lunes, septiembre 27, 2021

50 años después, una primavera en otoño


Hoy, día 25 de septiembre, he asistido a un aniversario de 50 años de ordenación de tres sacerdotes, con una larga experiencia pastoral. Sacerdotes ancianos, que lo han dado todo, sus historias son fascinantes y revelan una entrega sin regateos: a lo largo de estos 50 años, se han desvivido por completo y su amor al sacerdocio no sólo ha sido total, sino manifiestamente fecundo.

La parroquia estaba llena. La celebración ha sido exquisita, profunda, y se respiraba un ambiente de alegría, acogida y humildad. Los tres, con su talla humana, intelectual y religiosa, desprendían hondura y auténtica pasión por su ministerio. Sus palabras han estado llenas de sabiduría; su mensaje, certero, y su testimonio, vigoroso. La homilía también revelaba una gran formación pastoral y teológica, radicalidad evangélica y gratitud por el don del ministerio. Los tres han vivido este regalo con lucidez y agradecimiento, testimonios vivos de un estilo novedoso de ejercer el sacerdocio. 

Se podía percibir entre ellos el perfume de la amistad y de un compromiso sólido de muchos años.  Conscientes de la importancia de su misión, todos han dejado una huella muy profunda allí donde han ejercido su labor como rectores de diversas parroquias.

Impresionaba verlos tan firmes, con ese enorme bagaje acumulado en sus vidas, tan ricas espiritualmente e intensas pastoralmente. Impacta y emociona ver tres vidas dedicadas al Señor y a su Iglesia; tres vidas desbordantes e incansables en el anuncio de la buena nueva; tres vidas de una generosidad sin límites; vidas volcadas a la construcción del Reino; vidas fieles, que también han sabido abrazar el sufrimiento y la incomprensión. Vidas alegres, creativas, entusiastas; vidas de oración fecunda y de continuos retos en su labor, con sus carismas especiales de evangelización en el mundo de la cultura y los medios de comunicación, así como un deseo ardiente de trabajar por la paz.

Aunque ya jubilados de sus responsabilidades y cargos, sus almas siguen vibrando pese a la vejez. Su tenacidad va más allá de los límites físicos. Por un lado, irradian una fuerza y una frescura extraordinarias. Por otro, la fragilidad de unos cuerpos que van reduciendo su movilidad y su energía indica que ya están entrando en una fase más contemplativa. Su fecundidad será más interior, actuarán más como consejeros y maestros, desde la discreción. Ya no tendrán un protagonismo hacia afuera, sino un crecimiento más profundo hacia adentro. Así se veía en el mayor de todos ellos. De la pastoral activa pasarán a la pastoral de la presencia. Del trabajo vertiginoso a ser misioneros del sosiego y la calma, de la no-prisa. En esta última etapa de su sacerdocio ahondarán más en el valor del silencio y la escucha. Es un gran momento para mirar hacia atrás con enorme gratitud, abrazar con paz los límites del presente y abandonarse en manos de Dios, con la conciencia plena de que están avanzando en el camino de encuentro con Aquel que ha sido la raíz y que ha sostenido el regalo de su vocación sacerdotal; Aquel que está en el origen de un proyecto soñado para ellos; Aquel que es la fuente de la perpetua alegría.

Me he conmovido viéndolos a los tres, con otros quince sacerdotes que los acompañábamos, arropándolos y dando gracias a Dios por su fecunda tarea pastoral.

He tenido la suerte de haberlos conocido recién ordenados, con una enorme energía vital en los comienzos. Ellos tres han seguido mi trayectoria y estuvieron en mi ordenación sacerdotal. Para mí han sido grandes maestros y pastores, que me han ayudado a crecer como persona y como sacerdote. Por eso he dado muchas gracias a Dios por ellos y por permitir que, misteriosamente, nuestras vidas se cruzaran cuando yo era un joven con inquietud vocacional. Hoy ha sido un auténtico deleite espiritual que me ha hecho ser más consciente de cómo Dios va tejiendo un plan personal que poco a poco converge en un proyecto común, hasta que se produce el momento histórico del encuentro.

domingo, agosto 08, 2021

La llamada, un vuelco en mi vida

Delante de San Ramón de Peñafort, donde fui llamado (agosto 2021)
Fue un domingo de verano del 1974. Tenía dieciocho años, toda una vida por delante. Ese día quedé con un sacerdote, responsable de la catequesis y el grupo de jóvenes de un pequeño santuario vinculado a la parroquia de Santa Eulalia de Vilapicina.

Llegué al santuario invitado por una amiga inquieta, que se estaba planteando hacerse monja carmelita. La conocí a través de una amiga de mi hermana Carmen. Vivíamos muy cerca de esta ermita, y ella me invitó a conocer al sacerdote responsable de la pequeña comunidad, en el barrio de Vilapicina de Barcelona. Me acerqué y expresé mi deseo de integrarme en el grupo de jóvenes. Fue así como conocí al padre Agustín Viñas.

Llevaba el grupo de jóvenes una extraordinaria catequista, llamada Conchita Nevado, de origen asturiano. Solíamos hacer excursiones, colonias y campamentos, y me metí de lleno en la vida del santuario. Fue una experiencia intensa que me ayudó a orientar mi vida cristiana durante la adolescencia, despertando en mí enormes interrogantes sobre Dios y el sentido de la vida. Tenía entonces dieciséis años y buscaba referentes y respuestas a todas mis preguntas. Siendo de carácter tímido y discreto, supuso para mí un gran esfuerzo por abrirme y compartir mi vida interior con otros jóvenes. Este encuentro y aquel entusiasta sacerdote me abrieron todo un mundo de experiencias. Aquellos momentos serían decisivos, pues empezaba a gestarse un proyecto que cambiaría mi rumbo. Todo germinaba lentamente en mi corazón. Ante las ansias de una búsqueda discreta comenzaba a iluminarse un nuevo horizonte. Todo emergía en medio de una adolescencia llena de incertidumbre. También sentí algo de miedo, porque empezaba a vislumbrar algo diferente que nunca pensé que ocurriría.

Camino hacia Alella

Aquel primer domingo de agosto, el día 4, fiesta del santo Cura de Ars, todo empezó a cobrar sentido, pese a mis temores. Le dije al sacerdote que me gustaría hablar con él, tenía dudas, preguntas e inquietudes. Ese día salimos los dos hacia Alella, un pueblo en el Maresme barcelonés. Fuimos en una vespa de color azul intenso. Era domingo, el sol lucía en un cielo luminoso y sus rayos caían con intensidad.

En Alella, después de desayunar con una familia amiga del padre Viñas, estuvimos jugando al tenis. Él era delgado, fuerte y de largas extremidades; con sus recias manos y brazos, golpeaba la pelota con fuerza. Yo era un adolescente aún más delgado y era la primera vez que jugaba al tenis. Como podéis suponer, no daba pie con bola.

Pero después estuvimos hablando, mientras paseábamos, y fue un rato entrañable, donde pudimos tratar de muchas cosas.

Fuimos a comer a casa de otros amigos del padre Agustín, una familia que formaba parte del grupo de matrimonios que él llevaba. Recuerdo que hicieron una jugosa y rica paella que me sentó de maravilla después de pasar una hora pegando a la pelota.

Era una familia amable y acogedora, y muy comprometida como cristianos. En la extensa sobremesa, tuvimos una larga conversación sobre las tareas pastorales del padre Agustín y la aportación que la familia cristiana puede hacer a la vida de la fe en las comunidades. Era una auténtica delicia oírlos, y yo estaba ávido por escuchar y aprender. En los dos años que llevaba yendo al santuario sentía que iba creciendo cada vez más en el conocimiento de mí mismo y de la realidad, y me iba abriendo a lo nuevo.

La llamada

El padre Viñas tenía que celebrar misa en San Ramon de Peñafort, en Barcelona, a las 7 de la tarde. Así que regresamos en la vespa y llegamos a la Rambla de Catalunya. La dejamos aparcada cerca y seguimos caminando hasta la iglesia. Yo estaba contento: había sido un día intenso, bonito. Pero aún no sabía que aquellas siete horas que había pasado con el padre Agustín cambiarían radicalmente el rumbo de mi historia.

Antes de entrar en la parroquia, él me preguntó a qué aspiraba yo en mi vida. E inmediatamente añadió: ¿Has pensado alguna vez ser sacerdote?

Yo le dije que deseaba ser un buen cristiano. Nos despedimos, me dio un abrazo y entró en la iglesia.

Eran las siete de la tarde y me quedé solo, en medio de los transeúntes que subían y bajaban por la Rambla. Recuerdo que un gran manto de nubes oscuras cubrió el cielo y bajé hasta la Plaza de Catalunya, pensativo e inquieto, con una mezcla de alegría y temor que me invadía. Claro que deseaba ser un buen cristiano. Lo que nunca me había planteado era si quería ser cura.

Empezó a lloviznar, mientras algunos relámpagos iluminaban el cielo oscurecido. Se avecinaba una tormenta de verano y un fuerte viento se desató. También en mi interior tronaban las preguntas. Después de un día soleado, que me había llenado de alegría, un huracán me sacudió por dentro.

Después de la tormenta

En mi familia no había tradición alguna de personas religiosas o consagradas. Su fe era como la de muchos: cumplir lo justo. Eran muy buenos, pero alejados de la piedad cristiana. Algunos, más bien críticos con la Iglesia. En medio de la tormenta y en el anonimato de las gentes que iban y venían, la gran cuestión vital se abría paso. Era una llamada, y me daba pánico contestar, por las enormes implicaciones que esto suponía.

Absorto en mis pensamientos, cogí el metro hacia Virrey Amat, para volver a mi casa, con mi familia, en la calle Greco.

Aquella tarde hizo tambalearse los cimientos de mi vida. Era un joven que estaba descubriendo, en el santuario, la belleza del amor en la imagen de aquel joven sacerdote, enamorado de su ministerio. Por la noche, descansando en mi habitación, con una inesperada paz interior, le dije al Señor que sí. Me abría a su plan de ser sacerdote. Ya no me importaban mis miedos. Dios me había llamado, no podía decirle que no. Le pedí que me ayudara, que era un desastre de adolescente, pero con él no temía nada. Estaba dispuesto a todo y a mantenerme firme. Aquella noche, en la profundidad de mi alma, se hizo de día. De madrugada, una calma invadió mi ser. Me sentía feliz porque Dios me llamaba a una gran aventura, desconocida para mí. El 30 de agosto de aquel año cumpliría dieciocho. Al día siguiente, mi vida ya era otra: Dios había logrado fascinarme y estaba enamorado. Me sentía suyo, para siempre. Todo cambió aquel 4 de agosto a las 7 de la tarde. El día 11, una semana después, fiesta de santa Clara, le comunicaría mi respuesta al Padre Viñas. Y sería el 4 de octubre, día de san Francisco de Asís, cuando inicié mi formación vocacional hacia el sacerdocio.

De esto han pasado 47 años. El 7 de marzo hizo 34 que me ordené. Doy gracias a Dios por el don del sacerdocio y por todo lo que he recibido a lo largo de mis años de ministerio, de tantas personas.

domingo, agosto 01, 2021

San Félix, pasión por Cristo


Nació en el norte de Africa, en la ciudad llamada Scilitana, donde hoy está Túnez.

De joven estudió lenguas y filosofía, y fue en su época de estudiante cuando conoció a los cristianos y se convirtió a la nueva fe que se iba expandiendo por el Imperio Romano.

Lo dejó todo, familia, trabajo, hogar y patria, para ir a apoyar a los cristianos de la Hispania Tarraconense, que entonces estaban sufriendo una despiadada persecución por decreto del emperador Diocleciano. Viajó por mar hasta las tierras catalanas para animar y dar fuerzas a las comunidades de Girona.

Tras un tiempo de intensa evangelización, San Félix fue detenido por las autoridades romanas y sufrió toda clase de vejaciones y torturas, hasta llegar a dar la vida por su fe. Padeció hasta el límite, sin importarle perderlo todo, porque para él Cristo era su gran perla, su riqueza y su amor. La vida, sin él, carecía de valor.

El gobernador romano le ofreció toda clase de comodidades, cargos y favores si renunciaba a su fe. Félix pudo gozar de una vida larga y próspera, viviendo en palacios y sin sobresaltos si hubiera elegido adorar al emperador y a los dioses romanos. Pero se mantuvo firme y prefirió pasar por las torturas y el dolor más insoportable antes que traicionar a Jesús. Aún en los peores suplicios, azotado, ensangrentado, casi sin fuerzas, resistió con firmeza, erguido y sin doblar la rodilla ante el tirano. Ni el zarpazo de la muerte lo detuvo: esperaba encontrarse, definitivamente, con su Señor.

La alegría del encuentro con Cristo era mayor que todo el sufrimiento que estaba soportando. Cuando falleció, exhausto, lo hizo con una gran certeza en su corazón: que la semilla de su martirio había de dar su fruto.

El universo se encoge ante un alma tan grande, que no tiembla ante la impotencia y que está dispuesta a morir por Aquel en el que cree y al que ama. Félix se unió al sufrimiento y martirio de Cristo con total abandono en Dios. Por eso participa, como tantos otros, de la gloria de Dios.

Los mártires, hoy

Los mártires nos recuerdan que, en un mundo descreído y autosuficiente, si queremos vivir una íntima amistad con Dios, hemos de responder con firmeza, valentía y coraje sin esconder nuestra fe. No estamos en aquel momento histórico de los primeros siglos de la Iglesia, en que los cristianos eran arrojados a los leones. Hoy, al menos en los países democráticos, más o menos se respeta la libertad religiosa y no se encarcela a nadie por ser cristiano. Pero sí es verdad que en algunos países del mundo se muere por ser cristiano, y las iglesias sufren ataques y destrucciones violentas. El cristianismo es la religión más perseguida del mundo. No podemos quedarnos indiferentes cuando hermanos nuestros de otros países están sufriendo tanto. San Félix no se hubiera quedado impasible.

En Occidente se vive otro tipo de persecución: mediática, social e incluso política. Los valores de la Iglesia se menosprecian o se atacan; no se respeta nuestra fe y se ridiculizan nuestras creencias.

Una fe nacida de una persecución es recia, vital. Una fe que brota del sufrimiento y del testimonio, que ha sido probada hasta el límite, hasta dar la vida, no podemos dudar que sea auténtica, firme y sólida.

Aquellos cristianos tenían un entusiasmo tan extraordinario que sólo puede entenderse sabiendo que tenían una certeza: que Jesús resucitado estaba con ellos. De aquí la intrepidez de aquellos judíos y gentiles de las primeras comunidades. ¿De dónde sacaban su fuerza expansiva, su vigor, su capacidad organizativa para anunciar la buena nueva, a tiempo y a destiempo? Sólo era posible a partir de un auténtico gozo pascual, una vivencia real de la presencia de Cristo en medio de ellos.

Sin esta experiencia personal y comunitaria, difícilmente nuestro mensaje llegará con la misma onda expansiva a todos aquellos que, hoy, viven a nuestro alrededor. El mundo de hoy sufre un gran vacío y desorientación. Lo sucedido en los dos últimos años ha contribuido a fragmentar la sociedad y encerrar a las personas en sí mismas, en sus miedos y soledades. Los cristianos tenemos mucho que decir y mucho que hacer. Pero hoy, todo ese entusiasmo creativo parece que se nos ha apagado. Vivimos de una herencia cultural y religiosa que poco a poco ha ido perdiendo vitalidad. Hemos olvidado que cada nueva generación debe ser convertida. Cada nueva generación ha de conocer y enamorarse de Cristo, debe encender una llama y mantenerla viva con el mismo esfuerzo y alegría con que los primeros la llevaron por todo el mundo. Los mártires de los primeros tiempos, como San Félix, nos recuerdan que tenemos esta hermosa y gran misión.

domingo, abril 11, 2021

Llamados a vivir resucitados


La liturgia cristiana tiene su culminación en el Triduo Pascual. Son los días más importantes del año, ya que en ellos celebramos lo fundamental de nuestra fe cristiana: la muerte y resurrección de Jesús.

Durante todo el tiempo de cuaresma nos hemos ido preparando para vivir el hecho que fundamenta nuestra fe. El domingo de resurrección iniciamos una larga etapa pascual: Jesús está vivo y presente en la Iglesia y en cada uno de nosotros.

La comunidad cristiana de San Félix hemos tenido en esta Semana Santa unas bellas y profundas celebraciones litúrgicas que han ido subiendo en intensidad espiritual.

Vía Crucis

El Vía Crucis, una oración meditada de la Pasión de Cristo, nos ayuda a ahondar en el misterio del dolor y la muerte de Jesús. Para los cristianos ha de ser un toque moral y espiritual que nos lleve a profundizar en el sufrimiento del mundo y, en especial, de aquellos que están al margen de la sociedad: colectivos descartados que, por su situación de herida sufren aún mayor dolor. Estamos llamados a responder con una actitud generosa a mitigar el dolor que los hace más vulnerables.

Domingo de Ramos: la misión

El Domingo de Ramos celebramos la entrada triunfante de Jesús en Jerusalén, subido en un asno y aclamado por el pueblo que acudía a celebrar la Pascua judía. Una entrada humilde, pese al olor de multitudes, pues Jesús era consciente de que subir a Jerusalén era el final de su misión: abrazar la cruz.

Jesús, así, se desmarca de las aspiraciones mesiánicas de corte militar, de oposición al Imperio romano y de poder político. Jesús no vino a enfrentarse a los romanos: su misión era anunciar a todos la buena nueva de Dios, y no provocar altercados ni encabezar un movimiento guerrillero, como quizás querían algunos de sus seguidores. Él vino a dar su vida en rescate para salvar a todos, dando vida y sentido a la existencia humana. Jesús entra en la Jerusalén de nuestro corazón y se pone en camino para liberarnos.

Jueves Santo: el amor

La Santa Cena del Jueves Santo nos sienta en torno al ágape donde se instituye la eucaristía, sacramento por el cual Jesús se hace presente en la comunidad cristiana hasta el final de los tiempos. Recordamos su pasión, muerte y resurrección, dejando en el mundo su presencia a través del sacramento del amor.

En el marco de esta cena pascual, Jesús tendrá un gesto profundamente simbólico. Los apóstoles son llamados a ejercer la «diaconía», es decir, el servicio a los demás. Lavando los pies a sus discípulos, les está indicando que la misión de los suyos es servir desde la humildad, renunciando al poder. Él se agacha, como un esclavo, como signo de entrega, y dice: «Haced lo que yo hago». No sólo hemos de limpiar los pies, sino sanar el alma desde la ternura y el cuidado.

Viernes Santo: la cruz

El Viernes Santo, es la expresión máxima del amor, que se derrama hasta dar la vida.  En la celebración, exaltamos el valor de la cruz como medio de salvación.

Si el Viernes Santo toda la liturgia está orientada al misterio de la Cruz, la mañana del sábado es ese tiempo de espera entre el Viernes y la Vigilia Pascual. La esperanza como valor teologal adquiere un valor fundamental para el cristiano. El Sábado Santo es un tiempo de espera activa, de silencio, de recogimiento y expectativa. La crisálida está a punto de abrirse y dejar volar una criatura nueva.

Sábado Santo: la esperanza

El tiempo para la esperanza se convierte en algo esencial: no todo está perdido. Después de la cruz, después de la noche oscura, está va a despuntar el alba de un nuevo día. Saber esperar con sosiego forma parte de nuestra vida cristiana. Aunque parezca que todo se acaba, la esperanza activa y a la vez serena es crucial para entender que nuestra vida no es un vacío absurdo. Hay una realidad ulterior que nos orienta hacia un acontecimiento extraordinario que puede cambiar nuestra cosmovisión de la realidad. Dios actúa por encima de nuestra lógica, hasta revelar la potencia creativa de su infinito amor.

María, la madre de Jesús, que seguramente hacía tiempo que no veía a su hijo desde que marchó de Nazaret, vuelve a entrar en escena con el inicio de la Pasión. El niño que gestó en sus entrañas, el adolescente que se perdió en el templo con los doctores de la Ley, el adulto que se bautizaría en el Jordán y que abandonaría su pueblo natal tras vivir largos años en casa, con María y José, ahora atraviesa los momentos más duros de su vida pública. María, que llevó en sus entrañas al hijo de Dios, siempre mantuvo en su corazón la certeza de que su hijo formaba parte de un plan divino. Ella también debió pasar otro Getsemaní. ¿Qué pensaba, al contemplar a su hijo clavado en la cruz? ¿Pensó que era el final de todo? ¿Dónde quedaba, aquella experiencia que vivió ante el anuncio del ángel?

Pero María, como Jesús, no sucumbe, no se deja derrotar, no se rinde. Ella tendrá la clara esperanza de que su hijo resucitará. En esas horas en que se topa con el misterio de la iniquidad del mal, ella también bebe un amargo cáliz. Pero, como dijo al ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». Y así fue.

La clara esperanza se torna alegría y júbilo. El Jesús que contemplábamos en la cruz hoy lo contemplamos glorioso. La esperanza de María se convierte en gozo permanente. No es una esperanza vacía, sin sentido. Es una esperanza que la capacita para una nueva experiencia. Aunque los evangelios no recogen el encuentro de Jesús resucitado con su madre, no hay que descartar que pudiera haberse dado. Se diera o no, el estallido de la resurrección de Jesús también inundó de claridad a María. Más que nunca, ella creyó en su hijo resucitado y la esperanza iluminaría su vida para siempre.

En los evangelios se omite una parte importante de la vida de Jesús. Hay una vida oculta que no se reseña, no porque no tuviera valor. A veces esa vida adquiere un valor todavía más importante. Fue una vida discreta, escondida en Nazaret, hasta su adultez. Sin ella no se podría entender su ministerio público. Durante esos años de silencio, Jesús tuvo un largo tiempo de formación como artesano y de crecimiento espiritual. La experiencia fue nuclear. Fueron treinta años digiriendo, metabolizando y gestando el plan de Dios en su vida. Y eso María lo sabía y lo tenía muy claro. De aquí su clara esperanza de que resucitaría.

Domingo de Pascua: la resurrección

La promesa se convierte en realidad: Jesús había anunciado a los suyos que, al tercer día, resucitaría. Este era el plan de Dios: levantar a su hijo de las tinieblas y de la muerte. Esta es su gran misericordia. La cruz no era la meta, sino un momento más para llegar a la meta última: la resurrección.

Ahora sí, para María y para los discípulos todo adquiere sentido. La cruz era tocar el infierno del corazón humano, era descender hasta la miseria humana más atroz. Era el precio en el intento de Dios por llegar al corazón de la humanidad para rescatarla. Sólo así, haciendo suya toda la mezquindad del hombre, podía iniciar el proceso de su restauración. Por eso, el Domingo de Resurrección es la liberación de todos. Jesús no se rinde en esa batalla por conquistar nuestra alma. Sólo con la fuerza iluminadora de su vida nueva el hombre puede renacer, junto con Cristo.

La Iglesia nos propone hacer un itinerario de alegría, es decir, un camino pascual para saborear la misericordia de Dios, un tiempo para convencernos de que Jesús vive en el corazón de la comunidad, un tiempo para desinstalarnos de la apatía, de la tristeza, del miedo. Pero, sobre todo, un tiempo para saborear la delicia de un Dios que desea la felicidad del hombre. Se acabaron las dudas, el desconcierto, la desesperanza. Dios todo lo puede.

Él hace posible que nuestro desértico corazón se convierta en un vergel lleno de luz y de flores. Los rayos de su resurrección han llegado hasta el interior de nuestra existencia, sanándola y despertándola a una vida nueva, a la luz de este encuentro gozoso con Jesús.

Pascua y misión

La pascua es tiempo para superar el victimismo psicológico y social. Es una llamada a desinstalarnos de los resentimientos y apatías. La noticia de la resurrección de Jesús ha de llenar de alegría toda nuestra existencia. El gozo de un reencuentro con Jesús ha de producir en nosotros un cambio de vida, orientándola a una profunda alegría existencial. Los fracasos, dificultades, problemas, han de servir para reflexionar y ver que nada justifica lo que es esencial en nuestra vida. Los cristianos tenemos que vivir y movernos a partir de esta gran certeza: Cristo vive. Sin esta experiencia vital, corremos el peligro de oscurecer el horizonte de nuestra vida y resbalar por el victimismo, haciendo de nuestra vida una fuente de constante tensión y hundiéndonos en el pantano del sinsentido y la amargura. Esto nos lleva a la desconfianza y a la ruptura con nosotros mismos y con los demás, llegando a concebir al otro como un adversario o un enemigo y rompiendo toda posibilidad de un reencuentro.

Vivir plenamente la Pascua se traduce en un cambio de actitud, pasando de una bonita imagen plástica de las apariciones de Jesús a creer y vivir que hoy, Domingo de Pascua, a mí también se me hace presente Jesús, para arrancar de mí toda tristeza y desesperación, llamándome a vivir una nueva experiencia de encuentro.

Será entonces cuando nos convirtamos en cristianos pascuales, con dos actitudes que marcaron el encuentro de Jesús y sus discípulos: la alegría de un renacimiento y la conciencia clara de que hay que continuar la misión de Jesús en medio del mundo.

Son los dos rasgos que han de orientar una clara línea evangelizadora: la alegría de saber que formamos parte de esa comunión con Jesús y el compromiso que nos lleva a anunciar que él vive, convirtiéndonos en voceros de su mensaje.

Si dejamos que esta convicción permee todo cuanto hacemos y vivimos, os aseguro que ninguna tormenta nos apartará de nuestro enclave existencial y espiritual. La experiencia será tan densa que metabolizar las contrariedades ya no nos costará tanto, porque sabemos que Jesús está a nuestro lado y él está por encima de todas las adversidades, dándonos su paz en medio de la marea.

Él, como dijo a sus discípulos, estará siempre con nosotros hasta el final de los tiempos. Como cristianos pascuales, hemos de vivir como si ya estuviéramos resucitados. Hoy, aquí y ahora, Jesús nos ha liberado de la muerte para vivir con él de una manera plena y total. Dejemos que el estallido de su resurrección ilumine todo el universo de nuestra existencia. De esta manera, las tinieblas de nuestra incerteza se convertirán en una inmensa claridad. Ahora nos toca ser el relevo de esta multitud que tuvo la clara misión de anunciar a Jesús, incluso dando su vida, por aquello que creían y vivían. En este mundo donde la oscuridad se impone, los cristianos tenemos que convertirnos en antorchas exultantes que ayuden a disipar toda oscuridad. Nos toca a nosotros irradiar al mundo esta gran noticia: ¡Jesús vive!

domingo, marzo 07, 2021

34 años después


Hoy, hace 34 años, fui ordenado en Barcelona, en la parroquia de San Isidoro. Recuerdo con emoción ese día, en que iniciaba una etapa fundamental en mi vida: meterme de lleno en la vida pastoral. Atrás quedaban muchos años de formación en mi carrera apostólica. Ese día, empezaría una nueva trayectoria acogido y abrazado por mi primera comunidad parroquial. Fue el punto de salida de una gran etapa que me ayudaría a crecer y a madurar mi vocación. Con ilusión y entusiasmo, y de manos del arzobispo Jubany, recibí el don sagrado del ministerio sacerdotal, bien acompañado por el pastor de la parroquia, Mn. Guardiola, por mis compañeros de camino que se habían ordenado un año antes, por muchos amigos, personas que me acompañaron durante mi formación, profesores de la facultad de teología y, cómo no, mi familia.

Por un lado, me sentía feliz y, por otro, indigno por el gran don recibido. También me sentí muy emocionado al percibir tanto calor y tanta compañía por parte de la comunidad. Ese día empecé una vida encarnada en una misión preciosa: llevar la buena nueva del evangelio allí donde me destinaran.

En mi labor pastoral, encendido por el don del Espíritu recibido en el sacramento de la ordenación, yo estaba dispuesto a todo. Una fuerza inusitada salía de mí. Jesús me había llamado a formar parte de sus discípulos a través del ministerio del orden; a unirme para siempre con él y convertirme en una bandera de esperanza para el pueblo de Dios. Mi alma estallaba de alegría.  Él se había fijado en mí, sin que le importasen mis límites, mi pasado, mis inseguridades y mis miedos. Allí estaba, delante del arzobispo, recibiendo el don del sacerdocio, entre el temblor por algo inmerecido y el gozo de sentir tan cerca la inmensa misericordia de Dios. Él quiso contar conmigo para llevar a cabo su obra salvadora y ayudar a muchos a orientar sus vidas hacia Dios.

Han pasado 34 años de ese momento crucial para mí. Hoy, estoy ejerciendo mi ministerio en una situación muy especial, en medio de una pandemia que nadie podía prever y que nos ha cambiado la vida. En este contexto socialmente complejo, celebro mi aniversario de ordenación presbiteral, sabiendo que es más necesaria que nunca la fortaleza de una vocación madurada en el tiempo.

Son momentos difíciles. La Covid-19 ha arrancado de muchas personas la alegría, la esperanza, la paz y la serenidad. Se ha robado una vida plena y el futuro de aquellos que han fallecido. Es un momento especialmente sensible. Muchos se sienten solos, aturdidos, sin un horizonte claro. Ahora es necesario, más que nunca, dar respuesta, apoyo y acompañamiento al que se siente desorientado y perdido. El sentido del sacerdocio recobra una dimensión totalizante. Los presbíteros hemos de estar cerca de nuestras comunidades, como buenos pastores. Hemos de arrojar luz, esperanza, sentido trascendente en medio del caos. Con nuestras palabras, claras y firmes, hemos de ayudar a descubrir que en el dolor también se hace presente Dios, y que en medio de estos acontecimientos históricos que estamos viviendo la mano solícita de Dios sigue acogiendo y actuando. Frente a la duda, fe, y frente a la tristeza, alegría. El destino está en manos de Dios. Desde su amor infinito él desea nuestra felicidad, incluso en estos momentos tan duros. Nuestra fe será signo de nuestra adhesión a él.

Hoy, después de 10 años al servicio de esta comunidad, con todos vosotros, reitero mi compromiso de seguir sirviéndoos con el deseo de que vayamos creciendo, humana y espiritualmente. Para mí, en este tiempo de pandemia, es un reto crecer con vosotros, como sacerdote. Mi deseo es que San Félix se convierta en un referente espiritual en el barrio y que a vosotros os ayude a desplegar todo ese potencial de bondad y de amor que lleváis dentro. Sólo así tendrá sentido mi sacerdocio y vuestra vida cristiana.

Doy gracias a Dios por el nuevo aniversario y os pido a vosotros que recéis por mí, para que siga siendo fiel a mi vocación sacerdotal. También quiero daros las gracias por acompañarme en este día, festividad de las santas Felicidad y Perpetua. Que así sea nuestra vida cristiana: una perpetua felicidad.

Gracias.

P. Joaquín Iglesias

martes, noviembre 10, 2020

Nuevo libro, Escritos con alma

¿De qué trata este libro?

Partiendo de mi experiencia cotidiana, os ofrezco 50 reflexiones sobre el ser humano, sus inquietudes, sufrimientos y esperanzas. Profundizo en el dolor y en sus causas, pero también en el potencial inesperado del alma, que desea vivir y alcanzar sus sueños. Son escritos en los que muchos lectores os podéis sentir identificados, pues hablan de historias reales, y a la vez podéis encontrar en ellos inspiración y fuerza para salir adelante.

Sinopsis

Una mirada. Un rostro. Un encuentro. Dicen que el buen fotógrafo captura la belleza con su ojo, antes que con su cámara. El buen poeta la aspira en el aire, y la transmite en palabras. Y el que está acostumbrado a vivir despierto, con el asombro a flor de piel, convierte cada momento en una reflexión, en un aprendizaje, en un escrito… con alma. 

Así lo he intentando hacer recopilando estos momentos convertidos en vida, en meditación, en sabiduría. Son escritos que surgen de mi experiencia cotidiana, de mis encuentros con personas diversas y de mi intento por ver la realidad con ojos nuevos cada día. Son escritos que rezuman amor a la vida, a toda forma de vida, ya sean pájaros, árboles o flores. Pero, muy en especial, amor al ser humano.

Cómo adquirirlo

En Amazon, versión impresa.

Versión Kindle

Si quieres un ejemplar  firmado y dedicado, puedes solicitarlo a: jiglesias@arsis.org.

Más información: La Morera, libros que despiertan

Booktrailer del libro: en un minuto.

martes, octubre 20, 2020

Carta a los feligreses con motivo de la Covid-19

Apreciados feligreses,

Deseo que os encontréis bien, tanto vosotros como vuestras familias.

Desde el mes de marzo, cuando se inició el estado de alarma, la parroquia está pasando por una grave situación económica. La reducción del aforo en las celebraciones y en el resto de actividades que sufrimos desde hace seis meses está provocando una gran tensión de la tesorería parroquial. Ante esta situación de estrechez, me veo obligado a comunicaros que, en estos momentos, más que nunca, la parroquia necesita de vuestra ayuda.

Quiero apelar a vuestra responsabilidad como cristianos de esta comunidad. Sabemos que la pandemia ha afectado a muchas personas y quizás sea un momento difícil para todos. En la historia parroquial nunca nos habíamos encontrado con una situación como esta y dependerá de cada uno de los miembros, que os sintáis parte de ella, que hagamos todos un sacrificio por el bien de nuestra comunidad. Lamento comunicarlo en estos términos, pero la ocasión lo requiere si queremos que la actividad que se realiza en esta parroquia no quede afectada. Los gastos son los mismos y en este momento hemos de seguir haciendo frente a ellos para poder subsistir.

El Covid-19 puede ser una prueba que mida el grado de autenticidad de nuestro amor por la parroquia y nuestra preocupación por sus necesidades. Quizás alguien se pregunte por qué el obispado no se hace cargo de los gastos. Pero lo cierto es que también ellos sufren de esta situación de crisis, pues la Iglesia, como sabéis, se nutre principalmente de las colectas y donaciones de todos los fieles. De todos modos, os comunico que estoy manteniendo conversaciones con los responsables de economía diocesana para que nos eximan de una parte del pago obligado al Fons Comú Diocesà, con el fin de aliviar el peso de los gastos.

Pero, más allá de esta responsabilidad que tenemos con la Iglesia diocesana, tenemos unos gastos fijos que afectan al funcionamiento parroquial y que son los que nos permiten abrir y cerrar, atender a las personas y celebrar las liturgias y otras actividades pastorales. Como en cada casa, hay gastos que cubrir sí o sí: luz, agua, gas, teléfono… En el caso parroquial hay que añadir un plus, la limpieza del templo y las salas, gastos litúrgicos, mantenimiento del edificio y los equipamientos, y otros. Todo ello sube a una cantidad que en estos momentos no llegamos a cubrir con el poco flujo de dinero que entra, y esto me preocupa mucho, pues deseo servir de todo corazón a la comunidad.

Os pido encarecidamente que recéis para que todos seamos conscientes de que, ahora, más que nunca, la parroquia os necesita. Se me ocurre que, mientras dure la pandemia, podáis ayudar de esta manera.

Se pueden formar grupos que se ocupen de pagar una partida de los gastos mensuales. Por ejemplo, un grupo puede ocuparse de las facturas del agua; otro grupo de la luz, otro del gas, otro de las compras litúrgicas, la limpieza, etc. Se trata de establecer grupos diferentes que vayan asumiendo estos costes, repartidos entre todos.

Con esto no quiero violentar a nadie: que cada cual haga lo que buenamente pueda, según sus posibilidades. Así ayudaríamos a que la parroquia siga ejerciendo su tarea litúrgica y pastoral, pese a la situación de pandemia. Habrá una persona responsable del consejo pastoral que lo organice todo y posteriormente os indicaremos cómo llevarlo a cabo.

Deseo sentirme, en estos momentos, arropado por mi comunidad y que ojalá entre todos podamos hacer frente a este desafío. Dios se lo merece. La Iglesia y la comunidad se lo merecen. Ahora, más que nunca, tenemos la oportunidad de crecer en generosidad.

Dios bendiga este plus de esfuerzo que hacéis por amor a la Iglesia y a nuestra parroquia.

Padre Joaquín Iglesias

San Félix Africano 

sábado, julio 18, 2020

La escalera de Jacob

Ante la "Escalera de Jacob", en el convento de Santa María 
de Bellpuig (Les Avellanes).

Una escalera hacia el cielo


Leemos en Génesis 28, 10-22, una escena sugerente y misteriosa que ha inspirado a muchos artistas: el sueño de Jacob, que ve una escalera que sube hasta el cielo, y por donde suben y bajan los ángeles de Dios. Este sueño lo tiene cuando ha huido de casa de su padre, Isaac, después de arrebatarle la bendición y el derecho de primogenitura. Jacob escapa de la ira de su hermano Esaú y viaja hacia el norte, para alojarse en casa de su tío Labán. Por el camino, desde Beersheva hasta Padán Aram, se detiene en un lugar llamado Betel. Hace noche allí y tiene este sueño.

En el sueño, oye la voz de Dios, que le habla desde la escalera, y le brinda su promesa de bendición: le donará esa tierra, una numerosa descendencia y su apoyo y compañía, allá a donde vaya. «Yo estoy contigo, te acompañaré a donde vayas, te haré volver a este país y no te abandonaré hasta que haya cumplido todas mis promesas» (Gn 28, 15).

La escena, nos explican los biblistas, es una típica forma de expresar la comunicación de Dios a los hombres: en sueños. Además, en el antiguo oriente, era muy habitual que los viajeros, cuando hacían noche, hicieran algún gesto de veneración al dios de aquel lugar, erigiendo una piedra, una estela o recuerdo de su paso por allí, como testimonio. En este caso, Jacob se encuentra nada menos que con un lugar sagrado, un lugar donde habita la presencia de Dios: «¡Qué terrible es este lugar! Es nada menos que Casa de Dios y Puerta del Cielo» (Gn 28, 17).

Este es el significado del nombre Betel: Casa de Dios. Para los autores bíblicos y sus lectores de los primeros tiempos, además, esta escena tenía otras reminiscencias. La Biblia fue compuesta tras el exilio del pueblo de Israel en Babilonia. Los israelitas exiliados debieron ver y admirar aquellos grandes templos babilónicos, en forma de pirámide escalonada, por donde subían y bajaban los sacerdotes ofreciendo incienso y sacrificios a los dioses. Babel significa precisamente esto: «la puerta del cielo», y de aquí viene el nombre Babilonia. Los babilonios creían que sus templos eran lugares de conexión directa con las potencias divinas.

Pues bien, aquí, de camino, solitario y huyendo, Jacob se encuentra con otra escala que recuerda a estos templos babilónicos. Pero no es un monumento humano, sino una ruta de ascenso al cielo, y los que suben y bajan no son sacerdotes, sino ángeles de Dios. Él no tiene que ofrecer nada, sino que recibe una promesa. Pero, cuando se despierta, al día siguiente, decide hacer un voto: «Si Dios está conmigo y me guarda en el viaje… y si vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces el Señor será mi Dios» (Gn 28, 20). De manera muy primaria, y algo interesada, pero sincera, Jacob está respondiendo a la generosa promesa de Dios. Tú estarás siempre conmigo, luego yo estaré contigo; yo soy tu protegido, tú serás mi Dios.

¿Qué nos dice esta lectura, hoy?


¿Qué significa este sueño de Jacob? El Génesis es un libro lleno de promesas. Desde la creación del hombre, Dios nos ofrece su amistad y una alianza firme de amor imperecedero. La alianza, poco a poco, se va concretando: desde la humanidad hasta un pueblo, una familia, una persona. Hoy podríamos leerlo así: desde nuestro nacimiento, Dios nos sale al encuentro a cada uno de nosotros para ofrecernos su amistad y su compañía.

En los momentos de incerteza de nuestra vida, cuando parece que vamos huyendo, como Jacob, o buscamos sin encontrar, Dios nos sale al camino y tiende una escalera hacia él. Nos alienta y nos dice: Estoy contigo y te protegeré, allí a donde vayas. Para ello es necesario un tiempo de sueño, de descanso, de silencio… Ese tiempo necesario para detenernos en medio de nuestra carrera diaria y dejar que se abran las puertas del cielo.
La mística cristiana tiene su culmen en el encuentro efusivo y pleno de Dios con nosotros. Dios conoce nuestro anhelo de iniciar un trayecto ascendente: el sueño de todo cristiano es llegar, un día, a abrazar al Dios de nuestra vida. Pero, para llegar a ese momento, hemos de levantarnos, iniciar un camino hacia arriba y subir la escalera. Toda búsqueda implica un esfuerzo. Mirar hacia adelante, tensar el corazón y anhelar con todas nuestras fuerzas llegar a la cumbre. Una vez allí, detenernos ante el paisaje del cielo y contemplar su gloria y su resplandor.

El sueño de Jacob ha de traducirse en una misión real en nuestra vida. El itinerario del cristiano consiste en ponerse en marcha hacia los demás, saliendo de sí mismo. Los demás son destellos de la presencia divina. Dios no sólo está en las alturas; también está enraizado aquí, en la tierra. La tierra es una parcela de su cielo. Quizás el esfuerzo no es tanto una subida física de muchos peldaños, sino un esfuerzo mental y espiritual para alcanzar la cima del alma humana. Allí también está Dios. El esfuerzo, por tanto, será que las erosiones de la vida no nos quiten la fuerza para ascender en el compromiso de amor al prójimo. Sólo subirá de verdad por esa escalera que lleva a Dios el que supera toda traba, todo obstáculo que le impida caminar hacia los demás.

Estas imágenes bíblicas recogen las enormes inquietudes del hombre en el trayecto largo y a veces doloroso para encontrar a Aquel que da sentido pleno a su vida. Los personajes bíblicos son reflejos de cada uno de nosotros. Los patriarcas reciben sucesivas bendiciones, que llenan su vida de esperanza. ¿Qué sería del hombre sin promesas? ¿Qué sería de él sin esperanzas? Se perdería en la angustia vital. Por eso, ser receptores de una promesa, tener sueños, alcanzar metas que vayan más allá de uno mismo, es algo connatural al ser humano. Estamos ligados a una realidad superior que nos envuelve con sus rayos luminosos. La experiencia mística es el encuentro, un gozo incesante cubierto por una aureola divina. Somos así. El hombre ansía el infinito en su indigencia finita. Pobres y pequeños, anhelamos lo más grande. Aunque esto signifique subir muchos escalones, con esfuerzo, vale la pena, por el deleite de encontrarnos, al fin, en los brazos de Dios.

lunes, junio 01, 2020

El Espíritu regenerador


Celebramos hoy una hermosa fiesta, fundamental para los cristianos: el nacimiento de nuestra amada Iglesia. Un nacimiento que significa la recreación de la persona, de su alma, de su vida. Con el Espíritu Santo todo se regenera. Se recrea la comunidad, el ser humano, sus anhelos, sus esperanzas. El Espíritu Santo nos hace nacer de nuevo.

Así lo vemos en este texto de Juan que hemos leído. Los discípulos, están confinados, encerrados en una casa por miedo, y Jesús se presenta en medio de ellos.

La liturgia de hoy nos debe recordar que, aunque sigamos con el confinamiento, Dios traspasa las paredes de nuestros miedos, de nuestras incertezas, de nuestras inseguridades. El riesgo de este tipo de experiencia límite que hemos vivido, con el Covid-19, puede dejarnos esa sensación de encerrarnos un poco más en nosotros mismos. Y es normal, desde un punto de vista psicológico. Podemos pensar que vamos a la deriva, que no sabemos qué pasará con nuestro mundo, con nuestra historia. En medio de todo esto, los discípulos de Jesús han vivido la experiencia de perder a su maestro, y es terrible: es como si el sol se hubiera desvanecido, como si la oscuridad enterrara su corazón. El virus de la desesperanza los lleva a encerrarse. Pero Jesús tiene la capacidad de penetrar el muro del miedo.

Porque quiere a los suyos, Jesús quiere provocar la experiencia de un reencuentro. Ya no es con el Jesús histórico que conocieron en Galilea, con las primeras vocaciones, sino con el Jesús persona resucitada. Su presencia real en medio de ellos es el antídoto ante la desesperanza.

La paz con vosotros


Una persona asustada necesita sentir una paz inmensa en su corazón para superar el miedo. Pero ¿quién nos da esta paz? Nos la da aquel que es la Paz con mayúscula. No será una paz de ausencia de dificultades y problemas, porque en los comienzos de la Iglesia tendrían muchos: fueron perseguidos. Pero esta paz viene de una certeza mayor que la paz psicológica. Es la paz espiritual, porque Dios está contigo. Jesús aparece en medio de la incertidumbre de los discípulos para disipar cualquier tipo de miedo.

Dicho esto, les mostró las manos con las señales del martirio, del sufrimiento. Al ver esa marca física, tangible, su miedo se transforma en alegría. ¿Quién puede cambiar el rumbo de la historia? ¿Quién puede cambiar el rumbo de mi historia personal? ¿Quién puede cambiar mis anhelos de esperanza? El único que puede convertir esa desolación en un reencuentro gozoso es Jesús.

Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Hoy, podíamos decir que, aunque estemos aquí y ya tengamos al Espíritu Santo, también tenemos un poco de miedo al futuro. No sabemos qué ocurrirá. Pero no es lo mismo vivir una incerteza alejada de la presencia de Dios que contar con Dios en tu vida. Creer o no creer, tener la certeza o no tenerla, cambia la percepción incluso del propio miedo. Si vemos que Dios está con nosotros, ¿a quién hemos de temer?

Por eso los discípulos empiezan a desplegarse, hay un renacimiento espiritual en ellos, un pequeño pentecostés en su corazón, a medida que se abren al Espíritu. La oleada pentecostal los llena de alegría al ver al Señor. Y él dirá por segunda vez: La paz con vosotros. Reafirmémonos en esa paz, en ese sosiego del alma, para que se convierta en alegría perpetua.

Será entonces cuando soplará sobre ellos el Espíritu Santo. Ahora sí, sin miedo, con paz y alegría, están dispuestos a batallar para hacer posible el plan de Dios en el mundo: su Iglesia. Él les da capacidad para poder actuar en nombre de Dios.

El mal no puede vencer


Dios irrumpe en nuestra vida. Dios estalla en la Iglesia, en el mundo, en la historia. Hablando con algunas personas, me decían: ¿Qué va a ser del futuro, de la Iglesia, del mundo? ¿Qué será de nosotros? Yo decía que ni el miedo, ni la enfermedad, ni el hambre ni la guerra pueden vencer a Jesús resucitado. Aunque nuestra muerte sea física, biológica, no es el final de nuestra historia. Por tanto, es inconcebible, teológicamente hablando, que el mal venza al mundo, por muchas desgracias que haya. Eso sí, el mal hará daño y va a generar terribles secuelas de sufrimiento, pero no va a vencer porque Jesús ha resucitado y porque el Espíritu santo está aleteando sobre la Iglesia, sobre la historia y sobre el mundo. El mal no puede doblegar al Señor del universo. ¡Es imposible!

Que el miedo no nos impida ver que el sol está brillando detrás de las nubes. Que sigue habiendo aliento, sigue habiendo vida, por muchos virus que haya por ahí. ¡No! No digo que no tengamos que tomar medidas, claro que sí, y hemos de obedecer a las autoridades, como decía san Pablo. Pero no minimicemos la fuerza divina, la fuerza del amor, la fuerza de la vida. Detrás de la pandemia, ha habido una explosión preciosa de generosidad y solidaridad. ¿Qué es eso sin la acción del Espíritu? No sería posible hacer tantas cosas buenas sin esa experiencia del Espíritu Santo en el mundo. Tenemos, en el fondo, a Dios dentro de nuestra vida.

El regalo del Espíritu Santo


Podemos decir que, hoy, esa ola pentecostal, que recibieron los apóstoles hace dos mil años, llega hasta nosotros.

¿Y qué hace el Espíritu Santo? Nada más y nada menos que dar a los apóstoles el vigor y la energía para que fueran capaces de extender el reino no sólo por Europa, sino por todo el mundo. Doce apóstoles, limitados, un grupito de personas.  Si hoy estamos aquí sentados, en este templo, celebrando Pentecostés, es porque esa energía potente de Dios en sus vidas hizo posible que el Espíritu Santo atravesara la historia y el mundo, hasta llegar aquí.

Él sigue estando presente, sigue siendo real. No fue solamente un hito histórico. Estamos celebrando una realidad hermosa y trascendental que va más allá del tiempo. Por eso hoy estamos aquí, porque los discípulos se dejaron inspirar por este fuego y este ardor del Espíritu. Si no fuera así, no seríamos Iglesia, estaríamos dispersos. La cristiandad no podría extenderse si el Espíritu Santo no hubiera manifestado su presencia en el mundo.

Por eso hoy es nuestra fiesta, la fundación de la Iglesia, y este es el regalo que Dios nos hace, además de regalarnos a su hijo sacramentado. El Espíritu Santo es el amor puro de Dios. ¿Para qué? Para que hagamos como los discípulos: recibid el Espíritu Santo. Lo hemos recibido en el sacramento de la Confirmación. Está ya en nosotros, aleteando en nuestro corazón. Por tanto, dejemos que actúe esa fuerza, esas cataratas de gracia que nos regala hoy el Espíritu Santo.

sábado, mayo 30, 2020

Una iglesia de puertas abiertas


Estos días de confinamiento he tenido más tiempo para rezar y pensar en mi querida Iglesia, y redescubrir su hermosa misión en el mundo. Para mí, este tiempo de encierro ha significado ahondar en el núcleo fundamental de esta misión. La Iglesia ha formulado una buena teoría sobre eclesiología. Estos días he reflexionado sobre su aplicación pastoral. Es decir, cómo vivir y llevar a cabo las verdades de la fe en el día a día.

Unir teología y pastoral


El papa Francisco es un referente pastoral de un valor extraordinario, y para ello aprovecha no sólo la riqueza del magisterio de la Iglesia, sino que además le añade su profundo conocimiento del hombre, la cultura y la sociedad. El Papa hace engranar muy bien la sabiduría teológica con la humana, utilizando recursos, expresiones y metáforas orientadas a la evangelización. Mezcla teología, sicología y literatura, amasando de manera creativa estas diferentes ciencias para elaborar una fecunda y atractiva pastoral que toca de lleno el corazón humano. Sus homilías, prueba de esta creatividad pedagógica, no dejan a nadie indiferente.

La gran aportación pastoral del papa Francisco me ha inspirado este nuevo escrito. He pasado largo rato en silencio, en oración, intentando ahondar en lo que es genuino de la Iglesia.

La misión de la Iglesia va más allá del culto


Hemos estado dos meses y medio sin celebraciones litúrgicas, con el ardiente deseo de encontrarnos en comunidad con Cristo eucarístico. Y, siendo tan importante, el culto no agota la realidad diversa de la Iglesia. Su misión trasciende el culto. Por eso la Iglesia ha seguido tan viva como siempre en medio de la pandemia. Aunque no se ha podido celebrar, su misión evangelizadora ha continuado. Hemos tenido un largo tiempo para dar testimonio y evangelizar fuera del templo, desde nuestros hogares y trabajos. Por otra parte, si la liturgia y la comunidad no nos espolean, puede ser un signo de debilidad y de pobreza comunitaria.

La Iglesia ha de continuar estando en pie, fuera de sus propios muros. El objetivo es crecer y alimentarnos dentro, y ser misioneros afuera, sin que ninguna circunstancia, por compleja que sea, nos impida llevar a cabo nuestra misión. Siendo el templo un referente, lo es también cada cristiano encarnado en el mundo. Por eso decidí que mi parroquia estuviera siempre abierta durante el confinamiento. No concibo a un Dios cerrado en sí mismo, como tampoco a los primeros cristianos encerrados por miedo a la persecución romana. Ellos no temían a la muerte. Las puertas abiertas de una parroquia son las puertas abiertas del corazón de Cristo. Gracias a que la parroquia se ha mantenido abierta, muchos han podido venir a rezar, a pedir consejo y, algunos, con la protección adecuada y la distancia de seguridad, han recibido la comunión de manera ordenada en horas y días diferentes. Así como confesarse y recibir apoyo y consejo, pues esta situación ha generado mucho sufrimiento y ansiedad. En conciencia, y con la máxima prudencia, no he dejado de ejercer mi ministerio sacerdotal en plena pandemia del coronavirus. Las gentes necesitaban ser escuchadas, rezar y sentirse en paz en este lugar sagrado, fuente de crecimiento espiritual.

Puertas abiertas


Me siento parte de una Iglesia acogedora, en salida, en plena pandemia. Alguien me comentaba que si las tiendas de tabaco son consideradas una actividad esencial, ¿cómo no va serlo aquello que es fundamental para el ser humano, su necesidad incesante de ser escuchado y atendido en estos momentos de tanta incertidumbre?

Para los cristianos es esencial poder vivir en lo posible de aquello que sustenta nuestra fe, el encuentro con el Señor. Además de nuestras necesidades materiales, también las tenemos espirituales. Por eso la parroquia no podía permanecer cerrada, negando lo que es propio de la Iglesia, que es ofrecer el alimento de Cristo a todo el que lo pida. Respetando las normas de seguridad establecidas por las autoridades sanitarias, según el decreto y las fases de desescalada, que he seguido en todo momento, no he celebrado con la comunidad hasta que se ha permitido.

Esta situación me ha llevado a pensar en el enorme valor que tiene el trabajo evangelizador, tarea fundamental de la Iglesia. Para mí ha sido una gran experiencia constatar el bien que se puede hacer, más allá del culto. El corazón de Dios nunca deja de latir. Su amor se derrama con fuerza en los momentos más duros. Él siempre está presente en su Iglesia.

La atención hacia los más vulnerables, la caridad, la acogida, la oración, el silencio, el anuncio de la buena nueva… Todo esto estaba en el centro de la misión de Jesús, y esto es lo que hemos intentado hacer en nuestra parroquia, durante estos tiempos de pandemia.

sábado, mayo 09, 2020

Una Pascua confinada


La Pascua es un tiempo litúrgico importante para la vida del cristiano. En ella celebramos la resurrección de Jesús, acontecimiento crucial donde fundamentamos nuestra fe. Con la resurrección de Jesús, la muerte está vencida. De las tinieblas pasamos a la luz, de la tristeza a la alegría, del miedo a la intrepidez.

Pero, justamente en el marco de esta pandemia, nos podemos sentir desorientados, temerosos, inseguros. Los datos de los fallecidos nos pueden generar dudas, miedo, inquietud y, a muchos, tristeza en el corazón. Una ola de sufrimiento nos invade y nos deja abatidos, con grandes interrogantes dirigidos a Dios. ¿Por qué el Dios de la vida permite la tragedia de tantas muertes por el coronavirus?

El silencio de Dios nos abruma por falta de respuestas. El mal sigue avanzando sin tregua. Todo el planeta contiene el aliento y un horizonte de incerteza aparece en nuestra vida. Muchos no dejan de preguntarse qué está pasando. Querrían obtener respuestas de los científicos, de los políticos, de Dios. Es una reacción muy humana y lógica. Desde la fe, todo tiene una explicación y se nos abre una enorme cortina que nos enfrenta al misterio de Dios, impenetrable para la razón. El Dios cercano de Jesús se hace a veces inaccesible y nos sobrepasa.

Ante ese misterio de su silencio, no podemos rebelarnos. Es posible que quiera decirnos algo que no acabamos de entender, porque queremos soluciones inmediatas. El silencio de Dios no es incomunicación. Es otro tipo de lenguaje que no comprendemos porque quizás no hemos sintonizado lo bastante con él. Nos quedamos en la reacción inmediata de miedo y queremos respuestas rápidas. Dios no para de hablarnos, el problema es que no somos capaces de establecer un diálogo porque todavía no hemos entrado en la profundidad de su realidad divina. Es imposible una comunicación interpersonal si no hay una conexión de corazón a corazón. Así y todo, Dios, por ser como es, guarda una zona en sus entrañas a la que no podemos acceder. Seremos testigos de la revelación total de su misterio cuando nos encontremos definitivamente con él, en el cielo. Allí todo se desvelará. El Dios oculto se hará transparente, luminoso y cercano para siempre.

Mientras tanto, no hemos de vivir asustados ni inquietos. Como él nos dijo: «Estaré siempre con vosotros». Por eso, hemos de afrontar todas las adversidades con esa certeza. Si Dios está con nosotros, como diría san Pablo, ni cumbres, ni abismos, ni profundidades, nada nos apartará de Dios y de su amor. Ni siquiera las pandemias, las tormentas, los terremotos o las erupciones volcánicas. Hoy podríamos decir: ni siquiera el coronavirus nos apartará de él.

Los creyentes entramos en una nueva lógica, que trasciende todo miedo y toda razón. La fe será el fundamento de nuestra vida como cristianos pascuales. Puede parecer una paradoja vivir la Pascua del Señor encerrados en nuestros hogares. Pero esto no tiene por qué ser un contrasentido. La palabra clave del hecho pascual es Shalom, y «Alegraos». ¿Podemos estar contentos mientras el coronavirus arroja una cifra de más de veintiséis mil muertos? Es cierto, no hay respuesta humana ni racional. Pero tan cierto como aquello es lo que Jesús nos dijo: «No os dejaré huérfanos, os enviaré al Espíritu Santo». Y san Pablo nos recuerda: «los que con Cristo hemos muerto, con Cristo hemos resucitado». Son rayos luminosos que nos dan la certeza de una nueva vida y nos convierten en cristianos audaces y valientes. El virus no tiene la última palabra, ni es la antesala de una oscuridad permanente. Todo ha quedado iluminado en Jesús resucitado. Vivamos la Pascua en casa, con actitud gozosa, como si estuviéramos juntos. Cada hogar es un trozo de comunidad viva y hemos de obrar consecuentes con lo que somos y con lo que unos une, más allá de las paredes de nuestro templo. 

Israel tomó conciencia de su identidad en el exilio. También nosotros podemos reforzar nuestra comunidad en el confinamiento.

Ojalá esta Pascua, fuera de nuestro templo, exiliados en nuestras casas, nos ayude a ser conscientes de que somos pueblo de Dios, Iglesia encarnada en nuestra comunidad de San Félix. Ella es parte de nuestra identidad como cristianos.

miércoles, abril 29, 2020

Avivar la esperanza



Como muchos de vosotros me decís, estamos en un tiempo de profunda confusión y de incertezas. Se hace difícil entender que por ciertos errores de gestión la pandemia ha causado muchos daños evitables, dejando una sensación de inseguridad y abandono entre la ciudadanía.

Después de un mes y medio encerrados, empieza la «desescalada» progresiva del confinamiento. Esto nos da algo de esperanza, pero las secuelas de la paralización serán tan devastadoras o más que el propio virus. Las pérdidas económicas y laborales perjudicarán el tejido productivo, y los grupos vulnerables van a sufrir más. Ante este sombrío panorama social, nunca podemos perder la esperanza.

Queridos feligreses, no sólo no hemos de tener miedo, sino todo lo contrario. Nuestra esperanza se sostiene en Aquel que todo lo puede. Los que tenemos la dicha de creer, este don sobrenatural que Dios nos ha dado, no podemos pensar que todo está perdido. Cada cristiano debe convertirse en una llama de esperanza, y es ahora, en estos momentos de dificultades, cuando se hace más necesario nuestro testimonio veraz en medio del caos. Es ahora cuando hemos de brillar con más fuerza. Que estos momentos no nos paralicen. No minimicemos la potencia de una fe vivida con autenticidad. 

Para la comunidad, es un reto poner a prueba la fortaleza de nuestra fe. Como os decía en otros escritos, cada hogar es una delegación de nuestra comunidad y una embajada de la Iglesia. Cada uno está llamado a evangelizar en su entorno: familias, vecinos, trabajo... Debemos arrojar luz con nuestra vida. Vivimos sostenidos en Dios, esta es nuestra máxima certeza y la fuerza para vencer el desánimo y el cansancio. No nos podemos rendir. El coraje de nuestras convicciones puede ayudar a muchos corazones abatidos. Sólo Dios sabe el alcance de esta crisis que estamos viviendo. Aunque los economistas y los científicos auguran un futuro pésimo, no olvidéis que somos una fuerte comunidad que va más allá de las paredes del templo. Cada casa es un trocito de Iglesia, y esto tiene un valor inmenso. No estáis solos. Tenéis a Dios, a un pastor y una comunidad donde todos rezamos, y también somos parte de un gran pueblo de Dios, de su rebaño universal. Esto nos ha de dar una serenidad a prueba de bomba y, sobre todo, una inmensa alegría de saber que somos parte del proyecto de Dios. La parroquia es el signo visible de su reino aquí, en este lugar. Somos protagonistas de una gran revolución evangelizadora y cada uno de vosotros es agente fundamental de esta misión divina. Podemos hacer que las cosas cambien si tenemos orientado el corazón a Dios. Este es nuestro arsenal: la gracia poderosa y efectiva del Espíritu Santo.

La situación tardará tiempo en normalizarse, y esto inquieta a muchos. Será como un desierto, que iremos atravesando, no sin momentos de angustia. Mantengámonos firmes y lúcidos. Sólo en el tiempo alcanzaremos a ver la dimensión de este momento clave para la vida de todos. Si somos capaces de aprender una gran lección, ¿por qué no va a haber, detrás de todo, un bien espiritual?

No somos dioses ni infalibles. Somos frágiles y vulnerables. Reconozcamos con humildad nuestra indigencia ante fenómenos que surgen, pero también ante Dios, que es infinitamente misterioso. Sólo desde el silencio podremos atisbar un poco ese estar tan cerca y tan lejos, tan afuera y tan adentro. Una presencia callada, llena de resonancias en los gestos y en la historia, certera y real. Los grandes místicos de la Iglesia intentaban penetrar en esa zona misteriosa de Dios. Tenemos una gran oportunidad de hacer de nuestros hogares verdaderos santuarios, donde busquemos tiempo para esa intimidad con Dios. Sólo desde el silencio y la adoración encontraremos sentido a todo lo que ocurre. Dialogar con él es parte de nuestro compromiso de amistad. Cuanta más intimidad, más revelará Dios su designio.

jueves, abril 16, 2020

Una lección de la historia


Los 300


Muchos de vosotros conoceréis la historia de los trescientos guerreros espartanos que, al mando del rey Leónidas, detuvieron a un ejército de ochenta mil persas en el paso de las Termópilas. Su heroica resistencia, hasta la muerte, impidió que el ejército persa invadiera Grecia y arrasara sus ciudades. Murieron todos, pero salvaron a su país. Su hazaña ha sido motivo de toda clase de obras de arte, libros y hasta películas de cine.

Trescientos hombres valientes, sacrificados y dispuestos a todo lograron salvar miles de vidas y toda una cultura, de la que hoy somos deudores. Pues bien, el otro día pensaba en esto cuando reflexionaba que, en nuestra parroquia, somos más o menos trescientos feligreses que venimos a misa cada domingo. Trescientos cristianos convencidos. Trescientos, nada menos.

Y me pregunto. Somos trescientos. Y tenemos una fuerza mucho mayor que aquellos soldados de Leónidas. Tenemos la fuerza que viene de Dios, la ayuda del Espíritu Santo, el alimento fortalecedor del cuerpo de Cristo. ¿Qué no podremos hacer, en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en el mundo?

Trescientos cristianos podemos vencer la apatía y el miedo. Podemos cambiar el barrio. Podemos hacer muchísimas cosas. ¿Creemos de verdad en el don de la fe, que todos hemos recibido? 

Si no creemos que la fe nos transforma, ¿qué clase de fe es esta?

Tenemos las mejores armas


Lo tenemos todo a nuestro favor para ganar cualquier batalla. ¿Estamos dispuestos a luchar? ¿Creéis en la victoria?

Nuestras armas no fallan. Tenemos el yelmo de la confianza: Dios está con nosotros. Tenemos la espada del coraje: nos hará poner todo el corazón y vencer nuestra desidia. Tenemos un escudo potente: la oración, que se sostiene en una fe firme. Y, finalmente, tenemos la fuerza del grupo, ¡no estamos solos! Vamos todos a una, animándonos, apoyándonos. Somos una comunidad, la unión hace la fuerza.

En esta semana de Pascua, os invito a todos a llenaros de la fuerza de Cristo resucitado. Vamos a transformar el barrio si queremos. Vamos a hacer algo para contribuir al bien de nuestra sociedad. Para ello necesitaremos una preparación, física y mental, y también espiritual. Este periodo de confinamiento es una ocasión única para entrenarnos. Tenemos tiempo para entrar en nuestro castillo interior, reforzarnos en Dios y salir al combate. No podemos salir igual que entramos. Después del Covid-19, nada será igual. Si Dios permite que vivamos es para algo más que sobrevivir.

La Pascua nos llama a salir de nuestra zona de confort. Hemos venido aquí para servir, como Jesús. Estamos para construir el Reino de Dios en la tierra. Una fe estática que se queda en el sentimiento y que no nos mueve a hacer algo es una fe muerta.

Llamados a servir


Todos tenemos talentos y cualidades, y además, los dones espirituales y todo aquello bueno que hemos recibido. Podemos ofrecer algo al mundo: el Reino de Dios.

Somos “empleados” de Dios. ¿Qué hacemos por él? ¿Somos trabajadores diligentes y creativos? ¿Acudimos cada día a su campo, a trabajar con entusiasmo?

Nuestro apostolado es una entrega. Si estamos agradecidos por todo lo que hemos recibido, ¡que es tanto!, entonces querremos dar. Quien no da es porque no está agradecido. Pero quien da con amor, convierte su entrega en eucaristía.

Los cristianos no sólo estamos llamados a venir a misa. Hemos de salir de la misa ardiendo en deseos de mejorar el mundo. Hay que pasar de la celebración a la misión: ambas son inseparables. Si no salimos con ganas de conquistar es porque no hemos asimilado la gracia de Dios. Hemos comulgado, pero no la hemos digerido. Como todo alimento, la Santa Comunión debemos “masticarla”, es decir, meditarla en el corazón; debemos digerirla, hacerla carne de nuestra carne, parte de nuestra vida. Y, finalmente, convertidos nosotros en pequeños cristos, nos llenaremos de energía. El alimento divino nos dará la fuerza necesaria para salir.

Jesús, como a Lázaro, nos dice: ¡Sal fuera! Si no crees que ganarás, te vencerán otros… ¿Cómo? Adormeciéndote, con ideas, modas, comida, distracciones, ruido…

Jesús resucitado atravesaba paredes y muros, también el muro de la desconfianza y el miedo. Nosotros hemos de convertirnos en otros Jesús resucitados para salir al mundo. Si no nos entusiasmamos, si no hay alegría en nosotros, no seremos cristianos pascuales. Nos quedaremos ahí, a gusto, en nuestra oscuridad confortable, porque no queremos que nadie nos moleste… Pero nos quedaremos en un sepulcro. Y hemos sido llamados a la Vida con mayúsculas.

Somos trescientos. Jesús, con sólo doce, dio un vuelco a la historia de la humanidad. ¿No podremos hacer algo nosotros, hoy?

¡Estoy convencido de que, si nos ponemos manos a la obra, podremos! Dios es grande. Ni el mal ni la muerte pudieron con él. Y Dios no nos deja nunca. Como decía san Pablo, si él está con nosotros, ¿quién podrá ir contra nosotros?

domingo, abril 12, 2020

Llamados a vivir una Pascua eterna



Con el acontecimiento de la resurrección de Jesús cerramos el Triduo Pascual, tiempo central en la vida del cristiano. La Pascua nos lleva a una situación nueva: la muerte ha sido superada, el sufrimiento ha sido transformado en gozo. El egoísmo ha sido derrotado y la oscuridad disipada.

Nuestra vida ha sido rescatada. Desde entonces, estamos llamados a vivir en una permanente Pascua. Como dice san Pablo, «con Cristo hemos resucitado». No son meras palabras esperanzadoras, son una realidad. Podríamos decir que empezamos a participar de una vida nueva: el cielo aquí, en la tierra. 

La resurrección de Jesús transforma totalmente la vida de un cristiano. Vivir amando es vivir resucitado. Los otros han de notar y sentir que has dejado que Cristo viva en ti.

Quien vive así, primero ha pasado por una etapa de muerte interior y ha renunciado a los apegos. Se ha liberado de la peor esclavitud, la autoidolatría de sí mismo. Rompiendo esas cadenas que lo esclavizan, emerge de la oscuridad de su sepultura para vivir en la luz permanente de Dios. Ha dejado atrás todo aquello que lo alejaba de la verdad, de la belleza y de la bondad. Vivir resucitado es dejar que la luz transformadora de Cristo purifique toda tu alma. Nada más tendrá sentido: sólo Dios basta, como decía santa Teresa.

Integrar esta doble realidad nos ayuda a estar en nuestro sitio, sujetos a la tierra y a nuestras necesidades biológicas, pero al mismo tiempo estamos anticipando el paraíso que se nos ha prometido. Vivimos entre el cielo y la tierra, en esa intersección que equilibra la vida material con la vida espiritual.

No temáis, nos dice Jesús


Hoy hace un día claro, soleado, luminoso. La luz de Cristo resucitado se derrama por todo el planeta, pero también en tu corazón. Sus rayos dan vida y color a todo aquello que vemos y sentimos, pero sobre todo a cada uno de nosotros. Se acabó la tristeza, la angustia, la incerteza ante el futuro. Se acabó la desesperanza, el hastío, el sentimiento de derrota. Cristo, que nos precede en la resurrección, nos anticipa que la luz es más potente que las tinieblas, que la tristeza se convierte en alegría y que la confusión y el desespero se volverán lucidez y discernimiento. Junto con Cristo resucitado, también saldremos victoriosos del combate de nuestros egoísmos. Con él todo queda resituado y renovado. La experiencia del reencuentro con Jesús es el inicio de una nueva vida en la que nunca más tendremos que temer, porque vivimos y permanecemos para siempre en su corazón.

Luz, brisa, color, belleza, son los signos de su presencia. Basta de victimismo y desidia. La sangre de Cristo resucitado pasa por nuestras venas y todo mi yo se convierte en otro Cristo. Aunque nos abrume esta pandemia del Covid-19, no tengamos miedo. Esto es lo que Jesús dice a sus discípulos en las apariciones durante esta semana pascual: «No temáis». No todo está acabado. No nos sintamos huérfanos en estos momentos. El Señor es dueño de todo; todo está en sus manos. Aprendamos a confiar, pese a que el mundo parezca cubierto por una espesa nube de incerteza. No caigamos en la tentación del fatalismo, ante las supuestas conspiraciones o la manifiesta negligencia de los gobiernos; no caigamos en la sensación de impotencia ante esas fuerzas ocultas que quizás hayan provocado el desastre. El miedo no sólo deprime nuestro sistema inmune, sino que nos encoge el alma y nos paraliza.

Dios sigue actuando


Aprendamos, en esta situación límite, a creer que Dios sigue soplando su Espíritu sobre la humanidad, como leemos en la liturgia de la Vigilia Pascual. Recordemos los prodigios de Dios a favor del pueblo hebreo, cuando el ejército del faraón lo persigue por el desierto con sus carros y caballería. El pueblo ya liberado, en marcha hacia la Tierra Prometida, se encuentra frente al Mar Rojo con los soldados pisándole los talones. La fuerza de Dios abre las aguas para que el pueblo atraviese sin peligro y sin padecer el exterminio. Pasar el mar es cruzar a través del mal: un mal natural, que es el oleaje, y el mal provocado por el hombre, que es el ejército. Dios es más poderoso que la naturaleza y más poderoso que todos los ejércitos humanos.

Hoy parece que nos encontramos en esta situación: un virus invisible nos persigue, propagándose por todo el planeta. Los contagiados y fallecidos se suceden y aumentan. Estamos frente a otro mar, con un ejército de virus que azota a la humanidad. Pero nosotros somos el nuevo pueblo de Dios. La fuerza del Dios de Israel es la fuerza del mismo Jesús resucitado. Como diría el Papa, él puede obrar nuevos prodigios. Tengamos ánimo y una fe renovada en su presencia, porque sólo él puede parar esta catástrofe mundial. Lo hará a través nuestro si apostamos por la Vida con mayúscula. Empezando por los gobernantes y acabando por cada uno de nosotros. Él puede hacer intervenciones directas, porque tiene la potestad. Pero nosotros, unidos a él, podemos ser instrumentos de su acción a través de nuestras actitudes y oraciones.

Pidamos al Señor resucitado que nos dé aliento y coraje, para que no nos falte la certeza absoluta de que su amor hará el milagro. El sol de su misericordia iluminará todo el mundo con la gracia de su resurrección. Unidos a él, el sistema inmune de nuestra alma se fortalecerá. El temor nunca más se apoderará de nuestra vida.

Cristo ha resucitado. ¡Aleluya! Hoy, todos hemos nacido a la vida de Dios.