sábado, junio 30, 2018

Danzando ante la custodia


Siempre que voy a Balaguer, en la comarca de la Noguera, acostumbro a visitar el santuario del Santo Cristo, en la parte alta de la ciudad. Junto a la iglesia hay un monasterio de religiosas clarisas que cuidan del templo.

En mi visita habitual, esta vez era domingo, festividad de san Juan Bautista. Eran las once y media de la mañana y la misa había terminado. Algunos fieles quedaban en los bancos, rezando, bajo la imagen del Santo Cristo, que preside el presbiterio. Este domingo, después de la misa, dejaron sobre el altar una custodia con el Santísimo expuesto. Alrededor del altar, en pie y formando un círculo, había seis monjas contemplando el Santo Sacramento.

Poco después, sonó una música de antiguos ritmos hebreos y las religiosas iniciaron una danza ante la custodia. Quedé admirado. ¡Era tan bello el cuadro! La finura de sus movimientos y su delicada actitud de oración me emocionaron. Estaban adorando a Dios con su cuerpo. Arte, belleza y adoración se combinaban en armonía. Miré sus rostros sonrientes mientras danzaban con unción y exquisita elegancia. Era un paisaje de cielo.

Y pensé que a Dios no sólo se le puede rezar con los labios, recitando oraciones, ni con la mente, en silencio. Aquella adoración eucarística no sólo no desmerecía en nada de las otras, sino que me ayudó a entrar más hondamente en el misterio. Con sencillez, dejando que el cuerpo también entrase a formar parte de la oración, aquellas monjas desprendían unción y respeto. Jamás había visto un acto de adoración tan lleno de delicadeza espiritual, en un lenguaje que llega al corazón.

Que unas religiosas de clausura se abran a nuevas formas de adoración me parece profético. A veces el culto adopta una excesiva rigidez y se vuelve tan frío que nos puede alejar del latido de amor que llena al Cristo eucarístico. Nos da miedo explorar nuevas formas de rezar, quizás por temor al qué dirán. Muchos conciben los rituales sagrados como algo mayestático y solemne, y cualquier expresión que se salga de la costumbre puede parecer irreverente o incluso frívola.

Corremos el riesgo de vivir una relación con Dios demasiado ritualizada, pero sin alma, sin emoción, sin vibración. Todo es blanco y negro, sin volumen, como las estampas, sin conexión real con la vida, porque hemos convertido ciertos ritos litúrgicos en un culto repetitivo. Y esto nos hace caer en el hastío celebrativo. Se leen los textos de siempre y siempre se hace lo mismo; hasta los sacerdotes caen en el aburrimiento. Convertimos el acto más bello en un ritual vacío en el que nada nos habla ni nos despierta el deseo profundo de acercarnos a Cristo y mejorar nuestra vida. Todo se hace porque toca. Así, lentamente, nuestras liturgias se van apagando.

Hoy he recibido un regalo que no esperaba. Que me ha hecho recordar aquel hermoso pasaje bíblico en el que el rey David se pone a bailar ante el arca de la alianza. La formación cristiana es tan racional, por un lado, y tan puritana por otro, que contemplar esta forma de dirigirse a Cristo puede ser concebido como indigno por parte de algunos.

Hay un dicho: Si rezas con tus labios, rezas una vez. Si cantas, rezas dos veces. Y si danzas, rezas tres. Dios se merece que le recemos, y le amemos, como dice el Shemá hebreo, con toda la inteligencia, con todo el corazón, con todo el cuerpo, con toda el alma y con toda la vida.

Así ha de ser todo lo que hagamos: rezar, trabajar, amar. Sólo la pasión hace posible que nuestra vida florezca ante Dios.

domingo, marzo 11, 2018

31 años en la brecha


Hace ya 31 años de aquella tarde del 7 de marzo de 1987 en la parroquia de San Isidoro, en el ensanche de Barcelona, cuando recibí de manos del cardenal Jubany el ministerio sacerdotal.

Estaba rodeado de una sólida comunidad, que acogía al nuevo presbítero lleno de emoción, alegría y quizás miedo por la responsabilidad. Era muy consciente del inmenso don que se me daba. Entre el gozo que sentía y el compromiso que adquiría para siempre, aunque con temor, sabía que lo tenía que dar todo y que mi vida, de una manera definitiva, estaba centrada en aquel a quien se la entregaba: Cristo, sacerdote de sacerdotes.

Desde mi niñez sabía que lo que recibía era algo grande: convertirme en imagen de Cristo vivo en medio del mundo. Y, a la vez, era consciente que pasar por su trayectoria me llevaría a asumir las consecuencias de un sí total y absoluto a todo aquello que él me pidiera, incluso a la incomprensión y al rechazo, aceptando con humildad mis propias limitaciones y errores durante el proceso de mi crecimiento espiritual.

No era fácil haber llegado a esta meta. Después de decirle mi sí definitivo como respuesta a una llamada, habían pasado 15 años. En la primera etapa, balbuceaba, lleno de miedo, inseguridades e incerteza. Pero una vez le dije sí a Dios, a todas, el miedo al futuro y la incertidumbre se convirtieron en valentía, seguridad, certeza y una profunda alegría. Ya no me importaban los riesgos en esta travesía. Sabiendo que pasaría por situaciones difíciles, él finalmente me cautivó, me sedujo y, sin rémoras, me lancé con un sí rotundo a hacer su voluntad.

La llamada fue seguida de un periodo largo de formación teológica y pastoral, hasta que adquirí para siempre el compromiso de servirle a través del ministerio del orden.

Han pasado ya 31 años de aquel bello día. Mi vocación se ha ido consolidando en el yunque de la experiencia, mi alma ha sido moldeada con el fuego del Espíritu que me va convirtiendo en ese modelo que inspira toda mi acción pastoral.

Silencio, oración, liturgia, apostolado y, sobre todo, mis espacios de intimidad con él han marcado mi talante sacerdotal. Encontrarme con él cada día es mi anhelo y mi deseo más profundo. Quiero crecer en él y con él, esta ha de ser la mística de todo sacerdote: propiciar el encuentro con aquel que es la razón de tu vida y de tu sacerdocio.

Sólo desde esta experiencia siento que la gracia del don se derrama sobre mí, haciéndome florecer como un campo de espigas, para convertirme en pan para otros.

Hoy quiero dar las gracias a Dios porque, en este recorrido pastoral, ha hecho posible encontrarme con vosotros, mi nueva comunidad, donde sigo con firmeza y decisión, en la brecha pastoral. Lo vivo como una etapa muy intensa, y como un regalo, pues vosotros me habéis hecho crecer muchísimo. Llegar a San Félix para mí ha sido un hermoso reto, donde cada vez soy más consciente de que el sacerdote crece, madura y se hace con la comunidad. Esta hace posible la plenitud del sacerdote, pues es imagen de la Iglesia. Sin ella no se entendería la razón de ser del sacerdocio.

Hoy mi sí a Dios se concreta con un sí a vosotros, un sí a trabajar para que también os enamoréis de Cristo, y que este se convierta para vosotros en la razón de vuestra vida.

Esta es la misión esencial de mi sacerdocio. Que toda la comunidad también sea imagen de Cristo en medio del mundo. Todos estamos en la brecha de la evangelización. A todos nos toca ser luz para un mundo que vive en las tinieblas, como hemos leído en el evangelio de Jesús y Nicodemo. Ese regalo que Dios nos ha hecho dándonos a Jesús, la comunidad hemos de hacer posible que otros lo puedan recibir.

Doy gracias por el don que él me hizo llamándome a su ministerio sagrado. Deseo con toda mi alma servirle hasta el final de mis días.

Gracias a todos por estar aquí acompañándome.

domingo, enero 07, 2018

El mayor regalo

Celebramos esta hermosa fiesta de los magos de oriente. Un día en el que reflexionamos: ¿quiénes eran estos magos? ¿Qué significa la estrella? ¿Qué buscan? ¿Por qué se van por otro camino?

Ponerse en camino


Lo importante es ponerse en marcha. Cuando uno se queda quieto, cuando tiene miedo a caminar, es porque tiene incertezas, porque le falta tenacidad o valor para salir de su espacio confortable. Ponerse en camino es esencial en la vida.

Pero ¿hacia dónde caminamos? ¿Qué buscamos? ¿Qué queremos encontrar? ¿Con qué nos encontramos? Son cuestiones muy importantes. Más allá del evento, detrás de esta fiesta de los regalos, hay unos profundos planteos teológicos, filosóficos y éticos. En el fondo, se trata de preguntarnos qué hacemos con nuestra vida.

Los magos tienen muy claro qué quieren. Quieren encontrarse con el niño que nació en Belén de Judá, quieren ofrecerle regalos y adorarlo. Unos magos son personas muy formadas, astrónomos, conocedores de los secretos del universo. Saben de estrellas, surcan con su inteligencia el firmamento. Pero más allá de esa ciencia, de la cosmología, hay otra ciencia, una ciencia misteriosa que revela un niño. Y esa revelación es la de un Dios que se hace pequeño. Podríamos decir que es la ciencia de lo diminuto, de lo humilde, pero también de lo trascendente; es la ciencia del amor, de la generosidad, la ciencia de la entrega.

Ellos se pusieron en camino. Los cristianos hemos de estar siempre en camino. Y si algún día tenemos que permanecer sentados es para contemplar la belleza de ese amor encarnado en el niño de Belén. Meditar, saborear, hacer nuestro ese misterio infinito; un misterio tan infinito que unos magos extranjeros se ponen de rodillas, maravillándose ante él, reconociendo que ahí está la clave de toda su búsqueda. Una clave que va más allá de los códigos científicos. Es una clave donde se revela el inmenso amor de Dios que todo lo sostiene y todo lo contiene.

Saber maravillarse es aceptar el misterio de que hay cosas que no son comprensibles a nivel humano, desde la razón y desde la filosofía. Hay cosas que hay que callar, hay que silenciar, hay que adorar, aquietando el alma y dejando que hable el misterio que se va revelando poco a poco. Los magos, con humildad, se arrodillan. La ciencia se arrodilla ante lo pequeño, porque expresa algo extraordinario, algo bello.

Contemplar el misterio


Pidámosle al buen Dios que nos ayude a ponernos en camino. Que salgamos de ese hastío, de ese cansancio, de ese pesimismo, de esa tristeza, de esa autocomplacencia, de ese abatimiento, de esa derrota. ¡Basta! Los cristianos adoramos a este niñito que se ha revelado como Hijo de Dios. En cada eucaristía se nos manifiesta como alimento eterno. Contemplamos a Dios hecho no sólo niño, sino una cosita, un trozo de pan. El misterio de la cueva de Belén, donde yace Jesús, es el mismo misterio de la eucaristía, en la cueva del sagrario.

Jesús, el niño que gime, se ha hecho pan y vive en el sagrario, que es el cielo aquí en la tierra, para que podamos ya no sólo contemplarlo, sino tomarlo. Es decir, para que podamos meterlo dentro de nosotros, para que degustemos ese sabor celestial. Y esto, queridos feligreses, tiene que cambiar nuestra vida. No celebramos la Navidad porque recordamos un mero hecho histórico. Celebramos un hecho meta-histórico, un acontecimiento trascendental: Dios se hace presente para encarnarse en nuestras vidas. Y nuestras vidas, una vez que esa presencia del amor infinito de Dios entra en ellas, tienen que cambiar. Tiene que vapulearnos, como dice el santo padre, Francisco: tenemos que estar en posición de salida, en la intemperie, en las periferias de nuestro mundo.

Entonces es cuando entenderemos que el mejor regalo que recibimos hoy es el mismo Cristo, hecho sacramento. ¡Esto sí que es un regalazo! Porque las cosas materiales son caducas, y nos podemos cansar de ellas. Pero de ese amor infinito que nos envuelve nunca nos cansaremos, porque es el soporte y el sentido de toda nuestra existencia.

Llenar el vacío


Nuestra sociedad, si nos apartamos de las referencias cristianas, se irá secularizando cada vez más. Cada vez más se irá perdiendo, se irá dejando, se irá partiendo en dos. Lo peor que puede padecer el ser humano no es sólo carencia económica, sino el profundo sentido de vacío. Cuánto dolor, cuántas depresiones, cuánta soledad, cuánto vacío interior hay en nuestra vida. ¿Quién, sino este niño de Belén, puede llenar este vacío? No serán tantas cosas, ni tantos juguetes, ni siguiera hacer mucho… ¿Por qué esa bulimia, ese afán por acaparar constantemente? Empezando por la comida, y continuando con los bienes materiales. Tenemos hinchado el ego porque, en el fondo, no llenamos nuestro vacío.

Llenémoslo de Jesús. Aprendamos a regalar tiempo, oración, gestos hermosos de caridad. Tengamos muy presente que el mundo nos necesita. El mundo vive bajo una bandera de pesimismo que está atacando la sociedad constantemente. Cuánta gente pierde su identidad porque el pesimismo se resuelve con el consumismo, y acabamos completamente desorientados. Pidamos al buen Jesús que seamos sagrarios suyos, heraldos suyos, como aquellos magos. Seamos generosos, seamos amables; demos ternura, acogida, aprendamos a dar un sentido pedagógico y teológico al regalo. Concibamos el regalo como un don de Dios.

Dedicar tiempo a los demás y a Dios


Pensad que los niños pequeños acaban aburriéndose de los juguetes, los niños no necesitan tantos juguetes, sino la presencia de sus padres: ellos son el mejor regalo. Necesitamos tiempo para los niños, tiempo para el hogar, para educarlos, para estar con ellos.

Ojalá aprendamos a regalar tiempo a los demás. Ojalá aprendamos también a dedicar más tiempo a Dios. Demos un tiempo a la Iglesia. Nos sentiremos parte de una comunidad viva cuando seamos capaces de reservar un tiempo de nuestra agenda para la vida parroquial; que la agenda de la parroquia sea también parte de la nuestra.

Los feligreses no somos islas, no somos personas aisladas que llenan los bancos durante la misa. Somos comunidad, somos familia. Y ¿qué celebramos en Navidad? ¿Qué celebramos en la fiesta de los magos? Es la fiesta de la universalidad, del encuentro, de la alegría. A todo el mundo se le anuncia la buena nueva. Hoy celebramos juntos este acontecimiento de un Dios que se revela a toda la humanidad.

sábado, diciembre 30, 2017

El regalo del tiempo

Llegamos al final de año y en estas fechas muchas personas se detienen para reflexionar y hacer balance. Nos gusta recordar los acontecimientos más destacados del año que dejamos, los buenos momentos, las dificultades superadas. Para algunas personas serán momentos un poco tristes, si ha habido pérdidas y muertes de seres queridos. Para otras, serán días para reponer energías y armarse de buenos propósitos para iniciar el nuevo año.

Estos días son un momento propicio para agradecer uno de los mayores regalos que Dios nos da: el tiempo. El tiempo es oro, dice el refrán. Pero aún es más. El tiempo es vida: en él nos movemos y existimos. El tiempo es oportunidad: en él hacemos realidad lo que soñamos y planeamos. Y el tiempo es fiesta cuando lo pasamos junto a las personas amadas, compartiendo con ellas lo mejor de nosotros mismos.

La mejor manera de agradecer a Dios el regalo del tiempo es utilizarlo bien, y aquí es donde nos topamos con un drama. Igual que con el dinero, ¡nunca tenemos suficiente! Siempre nos falta tiempo, se nos escapa.

Pero esta impresión… ¿es real? En el tiempo todos los seres humanos somos iguales, nadie tiene más que otros. Todos los días tienen 24 horas y todos los años tienen 365 días. Lo importante es saber utilizar este regalo. ¿Cómo? Con virtud. Es decir, sin tacañería y sin derroche. Podemos ser tacaños, queriendo comprimir nuestra agenda y hacer muchas cosas a la vez, ¡no podemos perder ni un minuto! O podemos gastar el tiempo distrayéndonos con  actividades que no aportan nada, nos roban horas y no nos hacen crecer. ¡Cuánto tiempo se pierde con los aparatos móviles, con el consumismo y el ocio televisivo!  Usemos bien el tiempo. No lo matemos ni lo perdamos. Vivamos el tiempo dedicándolo a lo que realmente vale la pena, a lo que nos hace crecer y, sobre todo, a aquellos seres amados que ocupan un lugar en nuestro corazón. Pasar unas horas cada día con ellos, aunque sea sin hacer nada “importante”, es la mejor inversión del tiempo. Busquemos, también, un tiempo diario para Dios. 

martes, diciembre 26, 2017

Una noche luminosa

Hoy, en esta Nochebuena, una luz intensa ilumina todo el firmamento. Un acontecimiento crucial está sucediendo. Dios irrumpe en la historia, en el tiempo y en el espacio, y se hace presente con la fuerza de un poder que es el antipoder. El niño de Belén que nace es expresión del antipoder. Esta noche Dios, en el niño Jesús, ha demostrado la fuerza de la fragilidad, de lo vulnerable, de lo pequeño, de lo suave y lo dulce, de la ternura.

¿Es que acaso el valor de lo diminuto no tiene tanta fuerza para seducirnos? La sencillez de unos pastores marginados en aquella cultura judía, la fragilidad de una madre adolescente y la humildad de José, que calla ante el misterio de esa noche en aquel establo, en aquella apartada región del imperio romano, todo esto es necesario para que se pueda culminar la encarnación de Dios.

Allí, en esa noche misteriosa, está ocurriendo algo extraordinario. Dios decide descender de las alturas de su reino para atraernos con la sencillez de un niño a la inmensidad de su amor. Se abaja para cogernos de la mano y elevarnos a la dignidad de ser hijos suyos. Y lo hace a través de una criatura inocente, mendigando nuestro amor. ¿Quién no se emociona frente a un indigente que pide limosna, y más cuando este pobre es un niño que suplica que lo mires, que lo acojas, que lo abraces? ¿Quién no haría esto con un niño? Aquí es donde empieza una hermosa aventura de amor de Dios con el hombre, haciéndose como él para entenderlo y hablar su propio lenguaje. Es la historia de una nueva comunicación. Dios en Jesús se nos revela y se nos comunica con este deseo salvífico, inclinándose, agachándose, para sacarnos de nuestras oscuridades y mezquindades y ensanchar el horizonte de toda esperanza humana.

La única forma que tuvo Dios para desarmarnos fue utilizar su propio poderío no para hacerse más poderoso, ni más grande, sino para hacerse lo más pequeño posible, y la manera era hacerse bebé. Ese llanto se convierte en un cántico de liberación para la humanidad. La gelidez se convertirá en calor balsámico para nuestros corazones, y la oscura noche en un estallido de luz que alumbrará los abismos de nuestro interior. Hoy, esta noche del solsticio de invierno se ha convertido en una primavera donde un amanecer apunta en el bosque de nuestra vida, haciendo florecer el verdor fresco de un nuevo día.

Es invierno. Pero el sol de Cristo ilumina no sólo la inmensidad del cielo, sino también la inmensidad del universo de nuestro corazón. Hoy, en esta noche, la luz del Dios encarnado en el Niño de Belén penetra por todos nuestros poros. Porque él quiere estar dentro de nosotros. Él quiere formar parte de nuestra vida, quiere meterse y habitar en lo más íntimo de nosotros mismos.

Pero esto no lo hace Dios queriéndonos someter, ni utilizando ejércitos para doblegarnos, ni técnicas de manipulación psicológica. Él quiere mostrarse con sencillez, no quiere recortar ni un ápice nuestra libertad. Sus únicas armas son la belleza, la poesía, la ternura. Desde el silencio del establo, descubramos que el arma de la dulzura de un niño es lo único que tiene para hacernos salir del letargo y despertarnos a la única aventura que nos hace realmente felices y libres: salir de nosotros mismos e ir al encuentro de aquel que culmina todos los sueños y esperanzas.

El niño de Belén nos hace descubrir que en el valor de lo pequeño, lo sencillo, lo cotidiano, lo bello, está la grandeza del hombre. La semilla de la libertad germina cuando se libra de la autocomplacencia, el poder y la arrogancia. La contemplación del niño Dios tiene este efecto: toda persona queda iluminada por su mirada y por el silencio donde se nos ha revelado y comunicado. Es la hora de irrumpir en el mundo. En el llanto de un bebé en la noche nace también una nueva esperanza. Ese niño será el soberano de nuestra vida, haciendo que cada Nochebuena sea de verdad una buena y santa noche. Que, acurrucados ante el pesebre, aprendamos a sintonizar con el latido de este tierno corazón sagrado, para que tengamos los mismos sentimientos y que el bombeo de este pálpito circule con fuerza amorosa que nos convierta en otros cristos. Sólo así entenderemos el auténtico sentido de la Navidad: nacer a la vida de Dios. Que la luz de esta noche nos ayude a descubrir la belleza de su corazón.

24 diciembre 2017

domingo, diciembre 17, 2017

Un rostro amable de la pastoral

El día era oscuro e invernal, pero su vida era plena e intensa. A una edad madura se había ordenado como diácono para servir a la Iglesia, siguiendo una inquietud que le venía desde muy joven, cuando vivía en Paraguay y se formaba con los jesuitas. Pero la vida da muchas vueltas. Su familia regresó a España, él vino a Barcelona y se casó con su encantadora esposa, con la que tuvo tres hijos. El matrimonio se mantuvo muy unido hasta el triste momento de su muerte.

Llegó de forma súbita y nadie se lo esperaba. Esposa, hijos, amigos… Para mí fue un inesperado golpe, ya que habíamos quedado para hablar esa misma semana.

Miquel era diácono, pero para mí era un pastor, amigo y consejero. Tenía una exquisita capacidad de escucha, cálida y atenta. Como buen psicólogo, sabía cómo abordar los temas. Cuando algo me preocupaba y le pedía consejo siempre me ofrecía un criterio sereno y lúcido. Además de su formación en psicología social, tenía un don para discernir con claridad en las situaciones más complejas, una sabiduría que le había dado la vida, su fe y su entrega a los demás.

Hacía dieciséis años que lo conocía, tiempo suficiente para percibir el grado de autenticidad de su corazón. Durante toda su vida mostró un gran desvelo por los demás. Jesús era el centro de su vida y, para él, seguirlo significaba servir hasta el extremo. Tenía muy clara, como Jesús, la preferencia por los pobres. Fundó una asociación para favorecer la integración social y laboral de colectivos en riesgo, y se dedicó en cuerpo y alma, incluso aportando su patrimonio, para esta dignísima y loable labor. Un parado, me decía, es un pobre en potencia, y no sólo en la dimensión económica, sino en la social y psicológica, ya que el desempleo genera un progresivo deterioro moral que puede llevar a la automarginación y la soledad.

Miquel se desvivía por su asociación. Junto con mi fundación ha llevado a cabo algunos programas de integración laboral conjuntamente. Su hija Esther y Carlos, el coordinador, son los pilares de la entidad y con ellos mantengo una buena amistad.

Guardo muchos recuerdos de Miquel: conversaciones sobre política, sociedad, Iglesia… Con inteligencia me planteaba los límites éticos de las instituciones. Su sencillez no le quitaba agudeza ni alegría. Su talante alegre y cercano despertaba la confianza y la acogida. No tenía prejuicios ideológicos y daba un valor máximo a la persona, más allá de su condición social, cultural y económica. Siempre tenía una mano a punto para ayudar al otro, pero al mismo tiempo sabía tener la discreción y la prudencia necesarias para respetar las distancias emocionales. Siempre encontraba la palabra justa y sanadora.

Ya jubilado, en su paso por diversas parroquias, su trabajo fue más allá de su ministerio diaconal. Miquel, aunque no recibió la ordenación presbiteral, actuaba como un auténtico pastor que sabía alimentar y guiar a su rebaño. Así lo hizo en San Pancracio, pequeña comunidad en el Poblenou donde ejercía su ministerio, que le fue encargado por el arzobispo emérito Martínez Sistach.

Hombre maduro y responsable, desde siempre sintió una profunda unción sacerdotal. Aunque finalmente no pudiera ejercer como tal, su corazón era el de un ardiente sacerdote que vivió por entero su compromiso con la Iglesia. La humildad daba un valor más alto a su misión.

Ahora, más allá de su estado canónico eclesial, es sacerdote eterno con Cristo, así lo siento en mi corazón y así lo he sentido desde que lo conocí. No será ordenado por un obispo, sino que el mismo Cristo le impondrá la casulla, formando parte del presbiterado en el Reino de los Cielos.

Miquel siempre deseó ser sacerdote, pero no pudo ordenarse por su condición de casado; hoy por hoy la Iglesia católica no contempla esta posibilidad. Esto puede ser motivo de una profunda revisión teológica y bíblica y creo que puede debatirse sin prejuicios a la luz del evangelio y de las necesidades de la Iglesia de hoy.

Con Miquel coincidí pastoralmente un año y medio en San Pancracio. En una época de salud delicada y tensión pastoral, él fue mi gran soporte y me ayudó a sobrellevar aquellos difíciles momentos.

He sentido mucho en el alma su pérdida. Me he quedado sin mi amigo, compañero de batallas en lo social y en lo eclesial. Miquel es alguien que ha dejado una profunda huella en mí y sentiré ese vacío. Echaré de menos su caluroso saludo, su sonrisa y su presencia afable en las reuniones del arciprestazgo. La noche que supe de su muerte, al comprender que perdía el calor de su amistad, sentí la gelidez de la ausencia. Ya no podremos volver a encontrarnos, aquí en la tierra…

Apenado por él y por su familia, recé largo tiempo. El día había amanecido frío y oscuro. Pero aquella noche sentí, desde la fe, que esa oscuridad precedía a un día claro y luminoso en el cielo. Aunque no pueda concebir ese salto desde mi razón, sí tengo una última certeza: desde el cielo nuestra amistad pasará a otra fase. Seguiré comunicándome con él, de otra manera. La amistad entre el cielo y la tierra continuará. Esa noche, rezando, sentí mis manos frías, pero mi corazón ardía porque sabía que una persona como él nunca muere del todo, y más cuando ha amado mucho y ha dejado una familia, unos amigos, una Iglesia a los que ha dedicado tantos esfuerzos.

La vida sigue más allá de nuestro tiempo y de nuestro cuerpo limitados. Cuando se ama empezamos a eternizar nuestra vida hasta el salto definitivo. Miquel, sé que velarás, sobre todo por tu familia —esposa, hijos, nietos— pero también por tus amigos, que tanto has querido, y muy en especial por los del Poblenou, que han sido tus compañeros en el campo de la evangelización. Que tu recuerdo les ayude a ser fieles a la feliz noticia del evangelio y a vivirlo como tú lo viviste. 

sábado, diciembre 09, 2017

Vivir despiertos

En el tiempo de Adviento los evangelios nos invitan una y otra vez a velar. Velad, vigilad, estad alerta. Es una invitación a vivir despiertos. Los cristianos no podemos pasar por la vida como sonámbulos, apáticos o indiferentes. Jesús nos llama a vivir con pasión, “mordiendo la vida”, entregándonos a fondo a todo lo que hacemos. Jesús muchas veces nos alerta: tenemos orejas pero no oímos, tenemos ojos pero no vemos. Esto también nos pasa a los creyentes de hoy. Venimos a misa, participamos en las celebraciones, el mismo Cristo viene ante nosotros… ¡y parece que nada suceda! ¿Tan adormecidos estamos?

Vivir despiertos es vivir atentos a lo que sucede a nuestro alrededor. Es mirar, escuchar, atender… Es ver a las otras personas, fijarnos en ellas, intentar comprenderlas y hacer algo para ayudarlas, o aumentar su felicidad. Vivir despiertos es no ignorar a nadie, especialmente a los que no tienen voz. Es mirar al pobre, al solitario, al abandonado, con ojos de Dios: ojos tiernos, atentos, comprensivos y compasivos. Vivir despiertos es conectar con los demás, conectar con Dios, expresarnos y acoger lo que los otros nos pueden decir. Vivir despiertos es entrar en comunicación.

En las parroquias es vital la comunicación. Cada semana estamos comunicando noticias a los feligreses: no son un telediario, sino una invitación a participar, porque somos una gran familia. En una familia las noticias interesan, queremos estar enterados de todo y saber qué ocurre. Los demás nos importan. En la parroquia, si realmente nos sentimos familia, hermanos de todos, también nos importarán las novedades y las escucharemos con interés. Cada semana ofrecemos la hoja. Comunicamos en misa, de viva voz; comunicamos de tú a tú, ponemos carteles en la puerta y, a los que tenéis Internet, os enviamos la web y correos electrónicos. ¡La  comunicación no falta, y muchas maneras! Quizás lo que falla a veces no es la transmisión sino la escucha… ¿Tenemos las antenas abiertas y sintonizadas? ¿Estamos abiertos a recibir? Velad, dice Jesús. Vivid despiertos. El primer paso para esto es sentirnos familia y escuchar.


domingo, noviembre 12, 2017

Cómo dinamizar la vida arciprestal - 1

Realismo pastoral


Después de treinta años como sacerdote he pasado por más de siete parroquias y he tenido la posibilidad de conocer realidades muy diferentes, según el lugar y la comunidad que me ha tocado pastorear.

Viendo los ritmos y el talante de cada grupo, veo que cada parroquia tiene su historia, su idiosincrasia y su identidad, y esto es algo que los rectores debemos aceptar. Aunque observemos aspectos que nos gustaría modificar o mejorar, no podemos cambiar a las personas de la noche al día. Muchas de ellas son personas mayores, con muchos años de compromiso parroquial, que forman parte de grupos muy consolidados, y no es fácil plantear cambios, aunque a veces sea necesario. Hay que hacerlo con mucho respeto y delicadeza, dándoles tiempo, y a veces tendremos que asumir que ciertas cosas no serán exactamente como queremos.

Necesitamos mucho realismo pastoral. Cuando uno se sumerge en la realidad parroquial, ve que las cosas son más complejas de lo que parecen, y no se puede ir con prisa ni imponiendo los ideales propios. Tenemos que ser muy tolerantes y evitar prejuicios y etiquetas. Hay parroquias que son tachadas de «carcas», o «cerradas», o «progres», o se dice que «van a la suya» y no hacen piña con otras parroquias cercanas, que no viven la diocesaneidad ni la comunión arciprestal.

Estas etiquetas nunca ayudan. Por un lado, no responden a la realidad parroquial por completo, sino a una imagen deformada y a menudo exagerada por prejuicios históricos. Por otro lado, no contribuyen a facilitar un cambio ni una mejora. La riqueza de una comunidad nunca queda encerrada ni limitada por un juicio a priori. Dicho esto, creo que, si los cambios son necesarios, el rector es el primero que ha de emprenderlos, con una pedagogía adecuada.

Creo que cada rector tiene una primera misión: consolidar la comunidad, aceptando su realidad tal como es.

El segundo aspecto, tan importante como el primero, es que la parroquia tenga clara su proyección evangelizadora hacia el entorno.

Y, en tercer lugar, es vital trabajar la unidad entre parroquias, a nivel arciprestal y diocesano, siempre partiendo de la buena fe y de la amistad y el compañerismo entre los sacerdotes responsables. Esto es más importante de lo que se suele pensar.

El cuerpo de la Iglesia


La Iglesia es un cuerpo orgánico, tal como explicaba el cardenal Jubany. Podríamos establecer una analogía con el ser vivo. La parroquia es una célula, el arciprestazgo es un tejido y la diócesis es un órgano. Todos los órganos forman el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia en el mundo.

Pues bien, si la célula está sana, podrá unirse a las otras y formar un tejido fuerte —arciprestazgos consolidados e interrelacionados—. Si el tejido está sano y bien nutrido, el órgano también lo estará. Y unos órganos sanos contribuirán a la salud de todo el cuerpo. La base, siempre, está en el correcto funcionamiento de la célula. Es decir, la salud de la Iglesia depende de la salud de cada parroquia, como unidad básica y fundamental. Si la familia parroquial no está unida, fuerte y sana, el tejido, por mucho que se quiera, no será saludable ni resistente. Aquí es donde los párrocos tenemos un papel decisivo.

Si una comunidad no se acaba de integrar en el tejido arciprestal, no siempre es por falta de voluntad de su rector. Por ejemplo, puede haber parroquias que se encuentran en el límite de un territorio y sus feligreses no se sienten parte de esa zona, por lejanía y porque su entorno vital y social es otro. A veces los límites arciprestales son un poco artificiales y no corresponden a las unidades de población que se dan de forma natural. Esto es un aspecto a tener en cuenta a la hora de trazar límites arciprestales.

La renovación de las parroquias - 1

El Padre Mallon es un sacerdote canadiense que en los últimos años ha emprendido una revolución en su parroquia. Su comunidad languidecía y necesitaba un impulso para no morir… Y lo ha conseguido. Ahora en su parroquia de San Benito de Halifax hay más de seis mil feligreses, de los cuales unos 900 están comprometidos en tareas pastorales, y 250 se reúnen en las casas para rezar, profundizar en la Biblia y vivir la fraternidad cristiana. En sus libros y en conferencias que imparte por todo el mundo el Padre Mallon explica cuáles son los secretos para convertir una comunidad agonizante en una parroquia dinámica y viva. En realidad, estos secretos no son otra cosa que volver a los orígenes: la buena nueva de Jesús.

La comunidad parroquial debe tener tres cosas muy claras:

1. Su misión es evangelizar, y esta es su identidad. Todo cuanto sirva para evangelizar debe potenciarse; lo que estorba a la evangelización debería dejarse, aunque esto suponga tomar decisiones difíciles, como cuestionar la presencia de grupos y personas que no contribuyen a esta misión, o son incompatibles con ella.

2. Id y haced discípulos míos”, dijo Jesús. Para ello la parroquia debe formar y trabajar con discípulos de Jesús, laicos y personas comprometidas que quieran asumir esta misión.

3. A veces será necesario cambiar las estructuras y la organización parroquial. Sin miedo. Todo debe estar al servicio de la evangelización. Los responsables de la parroquia son, a veces, los primeros que deben experimentar una conversión.


domingo, noviembre 05, 2017

Reflexión sobre la campaña de Germanor

No sólo se trata de dinero


Las parroquias tienen necesidades. Todos lo sabemos. Necesitan una cantidad mensual para sobrevivir y hacer frente a sus gastos, como cualquier hogar.

Pero en esta casa grande que es la parroquia vive una gran familia. ¿Cuántos feligreses somos? ¿Cuántas familias? Y la mayoría venimos, participamos y sentimos que esta es nuestra parroquia, nuestra segunda casa.

Entre todos los feligreses, tenemos recursos para mantener nuestras parroquias de sobras.

El problema no es el dinero. Hay dinero suficiente, pero ¿lo compartimos?

El problema no es la falta de recursos. El problema está en el corazón.

¿Somos capaces de dar, cada uno lo que pueda y considere, para ayudar a sostener nuestra parroquia?

Tu necesita ayuda. No nos falta el dinero. Sólo nos faltan… más corazones abiertos.

Y los tenemos. Tenemos corazones de carne, generosos y sensibles.

Colaboremos con nuestra parroquia, con donativos o haciéndonos socios. La meta: alcanzar la autofinanciación. Recordad: no estamos ayudando al sacerdote, sino a Dios, para que su Iglesia crezca.

viernes, octubre 27, 2017

La vida es hermosa...

La fiesta de Todos los Santos es una fiesta de vida y de luz. Lejos de la connotación lúgubre de la cultura tan comercial que nos invade, y que se recrea en la muerte y en lo aterrador, es una fiesta que entraña paz y alegría. El color de esta fiesta, más que el negro, debería ser el blanco luminoso.

Estamos en una época del año que, en el hemisferio norte, ve cómo avanza el otoño. La luz menguante, el frío y la caída de las hojas nos recuerdan la caducidad de la vida terrena. Pero la muerte, para los cristianos, no es un final espantoso ni una extinción total. La muerte, ciertamente, es un final de nuestro cuerpo físico. Pero no es la aniquilación de la persona. Jesús, con su resurrección, nos ha abierto las puertas a otra vida más allá de la muerte, que no podemos imaginar. Esta es la buena noticia: la vida es hermosa y su meta final no es la muerte, sino el cielo. Una dimensión donde compartiremos lugar con Dios y con todos aquellos que nos han precedido.

Jesús, en su última cena, dijo a sus amigos: A donde voy, os prepararé una morada. Quiero que estéis conmigo. ¡Qué hermoso pensar que Dios quiere que estemos con él, siempre! Es su amor el que nos da una vida eterna. Si nos ha amado tanto que ha posibilitado nuestra existencia, ¿cómo va a querer que esta se acabe?

Por eso, en clave cristiana, la muerte es un umbral, un paso de una vida a otra. Podríamos compararla a la diferencia entre la vida intrauterina de un bebé gestándose y su vida después de nacer. El parto, para un bebé, es un proceso tremendo y dramático, una especie de muerte… hasta que respira aire y empieza a vivir en ese otro mundo, inmenso y sorprendente, que forma el universo exterior a su madre. Así de inimaginable será el cielo.

Y lo mejor es que encontraremos un cielo muy poblado. Allí podremos ver y abrazar de nuevo a todos aquellos seres queridos que han muerto siendo amigos de Dios. Ellos nos esperan y nos preparan lugar. El cielo es una fiesta.

domingo, octubre 22, 2017

Necesitamos la comunidad

«La vida actual ha roto los vínculos comunitarios. La Iglesia no siempre es ejemplo de comunidad. En mis primeros años como cristiano adulto salía de la iglesia corriendo, al terminar las misas. No me interesaba involucrarme con la gente. Sólo me importaba Jesús y era todo cuanto necesitaba, o al menos eso creía. Prefería ir a la iglesia como un turista, era demasiado inmaduro espiritualmente para comprender que esta actitud es muy dañina.

Esta forma tan consumista de vivir la fe refleja la fragmentación de la Iglesia. Vivir en comunidad significa poner el bien de los demás por delante incluso de mis deseos e intereses. La vida cristiana consiste en construir la fraternidad que todos necesitamos para completar nuestro itinerario personal. Un cristiano necesita a otro cristiano que le transmita la palabra de Dios. Lo necesita, una y otra vez, cuando duda, cuando se desanima y no puede seguir adelante solo. Necesita a su hermano como testimonio y anuncio de la palabra divina de salvación.

La vida comunitaria no es un ideal de ensueño, sino una iniciación difícil en esta “realidad divina” que es la Iglesia. Los conflictos en la comunidad son un don de Dios, porque nos obligan a afrontar las diferencias. No es fácil, es un don de la gracia y esta es la belleza del cristianismo. La diversidad nos lleva a la aceptación del otro y nos ayuda a vivir formando parte de un todo orgánico, unidos en Cristo, comprometiéndonos a trabajar por el amor y la unidad.

En este mundo de hoy, cuando la luz que ilumina muchos rostros es la luz de las pantallas, el Smartphone, la Tablet o el televisor, estamos viviendo una época muy oscura. Estamos perdiendo la luz que brilla a través de la persona gracias a la interacción social. Sin contacto real con otras personas humanas, no hay amor posible.»


Reflexiones de Rod Dreher, en su libro La opción de Benito, una estrategia para cristianos en un país post-cristiano (extractos del capítulo 3). 

domingo, octubre 15, 2017

María, Pilar de la Iglesia

Hemos celebrado la fiesta de Nuestra Señora del Pilar, una advocación que presenta a María como imagen sobre una columna, tal como, según la leyenda, se apareció al apóstol Santiago cuando venía a evangelizar la antigua Hispania romana. El apóstol estaba cansado y desanimado y María le dio fuerza y consuelo para seguir con su misión.

La Virgen sobre el Pilar, más allá de la leyenda, expresa una realidad muy honda: María es el fundamento de la Iglesia. No sólo es pilar: es puerta, umbral, cuna y regazo donde el mismo Dios quiso nacer y crecer. Por ella entró Dios en el mundo, en ella se afianza su obra: la familia de la Iglesia. La madre de Dios, después de la resurrección de Jesús, se convierte en madre de todos y protectora del mundo entero.

La Iglesia hoy parece estar en crisis, al menos en occidente. Se nos vacían las iglesias, las comunidades envejecen… ¿Quién sostendrá la Iglesia? No temamos, hay un pilar muy fuerte que nos sostiene. Pero, además de María, la Iglesia necesita muchos otros pilares. Cada uno de nosotros debería ser pilar vivo de la Iglesia. ¿Cómo ser pilares? María es nuestra maestra. Solos, con nuestras propias fuerzas, podemos muy poco, o nada. Pero ella nos enseña a apoyarnos y a confiar en Aquel que lo puede todo. Llenémonos de Dios, como ella. Llevemos a Jesús en nuestro seno, como ella. Acojamos su palabra y la misión que nos propone, como ella. Entreguemos nuestro cuerpo y nuestra alma, todas nuestras potencias, para servir al reino de Dios, como lo hizo ella. Seamos humildes como ella. El alimento que nos robustecerá está en la oración y en la eucaristía. María es maestra de oración. Aprendamos, como ella, a tener tiempo para Dios cada día. Aprendamos, más aún, a convertir todo cuanto hacemos en una ofrenda sencilla, humilde, pero con mucho amor, a Aquel que todo nos lo da, que quiere salvarnos y hacernos participar en su «banquete de bodas». Con María, los cristianos formaremos bosques de pilares vivos que sostendrán esta inmensa catedral que es la Iglesia.

domingo, octubre 08, 2017

Si Jesús te lo pidiera...

Una reflexión sobre la economía parroquial


Jesús dijo que no se puede servir a dos amos. Porque, inevitablemente, vamos a preferir al uno sobre el otro. Lo dijo refiriéndose a que no podemos servir a Dios y al dinero.

Aunque no seamos muy ricos, incluso aunque tengamos poco, el dinero tiene una gran prioridad en nuestra vida. Y si no lo creemos, pensemos por unos minutos… ¿Qué nos cuesta más darle a Dios? ¿Una hora? ¿Una misa? ¿Una oración? ¿Un ayuno? ¿O… un donativo para la iglesia?

¿Qué nos duele más? ¿Que nos quiten tiempo? ¿Que nos pidan ayuda en un trabajo? ¿O que nos pidan dinero?

¿De qué nos cuesta más desprendernos? ¿Dónde se nos engancha el corazón? Jesús nos avisa: no puedes servir a Dios y al dinero. Pero sí podemos utilizar el dinero para servir a Dios, empleando una parte de lo que tenemos para la obra de Dios en esta tierra, que es la Iglesia.

Si Jesús, hoy, te hablara en tu rato de oración y te pidiera ayuda económica, ¿qué le responderías?

No ayudes porque lo pide el párroco, ni porque otros lo hacen, por quedar bien o porque te sientes obligado. Hazlo por amor a Jesús. Recuerda sus palabras: «un solo vaso de agua que deis, por amor a mí, no quedará sin recompensa». Cualquier donativo que des, si lo haces por amor a él, quedará anotado en el cielo.

¿No crees que cuando se pide ayuda desde la parroquia es el mismo Dios quien te la está pidiendo? A Dios le gusta hablar por medio de voces humanas y, muchas veces, por medio de los sacerdotes, de la Iglesia.

Hazlo por amor. Hazlo por Jesús. Las personas pasamos, pero todo aquello que hacemos en la tierra, por él, queda inscrito en la memoria del cielo.

domingo, octubre 01, 2017

Caminar juntos

Empezamos un nuevo curso pastoral. Y lo hacemos con una fiesta, la eucaristía, el encuentro semanal que nos reúne a toda la comunidad.

Os invito a todos a vivir a fondo este nuevo curso con una mayor consciencia de ser familia de Cristo. No estamos solos. No practicamos nuestra fe de manera individual y privada. De la misma manera que no podemos nacer ni crecer sin el apoyo de los padres, la familia y la sociedad, tampoco podemos crecer en la fe si no la vivimos en comunidad.

La misa no es un ritual para uno mismo, ni una obligación individual. La eucaristía es un ágape comunitario. Jesús no se nos entrega en solitario, sino a todos. Cuando comulgamos, este mismo Cristo, que viene a mí, está también en los demás.

Más allá de los vínculos que unen a las familias de carne, a los cristianos nos une algo mucho más grande: el mismo Jesús, su vida, su amor. Esto sólo tendría que bastar para afianzar la amistad y la solidaridad entre nosotros. Así lo vivían los primeros cristianos. Las gentes que los veían decían: ¡Cómo se quieren! Cómo se ayudan. Cómo socorren a los más pobres y vulnerables. ¿Por qué hoy no dicen lo mismo de los cristianos? Las gentes del barrio, de la ciudad, ¿podrían decir lo mismo de nuestra comunidad parroquial?

La parroquia es mucho más que este hermoso patio, este templo, estos edificios. La parroquia, en realidad, no es esto: la parroquia está hecha de piedras vivas, todos los que, cada semana, llenamos el templo y la capilla. Entre todos formamos parte del cuerpo de Cristo, vivo, aquí, en el barrio y en Barcelona. ¿Estamos de verdad unidos? ¿Damos testimonio?

Empecemos este curso caminando juntos. Cada parroquia o movimiento tiene su calendario anual. Es nuestra agenda, un calendario para vivir nuestra fe en comunidad durante todo el año. Es importante conservarla con cariño e incorporar los eventos señalados como parte de nuestras agendas y nuestra realidad de cada día.

lunes, septiembre 25, 2017

La renuncia

Este verano he tenido la oportunidad de leer una novela que quiero comentar y recomendar por la actualidad de su tema y por la hondura de las reflexiones que propone. Su autor es un sacerdote y misionero amigo mío; actualmente vive en Colombia, donde ejerce su ministerio pastoral. 

La renuncia de Benedicto XVI al papado en 2013 fue un acontecimiento que no sólo conmovió a la Iglesia, sino que levantó polvareda en todo el mundo. No se conocía otro caso, excepto el de Celestino V, papa de finales del siglo XIII que venía de la vida eremítica, ocupó la sede petrina durante unos meses y al poco tiempo abdicó. ¿Por qué Celestino quiso renunciar? ¿Cuáles fueron sus verdaderos motivos?

En su novela La renuncia, Martí Colom apunta posibles respuestas. Se trata de un relato espléndido, escrito con prosa enérgica y elegante, donde se entrelazan dos historias aparentemente muy distintas: la del viejo ermitaño Pietro de Morrone, nombrado Celestino V como papa, y la de Marcos Terrero, un dominicano superviviente de la guerrilla y exiliado durante años en París, donde ejerce como profesor de historia medieval. En el relato aparecen personajes históricos como el rey Carlos de Nápoles, el cardenal Gaetani, futuro papa Bonifacio VIII, y el filósofo y teólogo mallorquín Ramón Llull, con su audaz propuesta de evangelización, así como el coronel Caamaño, jefe militar de la oposición a la dictadura del presidente Balaguer.

A veces, las decisiones más valientes son las más incomprendidas. Y lo que parece un fracaso es un triunfo de la voluntad y la fidelidad a los propios principios y valores. En esta historia, donde las intrigas por el poder chocan con los anhelos más genuinos de sus protagonistas, Martí Colom propone una reflexión muy profunda sobre la Iglesia y su misión, pero también sobre la autenticidad humana y el valor de las decisiones personales.

«¿Cuál es el peor pecado de los hijos de la Iglesia? ¿Y nuestro mayor error? ¿Y nuestro olvido más grave?» Martí Colom no duda en afrontar las flaquezas y los errores de la Iglesia, en el pasado y en el presente, con diálogos jugosos entre sus personajes y discursos que no dejan al lector indiferente. «La barca, la Iglesia, que es algo santo y necesario, a veces también puede ser aquello que, a causa de nuestro propio deseo de seguridad, nos encarcele.» En la línea del papa Francisco, Colom cuestiona el anquilosamiento de las instituciones eclesiásticas y la búsqueda de falsas seguridades en la autoridad, las riquezas y la pompa, lejos del evangelio y de los pasos de Jesús.

En una sociedad que deifica el éxito, Colom escribe frases que impactan al lector e invitan a una relectura pausada: «…nos salva el amor, la ambición nos condena. […] Y el verdadero éxito no es conseguir todo lo que soñamos, o la vida inmaculada, perfecta (inalcanzable) de que me hablabas… sino acertar en nuestros sueños, dotarlos de ternura

En definitiva, es una lectura absolutamente recomendable, de estas que dejan poso, te hacen replantearte cuestiones muy vitales y se terminan con el deseo de volverla a leer, saboreándola despacio.

lunes, septiembre 11, 2017

El mal disfrazado de bien

La teología cristiana afirma la existencia de un ente maligno al que llama Satán o diablo. Esto ha impregnado la cultura religiosa y la piedad popular, en algunos casos de forma exagerada. Y es verdad que él nunca para y siempre está al acecho para hacer naufragar a mucha gente, o desviarla, haciéndole perder su rumbo moral. De hecho, hay una consciencia alerta, en muchos cristianos, de los constantes ataques del diablo. Sobre esto querría hacer algunas consideraciones.

El diablo tiene muchas formas de manifestarse en los diferentes ámbitos. Pero mucha gente tiene conceptos un poco equivocados. Por ejemplo, hay quienes piensan que los ateos son legiones de personas conquistadas por el demonio. Si entramos en teología, la fe es un don de Dios, y el hecho de no tenerla no quiere decir que una persona esté atrapada por el diablo, y menos que se convierta en una manifestación de este. Pensar así es una auténtica barbaridad, porque Dios ha hecho libre a la persona para que tenga la capacidad de decidir, y no se puede abrazar la fe si no es desde el don de la libertad. Dios siempre respeta la libertad que nos ha dado a todos, para que libremente elijamos. De no ser así, estaríamos destruyendo uno de los fundamentos de la fe cristiana. 

Tampoco podemos quedarnos con las escenas morbosas e impactantes de las posesiones, como vemos en el cine. Reducir la presencia del diablo a síntomas como cambios en el rostro y el lenguaje, ruidos guturales y ojos salidos de sus órbitas también es insuficiente, porque aparte de las posesiones demoníacas, él tiene otras estrategias para debilitar, no tanto al que está fuera de la Iglesia, sino al que está dentro.

Los disfraces preferidos del diablo


Hoy muchas personas se quedan sólo con las manifestaciones sobrenaturales del demonio, que cambian la psique del poseído, cuando lo más común es que el demonio utilice tácticas mucho más sutiles y de mayor alcance. Podríamos afirmar que el campo preferido para su acción destructora es la misma Iglesia, y las personas diana de su ataque somos los llamados creyentes, incluso los que estamos más comprometidos. 

¿Cómo detectar esa presencia maligna tan sutil e insidiosa, que lentamente hace estragos dentro de las mismas comunidades? 

Al diablo le gusta disfrazarse. Y esto lo saben todos los santos. ¿Sus disfraces preferidos? El disfraz de devoto, de místico, de teólogo. Un disfraz de «buena persona», de perfecto ciudadano, incluso de activista humanitario. San Juan de la Cruz señala otro: el demonio se suele disfrazar de «ángel de luz».

Pero hoy quisiera centrarme en otra forma que tiene de infiltrarse en nuestras vidas.

Escondiéndose detrás de la «verdad»


Hay quienes quieren imponer su voluntad en un grupo. El poder, el afán de control y la difamación forman parte de la estrategia diabólica, cuya finalidad es envenenar las relaciones y destruir a las personas. Para lograrlo estas personas utilizan unas formas que, aparentemente, son de indudable moralidad y, sobre todo, de una incuestionable religiosidad. Están por la labor de defender la doctrina y las verdades de la fe, y se mostrarán intachables en su conducta. Poco a poco, de manera casi imperceptible, van socavando el corazón de la comunidad, mientras consiguen el reconocimiento de los demás. Como se consideran moral y religiosamente mejores, emiten juicios letales sobre las personas que no piensan ni actúan como ellos. Se valdrán del descrédito y generarán correveidiles en su entorno social para ir manchando la dignidad de sus víctimas. Jugarán con una sutileza increíble, entre la verdad y la mentira, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre los sentimientos de bondad y la dureza sin paliativos, todo con el pretexto de salvar almas. Se mueven entre la oscuridad y la luz, entre lo claro y lo ambiguo, entre el celo apostólico y la autosuficiencia espiritual. De estas actitudes no están exentos ni los laicos ni el clero.

Este tipo de personas suelen mostrar un concepto equivocado de Dios, ya sea por su educación o por su perfil psicológico, tendente a sobrevalorar una autoridad jerarquizada basada en la religión del miedo, el castigo y la obediencia. Desfiguran el rostro misericordioso de Dios Padre y se aferran a una visión fundamentalista de la fe, que todo el mundo tiene que acatar si no quiere ser señalado o maldecido. Ven a Dios como un juez justiciero, con su espada levantada para someter a sus criaturas. La religión se convierte en una relación de sumisión, privada de libertad, que despoja al hombre de todo vínculo de amistad y afecto. Utilizan las palabras de las Sagradas Escrituras para condenar en nombre de Dios y se sienten en posesión de la verdad. Defienden su seudo-verdad minando la buena fama de los que no piensan como ellos.

Esta es la jugada más inteligente del demonio: utilizar la palabra de Dios como espada. El talibanismo dentro de la Iglesia es también presencia maligna, porque le ha quitado el corazón a Dios y le ha puesto una guillotina. A esto se le puede llamar sacrilegio. Ya no es sólo utilizar el nombre de Dios en vano, sino utilizarlo como arma ideológica que justifica la muerte.

domingo, julio 02, 2017

Encuentro con el papa Francisco

A las 6.30 de la mañana ya estaba en la puerta Pablo VI, por donde se accede a las dependencias de Santa Marta, donde el Papa ha decidido vivir, renunciando a las estancias papales del Vaticano. Cuando lo resolvió comentó que prefería vivir rodeado de sacerdotes y que vivir solo en la mansión no era bueno para él, psicológicamente. Esta afirmación sorprendió a muchas personas, en su momento.

El día había amanecido nublado. Pero las nubes no podían apartar la alegría que sentía ante la gran oportunidad que se me había brindado. Más allá de las nubes, el sol hacía posible el nacimiento de un nuevo día que nunca olvidaré en mi trayectoria sacerdotal. Estrechar la mano de un pontífice, recibir su cálida mirada, todo esto iluminaba mi corazón.

Me dispuse a pasar por los controles pertinentes y a identificarme en la lista que los guardias suizos tenían. Elegantes y amables, nos indicaron, a mí y a un nutrido grupo de sacerdotes y laicos, el camino hacia la capilla de Santa Marta, donde el papa celebra misa cada día a las 7 de la mañana. En el rato de espera, surgieron espontáneamente las conversaciones entre los que íbamos a visitar al papa. Había cuatro sacerdotes diocesanos pertenecientes al Opus Dei, de la Santa Cruz, incardinados en la diócesis de Navarra y a punto de iniciar su labor en diferentes parroquias. Todos ellos vivían en comunidad. Había otro sacerdote chileno, dos africanos, un italiano y un prelado, y yo que venía de Barcelona. Después de un rato de charla amical nos hicieron pasar a la sacristía, donde nos revestimos con nuestras albas a medida y, para guardar la armonía en la vestimenta litúrgica, nos dieron unas estolas del mismo estilo y con dibujos similares. Eran las 6.55 de la mañana y nos encaminamos, en fila, hacia la capilla. Concelebramos desde el primer banco, ya que es un espacio un poco pequeño para tantos sacerdotes alrededor del altar. Mientras caminaba por el pasillo pensé con emoción que se acercaba el momento de ver un sueño cumplido. La serenidad y la elegancia, junto con la sobria decoración y el ambiente devoto nos llenaron de paz. Al entrar en la capilla nos envolvió la música de un piano que sonaba. La misa comenzó muy puntual a las 7.

El papa salió de otra sacristía anexa a la capilla, solo. Con paso lento, pero decidido, besó el altar con mucha unción y durante unos segundos nos miró a los asistentes, con una expresión cálida en el rostro. Luego inició la eucaristía. Su voz era clara, su tono profundo y suave. Todo fluía de manera armoniosa. Como buen jesuita, el papa vivía con serena intensidad los ritos. Se notaba que es un hombre que ha puesto a Cristo en el centro de su vida y que la eucaristía es, para él, un encuentro cumbre en su ejercicio pastoral. Cuando llegó a la homilía, su voz cambió. Del tono calmado y suave pasó a una voz potente y nítida. ¡Cuánta energía de buena mañana! Predicó con convicción y apasionamiento. Afloró en él su volcán interior a la hora de comentar el texto evangélico de Marcos: «Dad al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios» (Marcos 12, 13-17). En tono exigente, recio y penetrante, nos advirtió sobre la hipocresía que abunda en la Iglesia, en las parroquias y en los movimientos. Es un pecado grave, insistió con fuerza, y las actitudes falsas son un veneno que mata. Las palabras salían con rotundidad de su boca. Nos alertaba a no caer en esa actitud tan extendida, con un lenguaje directo, claro y vivencial. Como buen predicador y literato, estructuró muy bien la homilía, comentando cada frase del evangelio. No dejó indiferente a nadie. Su calidez, a la par de su capacidad de penetración moral y psicológica, es impresionante. El papa supo sacudir a fondo nuestra conciencia espiritual, desmenuzando el texto con claridad meridiana y extrayendo consecuencias para nuestras vidas. Diez minutos fueron suficientes para producirnos un vuelco en el corazón, llamándonos a vivir la coherencia evangélica. Fue una delicia escucharle, un regalo aprender de él, oírle directa y personalmente, con ese deje argentino en el habla, que suena como música agradable y simpática, pero no menos profunda y certera.

Sí, estaba emocionado. Concelebrar con el papa era un regalo que me hacía la Providencia. Su voz recia, su presencia corpulenta, ladeándose ligeramente al desplazarse, me hizo intuir el enorme peso que carga a sus espaldas: la Iglesia, con todos sus desafíos y dificultades. El papa sabe que está en la diana, en el centro de la radicalidad evangélica. Durante su predicación sus ojos castaño oscuro brillaban, manifestando una coherencia llevada al límite. Aunque reciba tantas críticas, desde posiciones diversas y contrarias, él se agarra bien fuerte a la cruz de Cristo. Así es como dialoga con todos los gobernantes, políticos y líderes religiosos, tanto los que lo aceptan como los que no, incluso dentro de la misma Iglesia católica. Como decía una amiga, el papa Francisco es un huracán y a la vez es un bálsamo, que a veces nos llama a desinstalarnos de nuestros propios criterios y a vivir y caminar con Cristo hasta el martirio, dando la vida. Él ya está viviendo ese martirio. Hay lenguas furiosas que están manchando su ministerio papal, él sabe que es un precio que tiene que pagar por hacer tambalearse unas estructuras anquilosadas con esa frescura pentecostal que le caracteriza. El papa Francisco es viento que sacude desde adentro las puertas de la Iglesia.

Seguimos con el ofertorio. De nuevo cambió su tono de voz. Fue una misa muy vivida, también por el resto de mis compañeros, que la seguían muy atentos y felices. Litúrgicamente fue una belleza. Todo se hizo tal como dispone el ritual, pero con una naturalidad quizás inesperada. El papa se sale de la rigidez, mira directo a los ojos, habla con una voz normal, no impostada, y utiliza un lenguaje que se escapa de la mera puesta en escena. El papa huye de una imagen hierática y medieval: se sabe pastor de un gran rebaño, servidor del pueblo de Dios, un auténtico pescador de hombres.

El momento decisivo 


La misa duró 35 minutos. Un fragmento de tiempo que quise saborear poco a poco, por la densidad de cada instante. Quizás me hubiese gustado alargar más esos preciosos momentos litúrgicos. Lo bueno siempre sabe a poco, pero no deja de ser bueno. Al acabar, volvió a sonar el piano y salimos en procesión, atravesando el pasillo lateral de la capilla hacia la sacristía. El ambiente era cálido y se respiraba emoción. Después salimos a una sala de recepción donde el Santo Padre nos estaba esperando, con semblante cordial y amable. Fuimos pasando uno a uno para saludarle. Él fue acogiendo y escuchando a cada sacerdote y a algunos matrimonios y laicos.

Cuando me acerqué a él sentí una profunda emoción. Nuestras miradas se cruzaron y nos alargamos la mano. Él la tenía fuerte y me apretó con solidez. Le dije mi nombre, de dónde venía y le expliqué brevemente mi actividad en la parroquia de San Félix. Le regalé mi libro de homilías, La suave y penetrante palabra de Dios. Lo tomó con agrado. También le regalé Mujeres de Dios, escrito por una catequista de mi comunidad. Atento, el Papa me escuchó sin prisa mientras yo le explicaba. Su mirada sola ya me hablaba, y yo disfruté ese momento. Sentía calidez y seriedad en su mirada, acogía mis palabras con delicadeza y observó los libros, fijándose con cierta sorpresa en los títulos. Fueron cinco minutos densísimos en los que mi corazón ardía. Recordé cuando, con 18 años, dije sí a Dios, a mi vocación sacerdotal. Pasados más de cuarenta años, estaba ante el vicario de Cristo en la tierra. Emocionado ante su silencio atento, esos instantes bastaron para reafirmar mi vocación sacerdotal delante de él. Sentí que una gran fuerza interior salía de mi corazón. Estreché las manos de un papa que ama el sacerdocio, la Iglesia, Cristo y María, un papa que está dispuesto a todo por encontrar nuevas maneras de evangelizar en una cultura y una civilización que vive al margen de Dios, un auténtico apóstol. Nos miramos con profundidad y, con esa elegante actitud de escucha y acogida culminó nuestro encuentro con una cálida sonrisa y un apretón de manos.

Estuve ante el papa. Pese al tiempo limitado, durante los minutos que me dedicó no hubo ninguna barrera, todo fue espontaneidad y una cordialidad natural. Lo impresionante fue verle tan humilde, tan cercano. Ni siquiera seguía un protocolo de acogida. Daba una imagen refrescante, próxima y serena. Un papa que se sacude tanta pompa, tanto lastre histórico, tanta estructura que en ciertos momentos esterilizó a la Iglesia alejándola del evangelio. Sentí que el papa tiene muy claro que no se dejará atrapar por el peso de tantas épocas oscuras de la Iglesia, por las barbaridades cometidas en nombre de Dios. Recordé a Juan Pablo II, tumbado en el suelo del Gólgota, pidiendo perdón por los errores milenarios de la Iglesia. El papa ya no recibe desde un trono, como antes del Concilio Vaticano II. Poder acceder a él con toda naturalidad, y que él te escuche, refleja un papa que está recuperando lo genuino de su misión, que es ser pastor de la Iglesia universal, capaz de pararse y escuchar a los párrocos que guían a sus fieles hacia Jesús con todo su esfuerzo.

Todo fue precioso, denso, bello, cálido. Mi débil retina no olvidará nunca ese don que Dios me regaló y que me espolea a seguir siendo un entusiasta y un enamorado de la misión que me ha encomendado: ser imagen de Cristo en medio del mundo.

El encuentro con el papa Francisco ha sido aliento y soplo para seguir siendo fiel a mi sacerdocio. Sigo caminando hacia la plenitud de una vocación en la que el tiempo, la edad y los problemas no restan gozo ni alegría a la primera llamada. Sólo quiero seguir sirviendo al Señor y que él me siga dando la fuerza para mantenerme firme en mi cometido.