la belleza de todo lo creado, ha pensado en su criatura y en lo mejor para ella. Dios ha creado un hermoso jardín –el mundo- para que vivamos en él. No ha escatimado en calidad. Ha volcado toda su inteligencia amorosa, todo su ingenio y su libertad para crear un entorno de belleza incomparable. Si al crear el universo Dios ha derrochado ingenio y creatividad, aún más lo ha hecho al crear el ser humano, a su imagen. En nuestra creación Dios se ha recreado, con su más pura artesanía, volcando amor en cada gesto creador. Como una filigrana, nos ha moldeado con infinita delicadeza y nos ha infundido una gran fuerza interior, capaz, como él, de amar, de recrear, de construir, de inventar, de embellecer su propia obra y acabarla.

Dios ha sacado un cum laude en calidad a la hora de crear el mundo y el hombre. El es nuestro modelo. Para un cristiano, la calidad debe ser una manera de hacer al modo de Dios. ¿Cómo haría Dios este trabajo? Esta es la gran norma para la calidad en nuestra vida cotidiana.

En Jesús, la calidad de Dios llega a su máxima expresión y plenitud. Jesús fue hombre, vivió entre nosotros. Su vida también nos enseña el arte de la calidad. Esta motivación es suficiente para lanzarnos, con creatividad, a revolucionar y mejorar nuestro trabajo, en el mundo empresarial y en todos los ámbitos. Porque, además, esta calidad siempre tendrá en cuenta el máximo bien de la persona. Será una calidad íntimamente ligada a la caridad.

Caridad con calidad, esta podría ser una máxima para el trabajador, el voluntario, el ejecutivo, el empresario cristiano. No basta con llegar a la perfección técnica. También es necesario tener en cuenta a las demás personas de nuestro entorno. Una calidad sin solidaridad está vacía de sentido. Podemos hacer algo de manera excelente, incluso un apostolado. Si no tenemos en cuenta el bienestar de las personas, especialmente de las más alejadas o marginadas, nuestra calidad será vanidad. Esta reflexión deberían hacerla muchos gobiernos y empresas, que luchan por conseguir la calidad y un estado del bienestar, pero hacen poco por remediar las necesidades reales de la gente, especialmente las más necesitadas. Jesús hizo las cosas bien, y nunca desatendió a los pobres. El es nuestro gran referente en la calidad.

domingo, julio 16, 2006

Llamados a dar fruto

Llamados a dar fruto. Estas palabras deberían marcar una impronta: el cristiano maduro da sus frutos. Vamos a desglosar esta frase, palabra por palabra.

Llamados

No podemos dar fruto si alguien no nos llama antes. Todos somos llamados. Formamos parte de la familia de Dios. Somos signo de fraternidad. Tal vez podamos sentirnos abrumados ante la exigencia que comporta esta llamada. Cambiar el mundo es realmente difícil. Convertir los corazones no es tarea fácil. Estamos llamados a hacer un paraíso en medio del desierto.

Pero el que nos llama confía en nosotros. Dios no nos pide nada que no podamos dar. Cree en nosotros. Nuestros límites no son un problema para él. No nos achiquemos ni nos acobardemos. Él nos dará cuanto nos haga falta.

Jesús llama a los apóstoles. Llamar por el nombre es algo muy grande. El nombre significa la misma persona, con su carácter, sus cualidades y sus límites. Dios es tremendamente consciente de que nos llama tal como somos. Y nos quiere así, con nuestro temperamento, nuestros condicionantes, nuestra cultura, nuestro entorno familiar… Pero en la llamada se inicia un proceso de madurez hacia la santidad. Dios no tiene prisa. Somos nosotros los impacientes. Dios sólo pide un corazón abierto, dispuesto a arriesgarse a la aventura de dejar que Él entre en nuestra vida. Cuando Dios entra en nuestro corazón, la existencia cambia de arriba abajo. Es el mismo Espíritu de Pentecostés que nos invade y nos lleva, con fuerza huracanada.

Ese Espíritu empujó a los discípulos de Jesús. Llegaron a cambiar la historia. Nada es imposible para Dios. Tocar el corazón y producir una respuesta en el otro es difícil, y más cuando Dios respeta profundamente nuestra libertad. Pide un sí muy atrevido, muy libre y muy responsable.

Dar

No podemos dar lo que no tenemos. Los frutos que daremos estarán en consonancia con lo que hemos recibido. La capacidad de donación, la generosidad, es una característica de la vocación. No hablamos de dar bienes materiales, sino de darse a uno mismo. Dar de si las habilidades, las potencias, el tiempo, lo mejor de cada cual. Pero lo mejor que podemos dar al mundo es el mismo Dios. Nuestra vida, nuestro testimonio, nuestra fe, son los mayores regalos que podemos ofrecer.

Ser generoso en lo material es una consecuencia de la generosidad espiritual. Dios nos lo da todo. Suyo es lo más importante que tenemos: la vida, el existir, su amor. No nos da cosas físicas, directamente –éstas nos las dan las personas que nos quieren. Nos da la misma vida. Y nos pide darnos a nosotros mismos. La máxima donación es llegar a entregar la vida –sin necesidad de morir–, es darnos a los demás.

Todo cuanto podamos dar es algo que ya hemos recibido. No temamos dar. En clave espiritual, cuanto más damos, más tenemos.

Ahora bien, hemos de asumir que entregarse supone una cierta erosión, que ha de ser libremente asumida. Es el desgaste que se da en una madre que ama a sus hijos, o el desgaste de amar a los padres, a un cónyuge… Muchas veces esto implica perder algo de uno mismo –tiempo, intimidad… Pero lo aceptamos con entera libertad. Esto es el sacrificio por amor. A veces nuestro estado psicológico no nos acompaña en nuestras decisiones. Pero, por responsabilidad, por amor, asumimos ese dolor con alegría. Esto es auténtica madurez cristiana.

Si Dios no pone límites en su donación –es inmensamente generoso –nosotros hemos de imitarle en esta magnanimidad, en la medida de nuestras posibilidades. Nuestro límite es amar hasta entregar la vida. En lo humano, nuestro amor puede semejarse al amor de Dios cuando amamos tal como Jesús señaló en una ocasión: con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser. Amar así al prójimo es amar como Dios. La exigencia es alta, pero hemos de tender a esta meta.

Hemos heredado una cultura religiosa. Pero cuando experimentamos que Dios nos ama podemos salir a comunicarlo. Sin una experiencia íntima de Dios no podremos hacerlo. Damos fruto cuando, con absoluta libertad, decimos sí a Dios. Comunicar lo que hemos recibido nos llevará a dar la vida. Ser cristiano conscientemente es la gran decisión de nuestra vida, la más importante y la que marcará todo nuestro ser.

Fruto

Los frutos son los del Espíritu Santo. No se trata de trazar una estrategia y conseguir que nuestros templos rebosen. No, no hablamos de rentabilidad ni de cantidad de fieles.

Que nuestras comunidades aumenten en número será consecuencia del fruto que hemos de dar. El primer fruto es nuestra propia fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Más allá de lo que podamos hacer, todo está en manos de Dios.

El fruto es que sepamos trabajar con esperanza, sea cual sea el resultado. Entonces Dios hará el milagro. Pero, si no estamos motivados, no conseguiremos nada.

La gente a nuestro alrededor ha de ver una luz, una llamita encendida que arde y subsiste en medio de una terrible era glacial. Esto significará que algo intenso late en nosotros. Entonces se acercarán, si se dejan tocar el corazón.

Dios hace germinar la semilla

Trabajemos con todas nuestras fuerzas. Pero seamos conscientes de que nuestro trabajo no es sembrar siquiera. Nosotros aramos la tierra y quitamos los abrojos. El fruto que hemos de dar es no cansarnos jamás de luchar por aquello en que creemos. El mundo está barrido por huracanes que dispersan y confunden. Muchas personas andan desorientadas, sin norte. La gente se pierde y cae al vacío. Pero Dios no nos abandona. Reproduce en cada sacerdote la figura de su Hijo.

En medio de este panorama desolador, tal vez hemos de emplear menos palabras y obrar más. El mundo necesita silencio y necesita escucha. El fruto será lo que Dios quiera, y no lo que nosotros pretendamos, con nuestra voluntad empeñada. Si sólo perseguimos resultados, estaremos cayendo en la soberbia. El fruto depende sólo de Dios y de la libertad del otro.

Cuando se despierta el corazón de una persona, el fruto saldrá a su tiempo, con dulzura y paciencia. Dios sólo nos pide un sí a todo.