domingo, noviembre 05, 2023

Más allá de la muerte

Evangelio: Juan 14, 1-6.

Que no tiemble vuestro corazón: creed en Dios, creed también en mí. En casa de mi padre hay muchas estancias. Si no fuera así, ¿os diría que voy a prepararos un lugar? Y cuando vaya y os prepare un lugar, volveré de nuevo para llevaros conmigo, para que donde yo esté también estéis vosotros. […]

Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al padre si no es por mí.

La Iglesia, sensible y pedagoga, conoce el devenir del hombre: su nacimiento, su crecimiento, su adultez y la realidad que tanto nos inquieta, que es la muerte. Pero la Iglesia sabe muy bien que con la muerte no se acaba todo. No: es un tránsito hacia un proyecto, una vida nueva con Dios.

Hoy es un día para tener una gratitud muy especial hacia aquellas personas que nos han precedido: padres, hermanos, cónyuges, incluso hijos. Han muerto por motivos muy diferentes que a veces provocan inquietud y un profundo dolor por el vacío que dejan. Se ha generado un vínculo precioso con ellos y cuando ese lazo se corta quedamos como si nos faltara el aire. Esta maravillosa realidad humana, la familia, aquella que nos ha dado la vida no sólo física, sino espiritual, cultural y social, dando sentido a nuestra existencia, queda rota con la muerte.

Entiendo que no es fácil retar a la muerte cuando los difuntos han significado un enorme crecimiento para nosotros. Es normal sentir el duelo interior, que a veces cuesta mucho de superar, porque los vínculos con aquellos que queremos son algo profundísimo que nada puede segar. Van más allá de la propia muerte. Es verdad que ya no podemos tocar ni abrazar a ese ser querido cuando le damos el adiós definitivo. Pero también es verdad que nos deja un legado precioso. Es impresionante.

Para ser buen matemático, físico o psicólogo, hay que ir a la universidad, estudiar y prepararse para ejercer una vocación civil y profesional. Pero el legado más sustancial de la persona nos lo da la familia que nos ha ayudado a ser persona. Esto no lo enseñarán en las universidades, que están tan ideologizadas. En la familia está la raíz de nuestra identidad. No seríamos quienes somos sin ella.

La crisis normal de la adolescencia se supera en la adultez y entonces reconocemos cuánto nos ha ayudado la gente buena que nos ha precedido. No sólo familiares, sino amigos y personas referentes en lo moral y en lo vocacional. Ha habido sacerdotes y religioso cuyo papel ha sido fundamental para nuestro crecimiento social y humano.

Hoy es un día que nos recuerda la relación preciosa que tuvimos con nuestros padres, abuelos y seres queridos. Una relación tan intensa no muere: está en el cielo de nuestro corazón. Y por mucho tiempo que pase, siempre estará allí, vivo, el recuerdo maravilloso de cuanto aprendimos de ellos.

Jesús dice: Que no tiemble vuestro corazón. Él sabe muy bien de qué naturaleza estamos hechos. Somos seres sensibles que amamos, generamos vínculos y, cuando se rompen, causan dolor. Pero, a pesar de todo, que no tiemble vuestro corazón. En estos momentos de ausencia Dios también entra en nuestra historia humana. En estos momentos de dolor y ruptura, en que recordamos la belleza de las relaciones que se terminaron, cuando miramos al cielo con dolor preguntándonos por el misterio del ser humano, Jesús nos dice: En casa de mi padre hay muchas estancias.

Nos apegamos a las personas y a las cosas. Pero nuestra historia no acaba con la muerte. Hay una segunda parte. No vamos hacia el vacío, el sinsentido, la oscuridad. Sería trágico. Si Dios nos ha hecho por amor y con anhelo de eternidad, tiene que haber una segunda parte. Es el reencuentro con nuestros seres queridos, un regalo inmenso.

Ya no vivimos la angustia vital de los filósofos existencialistas que se preguntan por el misterio del dolor, el mal y la finitud humana. Nosotros sabemos que detrás de todo hay un corazón abierto que late, que es Dios.

Por nuestra tradición lógica y filosófica quizás nos cueste entender este salto de fe. Pero si Jesús lo dice, hemos de creer en él. No acabaremos en el hoyo. La muerte es un parto hacia la eternidad, hacia otra dimensión de la vida. Dios no nos deja nunca. Él nos ha creado. Él ha hecho posible el encuentro personal, el proyecto de una familia, sus hijos. Dios sigue teniendo un proyecto para nosotros, y es que de la familia física, de sangre, pasemos a la familia de Dios. Y esta familia nunca se acabará, porque ese es el deseo de Dios.

En casa de mi padre hay muchas estancias, dice Jesús. Podemos imaginarlo como un palacio con muchos departamentos y un jardín maravilloso. No os dejaré huérfanos, no os dejaré solos, insiste Jesús. A donde yo voy estaréis también vosotros. Con su resurrección nos abrirá la puerta de una promesa de encuentro definitivo con él.

Jesús murió en la cruz. Su resurrección era inexplicable, los judíos no podían entenderla ni aceptarla. Pero si Jesús resucita, claro que nosotros también podemos resucitar, por la inmensa misericordia de Dios Padre.

Jesús también introduce una pequeña exigencia para alcanzar esta eternidad: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. ¿Cuál es el itinerario que nos llevará al Padre eterno? El amor, la Iglesia, los sacramentos, la eucaristía. Este es el sendero hacia la plenitud del ser humano que no se acaba aquí, aunque nos cueste desengancharnos de aquí.

Estamos llamados a vivir para siempre. Dios nos quiere tanto que, más allá de la muerte, quiere seguir amándonos y estar con nosotros.

Así sea.