domingo, enero 02, 2022

La familia, proyecto de Dios

 

Homilía con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia, 26 de diciembre de 2021.

Celebramos hoy la fiesta de la Sagrada Familia, un ejemplo a imitar por todas las familias cristianas. En ella vemos a una madre, María, que sabe hacer de su casa un espacio sagrado: convierte su hogar en un santuario.

Qué importante es que los padres entiendan que la casa, más allá de un lugar de convivencia, es el lugar de crecimiento para los miembros que habitan en ella, un espacio de oración.

María nos enseña a ser educadores en la oración. José sabe estar en el lugar donde le toca. Humilde y silencioso acompaña a María en su tarea de educar a Jesús.

Las casas son fundamentales para la educación de los hijos. Pero hemos de partir de una sintonía entre los padres. Pero hoy vemos muchas dificultades. La familia, como estructura social, está en crisis. Lo estamos viendo: separaciones, rupturas, sufrimiento. Esto supone un gran desconcierto para los hijos. La Iglesia nos recuerda que la familia es sagrada. No sólo la de Nazaret, a la que hemos de imitar, sino toda familia, porque es fundamental para el crecimiento y la madurez de los hijos.

Hoy es un deber social, humano y espiritual, rescatar la familia, confundida por ciertas ideologías que le quitan el valor sagrado de la libertad y que le niegan la dimensión cristiana. ¡Hay tantas discusiones sobre las formas de ser familia! Respetando ciertas tendencias, está claro que no podemos confundir el modelo de familia cristiana con otras donde no estén el padre y la madre, o donde haya dos progenitores del mismo sexo; esto puede desconcertar a los hijos respecto a su identidad personal y social. Pero está ocurriendo, y no sólo eso, sino que se está fomentando desde las instituciones educativas y la administración. Incluso se fomentan las relaciones con personas del mismo sexo. Se está haciendo en otros países y también en España, intentando que el proyecto educativo incorpore ciertos elementos de afectividad e identidad sexual. Esto no corresponde al gobierno ni a las escuelas, porque están haciendo injerencia en la educación y en la responsabilidad propias de los padres.

Podemos ser comprensivos y aceptar la identidad sexual de cada cual, pues cada persona tiene sus tendencias genéticas y en esto debemos ser muy prudentes. Pero lo que tampoco podemos hacer es que se nos arrebate el sentido de la familia tal como lo transmite la Biblia en el Génesis: formada por la unión de hombre y mujer. Cuidado cuando los colegios están interfiriendo en algo que toca única y exclusivamente decidir a las familias. Otra cosa es obligar, por criterios de zona, a que los padres lleven a sus hijos a determinadas escuelas, sin permitirles elegir un centro acorde con su sensibilidad religiosa. Es un tema que preocupa muchísimo.

La importancia de la comunión

Más allá de las dificultades, podemos decir que estas rupturas ocurren porque algo ya se ha ido inoculando: ciertas actitudes y creencias sobre la persona. Si las familias no hacen el esfuerzo de entenderse, de dialogar, de amarse intensamente, de ser delicados uno con el otro, buscando espacios de comunión profunda y sintonía, cuando se pone distancia, por cuestiones culturales, sociales o por carácter, la familia se está derrumbando desde la base.

La convivencia entre personas no es fácil. Pero, ante un matrimonio en crisis, siempre me pregunto qué les hizo enamorarse en los primeros tiempos. ¿No supieron ver cómo era el otro? O simplemente, cuando se les pasa la fiebre del enamoramiento y ven cómo es la otra persona, se dan cuenta de la realidad. Cuánto cuesta aceptar que, si no hay amor en esta relación, la familia se irá debilitando, hasta quedar rota en su fundamento básico. Han dejado de mirarse con ternura, han dejado de buscar tiempo para el afecto y la comunicación; han dejado de buscar tiempo para el ocio, para estar juntos, para pasear, para hablar de cosas que preocupan al uno y al otro. Cuando esto afecta a la confianza, van tirando como pueden.

Muchos no son capaces de separarse, pero es tremenda la tragedia de muchas familias que sobreviven soportándose, porque no tienen recursos económicos, porque es complicado socialmente... Y no hacen un esfuerzo mayor.

Si la familia no está sólida, los políticos y los gobiernos entrarán a rematar. ¿Recordáis lo que decía aquella ministra? Los hijos no son de los padres, son del estado. Es tremendo, pero esta es la tendencia que está predominando. Quieren intervenir incluso en las decisiones personales de la familia o del matrimonio.

No os dejéis atrapar, ¡no! Es un desafío enorme, porque ese veneno se está inoculando: el control sobre la familia desde la administración.

La familia es sagrada. Es un proyecto de Dios, es un proyecto de la Iglesia. El matrimonio es un sacramento y a través del sacramento recibimos las gracias necesarias para consolidar la relación cuando hay dificultades.

Pero muchas parejas no tienen la paciencia para detenerse, dialogar, mirarse a los ojos e intentar buscar soluciones y volver a enamorarse.

Los padres, espejo para los hijos

Lo que hagáis los padres lo verán los hijos. Ellos serán testigos de las fragilidades de los padres, e incluso os van a imitar, porque lo han vivido. Lo vemos en muchas familias: cada fin de semana los hijos se dispersan, con uno u otro cónyuge.

Los hijos necesitan sentir que los padres se aman, por encima de todo. Luego nos preguntamos: ¿qué hemos hecho? Mis hijos no vienen a misa, mis hijos no me quieren, soy incapaz de hablar con mis hijos. Cuando esto ocurre, ya siendo adultos, es porque no se ha trabajado desde la base una sólida relación afectiva y espiritual. Nos llenamos la boca de teorías, hablando de la importancia de la familia como sacramento. Pero no olvidemos que es un sacramento basado en un esfuerzo humano, emocional, intelectual, afectivo, para que la familia sea sólida y compacta y no se rompan las relaciones.

Para los cristianos, para la Iglesia y para Dios la familia es un reducto donde tenemos que amurallarnos ante la interferencia de ciertas instancias. Un niño crece armónicamente si los padres están en su lugar. Pero, sobre todo, si los padres se quieren, se manifiestan su aprecio y su compromiso mutuo de quererse para siempre.

¿Qué notamos? Que esa densidad en la relación, tan impresionante en los inicios, con el tiempo, lentamente, se evapora. Y me diréis que soy joven, que no estoy casado, que no tengo hijos... Pero hay algo que revisar desde la base.

¿Por qué la Iglesia insiste tanto en la formación prematrimonial? No tres días, porque la pareja va corriendo y no tiene tiempo. No es consciente de la necesidad de formarse para un sacramento que dura toda una vida. ¿Qué son tres charlas para toda una vida? Nada.

El amor requiere sacrificio, esfuerzo, renuncia, diálogo, paciencia, ternura, mirarse a los ojos... Y, cuando hay dificultades, tener la valentía de poner esto encima de la mesa y no dejar que el tiempo vaya matando lentamente la relación. Así es como se llega al ir tirando. Y los matrimonios resisten porque, claro, no pueden separarse, no pueden dar mal ejemplo. No se trata de separarse, sino de hacer el esfuerzo. Si dijisteis que sí a todas, hay que mantener ese sí cada día, con esfuerzo. Y esto requiere un plus de generosidad. ¿Estamos dispuestos?

Vale la pena por lo que nos ha dado nuestra esposa, por nuestro esposo, por nuestros hijos. Vale la pena por todo lo que hemos proyectado juntos y por lo que hemos crecido juntos.

Consolidar los vínculos

Un psicólogo cristiano dice que la gran crisis surge a partir de los 50, cuando parece que todo está hecho y ya no hay nada más que decir. Es entonces cuando llega el tedio y se inicia el declive hacia abajo. Viene la desilusión, el cansancio, la ironía solapada en la convivencia, disfrazando bajo chistes las heridas psicológicas y espirituales. ¿Por qué creéis que la Iglesia insiste tanto en esto? Si la familia no está consolidada y los hijos no están protegidos, si la persona no está feliz en su madurez, ¿qué podemos esperar? A partir de los 50 es cuando uno se convierte en persona sabia, no porque sepa mucho, no, sino porque ha descubierto, ha degustado lo que es esencial en la relación. Más allá del saber está el saborear, en silencio, juntos. La oración conjunta, el diálogo sosegado... ¿Nos hemos olvidado de todo esto?

Si no estamos al tanto, no nos extrañe lo que pasa con nuestros hijos, que toman caminos totalmente diferentes al nuestro y se distancian. Siguen la moda, están enganchados a los aparatos digitales... Sin embargo, hay otra realidad dolorosa. El otro día escuchaba en la radio: más del 50 % de jóvenes en Cataluña no tienen trabajo. El trabajo no sólo depende de las habilidades personales, sino de la formación recibida en el tiempo, en la familia. El amor da seguridad y aumenta la inteligencia emocional, importantísima para afianzar al joven que tiene que abrirse a la vida. El amor hará posible que nada ni nadie se le ponga por delante a ese joven con ganas de crecer, con ganas de dar lo mejor de sí mismo a la sociedad.

Cuánta gente joven arrodillada, abducida, cansada, perdida, desorientada, caída, derrotada... ¿De quién depende? De los adultos. Si los adultos no somos ejemplo, ¿qué esperamos? Quizás hemos de reconocer que no todo lo hemos hecho bien. ¿Por qué los jóvenes no vienen a la Iglesia? ¿Qué hemos hecho de nuestra fe? ¿Qué hemos hecho con nuestros valores? ¿Qué hemos hecho con lo que queremos? ¿Nos hemos cansado, nos hemos rendido? ¿Es complicado mantener viva la fe, esa llama de entusiasmo de la creencia en Dios?

Pero no todo está perdido. Hagamos que la familia cristiana de nuestro mundo se parezca a esta familia de Dios, la familia de Nazaret. Así sea.