domingo, noviembre 12, 2006

Dios Padre

Hoy en día escuchamos muy a menudo la palabra internauta, para designar aquellas personas que navegan por la red, por Internet, buscando conocimientos, distracción, contactos… ¡tantas cosas! A lo largo de esta catequesis de profundización, os invito a navegar por otras aguas. Vamos a navegar por el corazón de Dios Padre.

Sentirse hijo amado

Al igual que Jesús, todos podemos llamar a Dios Padre. Pero para ello es preciso sentirlo muy cercano. Llamar a Dios “Abbá”, como lo hacía Jesús, requiere que nuestra relación con él sea entrañable, como la de un padre con su hijo. La experiencia de filiación de Jesús era muy grande. Y quiso transmitirnos el amor de Dios para con nosotros, un amor que, como decía el Papa Juan Pablo I, es paternal y maternal a la vez. No podía nombrarlo así sin sentirse verdaderamente hijo de este Dios tan cercano al hombre.

Los deberes de un buen hijo: fidelidad y gratitud

Si Dios es Padre, podemos preguntarnos: ¿cuáles son nuestros deberes hacia él, como hijos? Uno de los principales deberes es serle fiel, como un hijo es fiel a su padre. Un hijo puede separarse de sus padres, fruto de su crecimiento y de las opciones personales de su madurez. Esta separación puede ser física pero nunca espiritual, porque ni la edad ni el estado de las personas deberían romper la relación con los padres. Lo mismo sucede con Dios. Nuestras obligaciones y compromisos humanos jamás tienen por qué impedir nuestra unión con Dios y nuestra lealtad hacia él. Esta unión jamás nos quita la libertad, Dios nos quiere libres.

El hijo tiene un deber para con los padres, el de no olvidar que han sido sus progenitores. El amor, cuando es auténtico, crece constantemente. Un amor profundo y verdadero hacia nuestros padres se refleja en una relación de gratitud filial. Así debería ser también con Dios. Él nos ha hecho existir y además, a través del sacramento del bautismo, nos da el don de la vida sobrenatural y de la fe.

Si cada persona se detuviera en el camino de su existencia para recordar las veces que Dios ha intervenido en ella, se daría cuenta de que han sido muchas. Y, cada vez que nos apartamos de él, Dios, como buen padre, siempre sale a nuestro encuentro a través de personas o de situaciones muy diversas. A veces nos falta ver las cosas con más claridad y comprender que ya sólo el hecho de vivir es un don extraordinario y maravilloso.

Una relación de intimidad y confianza

Jesús, con su ejemplo, nos invita a vivir una relación de intimidad con Dios, llena de confianza. El es mi padre y yo soy su hijo. Y Dios busca mi amistad, como lo muestra el relato de Génesis, cuando explica que Dios paseaba con Adán al atardecer, tranquila y plácidamente. Dios no es un padre autoritario, lo describe muy bien Jesús en la narración de la parábola del hijo pródigo. El hijo menor vuelve a casa porque tiene la absoluta certeza de que el padre lo va a perdonar. ¿Somos capaces de perdonar así? ¿Qué clase de hijo somos para con nuestros padres?

El reto de la Iglesia, como enviada del Padre

El creyente comprenderá mejor que Dios es Padre cuando encuentre en el presbítero a una persona capaz de acoger, de entender, de aconsejar. En una palabra, alguien que puede identificarse con la figura del padre. Ejercer una paternidad espiritual: éste es el desafío de la Iglesia de hoy.

El libro del profeta Amós nos cuenta cómo el pueblo de Israel, infiel a los mandatos de Dios, no era capaz de responder al amor del Padre. El profeta intentaba cautivar al pueblo, conquistando su corazón para que regresara a Dios. Esto nos indica que siempre es Dios el que busca primero al hombre. La iniciativa es suya. La Iglesia debe ofrecer una imagen atrayente y cercana a los ojos de la humanidad. En estos momentos de apatía religiosa es necesario reflexionar sobre cómo enamorar y entusiasmar a la gente para que se acerque a Dios. No basta con que lo haga el sacerdote, ya que es una tarea de todos los que formamos la Iglesia. El testimonio de la comunidad es crucial.

¿Por qué la gente se aleja de la Iglesia? La presión del paganismo es muy fuerte, la sociedad se ve invadida por un cúmulo de ofertas atractivas que prometen una felicidad irreal. Por ello la misión de la Iglesia debe ser, ante todo, acoger y atender bien a la gente que acude a ella.

Tenemos que saber ir a buscar a la oveja perdida para integrarla en el redil, con toda la comunidad. Estamos llamados a rociar de amor al mundo, porque somos "compañía de Jesús", como decía San Ignacio. Es necesario trabajar sin descanso porque la tarea es mucha y los obreros pocos.

Un cristianismo comprometido

La gente tiene que ver en el cristiano comprometido una formación, un entusiasmo, un dinamismo motivador y muchas ganar de trabajar sin desfallecer. Todos podemos hacer un poco más de lo que hacemos, sólo nos falta ponernos en manos de Dios y lanzarnos a luchar a contra corriente en la sociedad. Con valor, porque el desgaste será mucho ante la indiferencia y la frialdad espiritual, cada vez mayor.

El amor verdadero implica sacrificio, renuncia, a veces dolor. Cuando el amor no es firme, pasar del amor al odio es un paso, pero pasar del odio al amor cuesta mucho más, porque requiere una conversión sincera del corazón. No creamos en el amor televisivo de los culebrones y las películas, donde todo es fantasía.

Seamos solidarios, sepamos encarnarnos en el mundo. El Evangelio es un mensaje dirigido a todos los seres humanos, pero seguirlo implica estar dispuesto a darlo todo, con tenacidad e intrepidez. Tenemos la fuerza y la gracia necesaria. Todo cristiano tiene una semilla de Dios por el simple hecho de estar bautizado. Todos tenemos destellos de Dios Padre en nuestro corazón.

domingo, agosto 06, 2006

La adultez cristiana

Sabernos hijos de Dios

Con su bautismo, Jesús se consagra antes de empezar su ministerio público. Con las aguas penitenciales, asume el pecado del mundo. Su inmersión en el río y su emersión posterior simbolizan su futura muerte y su resurrección.

Jesús no hubiera podido realizar este gesto sin vivir una intimidad y una comunión profunda con Dios. Esa rica experiencia de Dios como Padre era fruto de mucho tiempo dedicado a cultivar su amistad.

Jesús parte de la honda convicción de ser hijo de Dios. Así, nuestra conciencia de ser cristianos nace también del conocimiento de nuestra filiación divina. La amistad profunda con Dios Padre es la raíz de nuestro trabajo apostólico. Del sabernos hijos de Dios surge la misión. Todos nuestros esfuerzos serán estériles si no somos conscientes de que hemos sido llamados para un cometido.

Llamados a evangelizar

Cada cristiano es llamado a anunciar que Dios viene a nosotros. Ahora más que nunca, en medio de un mundo frío y convulso, es un imperativo lanzarse a evangelizar. Pero para ello necesitamos el alimento de nuestra relación con Dios. La intimidad con él nos dará vigor para ser cristianos militantes que trabajan por la expansión de la Iglesia. Salir de la eucaristía alimentados de Cristo es salir llenos de Dios, con toda la fuerza necesaria para anunciar al propio Jesús.

En el mundo, tan autosuficiente, que cree poder prescindir de Dios, ¡cuánta soledad hay, y cuánto dolor! La misión del cristiano no es otra que proclamar que el Reino de Dios ya está en medio de nosotros. Cuando el creyente es consciente de esto ha dado un salto hacia la adultez espiritual.

La misión, signo de adultez

En los evangelios, leemos cómo Jesús crece, se hace hombre, madura física y espiritualmente. Alcanza la plenitud de Dios en su corazón. A los cristianos parece que nos cuesta crecer y alcanzar esta madurez. Somos muy niños y dependientes. Nos da miedo estar solos y erguidos ante el mundo. No nos asuste crecer, ¡nunca estamos solos! Dios nos da cuanto necesitamos para madurar y aceptarnos siendo como somos.
Ser cristiano maduro supone ir a contracorriente y afrontar muchas situaciones de dolor, sacrificarse y dejar atrás muchas ataduras. La sociedad mercantilista suele arrebatar o paganizar el genuino sentido de las celebraciones cristianas. Nuestra vida, revestida de Dios y volcada en él, reflejará nuestra madurez. Ésta nos empuja a salir en misión. Estamos en esta vida para hacer algo bueno. Vivimos por el Señor y para el Señor. Esto significa que vivimos para hacer el bien a los demás.

Un adulto es consciente de sus actos y del entorno que le rodea. Un cristiano adulto es también consciente de lo que significa optar por Dios y por la Iglesia. Y esto acarrea problemas a menudo, porque la sociedad rechaza nuestros valores religiosos. El cristiano maduro no esconde sus convicciones y es consecuente. Como adulto, no teme asumir sus valores y sabe que necesita a la comunidad para crecer. La comunidad cristiana se convierte en una bandera ondeante que proclame la esperanza en medio de un mundo caído. El mundo necesita razones para creer, para tener sueños y esperanza.

Jesús en el Jordán toma conciencia de su mesianidad. Es el momento de su madurez espiritual. En el cristiano este momento se da cuando es capaz de ofrecer su vida por aquello en lo que cree. Los primeros cristianos brillaron por su valor y su heroicidad. No temieron afrontar ni siquiera la muerte en martirio. Hoy, tan sólo la prensa y el qué dirán bastan para replegarnos.

Nos apena ver vacías las iglesias, pero aún es más triste que no salgamos a testimoniar afuera. La sociedad debería poder decir, como lo decía hace dos mil años: ¡Mirad cómo se aman!

domingo, julio 30, 2006

Fundamentos teológicos de la calidad

La calidad es una de esas palabras “talismán” de nuestra sociedad, utilizada por muchos empresarios, consultores, profesores y ejecutivos. Tan ensalzada está que ha llegado casi a la categoría de ley, pues hoy día se certifica y se acredita con toda clase de documentos, inspecciones y estudios. La calidad es una garantía de fiabilidad para toda empresa, institución o producto.Existen muchos métodos para conseguir la calidad. Los expertos han elaborado complejos métodos y procesos para medir y comprobar la calidad. Este concepto, tan propio de la cultura empresarial, empieza a llegar a otros sectores sociales, especialmente al campo de las ONG y las instituciones docentes, religiosas y sanitarias. Cuando la calidad llega a estos ámbitos, necesita un fundamento más allá de la pura certificación. No se trabaja por calidad "para" obtener una calificación, sino "porque" se parte de unos valores y principios.

Desde el punto de vista cristiano, la calidad no es una mera exigencia social, sino un deber moral intrínseco de la persona.¿Qué es la calidad? Dejando aparte definiciones técnicas, la calidad, en palabras llanas, es "hacer las cosas bien". No sólo basta con hacer cosas buenas. Esas cosas deben hacerse con excelencia. Es el "cómo" lo que interesa, más que la acción en sí.

¿En qué valores o fundamentos nos podemos basar los cristianos para alcanzar la calidad? El primer maestro en calidad es el mismo Dios, Creador. El ha creado el universo con excelencia inigualable –y Dios vio que era bueno- dice el Génesis. Al regalarnos la naturaleza y la belleza de todo lo creado, ha pensado en su criatura y en lo mejor para ella. Dios ha creado un hermoso jardín –el mundo- para que vivamos en él. No ha escatimado en calidad. Ha volcado toda su inteligencia amorosa, todo su ingenio y su libertad para crear un entorno de belleza incomparable. Si al crear el universo Dios ha derrochado ingenio y creatividad, aún más lo ha hecho al crear el ser humano, a su imagen. En nuestra creación Dios se ha recreado, con su más pura artesanía, volcando amor en cada gesto creador. Como una filigrana, nos ha moldeado con infinita delicadeza y nos ha infundido una gran fuerza interior, capaz, como él, de amar, de recrear, de construir, de inventar, de embellecer su propia obra y acabarla.

Dios ha sacado un cum laude en calidad a la hora de crear el mundo y el hombre. El es nuestro modelo. Para un cristiano, la calidad debe ser una manera de hacer al modo de Dios. ¿Cómo haría Dios este trabajo? Esta es la gran norma para la calidad en nuestra vida cotidiana.

En Jesús, la calidad de Dios llega a su máxima expresión y plenitud. Jesús fue hombre, vivió entre nosotros. Su vida también nos enseña el arte de la calidad. Esta motivación es suficiente para lanzarnos, con creatividad, a revolucionar y mejorar nuestro trabajo, en el mundo empresarial y en todos los ámbitos. Porque, además, esta calidad siempre tendrá en cuenta el máximo bien de la persona. Será una calidad íntimamente ligada a la caridad.

Caridad con calidad, esta podría ser una máxima para el trabajador, el voluntario, el ejecutivo, el empresario cristiano. No basta con llegar a la perfección técnica. También es necesario tener en cuenta a las demás personas de nuestro entorno. Una calidad sin solidaridad está vacía de sentido. Podemos hacer algo de manera excelente, incluso un apostolado. Si no tenemos en cuenta el bienestar de las personas, especialmente de las más alejadas o marginadas, nuestra calidad será vanidad. Esta reflexión deberían hacerla muchos gobiernos y empresas, que luchan por conseguir la calidad y un estado del bienestar, pero hacen poco por remediar las necesidades reales de la gente, especialmente las más necesitadas. Jesús hizo las cosas bien, y nunca desatendió a los pobres. El es nuestro gran referente en la calidad.

domingo, julio 16, 2006

Llamados a dar fruto

Llamados a dar fruto. Estas palabras deberían marcar una impronta: el cristiano maduro da sus frutos. Vamos a desglosar esta frase, palabra por palabra.

Llamados

No podemos dar fruto si alguien no nos llama antes. Todos somos llamados. Formamos parte de la familia de Dios. Somos signo de fraternidad. Tal vez podamos sentirnos abrumados ante la exigencia que comporta esta llamada. Cambiar el mundo es realmente difícil. Convertir los corazones no es tarea fácil. Estamos llamados a hacer un paraíso en medio del desierto.

Pero el que nos llama confía en nosotros. Dios no nos pide nada que no podamos dar. Cree en nosotros. Nuestros límites no son un problema para él. No nos achiquemos ni nos acobardemos. Él nos dará cuanto nos haga falta.

Jesús llama a los apóstoles. Llamar por el nombre es algo muy grande. El nombre significa la misma persona, con su carácter, sus cualidades y sus límites. Dios es tremendamente consciente de que nos llama tal como somos. Y nos quiere así, con nuestro temperamento, nuestros condicionantes, nuestra cultura, nuestro entorno familiar… Pero en la llamada se inicia un proceso de madurez hacia la santidad. Dios no tiene prisa. Somos nosotros los impacientes. Dios sólo pide un corazón abierto, dispuesto a arriesgarse a la aventura de dejar que Él entre en nuestra vida. Cuando Dios entra en nuestro corazón, la existencia cambia de arriba abajo. Es el mismo Espíritu de Pentecostés que nos invade y nos lleva, con fuerza huracanada.

Ese Espíritu empujó a los discípulos de Jesús. Llegaron a cambiar la historia. Nada es imposible para Dios. Tocar el corazón y producir una respuesta en el otro es difícil, y más cuando Dios respeta profundamente nuestra libertad. Pide un sí muy atrevido, muy libre y muy responsable.

Dar

No podemos dar lo que no tenemos. Los frutos que daremos estarán en consonancia con lo que hemos recibido. La capacidad de donación, la generosidad, es una característica de la vocación. No hablamos de dar bienes materiales, sino de darse a uno mismo. Dar de si las habilidades, las potencias, el tiempo, lo mejor de cada cual. Pero lo mejor que podemos dar al mundo es el mismo Dios. Nuestra vida, nuestro testimonio, nuestra fe, son los mayores regalos que podemos ofrecer.

Ser generoso en lo material es una consecuencia de la generosidad espiritual. Dios nos lo da todo. Suyo es lo más importante que tenemos: la vida, el existir, su amor. No nos da cosas físicas, directamente –éstas nos las dan las personas que nos quieren. Nos da la misma vida. Y nos pide darnos a nosotros mismos. La máxima donación es llegar a entregar la vida –sin necesidad de morir–, es darnos a los demás.

Todo cuanto podamos dar es algo que ya hemos recibido. No temamos dar. En clave espiritual, cuanto más damos, más tenemos.

Ahora bien, hemos de asumir que entregarse supone una cierta erosión, que ha de ser libremente asumida. Es el desgaste que se da en una madre que ama a sus hijos, o el desgaste de amar a los padres, a un cónyuge… Muchas veces esto implica perder algo de uno mismo –tiempo, intimidad… Pero lo aceptamos con entera libertad. Esto es el sacrificio por amor. A veces nuestro estado psicológico no nos acompaña en nuestras decisiones. Pero, por responsabilidad, por amor, asumimos ese dolor con alegría. Esto es auténtica madurez cristiana.

Si Dios no pone límites en su donación –es inmensamente generoso –nosotros hemos de imitarle en esta magnanimidad, en la medida de nuestras posibilidades. Nuestro límite es amar hasta entregar la vida. En lo humano, nuestro amor puede semejarse al amor de Dios cuando amamos tal como Jesús señaló en una ocasión: con todas las fuerzas, con todo el corazón, con toda la mente, con todo el ser. Amar así al prójimo es amar como Dios. La exigencia es alta, pero hemos de tender a esta meta.

Hemos heredado una cultura religiosa. Pero cuando experimentamos que Dios nos ama podemos salir a comunicarlo. Sin una experiencia íntima de Dios no podremos hacerlo. Damos fruto cuando, con absoluta libertad, decimos sí a Dios. Comunicar lo que hemos recibido nos llevará a dar la vida. Ser cristiano conscientemente es la gran decisión de nuestra vida, la más importante y la que marcará todo nuestro ser.

Fruto

Los frutos son los del Espíritu Santo. No se trata de trazar una estrategia y conseguir que nuestros templos rebosen. No, no hablamos de rentabilidad ni de cantidad de fieles.

Que nuestras comunidades aumenten en número será consecuencia del fruto que hemos de dar. El primer fruto es nuestra propia fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Más allá de lo que podamos hacer, todo está en manos de Dios.

El fruto es que sepamos trabajar con esperanza, sea cual sea el resultado. Entonces Dios hará el milagro. Pero, si no estamos motivados, no conseguiremos nada.

La gente a nuestro alrededor ha de ver una luz, una llamita encendida que arde y subsiste en medio de una terrible era glacial. Esto significará que algo intenso late en nosotros. Entonces se acercarán, si se dejan tocar el corazón.

Dios hace germinar la semilla

Trabajemos con todas nuestras fuerzas. Pero seamos conscientes de que nuestro trabajo no es sembrar siquiera. Nosotros aramos la tierra y quitamos los abrojos. El fruto que hemos de dar es no cansarnos jamás de luchar por aquello en que creemos. El mundo está barrido por huracanes que dispersan y confunden. Muchas personas andan desorientadas, sin norte. La gente se pierde y cae al vacío. Pero Dios no nos abandona. Reproduce en cada sacerdote la figura de su Hijo.

En medio de este panorama desolador, tal vez hemos de emplear menos palabras y obrar más. El mundo necesita silencio y necesita escucha. El fruto será lo que Dios quiera, y no lo que nosotros pretendamos, con nuestra voluntad empeñada. Si sólo perseguimos resultados, estaremos cayendo en la soberbia. El fruto depende sólo de Dios y de la libertad del otro.

Cuando se despierta el corazón de una persona, el fruto saldrá a su tiempo, con dulzura y paciencia. Dios sólo nos pide un sí a todo.