domingo, agosto 23, 2009

Tomar a Cristo


Yo soy el pan vivo bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. … El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí, y yo en él.
Jn 6, 51-58

Dar el cuerpo es dar la vida y, con ella, la libertad. Jesús es nuestro pan, nuestra vida. Tomarle es adelantarnos a la vida eterna, paladear la plenitud. Este es el significado de sus palabras, que los judíos de su tiempo no entendieron. Sus coetáneos se admiraron ante la multiplicación de los panes y los peces. Pero ahora, Jesús habla de otro pan. Tomar su pan implica comunión, adhesión a su persona y a su vida. La exigencia que comporta seguirle es muy alta y no la soporta cualquiera.

Jesús, vivo y presente en la Eucaristía

Las palabras de esta lectura son similares a las que se repiten en la consagración, momento central de la Eucaristía. “Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre”. Cuando el sacerdote nos entrega la sagrada forma y nos dice: “El cuerpo de Cristo”, nosotros respondemos “Amén”, que significa sí. Con esto, estamos proclamando que creemos realmente en la presencia de Cristo en el pan y el vino. Esa pequeña masa de harina se convierte en hostia sagrada cuando el sacerdote la consagra como cuerpo de Cristo. Al tomarlo, aceptamos que él penetre en nosotros.

Venir cada domingo a misa debe ser mucho más que seguir una rutina y una tradición. Es dejarnos invadir por la presencia de Dios en nuestra vida. ¡Estamos tomando al mismo Cristo! Nos alimentamos de él. Venir a celebrar la Eucaristía es un regalo inmenso de Dios, un don especial y gratuito. Jesús se nos da. Ese pan del cielo nutre nuestra alma. Tomarlo es vivir la trascendencia, aquí y ahora.

Dios se entrega a nosotros

Esto ha de cambiar nuestra vida. Si no comemos, morimos. Para alimentar nuestra vida espiritual necesitamos tomar a Cristo. No podemos separar a Cristo de la Iglesia, de los sacramentos ni de la vida apostólica. Si no se viven estas tres realidades integradas, la fe se convierte en una experiencia fragmentada. La misa es un acto bellísimo: recibimos el cuerpo y la sangre de Cristo, entregado por amor, como máxima expresión de donación.

Otras religiones piden sacrificios y rituales; en la nuestra, Dios mismo se sacrifica por nosotros. Esto es lo genuino y revolucionario del Cristianismo. Nuestra religión es puro don, pura generosidad, puro amor. En la Eucaristía, recibimos nuestra salvación.

Lo esencial de la misa no es el recuerdo de un hombre bueno que murió. No. Jesús asumió la cruz para que todos seamos limpios y elevados a ser, como él, hijos de Dios. La misa no es una ceremonia banal, algo residual o accesorio de nuestra fe, que se relega a “cuando tengamos tiempo”, o cuando nos apetece porque “sentimos la necesidad” de ir. Es un acontecimiento central en la vida cristiana.

Si Dios se nos da, ¿cómo no vamos a dedicar un poco de tiempo para él? La misa sólo nos pide una hora y poco más a la semana.

La comunidad

Tomar un mismo pan también alimenta la comunión entre los fieles. Celebramos que no somos islas, seres alejados y solitarios, apartados unos de otros. No podemos vivir desconectados e indiferentes de lo que sucede a los demás. Si nos queremos, si formamos una auténtica familia, nos preocuparemos unos por otros, nos relacionaremos, nos ayudaremos y sostendremos. Tomar a Cristo da lugar a una comunidad que anticipa el cielo.

Una comunidad sólida y bien trabada esparce luz en el mundo y es signo de esperanza a su alrededor.

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