domingo, septiembre 08, 2013

El cuerpo, lugar sagrado de la encarnación

¿Qué implica asumir y entender la encarnación de Dios en Jesús de Nazaret? Para entender la humanidad de Cristo hemos de dejar aparte ciertos prejuicios morales, causados por una línea de pensamiento platónico y puritano que ha llevado a un reduccionismo herético, llamado docetismo. Este afirma que la corporeidad de Cristo es una excusa, un simple medio para encarnarse porque no hay otra manera. El cuerpo es solo un vehículo para que la divinidad venga a la tierra. Por tanto, la humanidad de Cristo y su corporeidad no tienen ningún valor.

¿No creéis que, en el fondo, nos asusta pensar cómo Dios pudo hacerse hombre, con lo que esto implica: su biología, su fisiología, su sexualidad? Nos da vértigo asumir a un Dios hecho humano, sexuado, sujeto a necesidades fisiológicas y emocionales. Nos parece que Jesús es menos Dios porque come, ríe o se enfada, porque se cansa, siente angustia y tiene preferencias ante la elección de sus amigos, o porque habla con mujeres pecadoras. Nos espanta ver a un Dios hecho hombre, tan libre que no se somete a las normas morales y religiosas de su cultura judía. Nos asusta verlo tan humano, tan desnudo de prejuicios. No entendemos que Dios sude, que le salga barba, que juegue con los niños o que se detenga a conversar con una mujer samaritana. Preferimos a un Jesús delicado, andrógino, que marque distancia para no exponerse a ciertas tentaciones. Preferimos al Cristo de la estampita, risueño, ingenuo, con la mirada perdida en algún ensueño místico, iluminado, como aparece en ciertas películas. Estamos negando el núcleo esencial de la teología de la encarnación.

Así es como hemos reducido a nuestras categorías puritanas la imagen de Cristo, porque nos abruma verlo tan normal y tan masculino. No acabamos de entender que lo novedoso y revolucionario en la teología cristiana es que Dios se hizo hombre en Jesús, y que este hombre, Jesús, es Dios. Este es el misterio más apasionante de la revelación: Dios, por amor al hombre, se hace hombre. Y sólo así puede mirarnos, seducirnos, amarnos e invitarnos a ir con él. Por eso la Iglesia sigue formando parte del mismo misterio. O asume la humanidad de Cristo o no podrá establecer un diálogo con el hombre de hoy.

Pero no solo la Iglesia ha de ser experta en humanidad. El mismo sacerdote, en cuanto que forma parte de la vida de Jesús, ha de participar de su libertad y ha de aprender a encarnarse en el mundo, como él lo hizo. Y es que el sacerdote, en la medida que participa en la comunión con Jesús, ha de asumir en profundidad que él también es hombre, con todas sus consecuencias, y sujeto también a las leyes físicas, biológicas y psicológicas. No puede renunciar a su ser hombre, porque esta es su naturaleza y ha sido creado por Dios de esta manera: humano, mortal, con limitaciones. Cuando sublima su sexualidad por amor y entrega, está ejerciendo un profundo acto de libertad.

Cuántas corrientes puritanas quieren convertir al sacerdote en un icono intocable, cuanto más pulido, mejor; imberbe, asexuado, distante. Preferimos verlo así, cándido como la imagen de una estampa beatífica. Encasillamos al sacerdote para evitar que sea demasiado humano y nos asusta verlo sin clergyman, sin afeitar, vestido como los demás. Nos asusta que se mezcle con ciertas gentes o que vista de cierta manera. Preferimos un frío formalismo a la sinceridad de un sacerdote que lucha día a día por ser fiel a la grandeza de su don, aunque se equivoque. Pero el Papa Francisco avisó: prefiero vuestros errores y equivocaciones, cuando intentáis hacer el bien, antes que un legalismo clerical y paralizante. Un sacerdote no lo es menos por no llevar alzacuello, como tampoco el que lo lleva es más digno por el hecho de llevarlo.

No nos dejemos impresionar por las apariencias. Detrás de un clergyman o una sotana puede esconderse un terrible orgullo, que tape muchas carencias. Pero también he conocido a sacerdotes muy santos que llevan alzacuellos, y a otros que no lo llevan y que son orgullosos y petulantes, que venden marca de “progres” y ocultan bajo su aspecto informal un ego altivo y arrogante. No se trata tanto de llevarlo o no, sino de vivir con auténtica pasión y libertad el sacerdocio. Tras las apariencias y la vestimenta, se trata de descubrir y reconocer la bondad y el deseo de santidad que hay en el cura. Hemos de aprender a mirar a los ojos y descubrir el brillo de su alma. Dejemos a un lado los prejuicios morales y doctrinales para descubrir el tesoro de Cristo que hay en cada sacerdote.

No olvidemos que lo valioso de Cristo, además de su divinidad, es su riqueza en humanidad. 

jueves, agosto 15, 2013

Riesgos de la clericalización de los laicos

Juan Pablo II decía que por el mero hecho de ir a misa nadie tenía asegurado el cielo. Porque lo que es nuclear en la fe no son los ritos, ni las prácticas litúrgicas, sino el amor, la caridad. No digo que la devoción y las celebraciones pierdan su sentido, sino que desde la caridad la liturgia adquiere un brillo especial, porque es fruto de ella. Desde el amor nace una manera diferente de relacionarnos con Dios: todo es expresión de amor. Cuando desvinculamos liturgia y amor convertimos nuestra relación con Dios en un rito vacío.

Ante las exigencias de radicalismo en las formas Jesús fue contundente. De ahí surge buena parte de su controversia con los fariseos. Hoy vemos que hay movimientos religiosos con ribetes ultraconservadores que se erigen en jueces, criticando y señalando todo aquello que no encaja con sus concepciones ideológicas y religiosas, llegando al desprecio de aquel que es diferente porque no comulga con sus postulados. Estos grupos crecen con un sentido de posesión absoluta de la verdad y se consideran mejores, como aquel fariseo del pasaje evangélico: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias…» (Lucas 18, 9-14).

Olvidan aquel otro pasaje, donde Jesús afirma que «El que no está contra nosotros, está por nosotros» (Marcos 9, 38-43). Lo hace ante la indignación de Juan, que ve cómo uno de fuera de su grupo expulsa demonios en nombre de su maestro. El mismo Jesús previene contra la cerrazón de sus propios discípulos.

Cuántos laicos, llevados de sus prejuicios, se ponen nerviosos ante algunos sacerdotes por su forma de predicar, celebrar o incluso de vestir, por no llevar clergyman o casulla al celebrar misa. Se escudan en las normas litúrgicas y en la rúbrica. Pero ¿qué es más importante, la celebración y lo que significa o el perfil concreto del sacerdote? ¿No es más importante la eucaristía en sí misma, con todo el misterio que expresa y revive?

Sin dejar de cuidar la belleza y la dignidad, los aspectos formales de la liturgia no lo son todo. Si fuera así, convertiríamos a los sacerdotes en funcionarios de culto, no en mediadores de un acto sublime de entrega y amor. Cuántas veces se produce una desconexión entre el celebrante y el pueblo de Dios. Si el presbítero se convierte en un actor sobre un escenario, la ceremonia acaba siendo teatro. En cambio, cuando se vuelca todo él en la celebración, la voz, la mirada, el tono, la profundidad y el entusiasmo afloran por sí solos.

Si no se logra establecer una comunicación con los demás, si no se logra inquietar y mover el corazón de los que asisten, estos pierden el sentido originario y nuclear de la celebración. Lo irrenunciable, en la eucaristía, es despertar la vivencia comunitaria, en todos los asistentes, y revivir la experiencia de ser amados, redimidos y visitados por el mismo Dios, hecho carne, que se nos da. La misa ha de ser una fiesta. Benedicto XVI explica que Jesús instituye la eucaristía no en un marco oficial, que sería el templo o la sinagoga, sino en la sala de una casa, durante una cena. Y en esa liturgia nueva no hay sacrificio de animales ni ofrendas: es él mismo quien se entrega. Él es el sacrificio y la ofrenda es su propia vida.

Formar parte del estado clerical no significa necesariamente ser mejor persona ni más santo, por el hecho de recibir el don del sacerdocio. Aunque al presbítero se le supone implícito el deseo de santidad, no siempre es así. Si el sacerdote, con casulla o sin casulla, no logra adherirse a Cristo en la eucaristía; si de él no sale un deseo ferviente de ser mejor, de nada sirve la perfección formal.
Yo me pregunto si no habremos convertido la misa en un rito repetitivo, que forma parte de una cultura religiosa rutinaria. ¿Nos transforma y nos aumenta el deseo de santidad o simplemente nos tranquiliza porque hemos cumplido un precepto?

La Iglesia, con su diversidad de carismas, me hace querer y aceptar a los que son diferentes a mí.

El misterio de la encarnación


Lo esencial del misterio de la encarnación es que Dios se hace hombre. No se encarna en una estructura política ni religiosa, sino en una persona. La encarnación corporal de Cristo se da con todas sus consecuencias; negar esto es negar su humanidad, una herejía.

La Iglesia se ha ido adaptando a las estructuras sociales, culturales y políticas de cada época para que el evangelio llegue a todo el mundo, y así lo ha ido haciendo a lo largo de veinte siglos. Más allá de los factores culturales o ideológicos, su pedagogía está en función del interlocutor. Dios no se encarna en una casta concreta, ni se encasilla en una estructura ni en un grupo de la sociedad judía. Dios se encarna en un hombre libre que tendrá que asumir el conflicto con la religión oficial de su tierra. Jesús rompe todos los esquemas: la gente del pueblo sencillo lo quiere y lo sigue; no así las élites religiosas y políticas. Para ellos resulta incómodo, pues no encaja en ningún perfil y cuestiona sus principios, por eso constantemente lo ponen a prueba.

Jesús enseñó una nueva forma de relacionarnos con Dios, sin doctrina formal, sin dogmas. Su lenguaje era sencillo y pedagógico. No iba de intelectual ni de doctrinario. Su anuncio de la buena nueva fue en clave de oferta salvífica. Hoy, Jesús no se habría dejado apresar por el rigorismo litúrgico, ni por la vestimenta corporativa, ni por una cierta forma de hacer.

Jesús no es solo de los curas, ni de los laicos clericalizados, ni tampoco de los que nos sentimos católicos. Jesús es de todos, de toda persona que se abre y que lo busca sinceramente. Nadie tiene la exclusiva de Jesús, y menos aún los que piensan que fuera de su comunidad y su forma de entender la fe no hay salvación.

Ni siquiera la teología puede encorsetar a Cristo en sus esquemas doctrinales. La encarnación es tan misteriosa, tan grande, que no podemos convertirla en una idea que encaje con nuestras propias razones. El Espíritu Santo escapa a reducir la libertad del Padre y del Hijo a entelequias. Cristo es una persona y solo con una persona se puede establecer un diálogo profundo, entre un yo y un tú que lo trasciende todo.

domingo, julio 07, 2013

Sin ti y contigo

Sin ti

Sin ti el cielo se oscurece. El azul luminoso se torna gris. Las estrellas se apagan y la brisa deja de susurrar. Sin ti la luna se difumina en el firmamento. Todo pierde su esplendor. Sin ti el sol deja de calentar; todo se vuelve gélido. Sin ti el azul del mar deja de ser bello. Las gaviotas ya no vuelan, los pájaros no cantan y los árboles dejan de jugar con el viento. 

El silencio, en tu ausencia, deja de sonar como una melodía. Sin ti toda palabra es vacío, todo sonido es hueco y toda voz dice nada. Sin ti se apaga el brillo interior y los niños no ríen. Los jóvenes flirtean con el amor, los adultos se cansan de amar y los ancianos dejan de tener esperanza. 
Sin ti un hogar se convierte en una casa solitaria. Los otros son cargas pesadas, el trabajo se convierte en esclavitud y deja de tener una dimensión trascendente. Sin ti, se pierde el fuerte vínculo con los demás. Sin ti todos los que sufren, enfermos y ancianos, son despojos y no personas dignas. 

Sin ti la fe es oscuridad, la esperanza es una ilusión y el amor una mentira, un sueño imposible. La existencia adquiere un sabor amargo. Sin ti la inteligencia es soberbia, la ciencia es orgullo, el saber pedantería y el conocimiento egolatría. Sin ti la creatividad es especulación y no arte. Sin ti el hombre es mota de polvo, condenado al vértigo de la muerte. Sin ti el hombre se esclaviza a sí mismo. 

Sin ti la alegría se vuelve ironía. Si ti, un beso es un gesto más, que no da color y emoción a la vida. La paz pierde su fundamento. La vida ya no corre como aguas cristalinas y se precipita hacia el vacío. Sin ti la vida se convierte en una tragedia. 

Sin ti mis anhelos son utopías inalcanzables. Sin ti mis ojos no ven, mis oídos no oyen, mi paladar no saborea y el tacto se vuelve insensible; el olfato no huele el perfume de tu Creación. Sin ti nada tiene sentido: la vida es un despeñarse hacia el abismo, un lienzo negro y amorfo. 

Sin ti no soy nadie. 

Sin ti la Iglesia es una estructura y la eucaristía tan solo un rito. El pan no alimenta y el vino no purifica. Tus palabras son letras vacías de contenido y la fraternidad es un mero gesto filantrópico. 

Sin ti el sacerdocio es un ejercicio funcionarial. Tu muerte aparece como un fracaso, una locura absurda, un un final insensato y estéril. 

Sin ti el hombre busca otros dioses. Un hombre sin fe corre el riesgo de convertirse en un semidiós, que cree poseer todas las respuestas en su interior y en el mundo de las ciencias, y no en una realidad trascendente que va más allá de sí mismo. 

Y contigo

Contigo todo amanece, todo es nuevo. Contigo todo se vigoriza, se hace entrañable y asombroso. La vida estalla, la oscuridad se torna luz. Contigo todo adquiere una belleza singular. El sol brilla con toda su fuerza sobre el mar en calma. La creación resplandece. 

Contigo mis pulmones se llenan del soplo del amor ... Contigo todo el firmamento está lleno de belleza. El gris del cielo se torna transparente, la oscura noche da paso al estallido multicolor del nuevo día.

Contigo la fe adquiere sentido, la esperanza es camino y el amor se encarna en el mundo. Contigo la inteligencia se vuelve sabiduría, la palabra es vida y el conocimiento es iluminado por la verdad. 

Contigo la vida deja de ser una tragedia y se convierte en una bella historia de amor. El dolor se hace redentor, la muerte deja de ser un fin para ser un paso. Desaparece el absurdo, el vacío existencial, la nada. Tú lo llenas todo y todo lo haces fecundo. 

Contigo la Iglesia es un cuerpo vivo, y la eucaristía una fiesta, antesala del cielo. El pan y el vino nos dan vida perdurable, la palabra nos espolea y la caridad brota naturalmente. Contigo el sacerdocio es vocación, es entrega, es don. Y tu muerte ya no es un fracaso, sino una victoria fecunda. 

Contigo el hombre aprende que no es un dios, pero descubre la grandeza de ser humano y amado por ti. 

domingo, mayo 12, 2013

Dios en manos de los niños


Mayo es el mes de las comuniones. Después de una etapa de formación catequética, muchos niños reciben por primera vez a Jesús sacramentado. Los niños esperan expectantes ese momento crucial en su vida. Si han entendido, después de la catequesis, algo de ese misterio, si cierran los ojos y tienen una actitud de recogimiento y gratitud por este don, sabrán que lo que cogen con sus manos es el mismo Cristo. En su alma entra la vida de Dios. Por eso considero que los padres han de ser muy conscientes de lo que está ocurriendo en ese momento: por la inmensa generosidad de Dios, se inicia una nueva relación del niño con Él.

La religiosidad innata del niño

Los niños están abiertos a la trascendencia. Aunque no alcancen a comprender del todo este misterio, pueden atisbar la presencia de Dios. Los padres han de facilitar a sus hijos un espacio para la oración, para ir cultivando su amistad con Jesús, el amigo que pasa a formar parte de su historia.

Tan importante como la salud, el crecimiento intelectual y emocional, así como su socialización y el ejercicio de su libertad, es la dimensión religiosa del niño, que también debe ser educada, pues es un elemento vertebrador de su madurez humana y espiritual. Cuerpo, mente y espíritu han de estar integrados. Hay que encontrar el equilibrio educativo que ayude al niño a descubrir el sentido de su vida y su futuro. No olvidemos que los niños, desde su curiosidad innata, llegan a preguntarse por el hecho religioso. Quieren saber el por qué de todo. En las sesiones de catequesis muestran hambre de respuestas sobre Dios. Podemos hablar de una auténtica religiosidad infantil. De ahí la importancia de que los padres se conviertan en los primeros catequistas de sus hijos. Desde que nace el niño, su vida religiosa está en manos de sus padres, igual que los demás aspectos de la educación. Tendrán que velar de manera especial por ella, ya que les ayudará a alcanzar la armonía y la plenitud.

Después del gran día

Después de la celebración, uno no puede evitar reflexionar sobre el auténtico efecto que ha producido, tanto en los niños como en sus padres y en la comunidad. Y siempre escuchamos estos comentarios: en un día tan bello, ¿han entendido realmente lo que ocurre en la eucaristía? Los catequistas han realizado un gran esfuerzo, sabiendo que la catequesis a menudo ha de compaginarse con otras actividades que ocupan el tiempo de los niños. El sacerdote ha empleado su creatividad para predicar de una forma pedagógica y hacer dinámica la celebración. Después de todo el esmero por embellecer el templo, preparar la liturgia, los cantos, las lecturas..., ¿qué vemos? Nos quedamos desconcertados y entristecidos cuando constatamos que la mayoría de los niños y sus familias no vuelven al siguiente domingo. Los que siguen viniendo lo hacen en un porcentaje muy bajo.

¿Qué ocurre? ¿Hay algo que no estamos haciendo bien?

La acogida de la parroquia, las continuas reuniones con los padres, el gasto en regalos, flores, vestidos, fotógrafo... Un gran esfuerzo se ha invertido para que, al día siguiente, la fuerza del milagro quede diluida. Queda solo el recuerdo de ese día, como una gran puesta en escena.

¿Entienden los padres que recibir la comunión es un gesto que debería marcar la vida del niño? ¿Que sus hijos están recibiendo algo sagrado, a Alguien que es el mismo Dios? Su presencia debería despertar en ellos una actitud de profunda adoración: ¡están acogiendo al mismo Cristo en sus manos! ¿Lo toman conscientes y saben que esa forma sagrada es anticipo de la eternidad? ¿Comprenden los padres que tomar a Jesús significa formar parte de su familia, y que los vincula con el resto de la Iglesia? ¿Saben que ese día de la primera comunión se inicia una hermosa amistad con Jesús, el amigo que se incorpora a sus vidas? ¿Saben que esa hostia santa que toman es expresión de un amor sin límites? ¿Se dan cuenta de que tomarlo es hacerlo vida de su vida?

Si deciden que sus hijos hagan la comunión han de ser conscientes de que están entrando en la esfera de lo trascendente y el niño irá respirando esa profundidad en la medida en que se le facilite el marco adecuado para descubrir, poco a poco, lo que significa mirar, contemplar, acoger y alimentarse de lo único que dará sentido a su vida.

Si no es así, ¿qué estamos haciendo? Teatro, una exhibición de niños, un rito cultural vacío de sentido. La estética y el romanticismo de la celebración son superficiales: vestidos, flores, fotografías, regalos... Todo constituye un evento social y familiar donde el niño es protagonista. ¿Qué estamos haciendo? Convertir lo sagrado en un acto social, una puesta de largo. Desacralizar una celebración sacramental y reducirla a lo meramente estético y humano, despojándola de su genuino sentido religioso.

¿En cuántos niños quedará olvidado Jesús, arrinconado en sus tiernos corazones? No podemos sacar a Jesús del sagrario si no es para llevarlo a otro sagrario: el corazón de un niño que quiere acogerlo y seguir custodiándolo para siempre en su interior.

Una triste contradicción

Los niños, que tienen el alma limpia, sí que se enamoran de Dios. Sienten fascinación por la figura de Jesús. Preguntan, les gusta escuchar las historias bíblicas y se entusiasman con los grandes personajes: Abraham, Jacob, Moisés... Les apasionan sus aventuras, su valor y sus gestas. Están atentos a la historia sagrada y en especial les impresiona el mensaje que se desprende de estos relatos. A Dios le es muy fácil conquistar a un niño. Los niños quieren ser buenos como Jesús, y sus corazones laten ante la belleza de un Dios que ama a la humanidad y desea su felicidad, aunque su búsqueda sea una aventura arriesgada. Los niños son asombrosos. Contestan a las preguntas de las catequistas con respuestas de teólogo y el catequista descubre que Dios también le habla a través de la voz de un niño.

Pero, al día siguiente de este primer encuentro con Jesús, todo se desvanece. Todo lo que han aprendido se va diluyendo en su corazón, y acaban por olvidar a aquel amigo que descubrieron en la catequesis. ¿Pueden los padres apagar este profundo sentimiento religioso que ha nacido en el niño? ¿Pueden, inconscientemente, enterrar la historia de un Dios que hizo brillar como nunca sus ojos? ¿No es una contradicción llevar a los niños hasta la puerta del cielo para luego apartarlos y alejarlos de él? El sentimiento interno que queda es de desconcierto. Le hemos ofrecido al niño el mejor regalo, lo han tenido en sus manos, hemos querido eternizar en una fotografía ese momento pero, después, solo queda el vacío de un rito desprovisto de sentido.

Los padres se preocupan por los detalles: les gusta recrearse en los aspectos estéticos de la celebración. Quizás no cuidan tanto lo que ocurre en el interior de los niños, cómo lo reciben, qué sienten, qué piensan cuando Jesús, suave y delicadamente, entra en ellos. Pero estas cosas no pueden verse en las fotos ni en los videos.

Aunque invisible, la presencia de Jesús es real y solo se puede ver desde los ojos de la fe, desde la retina del alma. El gran protagonista de ese día no son los niños únicamente, sino esa presencia callada, discreta, pero tan cierta, que somos incapaces de saborear porque estamos absolutamente despistados, cuidando solo de las apariencias externas y de lo que ocurre alrededor, olvidando lo central. Nos quedamos en lo superficial del acto sin ahondar en su misterio. Todo el brillo de la ceremonia pasa como un flechazo, como el disparo de un flash que en décimas de segundo desaparece.

La comunidad que acoge

Los padres han de ser conscientes de que llevar a sus hijos a la iglesia y prepararlos para la comunión significa que, desde el primer momento, forman parte de la comunidad parroquial. Son miembros de la familia de seguidores de Jesús. La comunión no tiene sentido sin una progresiva vinculación a la Iglesia. La recepción de la eucaristía es un momento importante, necesario para seguir vinculados y creciendo dentro de la comunidad. Pero no es la meta definitiva.

Hay otro sacramento, el de la confirmación, que acaba de integrar a los jóvenes plenamente en la comunidad cristiana. Si en el horizonte de la comunión no está la confirmación y el deseo explícito del niño y su familia de continuar vinculados a la Iglesia, no hemos entendido lo que significa recibir la primera comunión. Es como si después de una declaración de amor, los novios, al día siguiente, se dejaran de ver. No tiene sentido, después de un primer abrazo, alejarse y que no haya más encuentros.

Abrigo una esperanza

Pero quiero creer que, finalmente, si Cristo entra en el corazón del niño, aunque se intente arrinconarlo, nadie podrá sacarlo de allí. Porque cuando él entra en nosotros permanece como un fuego que ningún hielo podrá apagar. Él arde en nosotros con su llamarada y quizás algún día, no sabemos cuándo, misteriosamente, se reanudará ese encuentro, esa amistad con él. Y sentiremos una profunda complicidad. La amistad, si es verdadera, nunca se extingue por mucho tiempo que pase. Dios tiene la capacidad de hacer florecer esa historia de amor que un día empezó. Solo Él conoce el camino de retorno.

Pido a los padres que no apaguen ese sentido de religiosidad que está en el propio ADN del niño y que lo permitan crecer, hasta la madurez de su vocación cristiana.

Joaquín Iglesias
7 mayo 2013

viernes, marzo 29, 2013

Ante la cruz



La imagen del hombre en la cruz expresa un terrible sufrimiento. Es una visión desgarradora que conmueve y que sitúa al que lo vive al límite de un dolor inhumano, cuando hasta para el gemido fallan las fuerzas y el cuerpo queda paralizado.

Morir en la cruz era el castigo al que los romanos sometían, como escarmiento, a todos los insurgentes condenados. Era terrible y escandaloso. El reo, colgado en el madero y atravesados sus pies y brazos por gruesos clavos, agonizaba en medio de terribles padecimientos hasta su muerte. Si tardaba en morir, se le quebraban las piernas. Sus pulmones, oprimidos por el esternón, perdían la capacidad de respirar y, finalmente, el hombre moría ahogado.

Lo más terrible es que este que vemos colgado en una cruz era un hombre bueno, sencillo y solidario con los pobres. Pasó por el mundo trayendo un mensaje revolucionario en cuyo centro estaban el amor, la misericordia, el perdón, la humildad y la justicia. En esa cruz, sobre el Gólgota, colgaba el mismo hijo de Dios, Cristo.

Uno se pregunta cómo el gobernador romano, los sacerdotes, los escribas y los fariseos pudieron llevar a la muerte a un hombre justo, convirtiéndolo en la imagen del siervo sufriente que habían anunciado los profetas. Un hombre, bueno y santo, moría en medio de un martirio insoportable, tras una larga agonía, lanzando un grito escalofriante que hizo oscurecer el cielo y desatarse la tormenta. Unos amigos piadosos le dieron sepultura, en discreto silencio, bajo el cielo borrascoso. Bajo la roca yació el cuerpo del justo muerto injustamente.

¿Qué le han hecho los hombres al Hijo de Dios? ¿Qué le continuamos haciendo, hoy, cada día? Si no abrimos nuestro corazón a su ternura, lo estamos ignorando. Si nos cerramos a su amor, estamos clavándole una espina. Cada paso que nos aleja de él es una bofetada a su rostro, un azote a su espalda.

¿Podemos mirarle a los ojos, abatido y sufriendo en la cruz? ¿No nos abruma su visión? ¿No se nos acelera el corazón cuando fijamos la mirada en su rostro sufriente? ¿No nos conmueve la terrible fragilidad de un Dios que por liberarnos aceptó soportar el peor de los suplicios? ¿No nos duele la brutalidad del martirio? ¿No se nos encoge el alma ante tanto dolor?

Ver la misma bondad clavada en una cruz no puede dejarnos indiferentes. Cada vez que paso ante el crucifijo y lo miro, respiro hondo, como queriendo darle el aire que le falta, y un murmullo de impotencia me sale del corazón. Me pregunto, una y otra vez: ¿cómo te pudieron hacer esto?, y me quedo esperando una contestación, una respuesta que quizás surgirá dentro de mí.

A la vez, brota un grito interior: quiero sublevarme ante tal injusticia. Pero tú decidiste callar ante Pilatos. Todo estaba cumplido, no valía la pena decir más. Ya lo habías dicho todo, en tus predicaciones y, en especial, los últimos días antes de tu apresamiento. Pero tu silencio era más penetrante que las palabras, quizás porque todavía querías convertir, salvar, conquistar un alma para Dios. Quizás porque la cruz solo fue un paréntesis, un paso necesario que vaticinaba algo nuevo.

Verte cada día en la cruz me hace bien, porque tú mismo ya eres el anuncio de tu misericordia infinita; porque tu amor restaura todo mi ser y anuncia un encuentro glorioso. Me hace bien porque tu dolor me recuerda que asumiste la cruz con libertad, para que nadie más tuviera que sufrir inútilmente. Tu dolor hace que nunca me olvide de todos aquellos que sufren a lo largo del planeta: niños, mujeres, enfermos, ancianos abandonados… Cada vez que te miro, pienso que en algún lugar alguien está sufriendo cruelmente, sin defensa, luchando por mantener su dignidad. Tu cruz es un aviso para que no me olvide de los que padecen y quiera convertirme en bálsamo que nutre el corazón desgarrado de tantas personas que han perdido la luz en su horizonte.

Ayúdame a no apartar nunca la mirada de ti. Ayúdame a descubrir que tu muerte no ha sido en vano. Te pido que sepamos ir más allá de la imagen de tu rostro sangrante y podamos mirarte a los ojos. Porque solo así, en el cruce de miradas, encontraremos una respuesta.


Cuando abro las puertas del vestíbulo para entrar en el templo, al fondo contemplo el sagrario. Allí estás, para siempre, porque no nos has querido dejar huérfanos. Allí estás, vivo en el pan eucarístico. De la muerte en cruz pasaste a la vida. Y ahora tu casa está en el sagrario, custodiado por dos llamas que flanquean tu hogar, indicando que allí estás, esperándonos, especialmente cada domingo, para darte como alimento. Esta es la única esperanza que tenemos los cristianos, única e inmensa, que basta para responder a todos nuestros anhelos e inquietudes: estás vivo, entre nosotros.

Joaquín Iglesias - 28 marzo 2013

miércoles, marzo 27, 2013

Gestos balsámicos en la Pasión de Cristo



Cuando leemos con calma la Pasión de Cristo, desde una lectura contemplativa nos damos cuenta de que el dolor de Jesús nos traspasa como una espada el corazón, y nos asombramos ante la aberración histórica que cometieron los responsables de tal suplicio y muerte. Uno se siente conmovido ante la densidad del sufrimiento de Cristo en la cruz. A la flagelación, los golpes y los clavos desgarrando sus carnes se sumaba el dolor de la negación, de la traición y la burla de quienes lo contemplaban. Más hirientes que las espinas de su corona, más afiladas que la lanza que atravesó su costado, más amargas que el vinagre, fueron las palabras llenas de ironía y los insultos lanzados contra el justo que agonizaba en la cruz.

Jesús experimentó un profundo sentimiento de abandono por parte de Dios ante aquella jauría humana que pedía su crucifixión. Padeció la tortura física, psicológica y espiritual, hasta el límite de su resistencia. Gimiendo, soportó todo hasta la extenuación. Su último grito potente, con las últimas fuerzas  que le quedaban, fue un grito que sacudió hasta el centro del universo, un grito ensordecedor que llega hasta lo más hondo de nuestros huesos. Así, abatido, quedó suspendido en la cruz, exhausto y bañado en sangre.

Ahondando con detenimiento en la Pasión vemos que, entre dolor y dolor, aparecen pequeños gestos balsámicos, resquicios de bondad que hacen el sufrimiento de Jesús más soportable.

Las hijas de Jerusalén

A Jesús le conmueven las mujeres, que lloran ante él cuando carga sobre sus hombros la cruz. Ellas son sensibles al sufrimiento de ese hombre que las ha dignificado, en medio de una sociedad que las discrimina. Sienten el dolor de ese rabino que ha instruido, que ha curado y ha revelado el rostro amoroso de Dios. Conmovidas, sienten en su corazón la angustia y el dolor de Jesús.

El Cirineo

Jesús, exhausto y herido, ya no puede con el peso de la cruz. Un hombre que viene del campo es obligado a llevar el madero. No sabemos apenas nada de este personaje, si le ayudó lamentando su dolor, con lástima, u obligado por los verdugos romanos, de mala gana. Pero el peso de la cruz para hacer más llevadero el camino de Cristo debió despertar alguna inquietud en él. ¿Qué pasaba por su cabeza? ¿Fue uno de aquellos judíos que gritaba y que, más tarde, cambió su burla por compasión? ¿Se alegró por aliviarle, en lo posible, del peso terrible que caía sobre sus hombros? ¿Cómo debió quedarse al llegar al final del recorrido? ¿Qué fue de su vida más tarde? Seguramente aquel trecho de camino, cargando la cruz, acompañando al justo condenado, debió cambiarlo para siempre. Fue un alivio en la amargura de aquella terrible injusticia, otro dulce bálsamo para las llagas del corazón de Jesús.

La Verónica

El velo que enjuga el rostro de Jesús queda marcado. Esa huella de su cara en el pañuelo es la imagen del rostro sufriente que quedó impreso en el corazón de una mujer desconocida, movida por la compasión y la ternura. La Verónica es otra mujer que no teme acercarse a Jesús y puede ver hasta qué punto el dolor y la sangre desfiguran su rostro. Los ojos de ambos se cruzan. Cuán penetrante debió ser la mirada de Jesús, en medio del dolor. Ella nunca olvidará esos ojos, que quedan grabados en su mente y en su alma; esos ojos que, entre lágrimas, la miran y la salvan.

El buen ladrón

Uno de los malhechores que son crucificados al lado de Jesús reconoce que él merece su castigo. Pero sabe que Jesús es justo y no ha hecho nada para terminar así. Para Jesús debió ser reconfortante que un bandido reconociera su bondad, que derrama aún en medio del intenso dolor. El buen ladrón lo defiende ante su compañero, que se burla de él. Y Jesús saca fuerzas para prometerle el paraíso. Hasta los últimos momentos de su agonía, es el pastor que va a buscar la oveja perdida y la rescata.

El centurión

El centurión, que ve morir a Jesús, es el primero que hace una profesión de fe: «Verdaderamente, este hombre es el Hijo de Dios».

¿Qué ocurrió en el corazón del brazo ejecutor de la condena? Quizás fue el último gemido de Jesús, ese lamento que sacudió la tierra; quizás la consciencia de que estaban ajusticiando a un inocente. Nunca sabremos qué pasó en el interior de este hombre, que le produjo tal conversión. Quizás contemplando el cuerpo de Jesús en la cruz quedó tan impresionado por su abandono, por su paz, por su capacidad de perdón a los enemigos, que comprendió la misericordia de Dios y una luz empezó a brillar en la brecha que se iba abriendo en su corazón.

El centurión impidió que quebraran las piernas a Jesús, pues ya había muerto. Si antes temía a la autoridad, al procurador, a sus superiores, en el momento en que el grito de Jesús resonó sobre la tierra el centurión se liberó de su esclavitud. En su mente, aquel grito rasgó el velo de la oscuridad y también él se salvó, confesando al Hijo de Dios. Allí, al pie de la cruz, la primera semilla del cristianismo comienza a florecer, en tierra romana.

José de Arimatea

Fue el hombre honrado que quiso dar sepultura digna al crucificado. Él también debió seguir la pasión de Cristo hasta el Gólgota. Ahora acude con sus bálsamos y especias para lavar y ungir el cuerpo ensangrentado. Con dulzura debió limpiar su rostro y su cuerpo, que no podía ser enterrado de cualquier manera. Lo amortajó y lo envolvió en el sudario, con delicadeza, amorosamente. Y lo colocó en un sepulcro de su propiedad, nuevo por estrenar.

Juan y María

Y, por último, en el evangelio de Juan leemos que la madre de Jesús y el discípulo amado estaban allí, al pie de la cruz.  Juan, que desde lo más profundo de su soledad seguía discretamente el suplicio de su maestro, debía tener el corazón destrozado, oprimido y temeroso. La hermosa aventura con su maestro y sus compañeros no podía acabar de esta manera, debía pensar una y otra vez. Y quizás reclinó su cabeza sobre el hombro de María, como durante la cena lo hizo sobre el pecho de Jesús. Con el corazón lleno de amargura, veía el horizonte sin esperanza; la luz se había esfumado en la noche.

Pero, en su dolor, acompañaba a la madre de Jesús.

Si la mirada compasiva de la Verónica, la oportunidad de un nuevo mundo que se abre ante el buen ladrón, la confesión de fe del centurión, la delicadeza de José de Arimatea, la tristeza de Juan al pie de la cruz nos conmueven, ¿qué pensar de María?

¿Cómo debió sentirse su madre? Quizás fue viendo en este final trágico de su hijo el cumplimiento de aquellas profecías de la infancia. Ver a su hijo en la cruz fue como si todo aquel dolor pasara por su alma. Cuando se ama tanto a alguien, su dolor es tu dolor, porque el otro forma parte de ti. María, ante la cruz, debió sentirse absolutamente rota, desgarrada, con el alma partida. Aquel hijo, que también era hijo de Dios, que por su docilidad llegó a soportar tanto, ¿tenía que morir de aquella manera?

La piedad popular imagina a Jesús en brazos de María, cuando es descendido de la cruz. La pasión de María fue al pie de la cruz. El joven discípulo y la madre, abrazados, lloran ante el maestro muerto. Quizás en ese momento de supremo dolor nunca acabaron de perder del todo la esperanza. En la noche más oscura, tal vez en ellos aún aleteaba una última certeza, la certeza de que esa historia de amor no podía acabar así.

Ante Jesús muerto, el centurión romano hace la primera profesión de fe cristiana del mundo; mientras todo oscurece, María se convierte en imagen de la Iglesia que espera; Juan es el místico que siente muy cerca el latido del corazón de Jesús.

El abrazo del discípulo y de la madre presagia un nuevo amanecer. De las tinieblas más profundas está a punto de emerger el sol. Esa noche de viernes santo, con esa profesión de fe, ese abrazo, no es un fin, sino la apertura de otra buena nueva, el inicio de una comunidad naciente.  En la noche de viernes santo, al pie de la cruz, comienza la gran revolución del cristianismo.

viernes, marzo 08, 2013

Bastan dos letras: «sí»


Era un 7 de marzo de 1987, en la parroquia de San Isidoro, en el Ensanche de Barcelona, a las 8 de la tarde. Fui ordenado de manos del arzobispo Jubany, acompañado por varios amigos ya ordenados, otros que estaban a punto de serlo, ejerciendo su diaconía, otros en proceso de formación o de discernimiento vocacional y algunos profesores de la Facultad de Teología. Ante mí, una comunidad expectante que se alegraba de participar festivamente en ese acontecimiento eclesial: una ordenación al servicio de la comunidad.

Mi rector de entonces era Juan Guardiola. Discreto y emocionado, esperaba el momento culminante de la celebración, así como mi familia y muchos amigos. Estábamos en la tercera semana de Cuaresma, camino de la Pascua, y era el día de Santa Felicidad y Santa Perpetua, dos mujeres mártires que murieron por no querer renunciar a su fe.

El altar estaba adornado con hermosos motivos florales, aunque con sobriedad, al estar en Cuaresma. Un buen grupo de jóvenes tocaba y cantaba para amenizar la liturgia. Entre luces y cantos iniciamos la procesión de entrada en el templo hacia el presbiterio, con el pastor de la diócesis seguido de un nutrido grupo de sacerdotes.

¿Qué sentía en aquel momento? ¿Cómo lo vivía? ¿Qué pasaba por mi corazón? ¿Qué significaba dar ese paso definitivo, crucial en mi vida? Estaba a punto de convertirme en sacerdote, un ministro del Señor, llamado a la misión de contribuir con la Iglesia al anuncio de la Buena Nueva. Asumía para siempre que me unía al sacerdocio de Cristo, un sacerdocio que lo exigía todo de mí: una vida volcada a los demás, con la misión específica de anunciar la Palabra de Dios y presidir el banquete de la eucaristía para alimentar el rebaño que se me iba a encomendar.

Estaba entre la alegría de un don inmerecido y la enorme responsabilidad que caía sobre mis hombros, no porque tuviera miedo al desafío, sino porque no quería fallar a Dios. Le pedí, en esos momentos, mientras recibía la imposición de manos del cardenal, que me diera la suficiente fuerza y el vigor para mantenerme firme y fiel a él, y para ser siempre consciente del regalo que estaba recibiendo. Emocionado por la ceremonia, saboreaba dentro de mi alma ese momento trascendental de mi vida. Un largo proceso se culminaba aquel día, en que me convertía en imagen de Cristo. Y aunque sentía en mí una incontenible alegría, era consciente de que iniciaba un nuevo itinerario, un cambio radical. A partir de entonces le pertenecía y toda mi vida era su vida.

También pensé que mi modelo de vida estaría siempre vinculado al de Cristo, artífice último y primero de mi vocación sacerdotal. Pero siempre reconociendo que la plenitud de esa llamada no se da sin la mediación de la Iglesia y de otros sacerdotes, que también se convierten en modelos que te empujan a seguirlo y a compartir esos momentos tan cruciales de los inicios.

Experimenté también un inmenso amor de Dios. Por un lado me sentía insignificante; el proceso vocacional fue largo y no siempre fácil. Pero estaba allí, recibiendo algo tan sagrado, y pensé que a Dios no le importaban todas mis limitaciones. Para él solo importaba mi sí, tímido pero seguro; eso le bastaba para continuar su obra a través de mí.

Me sentí feliz, porque cuanto más consciente era del profundo contenido teológico de la liturgia de la ordenación, más me daba cuenta de que todo terminaba en un cristificarme con él. A partir de entonces, iba a tener en mis manos al propio Cristo sacramentado; contemplando su presencia mientras lo elevaba y dándolo como alimento a la comunidad. Sí, tendría entre mis manos a Jesús, que después de su resurrección se ha querido hacer presente entre nosotros en el sagrario, su tabernáculo, en su empeño de seguir conquistándonos y llevándonos hacia él. Este es su anhelo más profundo: entrar en nuestro corazón para que sintamos un gozo pleno. El sacerdocio, así, nos configura con Cristo. Y me sentí lleno de tanto derroche de amor, un amor que no tiene límite.

Bastan dos letras: “sí”, y de lo demás ya se ocupará él. Un sí abierto es como una lanzadera de un portaaviones, proyectada directamente al corazón, que permite que Jesús entre hasta lo más hondo de tu ser. Pasé por una larga formación académica, teológica, un itinerario parroquial para madurar en la formación pastoral, convivencia con los compañeros y mucha oración para seguir discerniendo. Toda esta etapa de preparación llegó a su cumbre con este hecho central en mi vida: la ordenación sacerdotal.

Hoy han pasado 26 años. Recuerdo con gratitud inmensa la celebración de mis 25 años de sacerdocio en la parroquia de San Félix, con mi nueva comunidad y muchos feligreses de otras parroquias. En esos momentos me sentí emocionado y sobrecogido por tantas muestras de aprecio y fraternidad que me hicieron vivir el acontecimiento con un plus de gracia que Dios me concede. Es verdad que no todo ha sido fácil. He vivido momentos de mucha plenitud; otras veces he sentido que bajo mis pies las aguas se agitaban con fuerza. Luces y sombras se han cernido sobre mi alma. Pero siempre he permanecido ahí, deseando no fallar a mi Señor. Él siempre me ha ayudado en los momentos de tormenta. Siempre está ahí, siempre he tenido la certeza de que estaba conmigo, consintiendo quizás esos trances dolorosos para que creciera y me uniera más a él. Y siempre, finalmente, me ha invadido una calma que atraviesa todo mi ser, algo más que tranquilidad: es la suavidad de Dios que penetra todas mis entrañas y me conforta. Él nunca me falla, me  basta sentir la melodía de su silencio. Un velo separa su susurro de mis oídos, tan real como el amanecer; tan vital como mi respiración. Me basta el calor de su presencia, no visible, pero ¡tan real!

Han pasado 26 años y os puedo asegurar que siento la misma dicha de aquel primer día. En aquella embajada del cielo, ungido en el sacerdocio, experimenté un gozo como nunca lo había sentido.  Empezaba otra etapa de mi vida. Hoy estoy aquí, con mi querida comunidad de San Félix, a la que tanta estima profeso, y que ya forma parte de mi historia sacerdotal.

Os quiero decir, con rotundidad, que siento la misma alegría desde que le dije sí al Señor, con 18 años, al lado de un pozo en el campo. La misma que cuando me admitieron al estado clerical, cuando recibí las órdenes menores, así como el diaconado, en noviembre de 1985. La misma de mi ordenación sacerdotal. La misma que hoy, en este aniversario. ¿Sabéis por qué? Porque la fuente de mi alegría ya no está en mi éxito ni en mis logros, sino en Dios, que no para de dármela. Porque el día que le dije sí, sentí que también él me decía que jamás me faltaría la alegría de aquellos que sirven a Dios, de aquellos que han decidido seguirle. Llueva o haga sol, nada nos la podrá quitar, porque somos suyos. Es verdad que no es la alegría de un adolescente, sino una alegría que se sostiene en una profunda paz; la paz que da saberse sostenido por Dios en la existencia y en la vocación.

Gracias por acompañarme en este día, un jueves, día eucarístico. Que Dios os bendiga a todos. Pido que recéis por mi sacerdocio, para que sea fecundo en mi ministerio.  ¡Gracias!

Joaquín Iglesias
7 marzo 2013 

domingo, marzo 03, 2013

La eucaristía, el milagro de Cristo hecho pan



Qué lejos estamos todavía de entender el misterio de la eucaristía. Lo vemos, lo tocamos, nos comemos al mismo Cristo… y seguimos sin entender qué está ocurriendo. Lo tenemos delante de nuestros ojos y convertimos ese instante sagrado en otro momento rutinario. No olemos ni alcanzamos a entender que se trata de un milagro: no es cualquier cosa como las que nos suceden cada día. ¡Es diferente! Es crucial.

El mismo Dios, en Cristo sacramentado, se nos está haciendo presente. Estamos viendo con nuestros propios ojos al Cristo resucitado, vivo y presente en la eucaristía. ¿Qué nos pasa? Que hemos ritualizado ese momento y lo hemos convertido en un culto más, donde la inercia nos acaba de arrancar el sentido último y trascendental del sacramento. Es un acto profundamente religioso, que expresa una donación sin límite, y nos quedamos igual. Es otra actividad semanal que se suma a tantas otras. No somos ni conscientes.
Creo que hemos hecho de algo tan vital para el cristiano, la eucaristía, un puro mercantilismo con Dios. Venimos a misa a cambio de obtener su gracia. No nos damos cuenta de que ni todos nuestros esfuerzos, por mucho que nos afanemos, son suficientes para obtener algo que ni siquiera merecemos y, sin embargo, se nos da gratuitamente. Estamos tan acostumbrados a vender y a comprar que siempre que damos algo esperamos recibir. Un acto tan sagrado como la eucaristía también lo convertimos en un «yo te doy y tú me das», como si pudiéramos regatear con Dios, quitándole a ese gesto todo lo que tiene de milagro y de gratuidad.

Hemos caído en el legalismo y en el consumismo religioso, que es como si estuviéramos comprando el cielo, la eternidad. Si creyéramos de verdad que en el pan que tomamos está el mismo cuerpo de Cristo, nuestros ojos, nuestros rostros, nuestro corazón, toda nuestra vida cambiaría radicalmente. Porque tenerlo a él, al mismo Jesús, no nos puede dejar indiferentes.

La vida de Dios entra en nosotros. La luz del Tabor ilumina todo nuestro ser y nos configura con él. ¿Qué pasa, que no nos sentimos sacudidos, interpelados, tocados en lo más hondo? Está entrando Jesús en nosotros; le dejamos entrar dentro de nuestro ser. Tomarle a él nos vincula para siempre. No podemos quedarnos igual. Convertir algo religioso en una rutina apática es tanto como decir que estamos matando la esencia de la sustancia en ese momento.

Dice Benedicto XVI que cada vez que comulgamos poco a poco nos vamos pareciendo más a Jesús; su presencia nos modela, nuestra vida se configura con la suya. Tomando a Jesús ya estamos paladeando la eternidad. Entramos en el tiempo y en la hora de Dios. Cada eucaristía es un encuentro de tú a tú con Jesús, desde la comunidad. Y, como todo encuentro, despierta una emoción, una experiencia que nos llama a seguir profundizando en lo que significa la fe. Nuestra adhesión personal a Jesús supone e implica un compromiso de mejorar nuestro mundo y de colaborar con la Iglesia con vigor, entusiasmo y entrega. No solo se trata de recibir a Jesús, sino de seguirlo. Y seguirlo significa convertirse en apóstol, en anunciador, en mensajero del Reino de Dios en medio de nuestra sociedad.

Joaquín Iglesias
24 febrero de 2013

domingo, enero 06, 2013

Carta a los Reyes Magos


Queridos Reyes Magos: 

Habéis recibido cartas de millones de niños que, con ilusión, esperan vuestros regalos. Muchos de estos se preguntarán cuánto trabajo tendréis en reunir regalos para tantos niños. Los papás les explicarán vuestra enorme generosidad hacia todos los niños del mundo. Otros se preguntarán de dónde los traéis, y por qué medios. Y habrá quienes no se harán preguntas, porque les basta saber que sois muy buenos y deseáis su felicidad. Con los años, la inocencia de los pequeños se va perdiendo y la magia de los magos de oriente se convierte para muchos en desilusión o en un consumismo crudo, desprovisto de belleza. 

Pero la historia de los Reyes Magos va más allá de un género literario. Los magos eran personas cultas, letradas e investigadoras de los misterios del cielo, lo que hoy llamaríamos astrónomos, que recorrieron un largo camino buscando la razón profunda de la existencia. Y descubrieron que, una vez se ponían en camino, se les ha aparecía una estrella que los llevaba al núcleo de la verdad que buscaban. Los magos de oriente se encontraron con Jesús. Aquel niño era el fin de la búsqueda para aquellos astrónomos, que supieron reconocer con humildad que la luz que brillaba en lo alto era una guía hacia el gran misterio, el misterio que ningún científico es capaz de descifrar. Lo único que podían hacer ante el niño era abrir su corazón. 

Aquel bebé en la gruta de Belén, en un pesebre, era la respuesta a toda su búsqueda sobre las claves del universo. Aquel niño se convirtió, no en una estrella que guía, sino en un sol irradiando calor y vida sobre los magos que, habiendo atravesado la oscuridad de un frío invierno, llegaron ante la luz. 

Cayeron de rodillas. El amor era la gran respuesta, la única verdad que da sentido pleno a la vida. En la humildad de un establo, entre la dulzura de una madre y la discreción de un padre, el calor de dos animales y la alegría de unos pastores, aquel niño era la respuesta. Cuando nos acercamos al misterio de Dios, no con el intelecto, sino con el corazón y con sencillez, descubriremos otro corazón grande que no para de latir, porque desea amarnos para siempre. Es el corazón de Jesús, el mismo corazón de Dios. 

En este día de la Epifanía, la fiesta de los reyes magos, quiero pediros toneladas de amor, de esperanza y de fe, de entusiasmo, de alegría, de tenacidad, para luchar cada día. Os pido ternura para poder aliviar al que sufre, al enfermo y al que está solo. Os pido humildad, paciencia y paz para seguir buscando a Dios y saber reconocerlo. Más silencio para que pueda escucharlo mejor. Más docilidad para hacer su voluntad, más perseverancia ante las dificultades, más templanza, serenidad y, sobre todo, que no me falte una brújula que me lleve, como a vosotros, a contemplar el gran misterio de un Dios Amor. Aquí es donde empieza la historia de la humanidad contigo. Y la de todos los cristianos. Este bebé que adoramos en la cuna inicia una gran aventura que nos lleva a vivir en plenitud. Es Jesús, el abrazo de Dios a todos los hombres. 

martes, diciembre 25, 2012

El misterio del niño Dios


Muchos hogares, en el tiempo pre-navideño, hacen sus belenes. La piedad popular tradicional, ya por santa Lucía, establece que se monte el belén en las casas, como parte importante de la fe. Las familias utilizan el pesebre como una herramienta pedagógica para ir introduciendo a los niños en el misterio que va más allá de la sencillez de un establo.

Adviento es el tiempo de la espera en la venida del Señor y la Navidad es el anuncio de su llegada. La gente sencilla ha captado el crucial acontecimiento: el misterio de un Dios que se hace hombre despojándose de todo poder para que el hombre le abra definitivamente su corazón. La Navidad es la gran noticia de un Dios que se hace bebé para que el hombre, lleno de bondad, canalice hacia los demás el amor que tiene dentro.

Dios se deja acunar por el hombre, y así el hombre aprende a amar a Dios. Y es que, ¿acaso un bebé no evoca ternura, compasión, dulzura? Dios ha querido hacerse pequeño, humilde, para tocar nuestras entrañas y para que así, con diligencia solícita, respondamos al llanto de un recién nacido.

Dios nacerá en un bebé indefenso y morirá en un adulto indefenso porque tiene una escandalosa obstinación: salvarnos. Nuestra existencia no tendría sentido sin su proyecto salvífico. Naciendo y muriendo, Jesús renuncia al poder para vivir plenamente la vida de Dios en él, y resucita porque Dios tampoco quiso que la vida del hombre terminara en una tragedia, en un futuro lleno de sufrimiento, condenado a la mortalidad. Jesús, con su resurrección, nos libera del yugo de la muerte, dándonos una vida nueva. Nuestra vida, como la de Jesús, ya lleva dentro una semilla de inmortalidad, porque desde siempre nos ha querido en sus brazos, hasta más allá de la muerte.

La Navidad no es otra cosa que la clara certeza de un Dios apasionado por su criatura; lo único que le queda es hacerse hombre para que, como hombres, nosotros podamos mirarle con sus ojos y descubrir en su mirada el destello de una luz capaz de traspasar nuestra retina para iluminar el interior de nuestro corazón. Así descubriremos, en su humildad, que en ese rostro está Dios, y que quiere ser un amigo en el viaje de nuestras vidas hacia nuestra meta: las manos acogedoras y cálidas y el corazón palpitante que desea fundirse con nosotros en un abrazo, para siempre, en la eternidad. Solo desde la lógica de la donación y el sacrificio puede entenderse tanto amor.

domingo, diciembre 09, 2012

La trascendencia de un sí


María, aquella muchachita de Nazaret, con su sí a Dios se convirtió en una mujer que uniría el cielo y la tierra, en espejo del rayo divino que atravesaría sus entrañas; en puerta del cielo y aurora de la mañana. Convirtió su humildad en una gran osadía. Por ella, Dios se hace hombre. María volcó todo su ser en el gran proyecto de la encarnación del Hijo de Dios.

Siendo sencilla, María convierte su vida en una gran hazaña. Dios y María, con la complicidad del Espíritu Santo, convierten la humanidad en un grito de esperanza y salvación. El hombre siempre ha buscado razones profundas para dar sentido a su vida; con el sí de María Dios no solo entra en su corazón, sino en toda la humanidad y en cada hombre, haciéndolo un auténtico interlocutor de la divinidad.

El rayo de luz que invade a María también invade el corazón humano. En ese instante, unida a ella y con Cristo, todos somos parte del proyecto de Dios. El sí de María a Dios atraviesa cielo y tierra. Pero Dios ya había dicho sí al hombre desde el mismo instante en que lo creó para salvarlo. Por eso el hombre, como dice san Agustín, desde su propia esencia no descansará hasta encontrarlo. El ser humano necesita el sí de Dios para sentirse plenamente realizado. A cambio, para que se culmine esta amistad del hombre con Dios, él también necesita de la certeza libre de su sí.

Dios había hecho un pacto con el pueblo de Israel. Pero este pacto debía llegar a su culminación. La anunciación a María era una prueba de fuego. Dios quiso contar con ella, y en ella con toda la humanidad, para realizar definitivamente su plan: entrar en la historia como hombre nacido de mujer; más tarde, con los apóstoles y, finalmente, con la Iglesia, que necesitaría de una nueva inspiración del Espíritu Santo para extenderse por todo el mundo.

El Espíritu cubre con su sombra a María y nace Jesús. Y el Espíritu Santo volvió a cubrir con su sombra a los apóstoles y nació la Iglesia. Y cada uno de nosotros ha sido fecundado por la fuerza del Espíritu, que nos ha constituido en hijos de Dios e hijos de la Iglesia.

El sí de María sigue siendo fecundo dos mil años después. Cada bautizado es un hijo espiritual de María, porque ella es el fundamento de la Iglesia. Es por eso que no podemos separar a María de Jesús, ni a María de la Iglesia, ni a María de los cristianos. Ella se convirtió en simiente de lo que ahora vivimos plenamente en la Iglesia. Por ella, por la Madre de Dios, el rumbo de nuestra historia ha continuado. Ella nos señala la dirección de nuestra plenitud humana y la fuente de donde tenemos que beber para no tener nunca más sed. Esta agua colma nuestros ansiosos deseos de felicidad. Cristo, su hijo, es nuestro único horizonte y el que nos impulsa a dar un cambio definitivo en nuestra vida, siempre con la cálida y discreta presencia de María.

sábado, septiembre 01, 2012

Quiero, de verdad, ser sacerdote


Esta entrevista es un testimonio de Alexander, uno de los jóvenes del movimiento Luz y Vida que ha pasado quince días de convivencia en la parroquia de San Félix. Es la historia de un joven nacido bajo un régimen ateo, que descubrió a Jesús en su juventud y se ha comprometido firmemente con la Iglesia, a través de su movimiento y la comunidad de su parroquia.

1. ¿Cuál es tu primer recuerdo de Jesús?
Posiblemente en mi niñez oí hablar de Jesús, porque fui bautizado cuando tenía unos pocos meses en la iglesia ortodoxa. Pero mi primer recuerdo de Jesús es de cuando tenía 5 años, cuando mi madre me regaló una Biblia para niños. Tenía muchos dibujos, me gustó y comencé a leerla.

2. ¿Cómo te acercaste a la Iglesia?
Durante mi infancia y adolescencia, cuando el país vivía bajo el régimen comunista, viví alejado de la Iglesia. Llegué a la fe más tarde, cuando mi madre y yo tuvimos un serio problema de salud. Soñé en Dios cuando estaba en el hospital, los primeros días de diciembre 2003. El día 3 de enero de 2004, cuando salí, fui a una iglesia católica.

3.     ¿Cómo conociste el movimiento Luz y Vida?
Cuando vivía en Brest conocí a una comunidad. Nuestra parroquia interactuaba con el movimiento Luz y Vida, bajo la dirección del Padre Ireneusz. Colaboré con ellos en diferentes proyectos y, cuando fui a Minsk para trabajar y comencé a vivir solo recé y decidí formar parte de la comunidad del Padre Ireneusz.

4.     ¿Qué te atrajo más de Luz y Vida?
Por supuesto, su gente y su fe tan viva, y la búsqueda de soluciones nuevas para anunciar al mundo a Cristo vivo. Pese a las dificultades, seguimos juntos y pasamos por todas las vicisitudes y los gozos propios de una gran y feliz familia.

5.     ¿Sientes una especial vocación en tu parroquia, o en la Iglesia?
En Brest nuestra parroquia está dedicada a dos hermanos, los santos Pedro y Andrés. Pedro simboliza la Iglesia Católica Occidental, mientras que Andrés predicó en Oriente y es símbolo de la Iglesia Oriental. En el icono de nuestra parroquia ambos santos se abrazan. Esta es una primera llamada que siento. La segunda es que nací el día 25 de enero, un día especial en el que se reza por la unidad de los cristianos. Estos signos me dicen que mi vocación es rezar por la unidad. Unidad de comunión, unidad de las iglesias, la unidad que Jesús predicó en el evangelio de Juan, en su última cena. Y, por supuesto, si Dios lo permite, quiero de verdad ser sacerdote.

6.     ¿Cuál es tu misión en la parroquia de Minsk?
Canto en la misa de los miércoles y los domingos, y también participo en los encuentros y la evangelización de los sábados. También soy el administrador de varios grupos católicos en las redes sociales. Siempre que alguien necesite algo en nuestra parroquia, estoy dispuesto a ayudar.

7.     ¿Qué ha supuesto para ti la peregrinación a Barcelona y la estancia en la parroquia de San Félix?
Ha sido un tiempo fantástico que recordaré toda mi vida. Quería animar alguna actividad en vuestra parroquia y he hecho cuanto he podido. Me hubiera gustado ver a más gente joven. Pero me lo he pasado bien y he contactado con grandes personas. Con Julita y el Padre Ireneusz hemos estado evangelizando en la playa. 
He estado muy a gusto, pero tenéis un gran problema en Barcelona. Hay mucha gente que no cree, y en cambio cree en el materialismo. Pienso que hay que cambiar esto.

8.     ¿Qué le dirías a los feligreses de San Félix?
Os diría que sois la luz de este mundo, que tenéis las llaves del Reino, las fuentes del amor. Sois el cuerpo de Cristo. Gracias por vuestra cálida acogida, por estar con nosotros y querernos tal como somos. Muchas gracias al Padre Joaquín por la luz de su amor, y aunque no entiendo el español, durante este tiempo se ha convertido en un gran amigo para mí.
Espero que tengáis unidad, alegría y que cantéis y alabéis a Dios con cada respiración y cada movimiento.
¡Gracias a todos!

domingo, agosto 19, 2012

De la eucaristía dominical a la fe de cada día


¿Por qué venimos a misa?

Muchos cristianos asisten cada domingo a misa y la parroquia se llena. Ya sea por cultura religiosa o por una formación catequética, o por rutina, o por profunda convicción, participan de la Eucaristía. Es verdad que las motivaciones son muy diferentes. Hay quienes vienen porque toca o porque forma parte de una inercia, de una educación que se queda en las formas, convirtiendo la fe en una serie de prácticas rituales sin profundizar en su significado sagrado, en su sentido genuino y trascendente. Para muchos es un rito más, que forma parte de su proyección social y cultural.

Con pena percibo que ir a misa, para algunos, significa una obligación basada en el miedo a un posible enfado de Dios, a su castigo. Qué mal han entendido algunos el hermoso sentido de la participación en la Eucaristía. Van por hacer méritos y así conseguir la salvación. Temen ir al infierno. Sin darse cuenta, yendo a misa parece que están comprando su salvación. Dejan de tener clara la dimensión de la gratuidad. Y Juan Pablo II ya recordaba que ir a misa no es garantía de una salvación segura, hace falta algo más.

Es posible que una cierta pedagogía del pasado haya contribuido a esta actitud mercantilista. Yo le doy a Dios lo que me pide y, a cambio, él está obligado a darme la salvación. A esta posición se la llama pelagianismo y fue una herejía en el pasado, pues contradecía abiertamente la teología de la gracia. Quizás esta forma de entender la religión y la sacramentalidad ha contribuido a que la motivación última de nuestra fe no sea la gracia ni la libertad, sino el miedo y el castigo.

La fuerza del poder de Dios radica en que nos ha hecho libres, incluso asumiendo que no le amemos. Aquí está el misterio más profundo de la relación de Dios con el hombre. Dios no nos quiso sumisos, esclavos temerosos, sino libres y contentos. Ningún mérito será suficiente ante su infinita generosidad y su gracia. En su ADN tiene el anhelo de conquistarnos hasta lograr seducirnos. Su deseo último es la felicidad de su criatura. Desde nuestro engendramiento estamos unidos a él. Y él desea una vida plena para cada uno de nosotros.

Del cristianismo dominguero a vivir con pasión la fe cada día

La eucaristía es un momento culmen de esta plenitud. Retomando el tema del sacramento, esas lagunas en la formación religiosa han hecho que la misa fuera una actividad puntual de cada semana, que nos pide implicarnos solo ese día concreto y no cada día de nuestra vida. Hemos separado la fe de la vida social y la hemos convertido en un rito que no tiene nada que ver con nuestra vida cotidiana, con nuestro entorno familiar, social, laboral y lúdico. Se ha producido un divorcio entre la fe y la vida cotidiana, entre lo que hago y lo que soy, entre lo que digo y lo que hago. Nos hemos apeado de la enorme consecuencia de vivir la fe y celebrarla cada domingo con entusiasmo. No somos conscientes de un don inmenso que, desde el primer momento en que se recibe, nos vincula a Dios, haciendo arder en nosotros el fuego de la fe. Y ahora, con el paso del tiempo, los problemas y las malas experiencias que vivimos poco a poco nos han hecho caer en una apatía tan grande que puede convertirse en gelidez espiritual y hacernos perder el sentido de lo trascendente. Por eso hemos de pasar del “cristianismo dominguero” a vivir minuto a minuto y con pasión nuestra vida cristiana. Sin temor a las exigencias que de esto se deriven, como decía Benedicto XVI a los jóvenes: «Cristo no solo no quita nada, sino que nos lo da todo». Hemos de lograr que nuestra vida sea una consecuencia de lo que vivimos en la eucaristía, y que esta sea el punto de partida de nuestro testimonio evangelizador. Solo así eucaristía y vida serán una sola cosa. Viviremos respirando a Dios y desprendiendo trascendencia. Porque de su aliento sacaremos las fuerzas para no decaer en la dura batalla del mundo.

La eucaristía y la vocación

Dios nos llama; si respondemos, llegaremos a la comprensión profunda del sentido de la eucaristía. Si la fe no nos implica de arriba abajo, desde el ámbito personal y familiar hasta el social y cultural, es porque no se ha producido un diálogo íntimo con Dios. Si ponemos nuestra confianza en él ya no solo participaremos en la misa, sino que formaremos parte de una comunidad donde se vive la fe.

El que solo cumple establece una relación de miedo propia de esclavos. Pero el que participa plenamente en la eucaristía es el que se siente personalmente invitado y no tiene ganas de irse corriendo cuando termina la misa. Afuera, en los atrios, también se hace comunidad. Pero toda vocación acaba en un firme compromiso al servicio del apostolado o las actividades parroquiales. Es la respuesta coherente a un don tan inmerecido como el mismo Dios.

Cómo nos cuesta dedicar un tiempo a Dios y a sus obras, a su misión. Quizás el hábito o la vorágine de la vida cotidiana no nos lo permite, pero no olvidemos que la plenitud de nuestra vida cristiana se culmina cuando decidimos, de verdad, que formamos parte de un proyecto de Dios.

Ante un cruce es difícil saber cuál es el camino adecuado. Pero si decidimos tomar el camino de Cristo os aseguro que nada nos faltará, porque él nos lo dará todo. Decidamos y seamos perseverantes. Él nos ha llamado a su gran proyecto: anunciar a todo el mundo que Dios nos ama. Este es el fundamento de su Ser.

sábado, agosto 04, 2012

Vino un hombre...

Este artículo es un emotivo recuerdo del Padre Juan Ferrando, sacerdote de origen italiano que falleció en marzo pasado y con el que me unía una larga amistad. Con motivo de la festividad del Santo Cura de Ars, me ha parecido oportuno publicarlo, con el permiso de su autor.

«Vino un hombre enviado de Dios. Su nombre era Juan.» Estas palabras del cuarto evangelio resonaban en una iglesia española el pasado veintinueve de marzo, en una misa concelebrada por veinticuatro sacerdotes, con el obispo y una multitud de fieles.

Su nombre era Juan. Pero en familia lo llamábamos Franco. Es decir, Francesco, el nombre de un abuelo suyo. Un nombre que recorre su vida como una constante. San Francesco era el colegio donde enseñó en los inicios de su carrera. Sant Francesc era la parroquia catalana en la que esta carrera terminó. Viajó con su párroco hasta Asís para recoger allí la primera piedra de este templo.

¡Ah, qué bien le sentaba este nombre! Loco como el Pobrecillo, pobre también él: lo arrojaba todo por la borda, ante la desesperación de su hermana. Enamorado de la naturaleza, jovial, loco por la música, tocaba el órgano, la guitarra, el acordeón, la flauta, la armónica de boca y la ocarina; cantaba afinadísimo y era el alma de las fiestas, de las excursiones. Vagabundo incansable, durante las “marchas forzadas” parroquiales todos caíamos rendidos, medio muertos, y él corría arriba y abajo sosteniendo a los que se tambaleaban, curando ampollas, cantando para animar a los cansados. Su vagabundear lo llevó a miles de quilómetros de su casa. Para siempre.

Sin embargo, aquel loco no llevaba el sayal de San Francisco. Llevaba —podríamos decir que “por casualidad”, que es el nombre de Dios cuando no firma— la túnica de los Clérigos Regulares Somascos. Cuando las túnicas pasaron de moda, Giovanni-Franco llevaba siempre a la vista una pequeña cruz. La idea de mimetizarse, de avergonzarse de ser cura, le enfurecía. (Se indignaba a menudo: «convertíos y no pequéis...»).

Locuras juntos hicimos unas cuantas. Como subir a los Pirineos sin bastante gasolina y pasar una noche gélida sentados en el coche, con toda la ropa y el equipaje encima para no congelarnos. O perderse en un bosque desierto e impracticable sin la mínima garantía de salir vivo... Pero ahora debo explicar otras locuras suyas, personales.

La primera fue su singular vocación. Hay quien se hace sacerdote por elección, o por una llamada interior, por cálculo, por conveniencia... quién sabe. Uno que se hace sacerdote porque su hermano no quiere es una solución un poco extraña.

¿Recordáis aquel sistema de reclutamiento en una ronda? En cada orden o congregación religiosa siempre había un sacerdote que detectaba las futuras vocaciones y se fijaba en aquellos niños devotos, al quienes les gustaba hacer de monaguillo los domingos. «Carlo, ¿quieres venir con nosotros, ser uno de nosotros? Podrías estudiar, y después enseñar, celebrar misa, ser respetado, importante...» «¿Yo, sacerdote? ¡Ni soñarlo!» En cambio, Franco no necesitó más. «¿Él no quiere? Pues vengo yo.»

Las vías del Señor son infinitas.

Lágrimas maternas, enfado paterno, nada qué hacer. El pequeño Franco partió al seminario y comenzó a estudiar. Lo menos posible. A la dogmática y la ascética prefería la acordeonística y la alpinística. El gusto por el estudio, el hambre de saber, le vino más tarde, y con resultados portentosos. Pero cuando era un muchacho se contentaba con lo mínimo para llegar a la meta. Y llegó tarde, con veintinueve años y medio. Fue ordenado sacerdote el 14 de junio de 1969.

¡Qué hermoso estaba mi muchacho, aquel día, en su atuendo solemne, con su perfil de medalla romana y el porte de un príncipe! Barón, lo llamaba su madre. Yo, príncipe. Solo de verlo así le hubierais concedido de inmediato la aureola. Y así permaneció siempre, en sus funciones sacerdotales, durante toda la vida. Aquel loco, aquel bromista, cuando estaba ante el altar se transfiguraba. Hierático, perfecto en sus gestos y en la palabra, respetuoso del menor detalle de la liturgia, consciente del misterio que celebraba, interpelaba hasta a los más distraídos a sentir que allí «había algo», allí estaba Dios.

Fuera de la iglesia, seguía siendo el loco de siempre. Su otra gran locura fue venir a España, a la aventura. Era el año 75. En las casas somascas españolas faltaba personal y los superiores buscaban un voluntario. «¿A quién enviaré?» «Enviadme a mí.»

Más lágrimas... Más reproches. Nada. Sin saber qué le esperaba, sin entender una palabra de español, por mar y por tierra, en barco y en trén, ¡olé! Peor fue cuando tuvo que cruzar de una costa ibérica a otra, solo, con una furgoneta, cantando para no dormirse mientras conducía. De hecho, el vagabundo no permaneció siempre en el mismo sitio. Recorrió media España en parroquias, seminarios, colegios, campamentos, y después, definitivamente, en una parroquia, la de Sant Francesc de Badalona, Barcelona. Mientras tanto, había aprendido el castellano, y también un poco de catalán y hasta de gallego. Aquí lo llamaban padre Juan.

En Italia venía por las vacaciones de verano y a veces por Navidad. Eran días hermosos, pasados juntos, días de risas, de excursiones, de traslados y reparaciones en casa: después de una jornada de viaje era capaz de ponerse a encalar cuatro paredes a media noche. Pero también eran días de oración y de perdón. ¡Nuestras confesiones...! Y siempre, cada año, la misma celebración en Recco, en la iglesia de los hermanos.

Después iniciamos los viajes entre España e Italia, pasando un poco de tiempo él aquí, y yo mucho allá. Entonces comenzó algo muy bello. Algo grande, que el “frate sole” todavía tiene que comprender a fondo, y que quizás nunca llegaremos a entender.

En el año sacerdotal de 2009 Franco tomó una decisión solemne: ser santo. Habíamos caminado juntos, duramente, por las calles, haciendo una revisión de vida, de alma, de estudios. Y ocurrieron milagros. Milagros, sí. Pero nunca imaginamos que el Señor quisiera hacerlo santo de aquella manera.

Franco era un adepto de la salud: no fumaba, era vegetariano, desbordaba energía. El pasado agosto, un rayo cayó del cielo sereno. Un cáncer de pulmón, en la pleura. En lugar de vacaciones comenzó un calvario de visitas, análisis, biopsias, quimioterapia, dolor, dolor, dolor. ¿Cómo era posible? El amianto respirado en el seminario, en el fatal Monferrato. Un monstruo oculto se había despertado después de medio siglo.

Dolor. Dolor ofrecido a Dios con fe total, con fe diamantina, por el bien de todos, por los sacerdotes, para que sean santos. A su lado, día y noche, pasé ocho meses de calvario, una experiencia tremenda, pero grande. Habíamos pedido, tantas veces, que Juan fuera como Jesús. Y él le dio la cruz. ¿Cómo muere un crucificado? Su pleura se hincha y le falta la respiración. Franco murió como Jeús, ahogado. A la misma hora. Con la corona de espinas —una herida en la cabeza— y el golpe de lanza: la dolorosa cicatriz de la biopsia, en el costado, a la derecha.

Fue una gracia atenderlo, estar a su lado. Ha muerto como un santo. Con la inocencia redescubierta de la infancia, feliz de ir al cielo a cantar gregoriano con los ángeles. Hasta el último momento no perdió la sonrisa.

Aquel loco, aquel santo, era mi hermano. Le cerré los ojos el veintisiete de marzo a las tres de la tarde. Adiós, Franco, hermano mío. A Dios.

Frate Sole

* Traducción del artículo “E venne un uomo”, publicado en la revista La Squilla, en la sección Spiritualità francescana, en mayo-junio de 2012.