domingo, marzo 31, 2019

La fraternidad


Si Dios es nuestro padre, todos somos hermanos. ¿Nos hemos detenido a pensar, a fondo, qué significa esto?

En las familias, es natural que entre hermanos haya rivalidades y roces. Pero si el ambiente es sano, también es natural que los hermanos se amen, sean amigos y crezcan juntos. Para algunas personas, los hermanos de sangre se convierten en sus mejores compañeros, maestros y amigos.

Pero el mundo es grande, y nuestra vida se mueve en un espacio mayor que el ámbito familiar. Jesús nos enseña que la verdadera familia, cuando uno se hace adulto, es aquella formada por las personas que comparten nuestro camino, nuestros valores y nuestra fe. «Mi madre y mis hermanos son los que siguen la voluntad de Dios». Nuestra familia de origen es importante, pero mucho más lo es la familia de misión y de destino. ¡Y esta familia es inmensa! Sólo la Iglesia ya la formamos mil millones de personas. Pero aún podemos ir más allá. Miremos, no sólo con ojos de cristiano, sino con ojos de Dios. ¿Quiénes son sus hijos? ¡Toda la humanidad! Los que no forman parte de la Iglesia, creyentes de otras religiones, o increyentes, o ateos. Todos son hijos de Dios. Por tanto, son hermanos nuestros.
Fraternidad es ser conscientes de que todos somos hermanos, hijos amados de Dios. Si queremos amar a Dios, ¿cómo no vamos a amar a sus hijos?

«En esto conocerán que sois discípulos míos, si os amáis unos a otros.» Juan 13, 35.

Fraternidad viene del latín frater, hermano. Es una virtud que nos hermana con los demás seres humanos y que nos hace iguales en dignidad e importancia. No sólo iguales, sino unidos en una aventura común: la de la vida.

Las personas somos hermanas, no sólo por vínculos de sangre. La familia sólo nos une a unos pocos. Pero si miramos con más amplitud, la genética nos hermana con todo ser humano. Y si vamos más allá, la vida nos hace hermanos de todo ser viviente, planta, animal o microbio. Yendo más lejos, hay algo más profundo que nos une con toda la realidad que contemplamos a nuestro alrededor: la tierra, el mar, los astros. Somos hermanos porque compartimos lo más esencial: existimos. San Francisco lo percibió en su oración en plena naturaleza, y lo expresó en su hermoso cántico de las criaturas: todos somos hermanos en la existencia. El sol, la luna, el agua y el fuego, las fuerzas de la naturaleza y los animales asombrosos no son dioses, sino criaturas como nosotros. Todos somos hermanos.

Esta hermandad tiene una consecuencia: la solidaridad. Compartimos el mismo suelo, el mismo aire y el mismo espacio. Y Dios lo ha hecho tan bello y perfecto que hay suficiente para todos. Son las malas ideas, torcidas y oscurecidas por una visión mezquina de la realidad, las que nos hacen desconfiados, avaros y temerosos. De aquí surge el miedo a perder, a no tener, a lo desconocido. Y de aquí a los conflictos y las guerras hay un paso. La fraternidad se rompe cuando perdemos esa mirada limpia y profunda, esa mirada de Dios que nos hace ver que todos somos hermanos. Las consecuencias de perder esta visión limpia las vemos en todas partes: en las familias, en la sociedad, en el trabajo, en el campo político y económico. Por todas partes vemos lo contrario de la fraternidad: competición, rivalidad, odio, lucha contra el adversario… Chocamos unos con otros porque se nos han oscurecido los ojos del alma, y la vida se convierte en una batalla sin fin, con sus heridas, sus víctimas y sus muertes.

Dichosos los limpios de corazón, dijo Jesús, porque ellos verán a Dios. Felices nosotros cuando sepamos limpiar la mirada del alma, porque veremos en los demás una imagen de Dios. Entonces, ya no hay enemigos ni rivales, sino hermanos a quienes amar.

Jesús nos pidió, como toque de amor, que llegásemos a amar a los enemigos. Esto era muy revolucionario, porque la cultura judía era fraterna y solidaria, pero sólo con los de adentro. Es decir, con los “suyos”. Los otros eran enemigos, detestables y a los que se podía desear la destrucción. Este tipo de solidaridad es lo que rompe al mundo hoy. Es el partidismo y el sectarismo: soy bueno con los míos, pero los otros no me importan. Incluso me alegraré si desaparecen del mapa. Los cristianos de hoy, ¿no somos un poco así? ¿Aceptamos a los que no piensan ni hacen como nosotros? ¿Rechazamos a los diferentes, o a los disidentes, o a los “contrarios” a nosotros?

Hay una bonita historia que cuenta que un hombre paseaba por la playa, meditando. Se encontró con Dios y le dijo: «Dios, estaba pensando que ese mandato tuyo, amar al enemigo, es muy difícil. ¿Cómo te las apañas tú, para amar a tus enemigos? Dios sonrió y le dijo: «Para mí es muy fácil. Yo no tengo enemigos.»

Dios no tiene enemigos. Todo lo creado es suyo, ¿cómo va a odiarlo? Él lo ama a todo. Si el padre ama a todos, ¿cómo no vamos a amarlo nosotros? Nos parece difícil porque vivimos con esa visión pequeña y sesgada, encorsetados en clichés y prejuicios. Pero todos podemos adquirir la visión limpia y ancha de san Francisco. Todos podemos llegar a ver con los ojos de Jesús, que en la cruz amó a todos y perdonó a todos. Podemos, porque Dios nos ha hecho a todos semejantes a él en esto. Hermanos en la existencia, hermanos en la libertad, hermanos en la capacidad de amar y perdonar. Si vivimos según esto, la fraternidad surgirá, como un fruto dulce.

San Francisco, el cuidado y la fraternidad


San Francisco, como hizo Jesús, enviaba a sus frailes en misión de dos en dos. Y les decía que debían ser como una madre y un hijo. Uno debía cuidar del otro y procurar su bienestar. Y el otro debía dejarse cuidar, enseñar y aconsejar. Este rol era intercambiable: unas veces la madre era uno, otras veces otro. Este modelo de fraternidad está inspirado en el cuidado amoroso de Dios hacia sus criaturas.

El amor es más que una idea bonita o un sentimiento. El amor es acción. En el día a día, y en nuestras relaciones, amor se traduce por cuidado. Quien ama cuida. Quien ama está presente, escuchando, comprendiendo, acompañando.

El cuidado a veces puede confundirse con control, dominio o dependencia emocional. El verdadero cuidado es el que busca la felicidad, la salud y el crecimiento del otro, en todas sus dimensiones. Se expresa en gestos físicos y prácticos, en tiempo, en desprendimiento y sacrificio. El cuidado también es adaptarse al otro y ver cómo necesita ser amado. Tiene en cuenta la dimensión corporal tanto como la espiritual. Quien cuida está viviendo la fraternidad.

«Mirad cómo se aman», decían de los primeros cristianos. Lo decían porque veían gestos reales y palpables entre ellos, gestos de auténtico cuidado. Los detalles del cuidado son la mejor señal de que se está viviendo la fraternidad.


Algunas preguntas


  • ¿Considero que la comunidad parroquial es mi familia, a todas?
  • ¿Qué consecuencias tiene considerar al otro (feligrés) como mi hermano?
  • ¿Puedo mejorar mis relaciones con los hermanos, o quizás debería reconciliarme con alguno?
  • ¿Qué podemos hacer en la parroquia para fomentar más la fraternidad y la consciencia de ser familia, unida por el amor de Cristo?

domingo, marzo 24, 2019

Los jóvenes y la Iglesia


Esta semana reflexionamos sobre el tercer punto del Plan Pastoral Diocesano Sortim!, los jóvenes.

Los jóvenes están en una etapa crucial de su vida. La juventud es la época en que uno se hace grandes preguntas, busca sentido a su vida y se abre al mundo. Los jóvenes quieren devorar la vida y están dispuestos a darlo todo por aquello en lo que creen. Es la etapa vital en la que uno se abre a la vocación que orientará sus pasos.

En esta etapa, el mensaje de Jesús tiene mucho que ofrecer. Y, sin embargo, vemos que los jóvenes son los grandes ausentes en nuestras parroquias y comunidades. ¿Qué ocurre?

Los jóvenes hoy tienen muchísimas opciones: académicas, profesionales y, sobre todo, de ocio. Entre tanta oferta, parece que la de la Iglesia no resulta atractiva en absoluto. No destaca o incluso se ve como negativa o poco deseable. ¿Por qué?

La solución no está en ingeniar formas modernas o atrayentes de ofrecer el evangelio. Tampoco se trata de adoctrinar con supuesta “gracia”, ni de hacer propaganda y publicidad con las mejores técnicas de marketing religioso. No: los jóvenes no quieren que nadie les venda nada ni les coma “el tarro”, como se dice. Además, los jóvenes tienen un filtro especial para captar la autenticidad. No les vamos a convencer fácilmente si, antes, nosotros no estamos entusiasmados.

Creo que el gran problema de la evangelización de los jóvenes no está en ellos, ni siquiera en la sociedad que nos rodea, sino en los cristianos adultos.

En un mundo con tantas ofertas, incluso en el campo espiritual, los jóvenes no necesitan más publicidad, sino más testimonio. Nuestro mensaje será convincente si lo vivimos y lo reflejamos en nuestra actitud y en nuestras acciones, cada día. Un adulto entusiasta, enamorado de Dios, comprometido con el evangelio, no necesita mucho marketing: él mismo es el anuncio. Él mismo convence y llama.

Preguntémonos qué les estamos ofreciendo a los jóvenes. ¿Qué testimonio les estamos dando? ¿Qué ven en los adultos, que no les convence ni les entusiasma?

Por un lado, ven cristianos tristes, aburridos, rutinarios o rigurosos, que cumplen con unas tradiciones y defienden unos valores nobles, pero quizás les falta vida, pasión, profundidad. No son un modelo a seguir para ellos. Rechazan la fe y la Iglesia porque les parece una instancia represora, y no una comunidad liberadora donde pueden crecer y ser ellos mismos.

Por otro lado, muchos padres cristianos, que cumplen sinceramente con sus obligaciones e intentan ser buenas personas, acaban cayendo en la corriente del mundo. Son cristianos, sí, y van a misa cada domingo, pero a la hora de educar a sus hijos, les preocupa mucho más su rendimiento académico e intelectual, su éxito profesional y su economía que su vida espiritual. Nuestros esfuerzos, y los de la sociedad, están enfocados a la prosperidad material y al brillo social, y no a la felicidad del joven. Y la felicidad, todos lo decimos, pero quizás no lo creemos, tiene su fuente dentro de nosotros, en nuestra vida interior. Nos hace felices sentirnos amados, ser creativos, encontrar nuestra genuina vocación y volcarnos en ella. La vocación y la felicidad de los jóvenes puede ir por otros caminos diferentes a los de sus padres, y esto a veces cuesta de entender.

¿Queremos que nuestros hijos sean unos grandes intelectuales o ejecutivos brillantes? ¿Queremos que sean millonarios y admirados? ¿O queremos que sean lo que son, lo que están llamados a ser, y sean profundamente felices?

Los jóvenes huelen lo que el mundo les ofrece. Si nadie les ofrece otra cosa, irán buscando y probando entre las mil opciones que se les muestran. ¿No es importante que alguien les muestre otro camino, que los puede llevar a encontrarse a sí mismos y a la fuente de su felicidad?

¿De verdad creemos los adultos que Jesús es el que da sentido a toda nuestra vida y nos da la alegría y la paz interior, tan deseada? Si es así, ¿por qué no lo sabemos ofrecer? ¿Dónde está nuestro testimonio? ¿Quién se atreve a salir ante los jóvenes y decir: quiero mostraros este camino?

Mostrar, esa es la clave. Nada de persuadir, obligar, empujar o “vender”. Mostrar. Indicar e invitar, con delicadeza. Cuando uno está enamorado, sobran las muchas palabras. Se le nota, se le ve. Cuando uno está enamorado de Cristo, no es tan difícil contagiarlo… o, al menos, despertar la curiosidad y la inquietud.

¿Cómo creéis que debió ser la primera charla de Jesús con sus primeros discípulos? Fue una tarde, en el Jordán. Hablaron y cenaron con él. Aquellos hombres salieron rebosantes, tanto que corrieron a buscar a hermanos, amigos y conocidos, para invitarles a venir con ellos, a seguir a Jesús. ¡Hemos encontrado al Señor!

¿Podríamos hacer nosotros lo mismo? Los jóvenes están receptivos. Los jóvenes detectan lo bueno, lo hermoso y lo verdadero. Están en una edad en la que son capaces de entregarse generosamente. Los jóvenes esperan algo más… ¿A qué esperamos los adultos? 

Algunas preguntas


¿Qué testimonio doy de mi fe ante los jóvenes?
¿Es coherente mi vida con mi fe y mis valores cristianos?
¿Qué ven ellos en mí, como cristiano adulto?
¿He explicado mi experiencia de encuentro con Jesús, mi vocación, mi compromiso y mis motivaciones, a algún joven (hijos, niños de la catequesis, otros…)?

domingo, marzo 17, 2019

Los pobres

¿Qué hacemos por los pobres en nuestra comunidad? Siguiendo los puntos del plan pastoral diocesano, Sortim! esta vez reflexionamos sobre el segundo tema: los pobres.


Desde sus orígenes, la Iglesia se ha preocupado por los pobres. Los primeros cristianos pronto destacaron porque cuidaban de los más vulnerables y entre ellos no había hambre: todo se compartía y se repartía entre quienes lo necesitaban. Con el paso del tiempo, la administración del imperio romano encargó a la Iglesia la distribución de pan y la atención a los pobres. Y así ha sido a lo largo de los siglos: allí donde ha habido pobreza, la Iglesia ha dado respuesta.

Hoy, en nuestra parroquia, tenemos Cáritas, que reparte alimentos y productos de higiene, y el comedor social. En nuestras mesas comen cada día unas cuarenta personas en situación de extrema pobreza, muchas de ellas sin hogar. Los voluntarios son un grupo valioso, que se esfuerza por atender lo mejor posible a estas personas y darles un poco más que comida: calidez, amabilidad, acogida. También tenemos un servicio para orientar y acompañar a las personas que buscan trabajo. Como nuestra parroquia, son muchas las que tienen diversas obras humanitarias. Hacemos lo que podemos, pero… ¿podríamos hacer más?

La pobreza es una enfermedad social. Además de curar y paliar, es importante prevenir. ¿Cuáles son las causas de la pobreza? Hay algunas causas políticas y económicas, por supuesto. La crisis ha afectado a muchas familias que antes vivían con lo justo y que ahora no llegan a fin de mes. Pero detrás de la crisis y la excesiva presión fiscal hay otras causas más profundas. En el fondo, la pobreza nace de una concepción materialista del ser humano, que sólo valora el consumo y el lucro, sin reconocer la dignidad de la persona por encima de lo que tiene y hace. También el individualismo ha contribuido a la soledad y la pobreza de muchos. Una mala educación falla en promover los talentos personales, la superación y el esfuerzo, fomentando una cultura de la mediocridad. La inestabilidad familiar y los problemas emocionales derivados de rupturas y separaciones es otro factor que arrastra a muchas personas a situaciones desesperadas; se pierde la identidad, caen víctimas de adicciones destructivas y acaban en la calle. Por último, hay causas morales. La avaricia que mueve a empresas y grupos internacionales lleva a un crecimiento insostenible que causa graves daños a los más vulnerables; mientras unos pocos se enriquecen, muchos caen en la miseria.

Vemos que las causas de la pobreza no son tanto la falta de recursos, sino problemas éticos, morales, personales y espirituales. Y en esto, la Iglesia tiene mucho que decir. No habrá soluciones realistas a la pobreza si no dejamos de mirarla como un fenómeno sociológico y no somos capaces de ver al pobre como una persona con un rostro, con un nombre, con un entorno y una familia. Si no aprendemos a hacer nuestro el dolor de una sola persona, desde las instancias políticas y administrativas no se podrá arreglar el problema.

El mensaje de Jesús, que trae una vida digna para todos, nos da las claves para superar estas situaciones injustas y de dolor. Pero, sobre todo, Jesús se identifica con los pobres. Lo que hacemos con un pobre, se lo estamos haciendo a Cristo. Recordemos aquella parábola del fin del mundo. Al final, lo que cuenta es lo que hemos hecho con nuestros hermanos más frágiles y heridos por la sociedad. ¿Cómo respondemos a la pobreza? Seguramente cada uno de nosotros puede hacer algo más de lo que hace. En el marco de la comunidad parroquial tenemos una gran oportunidad.

Ante el hambre


Ante el dolor del mundo, hemos de ser sintónicos y expresar nuestra solidaridad con gestos palpables. Millones de personas sufren pobreza. Si sentimos, agradecidos, que Dios nos lo ha dado todo —el pan, la familia, el trabajo, los amigos, la fe— no podremos permitir que a alguien a nuestro lado le falte el pan.

No podemos girar la mirada ante ese drama humano. Con una buena distribución de la riqueza y unas políticas justas esta situación se podría paliar. Pero la solución no sólo es cuestión de dinero ni responsabilidad exclusiva de los gobernantes. El problema de la pobreza y el hambre se resolverá con un cambio de mentalidad y de corazón. Nadie es causa directa del hambre en el mundo, pero cada cual contribuye a ella con su actitud de indiferencia o de desánimo. Todos podemos hacer alguna cosa. El milagro es que cada uno haga un pequeño esfuerzo personal. La generosidad produce un efecto multiplicador.

Si sumáramos la pequeña generosidad de todos, podríamos aliviar mucho la lacra del hambre. El verdadero milagro es compartir lo poco o mucho que se tiene.

Pero no sólo hay hambre de pan. En el mundo hay hambre de comprensión, de dulzura, de amistad, de ternura, de familia... Mientras el hombre no tenga clara una referencia moral y religiosa, mucha gente morirá, no de hambre física, sino de tristeza.

Sólo Dios puede saciar el hambre profundo del corazón humano. Uno de los apostolados cristianos y la primera obra de misericordia es dar de comer al hambriento. Pero no basta nuestra generosidad humana para mejorar el mundo. Sin Dios poco podremos hacer.

La oración nos alimenta del amor de Dios. Fortalecidos en ella, podemos correr a alimentar a otros.

Algunas preguntas para meditar y compartir


¿Qué estoy haciendo ahora por los pobres?
¿Puedo hacer algo más? ¿Cómo?
¿Estoy dispuesto a dar algo de mis recursos para paliar la pobreza?
¿Puedo colaborar en alguna de las obras humanitarias de la parroquia? ¿De qué manera?
¿Se me ocurre alguna otra acción que podamos emprender, desde la comunidad?

domingo, marzo 10, 2019

Jesús en el centro

Inicio una serie de escritos basados en el Plan Pastoral Diocesano de Barcelona, que nos propone trabajar sobre cinco temas: Jesús, los pobres, los jóvenes, la fraternidad y el discernimiento.
Durante las cinco semanas de Cuaresma en mi parroquia lo iremos trabajando. Son cinco puntos que pueden ayudarnos a todos a crecer en nuestro compromiso evangelizador.



Jesús en el centro de nuestra vida


No podemos salir a evangelizar si no tenemos a Jesús en el centro de nuestra vida. Es decir, que Jesús sea la fuente de todo aquello que hacemos y somos. Porque sólo viviendo de él, de su palabra, de su vida y su mensaje, nos iremos poco a poco configurando con él. Sin el aliento de su espíritu poca cosa podríamos hacer.

¿Cómo vivir esta centralidad de Jesús en nosotros? Dejándote poco a poco habitar por él. San Pablo decía: Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí. Después de un tiempo de ir profundizando en su mensaje, hay que dar un paso definitivo. Convertir su vida en mi vida es dejar que vaya calando en lo más íntimo de nosotros el misterio de un hombre que se revela como amor de Dios a la humanidad.

De esta manera, entrando en el misterio de su órbita divina, haciéndolo nuestro, estamos preparados para salir, no hacia ninguna parte, y no para quedarnos en el aspecto humanitario y su solidaridad con los más pobres. Jesús no fue un filántropo, Jesús es el hijo de Dios que nos propone un nuevo mensaje, que tiene que ver de lleno con nuestra realidad humana, con nuestras esperanzas y nuestro deseo de búsqueda de lo infinito.

Estamos concebidos para anhelar una realidad que nos trasciende. Pero para que no demos vueltas sobre nosotros mismos, para evitar perdernos en nuestro laberinto interior, hemos de ser muy claros con el mensaje evangélico, que tiene que ver con la acogida, el perdón, la misericordia, la generosidad y la compasión. Si no vivimos de la palabra de Dios y no la hacemos nuestra no seremos creíbles. La pasión, el vigor, el convencimiento, pero a la vez el respeto y la delicadeza van de la mano.

A Jesús tenemos que mostrarlo con nuestra vida, no con una buena retórica o un buen discurso teológico y doctrina. La mejor manera de proponer a Jesús como la opción de tu vida es que lleguemos a vivir tanto de él que, como dice la liturgia, nos transformemos en él. No podemos ir de académicos. La formación es un paso posterior. La primera base del cometido evangelizador es que los demás vean que hay mucha gente entusiasmada y emocionada con la figura de Jesús, que vive una profunda relación personal con él. Convertir a Jesús en el amigo de todos los amigos, y que por él hemos encontrado la fuente de nuestra felicidad.

Cuando decimos “Jesús en el centro” estamos diciendo en el centro, donde la vida de un cristiano gira en torno a él, y eso significa vivir movido por el soplo de su espíritu hasta respirar con él y vivir de él a través de los sacramentos.

Tener a Jesús en el centro es hacer lo que él hizo, decir que él dijo y vivir de lo que él vivió, es decir, unido íntimamente a Dios Padre.

¿Qué dijo, qué hizo y cómo vivió Jesús? Hacer sus palabras nuestras, hacer nuestras sus obras, y vivir encarnado como él, atentos siempre a la voluntad de Dios, asumiendo que esta pasa por buscar en el fondo del corazón su designio o su plan para nosotros.

Entra en esta dinámica de comunicación con el Padre ayuda además a discernir cuál es nuestra misión. Para Jesús, la soledad y el silencio eran claves para luego anunciar su buena nueva, su mensaje de liberación y a la vez asumir con libertad las consecuencias de un plan que pasaba por la cruz.

Hemos de anunciar el Cristo de las parábolas del banquete de bodas, pero también el Cristo que lo da todo por la misión que se le ha encomendado.

Como vemos en el bautismo en el Jordán, no hemos de evangelizar a un Cristo indulgente, pero tampoco a un Cristo que sólo es dolor y sufrimiento. Para evangelizar tenemos que tener claro que ya formamos parte de su discipulado y que cada uno, de alguna manera u otra, hemos sido llamados a la vocación de anunciar la buena noticia de un Dios que nos ama y quiere nuestra felicidad.

Desde esta rotunda certeza, con humildad y con tenacidad, salgamos a testimoniar la grandeza de Dios, que con obstinación quiere que salgamos de nosotros mismos para ir a su encuentro y al encuentro de los demás. Porque Jesús no es una idea, su mensaje tampoco es un conjunto de normas morales. Jesús es una persona, no una doctrina. Es un amigo, y como tal, de persona a persona, podemos establecer un profundo lazo de amistad con él que nos lleva a vivir con gozo la gran aventura de nuestra vida, aquella que me hace descubrir la grandeza que hay en el corazón del hombre y su capacidad de amar. El hombre, cuando ama, vive la esencia que lo constituye como hombre porque está ligado al deseo infinito de amor. Sólo así se encontrará con uno mismo y se abrirá a la trascendencia, a un ser divino que sostiene toda nuestra existencia. Para Jesús, Dios era su sostén. Llevar a Jesús a los hombres es dar a conocer lo esencial de él, su bella relación con Dios fue el motor que lo empujó a ser fiel a su misión, a su muerte y a su resurrección. Vivir la centralidad de Jesús es vivir de su vida resucitada. Por eso hemos de anunciar que él vive en cada uno, en la comunidad, en la Iglesia y en el mundo. No podríamos anunciar a un Cristo muerto, esto no sería una buena noticia. Hemos de anunciar a un Cristo vivo, presente en la historia y en nuestra vida.