jueves, diciembre 25, 2014

Navidad, la grandeza de lo pequeño

La Navidad es un tiempo para redescubrir el valor de lo cotidiano y la riqueza de la pobreza. Nos recuerda que por encima de no tener nada tenemos lo esencial: vida, dignidad.

La Navidad es un canto a lo sencillo, a la sobriedad, a lo diminuto. Es una llamada a asumir nuestra fragilidad con paz. Es un tiempo para ahondar en la inocencia en el sentido más genuino de la palabra, esa etapa de nuestra vida en la que el corazón todavía no está agrietado por la desconfianza. La admiración por la belleza del mundo y los amigos es un valor que marca la infancia. Navidad nos llama a reflexionar en ese niño que dejamos atrás cuando comenzamos a ser adolescentes y adultos, cuando dejamos que las dificultades fueran secuestrando aquella mirada limpia, llena de brillo y abierta a la sorpresa.

La Navidad es un tiempo para recomenzar, remirar, reilusionarse. Es un tiempo para olvidar todo aquello que mancha de oscuridad nuestro corazón. Un tiempo para asumir que la felicidad no consiste en tener mucho para ser alguien, sino darse cuenta de que lo hemos recibido todo. En la humildad está la clave para descubrir nuestra propia identidad y reconocer que la grandeza no se nos da por nuestros méritos, por lo que hacemos o valemos, sino por lo que se nos ha amado.

Sin esta generosidad no seríamos lo que somos: seres vivos, envueltos y sostenidos  por un infinito amor. 

Reconocer con humildad que no somos necesarios, pero que existimos, ¡qué maravilla!, es poner la fuerza no solo en nosotros, sino en Alguien que nos ha creado, mirado y rescatado.

Navidad es tiempo de abrirse a la sorpresa, al gozo de lo cotidiano, de las pequeñas cosas. Es tiempo de sacar nuestro niño dormido. Tiempo de acunar con dulzura nuestra vida y mirarla con gratitud. Tiempo para emocionarnos ante la ternura. Tiempo para el silencio y para contemplar.

La navidad es asomarse a un primer trozo de cielo: esa modesta gruta, ese pesebre lleno de paja, ese niño indefenso. Asomarse a la cueva de Belén es encontrarse con el cielo abierto. El pesebre es el primer hogar del Niño Dios. De la omnipotencia de los ejércitos celestiales, Dios pasa a vivir acompañado de una familia, unos animales y unos pobres pastores. El nuevo Adán no nace en un jardín con preciosos senderos, sino en una cueva agrietada.

Navidad es el canto más bello que Dios entona a la humanidad. Su poesía, llena de ternura, cala en lo más hondo de nuestro corazón. Porque Navidad es un canto a lo pequeño, a lo precario, a la inocencia, a la fragilidad. Dios ha decidido encarnarse en el tiempo y en el espacio. Con Jesús, asume nuestros límites y se hace carne, como nosotros: débil, pequeño, indefenso y dependiente como un bebé. Aterriza en la realidad de nuestra carne para que, siendo uno como nosotros, aprendamos a olvidar nuestros sueños de grandeza e importancia.

Dios, siendo grande en su omnipotencia, decide por amor convertirse en un niño indigente para que el hombre descubra que cuando juega a ser Dios pierde su humanidad. En cambio, cuando asume su humanidad descubre la filiación con Dios y se va divinizando con él.

El misterio de la Navidad, la contemplación del Dios hecho materia, cuerpo, santifica lo caduco y lo vulnerable: santifica la vida humana y la eleva a categoría divina. En la cueva de Belén se da otro Génesis y todo se recrea de nuevo. El nuevo Adán viene para convertir la tierra en un nuevo paraíso.
Nuestro cosmos interior es trascendido por la fuerza luminosa del amor de Dios. Convertidos en nuevos adanes, estamos llamados por vocación a ajardinar el nuevo paraíso. La Iglesia, ¿qué es, sino un trozo de este jardín del cielo en la tierra?

La Navidad es la conquista amorosa y paciente de Dios hacia su criatura. En ella la creación y la evolución del universo adquieren sentido: desde el primer estallido, el big bang, pasando por la formación de la materia y las estrellas, el desarrollo de la vida, la aparición de la vida inteligente, hasta el homo sapiens, todo cobra significado en el niño que nace en Belén. En Jesús se culmina el designio de Dios para la humanidad y para toda la creación.

Finalmente, la Navidad es un canto dulce y delicado a María, que ha hecho posible que Dios entrara en la historia y que el plan salvífico se llevara a cabo. Sin su sí no tendríamos Navidad, porque ella, antes, había ofrecido su corazón como el primer pesebre de Dios. María es la puerta de entrada de Dios al mundo.

Joaquín Iglesias - 
Navidad 2014.

domingo, septiembre 28, 2014

Pon a Dios en tu agenda

La incerteza ante el futuro nos crea preocupaciones. Cuanto antes resolvamos nuestras inquietudes, mejor. Dedicamos mucho tiempo, llenamos nuestras agendas de compromisos y nos lanzamos a la vorágine para encontrar salidas con el deseo legítimo de estabilizarnos económicamente, laboral y socialmente, aunque a un precio muy alto. El frenesí marca la angustia a la que estamos sometidos. Y más cuando en la sociedad, en la cultura y en la educación, se sobrevalora en exceso el voluntarismo: soy dueño de mi historia. Es verdad que se ha de tener la autoestima bien puesta para saber hacer frente a los desafíos personales. Pero también es necesaria la calma, el silencio, el sosiego, para justamente saber discernir por dónde hemos de ir. El equilibrio entre el silencio sereno y la actividad es esencial para no caer en una huída hacia adelante, sin rumbo. Cuántas agendas llenas de reuniones y compromisos. Es alarmante, desde un punto de vista psicológico, cómo en tan poco tiempo intentamos zambullirnos, hora tras hora, en una enorme cantidad de tareas sin dejar respiro a la mente ni al alma.

Así llegamos inevitablemente al estrés, que afecta a tantas y tantas personas sometidas a un ritmo fuerte. La tensión acaba afectando a su sistema inmunológico y terminan sufriendo muchas patologías físicas y psíquicas que pueden derivar en graves enfermedades. Nos han educado para ser superhombres que no podemos fallar a la sociedad, al precio que sea necesario. Los patrones educativos familiares y de nuestras amistades nos empujan a ser mejores que nadie, a ser los primeros, cueste lo que cueste. Cuántas secuelas ha causado este culto exagerado a uno mismo. La psicología está desvelando datos altamente preocupantes. Hay generaciones de jóvenes y adultos marcadas por esos modelos y prototipos. Hombres y mujeres complacientes que quieren llegar a todo y a todos, sufriendo mucho cuando no pueden atender todos sus deberes. Hoy se habla de las generaciones ni-ni, pero también podríamos hablar de las generaciones de los bulímicos laborales, que llegan a convertirse en adictos al trabajo. ¿Qué ha pasado? Tanta agenda repleta de compromisos, sin un solo espacio en blanco para descansar, respirar, mirar hacia el horizonte o hacia el cielo… ¿Qué nos falta, en esta sociedad lanzada vertiginosamente, sin norte? Justamente esto: tiempo y espacio para el cultivo interior.

Tiempo para Dios, para lo esencial, para el ser, no tanto para el hacer. Tiempo para la calma, para la oración, para encontrarse con uno mismo. Tiempo y lugar para abrazar con paz la propia realidad, tal como es. Tiempo para cambiar de paradigmas. Tiempo para soñar, para ser libre, para construir desde el silencio, para crear. Tiempo para los demás. Tiempo para perderlo, si es necesario.

Dios ha dedicado mucho tiempo, con enorme generosidad, para hacer posible nuestra existencia. Podríamos decir que Dios ha invertido parte de su eternidad para que nosotros fuéramos, desde la creación del universo hasta la última forma de vida biológica. ¿Podemos regatearle tiempo a él, que es la fuente del ser?

¿Por qué enfermamos? Porque vamos perdiendo calidad de vida física, psíquica y espiritual. Porque el frenesí no nos permite valorar quiénes somos y hacia dónde vamos. Solo pasando el tiempo serenos, conscientes de nuestro presente, evitaremos ir dando vueltas sin saber hacia dónde vamos. El ser se empequeñece y el hacer se va haciendo más grande, como una bola de nieve, hasta que nos engulle.

Hagamos un esfuerzo para agendar a Dios en nuestra vida. Ya no solo en un papel que te ayude a organizar tu vida; llévalo en tu corazón, porque así lo llevarás en la agenda de tu alma.

Mi consejo es que dediques una hora al silencio, cada día. Entre trabajo y trabajo,  haz cinco minutos de respiración, dando gracias y ofreciendo a Dios tus tareas. A partir de las siete de la tarde, llega el tiempo del cultivo interior: lecturas, paseos, amistad, voluntariado, fiesta, encuentro con los seres queridos… Y, cómo no, el fin de semana es el momento de poner orden interno y externo, hacer la compra, pasear, intensificar la convivencia con los tuyos, dedicar un tiempo a la oración comunitaria.

Si dejas que Dios entre, no solo en tu agenda, sino en tu vida, todo será fecundo, suave, sereno. La paz invadirá tu mente, porque habrás vencido a la prisa y al vértigo. Te convertirás en dueño de tu tiempo, y esto significa que serás dueño de tu vida, libre del frenesí. Descubrirás la importancia del ser por encima del tener y del hacer. Y te darás cuenta de que no te falta nada, porque tienes un gran aliado: Dios, tanto en la agenda como en tu corazón.

domingo, agosto 03, 2014

La eucaristía, ¿consumo particular o celebración comunitaria?

Hace algunos años salió publicado en la prensa que en Barcelona la práctica religiosa es de un 10 % de la población, es decir, que cada domingo unas trescientas mil personas acuden a misa. El porcentaje de bautizados, sin embargo, es mucho mayor. Pero lo que me parece más preocupante la falta de implicación. De todos los que participan en la celebración muy pocos están comprometidos con la parroquia y la comunidad. La implicación pastoral es bajísima y arroja un panorama muy sombrío. Tanto, que nos estamos jugando el futuro del relevo generacional en nuestras parroquias.

Los sociólogos cristianos están alarmados ante el enfriamiento religioso cada vez mayor. Se está convirtiendo en un reto al que urge dar una respuesta inmediata.

De la doctrina al testimonio

¿Dónde podrían estar las causa de esta reducida participación? Hay cambios en la educación.  Se han promovido ideologías y filosofías que niegan la dimensión religiosa del hombre o la reducen a un fenómeno psicológico o cultural. También se ha dado un desencanto ante las instituciones tradicionales. Hay un problema de lenguaje: la sociedad civil no entiende el lenguaje religioso. Por parte de la Iglesia, a veces se ha dado un talante duro, demasiado apologético y doctrinal. En algunos sectores eclesiásticos hay un miedo terrible a reconocer que la teología no está acabada, miedo a perder la seguridad en lo que siempre hemos creído, pánico a dialogar con las ciencias y su visión cosmológica. Pero la causa más profunda quizás no es tanto la cuestión intelectual de nuestra fe como el testimonio de nuestra experiencia vital. Nos encorsetamos en la doctrina porque hemos fundamentado la fe en el intelecto, más que en una experiencia viva de adhesión a Cristo. Sin quitarle importancia a la formación intelectual, no podemos reducir la fe a un concepto teológico bien estructurado. No podemos convertir nuestra fe en entelequias mentales. Tenemos miedo a salir de nuestra formación académica y de nuestras instituciones para enfrentarnos a la realidad de una sociedad que rechaza la excesiva rigidez. Nos da pánico salirnos de las fórmulas de siempre. O aprendemos a evangelizar en la intemperie, tirando de nuestra creatividad pedagógica, o esta era glacial congelará el potencial extraordinario que tenemos.

Hemos de aprender a hablar de la verdad no solo como un concepto filosófico y abstracto, sino en el sentido bíblico de la verdad como experiencia, como vida, como persona: la persona de Jesús. La verdad nos hará libres, dice san Juan en su evangelio. Y Benedicto XVI dice que no puedes poseer la verdad, sino que la luz de la verdad es la que te posee.

Gelidez interior

Aunque sea duro reconocerlo, peor que la frialdad social y de la gente que no cree es la gelidez de dentro, la de los que creemos y venimos a misa. Mirar la apatía de la gente de afuera es triste, pero es mucho más inquietante ver la frialdad de la que está dentro de la barca de la Iglesia. Que en una demarcación parroquial de treinta mil habitantes solo asistan a misa unas cuatrocientas personas es muy poco. Pero que, de estas cuatrocientas, solo se impliquen en la comunidad de un 3 a un 5 % está revelando la dramática situación que vive la Iglesia y su incierto futuro. Las causas de esta deserción no están fuera, ni siquiera en la falta de credibilidad en que han caído algunas instituciones eclesiásticas. El problema es la coherencia personal de los cristianos. Para mí esto es lo que realmente está empobreciendo a la Iglesia. ¡Muchos de los que están dentro no vibran!

Falta pasión, entusiasmo, compromiso, adhesión y pertenencia. Si reducimos la fe al ritual del cumplimiento, al precepto por obligación y a la excesiva teoría, nos estamos perdiendo la alegría de una invitación a vivir un encuentro festivo. Mientras que la eucaristía no se entienda como un encuentro gozoso con Cristo estaremos mercadeando con Dios, dándole nuestro escaso tiempo para conseguir algo.

Sorprende ver cómo, una vez acabada la celebración, el templo queda vacío en cuestión de minutos. La gente se marcha a toda velocidad. ¿Dónde está el sentido de pertenencia, de fraternidad, de comunidad? ¿A qué han venido? ¿Cómo no son capaces de quedarse aunque solo sea un rato para compartir y saborear esos momentos eucarísticos con los demás?

Sentirse comunidad viva

Necesitamos salir de esa zona de confort y movernos hacia afuera. Hemos de sacudirnos la rutina y la desidia de cumplir por obligación. Es de la esencia de la eucaristía vivirla y celebrarla no como una actividad de autoconsumo sacramental para acallar la conciencia. Es más, si no nos sentimos parte de una comunidad no entenderemos que lo que da sentido profundo a la Iglesia es el ofrecimiento de Cristo en la eucaristía, y que este don se nos hace como comunidad, como Iglesia. Este regalo no tendría sentido fuera de ella. Estamos hablando de Cristo, que se nos da como don gratuito.

Me entristece percibir que muchas personas que vienen a misa ni siquiera se saludan. Con prudencia me atrevería a afirmar que toda la potencia de la eucaristía solo penetra en el corazón de cada uno cuando este se siente parte de los otros, formando una comunidad viva y comprometida. No digo que el sacramento no tenga valor en sí mismo, pero el no sentirse parte de un todo puede reducir los efectos de su gracia. El futuro de la Iglesia depende del vigor de una comunidad que realmente se lo cree y vive la eucaristía tomando conciencia de la dimensión social y pastoral de su vida cristiana. Ahí está el futuro de la Iglesia: que cada uno, desde el banco donde participa en la misa, vibre de tal manera que se convierta en un impulsor de oxígeno; así toda la comunidad, por ósmosis, respirará y crecerá. Busquemos tiempo para que la Iglesia siga dando buenas razones de esperanza en una vida plena y gozosa. Solo así el aliento del Espíritu soplará con toda su fuerza. Nosotros somos parte de ese aliento. Ojala aprendamos a regalar nuestro tiempo, como mínimo un diezmo, a la Iglesia, a los demás y, sobre todo, al Dios que nos ha regalado todo el tiempo.

domingo, junio 22, 2014

Corpus, un misterio de amor

El domingo pasado celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. A través de la liturgia, nos asomamos al misterio de un Dios que se relaciona y se despliega en toda su potencia amorosa. Celebramos que Dios se revela y se comunica en la segunda persona, el Verbo Encarnado.

Hoy celebramos que este Verbo de la Trinidad, la persona de Jesús, se hace presente para siempre en el cuerpo y la sangre del Señor.

El Corpus es la fiesta de la donación de Jesús, hecho eucaristía. Es el mejor regalo que Dios nos puede hacer: darnos de comer a su propio hijo para que tengamos vida eterna.

Hoy, la Iglesia celebra el culmen de esa entrega con la procesión del Corpus. Mirar, contemplar, seguir a aquel que lo dio todo por amor, pasear con el amor de todos los amores, adorarlo y reconocerlo como la fuente de nuestra existencia es la mejor manera de agradecerle tanta entrega y tanto amor hacia su indigente criatura, a quien ha dado una vida sobrenatural. Con el primer sacramento, el bautismo, nuestra vida mortal quedó sumergida para siempre en la vida de Dios.

Ojalá los que hoy le seguimos en esta procesión, unidos al Padre, reproduzcamos en nosotros la misma vida de Cristo. Que siempre sepamos encarnar el amor en el mundo, que sepamos ser palabra de Dios, que sepamos culminar esa palabra en un compromiso de acción apostólica y caritativa. Que sepamos acompañar a todos los que sufren y se sienten solos. Que sepamos hacer la voluntad de Dios, asumiendo el sacrificio como expresión suprema de amor. Que sepamos morir a todo aquello que nos aleja de Dios. Pero, sobre todo, que sepamos confiar y amar sin condiciones al que hoy recordamos en esta liturgia del Corpus Christi: aquel que murió perdonando, amando, un cuerpo entregado por amor y una sangre derramada para nuestra salvación.

Vivir el Corpus contemplando la custodia elevada hacia el cielo es anhelar con toda nuestra alma que nuestro corazón también se convierta en custodia viva, que irradie la fuerza de su amor. El culmen de nuestra vida cristiana es llegar a vivir de una manera eucarística toda nuestra existencia.

Cuando entendamos que el Cristo de la cruz es el mismo Cristo de la eucaristía, una mirada contemplativa a este misterio de amor nos ayudará a entender mejor la humanidad sufriente. Aprenderemos así a entender la liturgia de hoy. Adornemos al pobre, elevemos la dignidad del que sufre, cantemos al que se siente solo, contemplemos la imagen de Dios en el marginado, carguemos sobre nuestros hombros a aquel que lo ha perdido todo, hasta su dignidad. Solo así estaremos adorando de verdad el cuerpo de Cristo, porque el sufrimiento de los demás es el suyo.


Hoy, cuando miremos a la custodia, pidamos al Señor coraje y fuerza para poder entregarle nuestra vida entera y saber encontrar su presencia entre los pobres que viven a nuestro lado.

domingo, mayo 25, 2014

Cuidarse

Hace unos meses leí una carta pastoral del arzobispo de Boston, pidiendo a los sacerdotes de su diócesis que se cuidaran. Entre los curas diocesanos ha aumentado la obesidad de manera alarmante, y el arzobispo advierte sobre la necesidad de ser moderados en la comida, ya que una mala alimentación, con un exceso de comidas poco sanas, causa patologías en el organismo y compromete seriamente su labor pastoral.

La OMS nos habla de una pandemia en Europa y en los Estados Unidos: la obesidad. Conozco y he conocido a muchas personas que, por no moderarse y comer cualquier cosa en cualquier momento, es decir, por mal alimentarse, han terminado enfermando gravemente y sufriendo todo tipo de trastornos: coronarios, cerebrales, circulatorios, neurológicos… En algunos casos, los achaques sufridos los han reducido a un estado casi vegetal, en otros, han limitado sus actividades y otros han quedado completamente dependientes de los demás.

Personas brillantes intelectualmente, profesores, empresarios, sacerdotes, médicos, que rebosaban vitalidad y disfrutaban de enormes capacidades humanas e intelectuales, caen en la invalidez.  Sus órganos, deteriorados, van declinando a marchas forzadas. Sobrecoge verlos en su estado actual. Esto produce un gran impacto psicológico y te lleva a comparar lo que fueron y lo que han llegado a ser.

Es verdad que hay otras razones, a parte de la alimentación, que pueden afectar a la salud. Existen también factores psicológicos, emocionales, el estrés, una tendencia genética a ciertas patologías…  Pero a menudo pienso si no estaremos rindiendo un excesivo culto a la intelectualidad, dejando de lado el valor del cuerpo y del cuidarse. Valoramos el trabajo, pero no tanto el descansar, meditar, rezar. Priorizamos lo que tiene proyección social o intelectual. ¿No habrá un orgullo, una soberbia escondida, que nos lleva a ignorar y sobrepasar nuestros límites? Existe una bulimia intelectual que lleva a querer saber más, querer absorber más conocimientos. No lo queremos reconocer, pero uno va idolatrándose a sí mismo y por algún sitio hay que canalizar las ansiedades, los miedos y los vacíos internos. Si no brillas en el mundo intelectual, parece que no eres nadie.

Entonces, cuando sobreviene la enfermedad, cuántas cosas quedan fulminadas, por no darse cuenta de que tenemos que ser más humildes, reconocer lo que somos y hacer menos. ¿Por qué intentamos hacer más de lo que nuestro cuerpo físico y nuestra psique nos pueden permitir? ¿No seremos también bulímicos del hacer? Nos sentimos un poco superman, nos cuesta dejar de hacer mil cosas y nos vamos adentrando en un laberinto de compromisos hasta llegar a perder la paz. Queremos quedar tan bien con todo el mundo que nos secamos por dentro. Pero las caras reflejan nuestra realidad. Detrás de una apariencia amable y un discurso bien construido, con una buena retórica llena de frases bonitas, nuestro lenguaje no verbal delata una vida estresada, agotada, llena de ironía y amargura. No podemos escapar de nuestra realidad interior, por muchas pantallas que pongamos.

¿Qué hacer? Para muchos, la enfermedad es un golpe, un castigo, un sin sentido doloroso que hay que evitar y superar lo antes posible. Quizás podríamos afrontar la dolencia de una manera más trascendida, aprendiendo a ver qué mensaje nos trae esta fragilidad.

Dios nos ha creado corporales. El cuerpo es bueno y bello, como afirma el Génesis. Es nuestra realidad física, la que nos permite expresarnos, relacionarnos, comunicarnos, amar, sentir, disfrutar… Pero también nos marca unos límites, espaciales y temporales. ¿Sabemos encontrar la sabiduría que hay en estas limitaciones físicas? Dicen que la enfermedad es el grito del cuerpo llamando nuestra atención. Nos pide cuidado, pero también nos pide revisar nuestra vida. Nos exige parar, detenernos, reflexionar. Nos recuerda que hemos de ser humildes y respetuosos con nosotros mismos. También nos hace salir del egocentrismo, pues nuestra enfermedad siempre afecta a los que nos rodean. ¿Queremos causar dolor y preocupación a nuestros seres queridos?

La verdadera curación llegará cuando no sólo resolvamos el problema físico, sino cuando aprendamos a cambiar nuestra vida. Y un gran cambio empieza, como recordaba al principio, con la alimentación. Cuidemos lo que entra en nuestro cuerpo, y también lo que entra en nuestra mente y nuestro corazón. Porque todas nuestras dimensiones están relacionadas, y una nutrición sana también reforzará nuestro espíritu. Es importante cuidarse para poder servir y amar mejor.

domingo, mayo 18, 2014

¿Devoción mariana o vírgenes a la carta?

Con motivo del mes de mayo, dedicado a la Virgen María, publico otra reflexión sobre la devoción mariana y algunos riesgos en los que se puede caer.

La elegida de Dios

María, hogareña y contemplativa, supo estar en el lugar donde le tocó vivir. Asombrada ante el anuncio de su maternidad, tuvo miedo, pero se fió. Su comunicación con Dios partía de un abandono total en sus manos. Aunque abrumada, tuvo la certeza de que su maternidad formaba parte de un plan divino para ella. Calló e interiorizó, asimilando en su corazón, poco a poco, la grandeza de aquella elección.

Seguramente se sintió muy pequeña. Pero su deseo profundo era hacer la voluntad de Dios. El Espíritu Santo fecundó sus entrañas: la entrada de Dios en el mundo fue a través de una jovencita sencilla de Nazaret. Dios no quiso una mujer madura ni bien posicionada, de buen linaje, con poder y bienes. No eligió a la reina de un imperio, ni a una princesa de sangre real. Tampoco quiso aparecer en una gran ciudad o en un palacio. Buscó un lugar pequeño, insignificante, escondido, en el último rincón de la provincia judía, bajo el poder imperial romano.

En los evangelios María aparece muy poco, pero lo justo para que podamos intuir su enorme trascendencia como prototipo y modelo de mujer cristiana, dócil al designio de Dios. Ella vivió oculta, no tuvo una relevancia especial en su pueblo. El magisterio de la Iglesia, considerando su papel en el misterio de la encarnación, la proclama Madre de Dios. Así, se convierte en co-mediadora del misterio de la salvación. Unida a Cristo, intercede por todos. Pero la Iglesia también ve en ella un modelo de sencillez a imitar. María no aparece en los evangelios como una tenaz evangelizadora, sino como la mujer que no habla o que dice muy poco. Pero lo que hace es suficiente para adivinar su plena comunión con Dios en la oración.

María, modelo de humildad

María nos enseña que su oración no es un hablar por hablar, sino una escucha, un acto de confianza. No se nos presenta como una mujer activista, arrolladora, de discurso convincente. Lo que nos atrae de María no son sus palabras sino su silencio, su docilidad, su abandono. Ella no convence a nadie. Desde su silencio más profundo, está completísimamente volcada a Dios. Sabe que está en sus manos. ¿Hizo algo extraordinario? Lo único que hizo fue decir sí. Dos letras que expresan la grandeza de una libertad abierta a Dios sin reservas y la sencillez de una respuesta que no es un discurso dudoso, sino una palabra breve, inequívoca y rotunda.

A María no le hacía falta decir más que sí a la aventura silenciosa a la que Dios la llamaba. Por ese sí, por su ejemplo, María es bendecida por el pueblo de Dios.

María merece ser venerada y reconocida, y tenida por modelo a imitar, ya que nos acompaña hacia el encuentro con su Hijo. Quedarse solo en María es no entender en profundidad el misterio de la encarnación. Su sí, puerta abierta, es para que vayamos hacia Él. Cristo es el vértice del misterio de la redención. Él es el centro de nuestra vida cristiana, imagen viva de Dios. María está a su lado y en profunda comunión con el Padre. Pero es Cristo quien ocupa el centro de la teología cristiana.

¿Qué ocurre cuando ponemos al mismo nivel a María y a Cristo, o incluso, a veces, ponemos a la Virgen por encima? ¿Hemos captado realmente el papel de María en la Iglesia? Cuánta gente reza más a María que a Jesús. Esta piedad, ¿es adecuada? Cuántas veces vemos enormes colas ante una imagen de la Virgen y nos olvidamos de Cristo en la cruz, o en la resurrección, o en el mismo sagrario.

Rezamos a María, y tenemos que hacerlo, pero lo que ella quiere es que recemos y amemos a su Hijo. En las bodas de Caná dijo a los servidores: «Haced lo que él os diga». Ella intercede, media, pero nos dice: dirigíos a Cristo.

¿Dónde radica la auténtica piedad mariana? A ella, que le gustaba el silencio y la discreción de la vida oculta, ¿no la estaremos abrumando con tantos rezos, letanías y ceremonias? ¿Y si ella lo que quiere, en realidad, es que recemos más en silencio y que aprendamos a escuchar? Pidámosle fuerza y ayuda para amar a Jesús y a los demás. Ella nunca quiso tener protagonismo. ¿No le estaremos dando demasiado? Santa Teresita decía de ella:

¡Oh, cuánto amo a la Virgen María! Nos la presentan inaccesible; debieran presentárnosla imitable. ¡Tiene más de madre que de reina! Se ha dicho que su brillo eclipsa el de todos los santos, como el sol, al aparecer la aurora, hace desaparecer las estrellas. ¡Dios mío, cuán extraño es esto! ¡Una madre que ofusca la gloria de sus hijos! Yo pienso todo lo contrario; creo que aumentará, en mucho, el esplendor de los elegidos… ¡La Virgen María! ¡Cuán sencilla me parece que debió de ser su vida! (Historia de un alma, 12, 30).

Una sola virgen

Aunque ya sabemos que la figura de María posee diferentes advocaciones, en función del entorno geográfico, cultural y religioso donde se la venera, sorprende constatar que muchas personas dan más importancia a una virgen que a otra, como si fueran personas distintas. ¿Tiene la gente claro que la Virgen es la misma, esté donde esté y se llame como se llame? Todas las imágenes, por diferentes que sean, son un intento de representar a una misma Madre de Dios, que es María de Nazaret. Cuántas veces estamos viendo que para ciertos fieles, “su Virgen” es más importante o mejor que las otras. Se puede hablar de una inculturación de María en la tradición de cada lugar, con sus historias y leyendas. Pero ninguna virgen es mejor que otra porque siempre estamos hablando de la misma persona.

La auténtica piedad consiste no solo en rezar a María, sino en escucharla y, sobre todo, en imitarla. Si lo intentamos, os aseguro que la oración será mucho más fecunda.

El auténtico devoto mariano ha de revestirse de su sencillez y discreción. María, como Madre de los cristianos, nos ama a todos. Despreciar a alguien porque es diferente es rechazar a un hijo de María. ¿Creéis que ella se alegraría de ver cómo rechazamos a un hijo suyo?

Nuestra vocación mariana pasa por aprender de ella su dulzura y su docilidad, su amor generoso y tierno hacia todos sus hijos, sin excepción. El auténtico devoto mariano es el que brilla en la caridad.

domingo, mayo 11, 2014

Manos que se convierten en altar

El domingo nació gris. Las nubes tapaban el sol, pero poco a poco un viento fresco fue limpiando el cielo de un día que hacía temer la falta de color. A medida que avanzaba la mañana las nubes se fueron apartando y dejaron que el sol luciera con fuerza. Cuando tocó la campana a las doce y media el cielo estaba totalmente despejado.

En procesión, con los niños delante, iniciamos la celebración del día del Señor. Siete niños estaban a punto de recibir a Jesús por primera vez. Mientras sonaba el canto de entrada los niños se dirigieron hacia el altar, hacia la mesa del anfitrión, Jesús, que los iba a acoger en su banquete eucarístico. Con nervios contenidos, eran muy conscientes de que era un día grande para ellos.

Fue una ceremonia festiva, con el acompañamiento de sus padres, atentos y visiblemente emocionados, que asistían a esos momentos milagrosos en la vida de sus hijos. Padres y familiares fueron testigos de ese momento tan especial para los niños: estaban a punto de abrir su corazón a Jesús, a punto de convertirse en custodias vivas. La hostia sagrada iba a alojarse en el hogar de sus corazones.

La celebración, dinámica, entre cánticos, lecturas, oraciones y tiempo de recogimiento, se revistió de un brillo especial. La belleza del entorno, con el templo adornado de flores, el perfume, la luz y la alegría que se respiraba, todo anticipaba el cielo aquí en la tierra.

Hubo momentos álgidos y significativos, como el rito de la paz. Los niños se dieron abrazos espontáneos, afectuosos, con el rostro iluminado por sus sonrisas frescas y alegres.  Las niñas, más delicadas, se abrazaban con suavidad, pero no con menos intensidad. Cruzaban miradas cómplices, sinceras, como si quisieran detener el tiempo en esos instantes tan hermosos.

Me di cuenta de que en estos dos cursos de formación los niños han hecho un largo camino juntos, forjando una gran complicidad, hasta convertirse en hermanos y amigos de Jesús. Aquellos abrazos de varios corazones fundidos en profunda amistad hablaban de la presencia real de Cristo, a punto de entrar en sus vidas. Era hermoso verlos entrelazados con aquella fuerza y alegría.

Quizás ellos no llegaron a entender la belleza del momento. El corazón de Cristo estaba a punto de formar parte del suyo.

Más tarde llegó el momento cumbre: la comunión. Con manos temblorosas, que hacían de altar, los niños fueron recibiendo el sagrado cuerpo de Cristo. Lo tomaban con delicadeza y suavidad, mirándolo con ojos vivos. Tenían a Dios mismo en las manos. El milagro estaba sucediendo: estaban tomando trozos de eternidad. Para mí fue un momento muy denso espiritualmente. El brillo de Cristo iluminaba sus rostros.

Me invadió una enorme paz y sentí una emoción indescriptible. Uno de los misterios culmen de la fe, con la fuerza de su luz, estallaba ante mí. Jesús, a través del sacramento, se hacía real y presente en estos niños. Fue un momento sublime: la inmensidad del cielo se abría ante mis ojos. Siete niños empezaban juntos una hermosa historia de camino hacia el cielo, con el compromiso de un sí para siempre.

Como ramas unidas al tronco de Cristo, se podrán hacer más amigos que nunca, porque la sangre de Cristo sella para siempre la amistad, más allá del tiempo. Ojalá estos siete niños sean fieles a Jesús a lo largo de sus vidas. Ojalá nunca olviden este día tan crucial.

A partir de ahora, la vida de Dios comenzará a crecer en ellos para llenarlos de una alegría desbordante. Lo tienen ya dentro, formando parte de su vida. Que sus padres, la comunidad y la Iglesia podamos acompañarlos para que nunca pierdan el rumbo hacia la felicidad plena, que es Dios.

Bajo la tupida morera del patio, en el crepúsculo, cuando el azul del día iba dando paso a la noche, medité sobre el acontecer de la jornada. Posé mi mirada en la cruz, sobre la campana, con el fondo dorado de las hojas de los plataneros, iluminados por el farol, y escuché el suave susurro de Dios, que me invitaba a la oración y al recogimiento. La media luna, suspendida en el cielo, y el último toque de la campana hicieron resonar en mi corazón la grandeza de un día en el que Dios quiso entrar en siete almitas, llamadas a ser testigos de una experiencia de amor inconmensurable en el mundo.

4 mayo 2014 

domingo, abril 27, 2014

El sacerdocio pascual

El jueves santo celebramos la institución sacerdotal. Cristo convierte la cena pascual en la primera eucaristía.

Después de la Pascua, los apóstoles se convierten en misioneros del gran anuncio de Cristo resucitado. Eucaristía, sacerdocio y misión están íntimamente ligados. No puede haber eucaristía sin sacerdocio, pero tampoco puede haber eucaristía sin misión. Forman parte de una unidad compacta que define la identidad y la espiritualidad del sacerdote.

Unidos a Cristo


El sacerdote, desde su ordenación, se une místicamente a esa cena donde Cristo instituyó la eucaristía. Y en la oración sacerdotal se une en profunda comunión al discurso del adiós que Jesús pronunció antes de morir.

La vocación del sacerdote ha de estar fundamentada en la relación íntima con Dios Padre, hasta el abandono total en sus manos. Comparte con Cristo la cena pascual, la agonía en Getsemaní, el sufrimiento en la cruz hasta la entrega total. La cruz es el reverso de una realidad que apunta hacia una vida nueva. En la experiencia del sábado, el silencio expectante hace presentir el acontecimiento que está a punto de estallar.

El domingo es el día definitivo que cambia la historia. La resurrección fundamenta el sacerdocio. El hecho pascual define un modo de ser. El sacerdote, o es pascual o se queda en la visión judía del Antiguo Testamento.

Cristo inaugura un nuevo modo de ser sacerdote. Los ordenados deberían vivir como Jesús resucitado. ¿Y cómo vive Jesús resucitado? Con una vida nueva, anclada en Dios. La comunión del Hijo con el Padre transforma la vida de Jesús. El sacerdote, como otro Cristo, ha de vivir de la misma intimidad y amistad con Dios Padre.

Sin esta comunión plena con Dios los curas no podremos ejercer eficazmente nuestra labor pastoral. Hemos de tener el mismo corazón de Cristo, un corazón puro y resucitado. La comunión plena con él hará que lo que somos y hacemos esté en consonancia. Una vez que se llegue a esa situación de plenitud, viene lo siguiente.

Alegría pascual


El modo de ser de Cristo resucitado marca una forma de evangelizar. Si la eucaristía hemos de unirla al amor, la resurrección hemos de unirla a la alegría. El entusiasmo, la intrepidez y la alegría han de ser el motor que lleve al sacerdote a vivir con gozo el don de su ministerio. Un cura abatido, cansado, agobiado, triste y desconfiado se aleja de lo nuclear de su sacerdocio. Con el testimonio gozoso se convertirá en vector que indique un nuevo talante sacerdotal. Si la gente no ve en el sacerdote el brillo de la resurrección, si la verdad de Jesús vivo no resplandece en sus ojos, difícilmente será capaz de convencer y entusiasmar. Porque la fuerza de la interpelación no solo está en lo que seamos capaces de comunicar, sino en la medida en que vivamos esa verdad que predicamos. Finalmente, lo que más convence es lo que seduce, y aquello que se vive impacta más que lo que se dice. 

Sin entusiasmo sacerdotal no podemos contribuir a crear una comunidad comprometida y alegre. Tampoco será posible la tarea misionera del presbítero y de la comunidad eclesial. La alegría pascual ha de ser nuestro distintivo.

viernes, abril 18, 2014

Paseando contigo hasta tu casa

En la liturgia de ayer, jueves santo, celebramos la institución de la santa eucaristía. En este marco sagrado resuena de modo especial el ministerio del sacerdocio, sobre todo durante la consagración, el momento cumbre del misterio de la entrega de Jesús.

Su cuerpo es verdadera comida y su sangre verdadera bebida. El sacrificio ya no son animales, como en la tradición judía; el sacrificio es él. Derrama su sangre como precio por nuestro rescate. Con su muerte, nos rescata para salvarnos.

Después de la celebración de la santa cena, iniciamos el recorrido de la reserva hacia el sagrario, en el bello monumento que se prepara para la hora santa. Aunque lo hacemos cada año, el momento en que la comunidad empezó su procesión, acompañando al sacerdote, resonó de una manera especial en mí. Pasear con Cristo eucarístico, caminar junto a él, estar con él, sosteniéndolo en mis manos… Mis ojos eran testigos de una experiencia luminosa.

El Cristo del altar hecho pan se hacía presente con toda la fuerza de su misterio. Una honda alegría invadía mi alma. Sentí un privilegio especial, tanto que no quería llegar al final del camino. Quería gustar y saborear ese encuentro. Mientras caminaba hacia el sagrario, el corazón se me llenaba de una emoción contenida. Con la mirada fija en su rostro sacramentado, sentí un temblor: estaba paseando con él, caminando como si fuéramos hacia el cielo, hacia los brazos del Padre.

A paso lento, meditaba su gesto sublime de amor. Él ha querido permanecer siempre con nosotros. ¡Qué señal de amor tan grande! No ha querido dejarnos huérfanos. No ha querido que nuestro vacío existencial se pierda en el absurdo.

Una vez llegamos a la puerta de su casa, el sagrario, no me di prisa en introducir adentro al Cristo vivo hecho pan. Con profunda reverencia, quise alargar el momento. Mi corazón rezaba, mis manos lo tomaban, mis ojos lo contemplaban, mis labios balbuceaban ante el misterio, mis rodillas se doblaban con adoración ante tanta belleza. La música de su dulce voz llegaba a mis oídos. El silencio era testigo de ese momento sagrado.

Deposité el cuerpo de Cristo en el sagrario, su pequeño hogar en la tierra. Abrir la puerta del sagrario es abrir la puerta del cielo. Allí estará siempre, con su presencia discreta, hasta que la mano de un sacerdote vuelva a abrirlo para darlo de comer a tantas personas que desean alimentarse de su vida.
El cielo y la tierra se unen; lo humano y lo divino se entrelazan. Ya dentro del sagrario, sigue resonando la fuerza de su misterio. Cierro la puerta, pero dentro late su vida, y también late afuera, en cada persona, en la Iglesia. Este es el gran misterio de su resurrección: está aquí y allí, arriba y abajo, dentro y fuera, en cualquier lugar donde sigue haciéndose presente. Pero, de una manera muy especial, está en la eucaristía. Y desde el sagrario nos convoca para que acudamos a pasear con él, a escucharle, a acompañarle, a crecer en amistad con él.

Le pido a Cristo que nunca se canse de expresarnos su dulzura y su paciencia amorosa. Señor, haz que siempre tengamos sed de ti.


Joaquín Iglesias
Jueves santo – 17 abril 2014 

domingo, marzo 16, 2014

No tomarás el nombre de María en vano

El lugar discreto de María


En la teología cristiana María, la madre de Dios, tiene un lugar relevante. Se puede hablar de una teología y una espiritualidad mariana. La Iglesia, a partir del estudio de los evangelios, señala el rasgo fundamental de María: su deseo de hacer siempre la voluntad de Dios.

María tiene también su lugar en la piedad popular. Es un modelo para los cristianos por su apertura al designio de Dios en su vida. Siendo un personaje crucial en la historia de la encarnación, los autores sagrados la hacen aparecer en un segundo plano. Así como la figura de Jesús se explica extensamente, María aparece de forma puntual: en los evangelios de la infancia, de Mateo y Lucas, en las bodas de Caná y en la pasión de San Juan. La discreción de María tiene mucho más sentido del que parece. Jesús es la figura central de la salvación. La fuerza de María está en la humildad. Se pone detrás de Cristo porque se convierte en discípula de su hijo.

María era una mujer sencilla y discreta de Nazaret. Su sí fue decisivo para hacer posible la encarnación. Su apertura de corazón fue necesaria para que se culminara el plan de Dios hacia la humanidad. María siempre nos señala el camino hacia Jesús. No quiere que nos quedemos con ella, sino que vayamos al encuentro de su hijo.

Algunas confusiones


A veces me sorprende y me preocupa contemplar el protagonismo exagerado que se da a María por parte de algunos creyentes que la equiparan a Cristo, el único salvador y redentor. Es verdad que ella es co-redentora en cuanto a que está unida su hijo, nunca al margen de él. La piedad mariana está muy extendida en el pueblo de Dios pero a menudo se dan ciertas actitudes y manifestaciones en las que se cae en una peligrosa confusión: convertir a la Madre en una especie de diosa, dándole el mismo rango teológico que a Cristo. Nos estamos enfrentando a una grave desviación sobre la figura de María, que puede empequeñecer el misterio de la redención. Esta confusión nos aleja de la centralidad de Cristo en la Iglesia.

Por Internet y algunas redes sociales se están difundiendo cada vez más noticias de personas que dicen tener locuciones, visiones y experiencias místicas en las que María les habla. No digo que esto sea imposible. Pero hay que ir con mucha cautela porque puede haber falsos testimonios de estas experiencias, por error o con el fin de manipular a las gentes de buena fe. Por eso, aunque nos cueste, es esencial acatar la autoridad del magisterio de la Iglesia, porque sus investigaciones permiten detectar los abusos y exageraciones que pueden responder a causas psíquicas o incluso a intereses económicos. La docilidad al magisterio indica que más allá de nuestra voluntad, por buena que sea, la Iglesia puede depurar nuestras intenciones y las de aquellas personas que dicen tener este tipo de experiencia. Una excesiva publicidad o eco mediático de estos hechos puede tener como consecuencia mover a masas de gente. Detrás de esto puede ocultarse un gran riesgo: la patología religiosa puede convertirse en un modus vivendi para ciertas personas que se erigen en líderes espirituales. La obediencia a la Iglesia y la discreción serán dos señales del grado de autenticidad de estas experiencias.

Todavía es más peligroso cuando los supuestos mensajes marianos se reducen a anuncios catastrofistas y se centran más en el diablo que en el amor de Dios. Utilizan un lenguaje apocalíptico, aluden al final de los tiempos y de la humanidad e insisten en el poder del demonio sobre el mundo. Estos impactos negativos pueden generar neurosis religiosas en muchos seguidores. Por eso la Iglesia alerta, igual que Jesús alertó en su momento sobre los falsos profetas. Hemos de estar atentos ante los que, en nombre de Cristo y de María, se convierten en guías de masas, alejando a la gente del auténtico culto y la auténtica doctrina de la Iglesia, recogida en el Concilio Vaticano II.

Si María no nos acerca a Cristo y a los demás, y los videntes no están en comunión con la Iglesia, esto puede significar que están montando su propia religión amparados bajo el nombre de la Virgen. No niego el valor teológico de María en la fe cristiana, pero sí quiero avisar de los peligros de un politeísmo mariano. Sería caer en una herejía. San Juan de la Cruz, místico y doctor de la Iglesia, en su Subida al Monte Carmelo, advierte sobre ciertas actitudes de manipulación de lo sagrado. Para él, las revelaciones sobrenaturales no son tan importantes como la humildad, la caridad y la fe, sencilla y pura. A veces pueden ser inducidas por engaño o ilusión, y alejan de la fe en Dios. San Juan afirma que, con Jesús, el Padre ya ha dicho su Palabra definitiva, y no hay otro mensaje. Quien desee sabiduría de Dios tan solo tiene que fijar los ojos en Cristo.

Esto no excluye que María pueda enviar sus mensajes a ciertas personas. Su concordancia con el evangelio puede ser una prueba de autenticidad, así como la actitud humilde de los videntes y su obediencia a la autoridad de la Iglesia.

Cristo, solo


Esta reflexión la hice a partir de un hecho que constaté en una de mis peregrinaciones a Lourdes. De buena mañana, una cola inmensa de personas iba hacia la gruta o hacia el santuario a venerar la hermosa imagen de María. El gentío era impresionante, aún de madrugada, cuando todavía era de noche. Al otro lado del río, en un campo enfrente de la gruta, se levantaba una gran carpa, donde se adoraba el Santísimo en un sencillo sagrario. El corazón me dio un vuelco cuando la vi solitaria y vacía. Jesús sacramentado estaba solo. Otra persona de la parroquia de San Pablo de Badalona me acompañaba, y comentamos: ¡qué abandonado está el Señor! Todo aquel gentío que veneraba a María parecía olvidarse de ir a rezar ante su hijo, hecho pan eucarístico.

María nos invita a salir de su regazo para que sigamos a Jesús. No quiere que nos quedemos en ella; en todo caso, nos empuja a salir de la comodidad de la madre para vivir la aventura de un amor que nos llevará al martirio, hasta dar la vida. Aquella madrugada, en Lourdes, sentí tan real la presencia de María como la de Cristo. Pero entendí también que ella era una flecha que me indicaba el camino hacia el corazón de su hijo.

El valor de salir afuera


Le pido a María, dulce remanso de mi alma, que me dé la valentía de seguir a Jesús, hacia la cruz, pero también hacia la alegría de la resurrección. María respetó que su hijo hiciera la voluntad de Dios. Ella también quiere que nosotros abracemos la voluntad del Padre. Todos estamos muy a gusto en casa de nuestra madre y es difícil vivir en la intemperie, lejos del calor del hogar. Pero este es el precio de la evangelización: salir de tu casa y de los tuyos para caminar con Cristo, sin saber dónde vas a reclinar la cabeza.

María siguió guardando las cosas en su corazón cuando Jesús se hizo adulto y empezó su vida pública. Desde el silencio y la lejanía, en la absoluta discreción, María seguía velando por aquel hijo que salió de Nazaret porque tenía que descubrir a los hombres el amor de Dios.


María, madre del silencio, ayúdanos a escuchar más a tu hijo y que tu presencia alentadora nos ayude a identificarnos más con él, razón primera y última de nuestra existencia.